III

La dos es una celda espaciosa. Tiene dos ventanales grandes. Cuando te encaramas al alféizar y estiras los brazos hacia arriba, no alcanzas la parte superior del marco. Hay diecisiete literas ancladas en la pared. De día, plegamos las literas hacia arriba. En el centro de la celda hay un gran tablero sobre dos caballetes. Junto a la pared que da al exterior tenemos una alacena para la vajilla. El pavimento es de asfalto. En el rincón derecho de la celda hay una gran estufa revestida de lata.

Aquí estamos metidos diecisiete: varios ladrones, unos cuantos bandidos, algunos campesinos acusados del mismo crimen, homicidio, y un ferroviario, un ucraniano procedente de la comarca de Potawa. Se llama Koblenko. Lo enchironaron por especulador: transportaba las pertenencias de unos meochniki[8] en el compartimiento reservado para el personal.

Aquí el hambre también ha dejado su estigma en todo el mundo. Los presos se mueven lentamente, amodorrados y apáticos. Algunos tienen el rostro abotargado, a otros se les hinchan las piernas. También hay piojos a porrillo. Al comienzo, me sentía como si hubiera recuperado a medias la libertad. La celda era luminosa, el aire puro. Salía a pasear. Jugaba con otros presos a los naipes, que nos habíamos hecho nosotros mismos. Con el tiempo me acostumbré a todo. De día en día decaía en fuerzas. Mis piernas empezaron a abotargarse. Mientras tanto, al otro lado de la ventana, la primavera estaba en su apogeo. El sol inundaba de rayos el patio de la cárcel. Liberaron a algunos presos y, en su lugar, llegaron otros.

La añoranza de la libertad me estaba matando. Noté que los presos que cumplían condenas de cárcel a menudo no se aburrían en absoluto. Siempre sabían encontrar alguna ocupación. Jugaban a las cartas o charlaban. Sus conversaciones se concentraban en torno a unos cuantos temas básicos: la comida, las faenas, las mujeres, los procesos y la administración carcelaria. A mí aquellas conversaciones me aburrían. Añoraba muchísimo la libertad y adelgazaba a ojos vistas… Solía sentarme en el alféizar de la ventana a contemplar durante horas y horas el azul lejano del cielo. ¿En qué pensaba en aquellos momentos?… No lo sé… Me olvidaba del mundo entero. Una mañana se me acercó Bast. Era un ladrón de Smolesk.

—¡Ey, chaval, no pienses tanto…, te consumirás! ¡Y no mires por la ventana! ¡Que se vayan a hacer puñetas!… ¡Y, sobre todo, no pienses!

—¿Y qué quieres que haga?

—¡Juega a las cartas!… ¡Canta!… Haz cualquier cosa… Yo también era como tú… No sirve de nada…

Al atardecer, después de la revista, bajábamos las literas y nos tumbábamos para dormir.

—Bueno, ¡faltan tres campanadas para el rancho! —decía algún convicto.

Entonces, todo el mundo tragaba saliva pensando en los doscientos gramos de pan mal cocido de ínfima calidad que recibiríamos por la mañana. Separábamos la corteza y la untábamos con la miga cruda que cogíamos con una cucharilla. Esto me recordaba los pasteles o los helados de corte. La noche era el espacio de tiempo que me pasaba más de prisa. Rápidamente me sumía en un sueño pesado lleno de delirios medrosos y de visiones provocadas por el hambre. La primera impresión tras despertarme era el hambre, y el primer pensamiento: «¡faltan dos campanadas para el rancho!» Cuando recibíamos nuestra ración de pan, a todos nos temblaban las manos. Podías comértela entera en el acto, pero, quien más quien menos, se la comía sin prisas, a pequeños mordiscos. No se desperdiciaba ni una migaja. También es cierto que no había migajas, porque el pan siempre estaba poco cocido. Acabado el desayuno, todos los pensamientos giraban alrededor del almuerzo. Tenían que transcurrir muchas horas de larga espera hambrienta. Por fin, llegaba el momento de llenar los cuencos de cobre con un líquido hediondo hecho de verduras secas o patatas heladas. Un cuenco para cada seis hombres. Nos poníamos a comer o, mejor dicho, a beber de las cucharas aquella bazofia aguada, turbia y caliente. Nos abrasábamos la boca y la garganta, pero nos la comíamos muy de prisa. Por un breve momento, un calor delicioso y una sensación ilusoria de saciedad se esparcían por todo el cuerpo. Pero al cabo de un cuarto de hora, volvían unos retortijones aún más fuertes: ¡Comer! ¡Comer! ¡Comer!… El estómago no se dejaba engañar. La cena era mucho peor.

