No podía entender qué me había sucedido. Sentía que me ahogaba y que un líquido espeso y pegajoso me llenaba la boca. Me agité desesperadamente hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia arriba… Finalmente, conseguí ponerme de rodillas… Respiré… Sentí el aire entrar en mis pulmones. Permanecí inmóvil durante un largo rato. Tenía el torso hundido en el fango y sólo asomaba la cabeza. Saqué las manos del lodo. Con los dedos, me limpié la cara y los ojos de aquella sustancia espesa y pegajosa. A unos centenares de pasos vi una larga hilera de fuegos que resplandecían desprendiendo una claridad amarillenta. Era el tren que se había detenido poco después de mi salto. Observé que, a lo largo de la vía, se desplazaban otras luces, más pequeñas, pero más brillantes. Eran las linternas de los hombres que me buscaban a lo largo de la vía.
Empecé a deshacerme del fango. Di dos pasos, palpé el borde de una cuneta. Salí del lodazal y, poco a poco, me alejé unos pasos de aquella cuneta donde había aterrizado al caer rodando por el alto terraplén. Es posible que el barro amortiguara la caída, estuve en un tris de ahogarme. Me senté en lo alto de una colina y miré durante un buen rato la vía del tren. Las luces de las linternas se arrastraban a lo largo del terraplén, pero después empezaron a retroceder. Oía las voces excitadas de los hombres, pero era incapaz de distinguir las palabras. Resonó el silbato de la locomotora… Las luces de la vía empezaron a moverse más de prisa. Se aproximaron a las de las ventanillas del tren. La locomotora volvió a silbar y la larga hilera de luces se sumergió en la oscuridad. Al cabo de un rato, se fundió en una estela de fuego movedizo para desaparecer pronto en las tinieblas.
Me levanté. Todavía estaba aturdido. Me dirigí hacia la vía del tren que, a oscuras, no se veía. La cuneta me cerraba el paso. La salvé. Me hallaba cerca de la vertiente escarpada del terraplén. Por un momento dudé si ir por arriba o por abajo. «¡Allí arriba puedo tropezar con alguien! ¡Será mejor que vaya por aquí!», pensé. Miré hacia el cielo: la Osa Mayor aún era muy visible en el norte. El timón del carro, inclinado hacia abajo, indicaba la dirección oeste. Avanzaba poco a poco. De vez en cuando, me detenía y aguzaba los oídos. Pasé al lado de algunas casitas de guardabarreras. Esquivé de lejos un apeadero. Tras dos horas de caminar divisé en la lejanía las luces de una estación. Observé que, en sus inmediaciones, había muchos edificios. Era un pueblo. Di un gran rodeo y volví a hallarme cerca de la vía. Una vez allí, me senté para descansar sobre un montón de traviesas viejas. Pensaba esperar a que llegara algún tren en el que continuar el viaje. Aquélla era mi única esperanza. A pie, sólo era capaz de recorrer entre treinta y cuarenta kilómetros en una noche, mientras que en tren, durante el mismo espacio de tiempo, podía hacer entre doscientos cincuenta y trescientos cincuenta. Decidí no caminar más, aun cuando tuviese que esperar hasta el alba. Más pronto de lo que pensaba oí el silbato de una locomotora. Entró en la estación un tren de carga. Me acerqué y me puse a caminar a lo largo de la vía. Separado de la estación por el tren, me escurrí a la sombra de los vagones. Vi unas plataformas largas cargadas de material de construcción. Me encaramé a una de ellas y me escondí entre los extremos de los maderos y la baja pared de la plataforma. Desde allí, podía observar con comodidad todo lo que ocurría a mi alrededor. En caso de peligro, era fácil huir en cualquier dirección. El tren estuvo parado en la estación mucho tiempo. Finalmente, arrancó. Al rayar el alba, llegué a Orsza. Emergí de mi escondrijo y fui hacia la locomotora. De una conversación entre los ferroviarios me enteré de que el tren