V

Volví en sí en un cuartucho. A la derecha, vi una puerta y, enfrente, una ventana abierta y tapada con unas cortinas que se columpiaban movidas por el soplo de un airecillo.

Presté el oído. Desde la lejanía me llegaban las voces de unas mujeres que chachareaban en el patio. No conseguía adivinar dónde me encontraba. Nunca había estado en aquella habitación. Quise levantarme de la cama, pero me fallaron las fuerzas. Entonces dije en voz alta:

—¿Hay alguien en casa?

La puerta del cuartucho se abrió y vi a un hombrecillo minúsculo y cómico. Me miraba a través de los cristales de unas gafas y sonreía.

—¿Te has despertado? —dijo al cabo de un rato.

—Sí.

Me di cuenta de que era el relojero Muaski. En su casa vivían Julek el Loco y Pietrek el Filósofo.

No podía comprender cómo había ido a parar allí.

—¡Ea, tómate esto! —Muaski me puso la medicina en un vaso y me la hizo tragar—. Los muchachos vendrán más tarde.

Abandonó la habitación y yo volví a dormirme. Al atardecer, me desperté de nuevo. Mi cuarto estaba ya a oscuras. A través de la puerta entreabierta oí las voces de mis compañeros. Los llamé. Julek y Pietrek entraron en la habitación. Llevaban una lámpara encendida.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó Julek.

—¿Has dormido bien? —dijo Pietrek.

—Sí… he dormido como un ceporro…

—¡Has dormido mucho!… ¡Válgame Dios, qué manera de dormir! —dijo Julek.

—¿Cómo he llegado aquí?

Los compañeros intercambiaron unas miradas y Julek preguntó:

—¿No te acuerdas de nada?

—No… Aunque sí recuerdo la Tumba del Capitán y… el fantasma. Me habló.

Pietrek sonrió y dijo:

—Este fantasma te salvó porque o te habrías muerto allí, o se te habrían llevado los verdes… ¿Cómo te encuentras?

—Bien.

—Entonces, cuéntanos cómo llegaste hasta allí. Pero poco a poco y con detalle… Tenemos tiempo —dijo Pietrek.

Empecé a contarles todas mis peripecias a partir de aquella mañana en la que me habían arrestado en el antro de Bombina. Mis compañeros interrumpían a menudo el relato para hacerme preguntas. En un momento dado, oímos que se abría la puerta principal. Reconocí la voz del Lord. Al instante, mi compañero me saludaba con grandes muestras de alegría.

—¡Y yo que estaba tan preocupado por ti! —dijo el Lord—. No había manera de enterarse de qué te había ocurrido.

Volvieron a hacerme preguntas. Les conté con pelos y señales la historia de mi arresto, de la estancia en la checa y en Dopr, de la condena, de la fuga del tren y de la vuelta a través de la frontera.

Mis compañeros se alegraron sinceramente del final feliz de mis aventuras. A continuación, le pregunté al Lord qué había sucedido después de que me arrestaran.

—Ya sabes cómo son estas cosas —dijo el Lord—. Te esperamos cinco minutos, diez, un cuarto de hora. Nada de nada… Nos preguntamos: ¿Qué hacer? Algunos dicen: ¡regresar! Otros: ¡mandar a alguien a la guarida! De modo que el Rata fue a hacer un reconocimiento. A campo traviesa, llegó al caserío por la parte trasera y se coló en el patio. Vio a los soldados rondar por el patio y meter la nariz en el granero. Todo estaba claro: una trampa. Así pues, no tardó en reunirse con nosotros para contárnoslo. Cogimos las portaderas y ¡hala!, ¡a casa! Pero los muchachos se caían de cansancio. A duras penas logramos alcanzar el bosque Starosielski antes del alba. El huracán había amainado un poco. Nos introdujimos en lo más profundo del bosque. Había leña cortada y amontonada. Encendimos una hoguera y nos secamos un poco la ropa. Después, tuvimos que apagar el fuego, porque temíamos que alguien divisara el humo. Llevábamos cuatro botellas de espíritu de vino y aquello fue nuestra salvación. Aguantamos hasta el anochecer y, ¡venga!, ¡hacia la frontera! Llegamos más muertos que vivos. Lowa y el Elergante cayeron enfermos…

—¿El judío os pagó la ruta? —le pregunté al Lord.

—¡Cómo no!… El doble: treinta rublos por cabeza. Pero la guarida de Bombina cerró para siempre.