Una vez, el día de las visitas, a las diez, me hicieron salir al pasillo. Estábamos a finales de abril. Me condujeron al locutorio. Había allí mucha gente de aspecto miserable. Aquella sala alargada estaba dividida en dos zonas por una red de alambre, detrás de la cual se agolpaba la gente que venía a ver a los presos. Cuando empezaban las conversaciones, la sala se llenaba de llantos, berreos y gritos. No se oía casi nada. Me acerqué a la red, buscando con la mirada a algún conocido en el otro lado. Creía que alguno de los muchachos de Raków había obtenido permiso para visitarme gracias a algún familiar o conocido de Minsk. De repente, vi la sonrisa alegre y los ojos juguetones de Lonia. La saludé. Empezamos a charlar, tratando de gritar más que los otros.

—¿Cómo va todo? —le pregunté.

—¡Estoy en libertad!

—¿Te han soltado sin más ni más?

—Sí… He firmado un papel, comprometiéndome a no abandonar mi domicilio y a presentarme ante las autoridades a cada orden de comparecencia…

—¿Te ha costado mucha pasta?

—Un riñón… Pero da igual… No me he arruinado…

—Tienes buena cara.

—¡En cambio, tú estás hecho un fideo!

Abrí los brazos en un gesto de impotencia y dije:

—Doscientos gramos diarios de pan no engordan.

—Te he traído un paquete… Vendré cada semana…

—¡Gracias!

—¿Quizá tú también salgas pronto?

—No lo sé… ¡Me pueden caer unos cuantos años en Dopr!

—¡He oído que para el primero de mayo habrá una amnistía!

La visita se acabó pronto. Ver a Lonia me levantó los ánimos. Mi humor mejoró. Ya no me sentía tan impotente, tan abandonado. Además, empecé a alimentarme mejor, porque Lonia, que debía saber el hambre que se pasaba en la cárcel, me había traído grandes cantidades de galletas, tocino y queso. Una semana más tarde volví a recibir un paquete de Lonia, pero ella no vino a verme. Tal vez no tuviera tiempo, o bien no le hubieran dado permiso para visitarme.

A comienzos de mayo, una sentencia del Tribunal Revolucionario me condenó por contrabando a tres años de deportación en la comarca de Nizhegorod. Me confiscaron el dinero. Había previsto esta sentencia y no me apenó. Incluso prefería ser deportado a ir a la cárcel de Dopr. Decidí que, a la primera oportunidad, me fugaría.

Después del juicio, Lonia vino a verme otra vez. Decía que me ayudaría desde el punto de vista material y que, si disponía de tiempo libre, me haría una visita en mi exilio. Me pidió que le escribiera cartas con regularidad. También dijo que ahora tenía mejor aspecto y lo cierto era que me encontraba más sano y fuerte que antes. La hinchazón de las piernas había bajado… La peor enfermedad es el hambre, y el mejor remedio para curarla es comer. Los muchachos de la celda dicen que pronto me transportarán en un convoy al lugar de deportación. Me dan muchos consejos prácticos. Dicen que debería saltar del tren durante el viaje. No hago más que pensar en ello.