había finalizado su recorrido. Entonces enfilé la vía y me fui alejando cada vez más de la estación. No quería que la llegada del día me pillase en Orsza. Sabía que allí había grandes destacamentos de la checa y de la milicia. Mientras viajaba en tren, había tenido que permanecer inmóvil en mi escondrijo, por lo que había pasado mucho frío. Ahora, intentaba entrar en calor caminando a buen paso. Antes de que despuntara el día, ya había hecho diez kilómetros. Me sentí seguro. Del lugar donde me había escapado me separaban casi doscientos kilómetros. Quería llegar a la estación siguiente, de modo que seguí caminando. Cogía o bien los senderos que orillaban la vía, o los caminos trillados por las ruedas de los carros. Cuando veía a lo lejos algún edificio, daba un gran rodeo para esquivarlo. Al cabo de unas horas, llegué a una estación. En vez de acercarme, me adentré en el bosque. Allí, me escondí en la espesura de los matorrales y me tumbé en el suelo para dormir. Al oscurecer, evité de lejos la estación y volví a dar con la vía. La noche era cálida. Me tumbé en un pequeño prado junto a la vía a la espera de algún tren con destino a Minsk. Sentía un hambre feroz, pero no tenía nada para comer. Tampoco tenía dinero.
Pasada la medianoche, llegó un tren de pasajeros. Paró en la estación. Subí una escalerilla de hierro que colgaba de la pared trasera de un vagón y, una vez arriba, me tendí en el techo. El tren no tardó en arrancar. El viento me silbaba en los oídos. De cuando en cuando, me salpicaba un enjambre de chispas que salían volando de la chimenea de la locomotora. Cuando el tren paraba en las estaciones, me deslizaba hasta el otro lado del vagón, donde nadie podía verme desde el andén. Se me habían entumecido las manos. Hacía mucho frío. Me temblaba todo el cuerpo, pero no interrumpí mi viaje. Cuando partimos de Borysów, ya despuntaba el día y en Smolewice tuve que abandonar el tren, porque me vieron desde un andén… No quería que me pillaran después de haber superado tantas dificultades. El tren continuó su recorrido y yo fui caminando a lo largo de la vía. De Minsk, me separaban más de cuarenta kilómetros. El hambre me atormentaba cada vez más. Me sentía muy débil.
Vislumbré la barraca de un guardabarreras. Tenía la puerta entreabierta. A través del resquicio, vi a una mujer hacer la colada en un barreño. En el umbral de la barraca jugaban dos críos. Vacilé un instante antes de entrar.
—Buenos días —saludé a la mujer.
—¡Buenos días! ¿Qué le trae por aquí?
—¿No me daría algo de comer?
—¿De dónde es usted?
—De Minsk. He estado trabajando una temporada en Smolesk y ahora tengo que volver a casa… Me compré un billete hasta Borysów, porque el dinero no me llegaba para más. Hace dos días que no he comido.
La barraca del guardabarreras estaba dividida por un tabique. En el tabique había una puertecilla. Mientras yo hablaba con la mujer, la puertecilla se abrió y apareció un hombre de unos cincuenta años. Tenía una cara delgada y unos ojos entrecerrados de expresión astuta. El guardabarreras me miró de la cabeza a los pies y le lanzó a su mujer:
—¡Dasza, dale algo de comida! ¡Que no se quede con hambre!… Vuelvo enseguida… ¡Usted, siéntese y descanse! —me dijo a mí.
Me senté en un taburete junto a la mesa, pero estaba inquieto. No me había gustado la mirada del guardabarreras. Y las palabras que le había dirigido a su mujer me parecían sospechosas. Me incliné hacia la ventana y miré afuera. Vi al guardabarreras precipitarse hacia unos edificios, cuyos tejados sobresalían por encima de la espesura de los árboles. Miró atrás varias veces y aceleró aún más el paso. De una hogaza partida por la mitad, la mujer cortó con un cuchillo una rebanada bastante grande y la puso sobre la mesa. Cogí el pan y empecé a devorarlo.