—¿Adónde habéis ido después?

—Depende. Yo trabajo ahora con la cuadrilla de Jurlin. El Rata también. Pero hacemos pocas rutas. Ganamos para el relleno, pero no para el capón… Esperamos a que llegue el otoño.

—¿Han trincado a alguien más?

—De los nuestros, a nadie. Ahora poca gente sale a faenar…

—¿Qué otras noticias hay?

Los muchachos empezaron a contarme las novedades. Después me dijeron que habían propagado por el pueblo el rumor de que me había marchado a Vilnius. Sólo los muchachos de toda confianza sabían de mi arresto al otro lado de la frontera. El Lord me dio treinta rublos en monedas de oro.

—¿Y eso a santo de qué? —le pregunté.

—Por tu última ruta… ida y vuelta… Cuando te recuperes, iremos a casa de Bergier. Te deben un premio por haberles salvado el alijo. La mercancía era cara. Le ahorraste al judío por lo menos tres mil dólares, y tal vez mucho más… Ya he hablado con él…

Yo lo escuchaba un poco distraído y después pregunté:

—¿Tú qué opinas? ¿Por qué hubo una emboscada en casa de Bombina?

—¡Alguien fue con el soplo! —dijo el Lord—. Si no fuera así, no hubieran estado tan preparados… No encendieron el fuego a posta. Se escondieron en los zaguanes, en el granero y detrás de la cortina… Alguien había dado el chivatazo… ¡Nos había vendido a nosotros y a Bombina!

—¡No pudo ser nadie más que él! —dije, pensando en Alfred.

—Yo también lo creo —dijo el Lord—. Pero ¿cómo supo dónde estaba nuestra guarida?

—¿Tal vez algún muchacho con unas copas de más se fuera de la lengua y, de boca en boca, la información llegara a Alfred? —dijo Julek.

—Podría ser —asintió el Lord—. Pero no os preocupéis… ¡Algún día pagará por todo lo que ha hecho!… ¡De una sentada!…

Al día siguiente ya me encontraba tan bien que salí de casa con Julek. Hacía calor. El sol inundaba el pueblo con una cascada de rayos. Por el camino recogimos al Lord y fuimos juntos a Bokrówka, a casa de Bergier.

—¡Tendremos que apretarle las clavijas a este perro faldero! —dijo Julek—. Está forrado y nos debe una. Le salvaste la mercancía.

Bergier estaba en casa. Lo encontramos en el comedor, una pieza atiborrada de muebles caros que no pegaban con el interior de aquella pequeña construcción de madera. Muchas molduras. Sillas enormes y tapizadas con piel, un aparador imponente, una mesa inmensa.

Vi a un personaje típicamente judío. Frotándose las manos, Bergier nos invitó a pasar a la habitación de al lado.

—Allí estaremos más cómodos y nadie podrá vernos desde la calle.

A lo largo de las paredes de aquella habitación se alineaban varios baúles grandes cerrados con candados. En el centro, una mesa larga ocupaba casi todo el espacio. Desde el otro lado de la puerta entreabierta que conducía a la habitación vecina llegaba una voz femenina, jugosa y juvenil, con una marca de la melancolía oriental:

Ay, bayadera, ¡cuánto te quiero!

Ay, bayadera, ¡tam-rim taram-tam![9]

El Lord se echó a reír.

—Dime, Szloma, ¿tendrá tu bayadera una dote muy generosa?

—Uy, ¿quién ha dicho dote? ¡Ni falta que le hace!… ¡Toda ella es oro puro!

—¡No me vengas con cuentos! ¡Seguro que por lo menos le caerá medio kilo!

El judío sonrió ligeramente, se atusó la barba y dijo:

—¿Qué le trae por aquí, señor Bolesaw? ¿Acaso hay un negocio a la vista?

—Uno de los nuestros ha vuelto. —El Lord me señaló con un gesto de la cabeza—. Sin duda ya sabe de quién se trata, Szloma… Aquél que, en marzo, salvó la carga antes de que lo trincaran… Ha estado en la cárcel de la checa, en Dopr. Le quitaron todo el dinero y lo condenaron a la deportación… Se les escapó por el camino… Usted le debe una prima… para que pueda establecerse de nuevo…

—¿Éste es Wadek?

—En persona.

—Un momento —dijo Szloma, y salió de la habitación.