A mediados de mayo, me ordenaron recoger mis pertenencias y me condujeron a las oficinas. En la puerta, vi a la escolta: ocho soldados y un suboficial con tres triángulos en la manga. Éramos seis condenados. Uno iba destinado a Smolesk, tres a Moscú y tres a Nizhni Novgorod. La primera parada era Smolesk. Acabados los trámites en la cárcel, nos llevaron a la estación. Ocupamos dos compartimientos de un vagón. En cada compartimiento colocaron a cuatro soldados y tres presos. El comandante de la escolta fue a las dependencias de la estación para sellar los documentos de viaje. Yo tenía algo de dinero que Lonia había dejado para mí en la oficina de la cárcel. Le pedí al comandante de la escolta que me comprara dos paquetes de cigarrillos y una caja de cerillas, y con el dinero sobrante, cosas para comer: panecillos y longaniza. El suboficial le entregó el dinero a uno de sus soldados y lo mandó a los tenderetes del andén. El soldado me trajo cincuenta cigarrillos, una caja de cerillas, unos cuantos panecillos y un trozo de longaniza.

—¡Me lo he gastado todo! —dijo.

—De acuerdo. Gracias.

Intenté matar el gusanillo. A mis compañeros de viaje les di un trozo de longaniza y unos cuantos panecillos. Se los repartieron. A la una del mediodía, el tren arrancó. Yo estaba sentado entre dos soldados rojos. Enfrente, tenía a dos soldados y dos presos. Nuestro compartimiento era el primero. Un pequeño corredor lo separaba de la plataforma. A lo largo del vagón, a la izquierda, se extendía un pasillo largo y bastante ancho que comunicaba los compartimientos. La otra mitad de la escolta y los demás condenados se situaron en el compartimiento siguiente. El vagón estaba lleno a rebosar. La gente dejaba en el pasillo baúles, cestos y sacos. Algunos se encaramaban a las repisas del equipaje. Gritos, juramentos y maldiciones se entrecruzaban en el aire. Finalmente, todo el mundo encontró un sitio, se entablaron conversaciones y se oyó alguna que otra broma.

Cerca de Borisov, subió al vagón una patrulla de control ferroviario de la Checa. Comprobaban los papeles de los pasajeros. Cuando los chequistas se acercaron a nuestro compartimiento, el comandante de la escolta, el suboficial, les entregó los documentos de viaje, diciendo:

—Nueve integrantes de la escolta contándome a mí, y seis prisioneros…

Los chequistas examinaron los documentos, nos miraron y siguieron adelante. En Orsza, pasamos otro control de la checa. Cuando partimos de Orsza, ya oscurecía. Miré al sesgo por la ventanilla y vi en lo alto la Osa Mayor. Me sentí conmovido. ¡Hacía tanto tiempo que no la veía!… ¡Me trajo tantos recuerdos alegres y tristes! ¡Me llenó la cabeza de tantos pensamientos! Estuve mirándola durante un largo rato hasta que uno de los soldados me ordenó que me apartara de la ventana.

—¡Puedes mirar todo lo que quieras, no te servirá de nada!… ¡No saltarás!…

—No quería hacer nada…, sólo miraba las estrellas…

—¿Las estrellas?… ¡Aquí tienes tus estrellas! —El soldado dio una palmada en su gorra, donde llevaba prendida una gran estrella roja de cinco puntas recortadas en tela.

Los demás soldados se echaron a reír. Me aparté de la ventana. Los soldados fumaban picadura y no estaban para charlar. Mis compañeros, que ocupaban el banco de enfrente, se habían adormilado. Los soldados daban cabezadas. Habían acordado hacer guardias por turnos, de dos en dos. El suboficial entró en el compartimiento y dijo:

—¡Chavales, nada de dormir!… ¡Ojo avizor!…

—Tranquilo. ¡No nos dormiremos! —contestó uno de los soldados rojos.

El suboficial pasó al compartimiento de al lado.