—Ahora mismo le traigo leche.
Bajó de una repisa una vasija grande y llenó de leche un vaso. Me la bebí con avidez. La mujer volvió a llenarme el vaso. No dejé ni por un momento de mirar por la ventana. Comía el pan, bebía la leche y seguía con la mirada al guardabarreras, que se acercaba a la arboleda donde se escondía uno de los edificios. Entonces, me metí en el bolsillo el pan que no me había acabado, y dije:
—Gracias por el pan y por la leche, señora. Si quiere, le dejo a cambio la chaqueta que llevo, porque no tengo dinero…
—No me debe nada… ¿Adónde va?… ¡Ahora me disponía a preparar el almuerzo!…
—No tengo tiempo de esperar!
—Pues, le haré unos huevos revueltos.
—Gracias. No me gustan los huevos revueltos… ¡Hasta la vista!
Salí a toda prisa de la barraca del guardabarreras y tomé otra vez la dirección de Smolewicze. Al cabo de un rato, volví la cabeza. La mujer estaba en la vía mirándome. Apenas hube salvado el primer recodo, me aparté de la vía sin dejar huellas y me encaminé hacia unas matas que crecían en los confines del bosque. Rápidamente, retrocedí hacia el punto de partida sin salir a campo abierto y sin dejar de observar la vía al mismo tiempo. Caminando por el bosque, llegué a la altura de la barraca del guardabarreras. Vi a tres hombres salir del edificio oculto en la arboleda y apresurarse por el sendero que conducía a la barraca. Era el guardabarreras acompañado de dos individuos vestidos con uniformes militares. La mujer se acercó a ellos. Les dijo algo, señalando con la mano el camino que yo había tomado. Enseguida se precipitaron en aquella dirección. Yo seguí adelante, intentando mantenerme cerca del bosque, pero sin alejarme de la vía del tren. Atravesé un río y, a eso del mediodía, me hallé en las inmediaciones de la estación de Koodziszcze. Allí, me adentré en el bosque, donde decidí quedarme hasta el anochecer. Al cerrar la noche, llegué a Minsk. Sin meterme en la ciudad, seguí a campo traviesa, primero hacia el oeste, y después hacia el suroeste. Cuatro horas más tarde, salía a la carretera que une Minsk con Raków. Me encontraba cerca de Jarkowo, a unos nueve kilómetros de Minsk. Allí, descendí una alta montaña. Conocía un pozo donde apagar la sed. Con una percha, saqué del pozo un cubo reforzado con cercos de metal y bebí de él durante un largo rato. Después, retomé el camino. Avanzaba bastante de prisa por estrechos senderos, aunque intentaba no perder de vista la carretera. Al alcanzar la versta catorce, entré en el bosque y, una vez allí, hice otro descanso, porque estaba muerto de fatiga. Me fumé el último cigarrillo.
Dejé a la izquierda Stare Sioo, entré en el bosque Starosielski y, bordeándolo, continué mi ruta. Ahora me hallaba en un camino que conocía palmo a palmo, de modo que avanzaba muy seguro. Además, podía guiarme también por las estrellas, porque el cielo estaba despejado. Se estaba haciendo de día. No había pensado que el alba llegaría tan pronto, o sea que me llevé una sorpresa desagradable. Conocía el bosque Starosielski como la palma de mi mano. Lo había cruzado muchas veces cargado de mercancía. Decidí no dormir durante el día. Caer ahora, tras haberme escapado del vagón y haber recorrido un camino tan arduo, sería un desastre. Si me dormía, algún pastor zopenco podría verme y, sin duda, correría a avisar a algún confidente o miliciano. Encontré un buen escondrijo donde pasar las horas de luz. Tenía al alcance de la mano un madero que podría usar en caso de necesidad. Cuando notaba que el sueño estaba a punto de rendirme, me levantaba para dar una vuelta entre los árboles y los matorrales que crecían alrededor de mi escondrijo.