Pronto volvió acompañado de un judío joven vestido con una elegancia exagerada. Me di cuenta de que era Lowa y lo saludé. Charlamos un par de minutos y, a continuación, el Lord dijo:

—¡Venga, Szloma, ráscate el bolsillo! Tenemos prisa por celebrar el retorno de nuestro compañero. Recibió una buena paliza por culpa de tu mercancía y, durante más de tres meses, ha sido pasto de los piojos. Ya ha olvidado cómo sabe el vodka…

El judío se sacó del bolsillo una faltriquera alargada guarnecida con abalorios, probablemente un regalo de cumpleaños hecho a mano por algún miembro de su familia. Contó diez monedas de diez rublos y las puso encima de la mesa, acariciando el oro con los dedos. Me las acercó.

—Tome. ¡Y que le traigan suerte, señor Wadzio!

Cogí el dinero y nos despedimos de Szloma.

—¡Tacaño asiático! —dijo el Lord, una vez estuvimos en la calle—. ¡Tú le ahorraste una pasión y él va y te da cien rublos! —Calló durante un rato y después añadió—: ¡Es por eso que les hacemos changas a esos malditos judiazos!… ¡Prefieren perder hasta la camisa antes que pagar bien un trabajo!

Después nos dirigimos a casa de Ginta. Cuando entré en nuestro salón, vi las caras alegres de los muchachos. Al verme, exclamaron:

—¡Hurra!

—¡Viva!

—¡Choca esos cinco!

Junto a la mesa central, vi a los asiduos de la taberna: Bolek el Cometa, Felek el Pachorrudo, el Mamut y el Rata. También estaba allí el Cuervecillo, aquel contrabandista de aspecto juvenil que, en el sarao en casa de Saszka, había sido mi pareja de juego y le había asestado a Alfred un botellazo en la cocorota por jugar con las cartas marcadas. Al lado del Cometa estaba sentado Jurlin, un famoso contrabandista-maquinista que hacía tiempo que era jefe de cuadrilla y se arriesgaba incluso a salir en pleno verano. Era un hombre que rondaba los cincuenta, alto, musculoso y pelirrojo. Estaba borracho. Se reía a mandíbula batiente y repetía sin cesar: «¡Sin hacer ruido, por el amor de Dios!» En un rincón de la sala dormitaba Antoni el acordeonista. Cuando me acerqué a la mesa para saludar a la concurrencia, Bolek el Cometa levantó los brazos y dijo:

—En verdad os digo, muchachos, que éste es un buen motivo —se refería a mi fuga, que ya era de dominio público— para no dejar de beber vodka a chorro durante tres días y tres noches… ¡No, a chorro es poco! ¡Habría que beberlo a cubos!

—¡Una verdad como un templo! —dijo el Lord.

—¡Sin hacer ruido, por el amor de Dios! —añadió Jurlin.

Empezó la parranda. Yo sólo bebía cerveza, y en pocas cantidades. Todavía no me encontraba del todo bien. Antoni tocaba el acordeón. Aquel día invitaba yo. Después, cansado del ruido, volví a casa con Julek. Me acosté.

Me enteré de que Józef Trofida ya había cumplido la condena y había regresado al pueblo. Le pedí a Julek que me despertara a las ocho de la tarde. Pero me desperté solo a las ocho menos cuarto. Me vestí y me encaminé hacia Sobódka con Julek. Una vez allí, me detuve.

—Julek, vete a casa. Volveré solo.

—Ten cuidado de no pillar un resfriado.

—Estoy bien. Sólo voy a ver a Józef.

Julek desando el camino y yo entré en el patio de la casa de los Trofida. Allí todo estaba como siempre. A través de las ventanas, vi una lámpara encendida en el comedor. Entré. Sobre la mesa, la lámpara de pantalla azul iluminaba la cabeza de Janinka apoyada sobre sus manos. La niña me miró fijamente durante largo rato desde el otro extremo del cuarto, y después dijo, dejando sobre la mesa el libro que estaba leyendo:

—Le esperaba.

—¿Sííí?… ¿Cómo podías saber que vendría?

Sonrió.

—Lo sabía. Me lo ha dicho la gata. Hoy ha andado pescando junto a la aceña y después se ha aseado durante un buen rato.

Janinka me mostró con gestos cómo se limpiaba la gata.

De repente, oí unos pasos en el zaguán y Józef Trofida entró en la habitación.

—Ah, eres tú… Te estaba esperando. Sabía que habías vuelto… ¡Albricias!… ¿Echamos un trago o prefieres un té?