Faltaba poco para la medianoche. Todavía nos separaban de Smolesk algunas estaciones. Yo observaba la escolta, aparentando dormir. Tres soldados se habían rendido al sueño y sólo uno, el que estaba sentado más cerca de la puerta, había estirado las piernas de tal modo que nadie pudiera salir a la plataforma sin despertarlo. Él también dormitaba, pero de vez en cuando abría los ojos para escudriñar el compartimiento. A ratos, alguien salía al corredor donde estaba el excusado. Entonces, el soldado levantaba los párpados, le lanzaba una mirada al individuo que salía y apartaba las rodillas para que pudiese abrir la puerta. La mitad de nuestro compartimiento estaba sumida en la oscuridad. Sólo entraba la luz sesgada de una linterna que colgaba en el pasillo. Ardía en ella una vela. En un momento dado, me incliné hacia la derecha, saqué la cabeza del compartimiento y miré el corredor. Estaba atiborrado de un gentío que dormitaba en el suelo. Entendí que, por aquel lado, me sería muy difícil llegar hasta la salida del vagón. Además, esto era también peligroso, porque los soldados de la escolta y el suboficial que vigilaban a los tres presos del compartimiento siguiente podían estar alerta y descubrirme. Yo no podía ver el compartimiento, pero oía crujidos y el ruido de los pies. «¿Y si bajara la ventana?», pensé. Pero tras reflexionar un poco, abandoné el proyecto. Si abría la ventana, podía despertar a algún miembro de la escolta. Volví a asomar la cabeza al corredor. Vi una silueta gris desplazarse lentamente. Era un soldado que, con el abrigo sobre los hombros, se dirigía hacia la salida, procurando no pisotear a la gente tumbada en el suelo. Se acerca cada vez más. Ya estaba a mi lado. Abrió la puerta y apartó las rodillas del soldado, que lo mira con ojos desorbitados.

—¿Qué quieres?…

—Nada, camarada… ¡Aparta las piernas!

El soldado rojo le deja pasar, cambia de posición en el banco, lanza un escupitajo contra la pared, se mete las manos en los bolsillos del abrigo y bosteza sonoramente. Después, se inclina hacia delante y escudriña el compartimiento. Finjo dormir. El soldado vuelve a recostarse contra la pared del compartimiento y entorna los ojos. El cinturón de su carabina le cruza las rodillas, el cañón asoma por entre los muslos. Se ha olvidado de atrancar la puerta con sus piernas… O tal vez quiera esperar a que regrese el soldado rojo que acaba de salir. Observo atentamente a mi guardián. Estoy decidido a escapar incluso en las peores circunstancias, pero prefiero esperar a que se me presentase la más favorable. Al cabo de un rato, noto que cabecea.

Me levanto de mi sitio. Doy dos zancadas para salir del compartimiento al corredor y, después, todavía un paso más. Giro el pomo de la puerta y la abro poco a poco… Ensancho el resquicio… Miro la cara del soldado. De repente, como si hubiera notado mi mirada, el durmiente abre unos ojos turbios. Los clava en mí. Rápidamente, doy un paso adelante.

—¿Adónde vas, eh? ¡Alto!…

Entonces, di un salto cerrando bruscamente la puerta detrás de mí. Abrí la que conducía a la plataforma del vagón. La cerré a toda prisa. En aquel mismo momento, la primera puerta volvió a abrirse y oí un alarido inhumano:

—¡Camaradas!… ¡Se escapa!… ¡A por él!… ¡Camara…!

Me abalanzo hacia la puerta que comunica la plataforma con la escalerilla del vagón. Aprieto la palanca con fuerza y empujo… No cede. Al cabo de un instante, me doy cuenta de que se abre hacia dentro, y yo la empujo. Tiro de la palanca. La puerta se abre. Detrás de mí, un ancho rayo de luz corta la oscuridad. Unos hombres armados irrumpen en la plataforma. Oigo sus voces:

—¡Alto, canalla!… ¡Alto!…

Enfrente de mí, se extiende una noche negra sembrada de puntos dorados, sembrada de estrellas. Salto con ímpetu en aquella oscuridad espesa y misteriosa…

Caigo en un remolino de aire. Me sacude y quiere arrastrarme hacia un lado. Mi corazón se para. Por un instante, me deslumbra una larga hilera de luces y enseguida todo se sumerge en las tinieblas y en el silencio…, un silencio profundo…