A ratos oía las voces y el griterío de los pastores que vagaban por el bosque. Algunas veces percibí el ruido de unos pasos muy cerca de mi madriguera. Poco después del mediodía, avisté a dos zagales que rondaban por el bosque. Uno llevaba en la mano un cesto de mimbre, y el otro un palo largo. Miraban hacia las copas de los árboles, buscando algo. Se acercaron tanto a mi escondrijo que estuve a punto de abandonarlo, pero, finalmente, se alejaron. Apenas el sol declinó, proseguí mi marcha a través del bosque. Avanzaba poco a poco, escudriñando el terreno que se abría delante de mí.
Cuando salí del bosque Starosielski, ya era de noche. Seguí caminando a campo traviesa. Pasado un rato, sentí escalofríos: había cogido un resfriado. Continué. Tenía cada vez más frío y mi cuerpo se inundaba de sudor… Me tumbé sobre una ancha lindera, temblando de pies a cabeza. A cada minuto que pasaba me encontraba peor… Y todavía faltaba mucho para la frontera. Me levanté de un salto y volví a caminar. Los dientes me castañeteaban sin tregua. Apenas era capaz de orientarme en el terreno que me rodeaba. A menudo me detenía para mirar la Osa Mayor. Las estrellas se arremolinaban, se arrastraban hacia arriba, se precipitaban Dios sabe dónde… Yo siempre las volvía a encontrar y, guiándome por el instinto, seguía adelante, hacia el oeste.
No sé cuándo crucé la «segunda línea» ni cuándo, finalmente, me hallé al otro lado de la frontera. Recuerdo que, en un momento dado, se oyeron disparos de carabina. Por un instante, aquellos tiros me aguzaron los sentidos hasta tal punto que casi recuperé la conciencia. Me lancé hacia la izquierda. Cuando los disparos volvieron a tronar muy cerca de mí, me puse a reptar por la hierba, que me pareció muy fría. Después recuerdo que me encaramé por un montículo con gran esfuerzo. Una vez en la cima, me caí al suelo, completamente agotado. Un poco más tarde, comprendí que era la Tumba del Capitán… Allí perdí el conocimiento. Todavía tuve un intervalo de lucidez y…, de improviso, en medio de la oscuridad que arrebujaba los campos, vi moverse una mancha blanca… Retrocedía y avanzaba… Caía hacia abajo, se elevaba hasta las alturas, desaparecía a ratos de mi campo de visión, o bien se me acercaba. Haciendo un esfuerzo, me vino a la memoria el relato de Trofida y de otros contrabandistas sobre el fantasma… Después recordé que, cerca de aquella colina, me había encontrado por primera vez con Saszka Weblin. «¡Si él supiera que estoy aquí!» Mientras tanto, el fantasma se aproximaba a mí cada vez más. Estaba muy cerca…, más y más cerca…
Al cabo de un rato, veo un rostro inclinado sobre el mío. Distingo una mirada tranquila y severa, y unas cejas negras. Oigo una voz… Me preguntan algo y yo contesto, pero no sé qué. Finalmente, me preguntan si conozco a Pietrek… Noto que suelto una carcajada y, entre palabra y palabra, me castañetean los dientes.
—¡Cómo no! ¡Y tanto que lo conozco!… ¡Quién no lo conoce!… ¡Ja!… ¡Ja!… ¡Ja!…
A continuación, todo se precipita hacia la lejanía a una velocidad vertiginosa… Los ojos me hacen chiribitas de colores… Se desencadena una tormenta… Un torrente abrasador corre hacia delante, me arrastra hacia arriba y después me despeña… en un abismo negro y frío…