—Casi mejor un té.

—¡Me parece bien! Ahora mismo te voy a preparar ese gargarismo.

Józef se fue a la cocina. Me extrañó que no hubiera rastro de Hela en toda la casa. Pensé que a lo mejor había ido al pueblo. Al sentarnos a tomar el té, le pregunté a Józef cómo le habían ido las cosas hasta el día de mi regreso. Después le conté sin faltar una coma mis aventuras. Janinka nos escuchaba atentamente, pero sin intervenir en la conversación. En un momento dado le pregunté a Józef:

—¿Cómo se encuentra Hela?

Una convulsión le desencajó el rostro. Me miró un largo rato sin contestar a mi pregunta. Oí un sollozo ahogado y vi a Janinka levantarse de su silla y retirarse a su dormitorio. No podía entender qué había sucedido. ¿Por qué la pregunta por la salud de Hela los había conmocionado hasta tal punto? Finalmente, Józef escupió:

—¿De veras…, no lo sabes?

—No sé nada… ¿Qué ha ocurrido?

—Hela ha desaparecido —dijo Józef, agachando la cabeza—. Ha desaparecido… Hela ha desaparecido…

—¿Ha muerto?

Józef agitó la cabeza como si se atragantara y dijo con un hilo de voz:

—Se ahorcó…

—¿Se ahorcó?

—Sí… en el peral…

La noticia me horrorizó. Sentí que se me doblaban las piernas. De golpe y porrazo —no sé por qué— me vino a la cabeza esta imagen: en el huerto, Hela en lo alto de una escala coge manzanas, mientras Alfred, endomingado y con un bastón en la mano, la mira. Le dice algo. La moza se ruboriza. Después, Alfred tiende el brazo y refriega la palma de la mano contra la pantorrilla de Hela…

—¿Por qué lo hizo? —le pregunté a mi compañero.

Józef me miró a los ojos durante un buen rato. Noté que no había entendido mi pregunta.

—¿Por qué?… —dijo Józef por lo bajinis. Y, acto seguido, desembuchó—: ¡Porque estaba embarazada!… ¡Por eso!… ¡Estaba embarazada y le daba miedo andar en lenguas!… ¡Qué tonta!… Mientras me tuviera a mí, nadie le hubiera hecho daño… ¡Y ella!…

Volví a casa a altas horas de la noche. Józef me propuso que me quedara a vivir con él, pero le dije que tenía que hablarlo con Pietrek y Julek. Estaba muy afligido. Sentía crecer en el fondo de mi alma un odio hacia Alfred cada vez más fuerte. Caminaba pensativo y no sé cuándo me desvié de la ruta prevista. Me detuve frente a una casa. «¿Adónde voy?», pensé. «¡Ah, aquí vive Josek el Ansarero!» Me acerqué a la puerta de su casa e hice ruido con el pomo. Al cabo de un rato oí en el zaguán la voz de Josek:

—Ya está bien… ¿Quién va?

—Soy yo… Wadek.

Abrió la puerta a toda prisa y me dejó entrar. La habitación estaba vacía. Vi un libro hebreo sobre la mesa; encima del libro yacían unas gafas con montura de cuerno.

—¿Quieres un trago? —preguntó Josek—. Tengo un buen licor de cerezas. Lo ha hecho mi mujer… ¡Tiene unas manos de oro!… ¡Qué digo, de oro! ¡De dia-man-tes!…

El Ansarero trajo una garrafa de cristal llena de licor de cerezas y tomamos unas copas. A los judíos no les gusta beber en vaso. Después nos pusimos a charlar. El Ansarero estaba al corriente de mi arresto.

—Alguien tuvo que dar el cante de la casa de Bombina —le dije—. ¡Si no, jamás hubieran dado con la guarida!… ¡Fue una emboscada con todas las de la ley!… ¿Me entiendes?

—¡Es obra suya! —dijo Josek con firmeza.

Josek no mencionó ni el nombre ni el apellido de Alfred, pero yo sabía muy en quién pensaba.

—¿Dices que es obra suya?

—¡Y tanto que fue él! ¡Apuesto lo que sea! ¡Por mi mujer y por mis hijos!… ¡Fue él!…

Josek se calló. Yo también callaba. El silencio duró un largo rato. Después dije, sorprendiéndome a mí mismo:

—Necesito un aparato.

Josek me lanzó una mirada.

—Sí. Quiero comprar una buena fusca. ¡Pero que sea de primera! Fiable…

A Josek le brillaron los ojos.

—Ya te entiendo…

Empezó a perorar con conocimiento de causa sobre las virtudes y los defectos de los mecanismos de las armas de fuego. Interrumpí su lección.

—Yo también soy un experto en esta bisutería —repliqué—. Quiero un buen nagan. No necesito una pistola automática, no voy a la guerra. Y el nagan es de lo más fiable que hay.

—Sí, sí… el más fiable… ¿Sabes qué? Espera un poco. Toma más licor de cerezas… Lo ha hecho mi mujer… Ya te lo he dicho, dia-man-tes…

—Sí, sí, ya lo sé: manos de diamantes.

—Vuelvo ahora mismo…

Josek salió de casa.

No sé por qué decidí comprarme un revólver justo al enterarme del suicidio de Hela. Es verdad que siempre le había tenido inquina a Alfred, pero estaba muy lejos de querer matarlo. Ni se me había ocurrido. Cuando estaba en la cárcel de la checa de Dopr, decidí que, si algún día me daba a la fuga y volvía a pasar contrabando, lo haría al modo de los Aliczuk: armado hasta los dientes. Sabía que Alfred no dejaría pasar la oportunidad de hacerme daño y que ya me lo había hecho algunas veces, pero ¡¿matarlo?!… Nunca lo había tomado en consideración. ¡Sencillamente, me repugnaba la idea de matar a un hombre!… Otra cosa era darle una paliza o convertirlo en el hazmerreír de todo el pueblo.

El Ansarero volvió. Cerró la puerta. Comprobó que las cortinas taparan bien las ventanas y, entonces, se sacó del bolsillo lateral del paltó un paquete envuelto en papel y atado con varias vueltas de cordel. Cortó el cordel con una navaja. Apareció un nagan oxidado, que relucía con un brillo mate. Era el modelo que usaban los oficiales. El Ansarero apretó el gatillo varias veces; el percutor se alzaba y caía con un ruido seco.

Examiné el revólver. Era nuevo y estaba limpio. Funcionaba de una manera impecable. Daba gusto tenerlo en la mano. Al verme encantado con el arma, el Ansarero sonrió, se besó las yemas de los dedos y dijo:

—¡Esta pipa va como un reloj!… ¡Siete disparos, siete cadáveres!…

—¿Y los cartuchos?

El Ansarero se sacó del bolsillo dos cajas de cartón llenos de cartuchos.

—Aquí hay cincuenta. Si necesitas más, acude a mí. Puedes comprar todos los que quieras.

—¿Qué te debo?

—Te la doy a precio de coste. No soy ningún traficante. Diez rublos.

—Toma. Te doy quince.

Le entregué quince rublos, pero el Ansarero me devolvió una moneda de cinco.

—¡Te he dicho que no quiero hacer negocio contigo! Si no tuvieras dinero, te habría dado el aparato de balde.

Me despedí de Josek. Cuando estábamos en el zaguán, dije:

—No quiero que pienses que es para Alfred.

—¿Y quién ha dicho algo semejante?

—Es para no caer en manos de aquellos cerdos de la Unión Soviética. Los palurdos continuamente nos preparan emboscadas y sólo falta que un día pelen a alguien…

—Sí, sí… Ya lo sé —contestó el Ansarero, mientras abría la puerta que daba al patio.

—¡Buenas noches! —le dije—. ¡Tu licor de cerezas es buenísimo!

—¡Suerte! —contestó Josek—. Es cosa de mi mujer… Manos de dia-man-tes…

Enfilé un callejón oscuro. La cabeza me zumbaba por culpa del licor de cerezas.

En un lugar me detuve. Examiné el cielo. Encontré la Osa Mayor. Saqué del bolsillo mi nagan y lo cargué. Era una sensación agradable tener en la mano la culata encorvada y áspera del revólver. Cerré el ojo izquierdo y apunté, una tras una, a las estrellas. Después, solté una carcajada. Me pasó por la cabeza el pensamiento de que a partir de ahora tenía dos amigos excepcionales: la Osa Mayor, una constelación de siete estrellas que muchas veces me habían ayudado a encontrar el camino, y el nagan cargado con siete cartuchos que, si fuera necesario, me defendería con eficacia.

Cuando estaba en Dopr, oí decir a unos delincuentes que el siete es el número de la suerte de los ladrones. Tal vez esta convicción se debiera a que la cifra recuerda por su forma una ganzúa.