Son las cuatro de la tarde. En la celda reina la penumbra. El Mochales deambula desde la puerta hasta la ventana y viceversa. De vez en cuando, se detiene y suelta una carcajada. Se ríe alegremente durante un largo rato. Al comienzo, su risa se nos contagiaba. Después, sólo nos irritaba. Y ahora, ya nos hemos acostumbrado. Sé muy bien que es un simulador y a menudo lo observo a escondidas. He captado muchos detalles que se les han escapado a otros presos, pero que a mí me han acabado de convencer de que el Mochales sólo finge estar loco.
Lobov se quita la camisa grisácea, sucia y pegajosa por el sudor, la extiende sobre el catre y la allana utilizando una botella a modo de rodillo. Éste es su método para despachurrar un montón de piojos.
El Rana se pone en cuclillas sobre el catre, rodeando las rodillas con sus brazos demacrados, y canturrea una canción:
Felicjan Kropka frunce la nariz. En su cara aflora una expresión de sufrimiento, algo que ocurre siempre que el Rana se pone a cantar. Porque el ladrón suele tararear canciones con la letra muy cínica. Kwaliski yace sobre su catre con una mirada inmóvil clavada en el techo. De vez en cuando, cierra los ojos: entonces parece un cadáver.
Y el Rana canta:
—¡Ay, qué vida la mía, qué vida! —suspiró Bunia. Bajó del catre y empezó a taconear por toda la celda con sus zapatones pesados.
Ha oscurecido por completo. Detrás de la puerta, se oyen los pasos de los soldados y unos gritos que llegan del fondo del pasillo.
—¡Están arreando una paliza a alguien! —dice Spondzin.
—¡Lo muelen a palos! —confirma el Rana.
Se enciende la luz. La celda se hace más alegre. Todo el mundo empieza a moverse. Hasta Kwaliski se levanta y, a falta de espacio, camina por encima del catre. Sólo el judío sigue sentado en su rincón, ensimismado, sin decir ni mu. Hoy no le han traído el almuerzo, o sea que tiene hambre y está triste. Estoy junto a la ventana con Umieski, el propietario de una de las guaridas de la zona de Kojdanowo. Hablamos de contrabando y de qué artículos «tienen salida» en la Unión Soviética y cuáles en Polonia.
Entra en la celda el jefe de los carceleros acompañado de un puñado de soldados rojos. Nos contempla un rato y dice:
—¿Quién quiere ir a la ciudad a por harina?
Lobov da un paso adelante.
—¡Yo!…
—Eres demasiado rápido…
Nos mira uno tras uno y se dirige al Mochales.
—¡Ven tú…! ¡Y tú también! —Toca con el dedo el pecho de Bunia—. Tenéis que currar un poco, porque jaláis de gorra.
Sale de la celda. Dos horas después, oímos en el pasillo ruido de pasos y reniegos. La puerta de la celda se abrió de par en par y alguien empujó adentro a Bunia. Estaba aterrorizado. Se quedó inmóvil en el umbral durante un largo rato, abriendo los brazos en un gesto de impotencia. Después dijo:
—¡Ay, qué vida la mía, qué vida!… ¿Qué hemos hecho para que nos machaquen de este modo?
Nos sorprendió que el Mochales no volviera. Le preguntamos por él a Bunia. Nos enteramos de que él y Bunia, acompañados de cuatro soldados, habían ido a los almacenes militares en un gran camión. Una vez allí, habían cargado unas cuantas decenas de sacos de harina y habían enfilado el camino de regreso. Cerca del puente del wisocz, en la calle Wesoa, el Mochales había saltado del camión y había huido hacia el río. El camión se había detenido. Los soldados rojos habían disparado contra el fugitivo. Dos de ellos habían corrido en pos de él. Pero, se les había escapado gracias a la oscuridad. A Bunia lo habían llevado de vuelta a la cárcel y lo habían molido a palos por el pasillo y en la escalera. Los soldados decían que había ayudado al Mochales a fugarse. Esta noticia nos causó una gran impresión. Nos pusimos a hablar largo y tendido de la huida del Mochales. Casi todos mantenían que se habían dado cuenta de su simulación ya hacía tiempo. Mentían. Todo el mundo lo tenía por chalado.
—¡Ay compañeros! —dijo Lobov con tristeza—. Yo también pondría los pies en polvorosa. ¡Pero no tengo suerte, muchachos!
El Rana seguía en cuclillas sobre el catre, cantando con una voz quejumbrosa, atiplada y rechinante:
Madre mía, adorada,
¿por qué me has parido?
—Y éste, ¡dale con sus gemidos! —frunce el ceño Lobov.
—¡Si no te gusta, no escuches! —le espeta el Rana y continúa como si nada, apuntalando la mejilla con la mano y ladeando la cabeza ora a la derecha, ora a la izquierda.
Por la noche, no podía conciliar el sueño. Me devoraban los piojos y las chinches. Me mortificaba el hambre. Me consumía la fiebre. Me aferraba con los pensamientos a un hilo de esperanza: tal vez pronto me trasladarían a Dopr.
Desde el otro lado de la ventana me llegaba el borboteo del agua que corría por los canalones… Se acerca la primavera. Trae una vida nueva. Da nuevas esperanzas. Y nosotros aquí, a oscuras, sucios y famélicos. Vivimos dejados de la mano de Dios en una celda terrible, asquerosa y agonizamos lentamente… ¡Feliz el Mochales! ¿Dónde estará ahora?… Tal vez se haya enterrado en una madriguera, o tal vez vagabundee por los campos y los bosques al amparo de la noche.
Me dormí al rayar el alba.
Al día siguiente, a la una del mediodía, me mandaron subir. Escoltado por dos soldados rojos, entré en el despacho de Niedbalski. El juez de instrucción ordenó que me pusiera junto a la puerta y salió de la sala. Tardó un rato en volver. Lo seguían dos soldados rojos con las bayonetas caladas. Hicieron entrar a un mozalbete adusto y ligeramente cargado de espaldas. Enseguida reconocí al Clavo.
Nos pusieron frente a frente.
Niedbalski se dirigió al Clavo.
—¿Lo conoces? —me señaló con el dedo.
—Si él me conoce a mí, yo lo conozco a él. Y si él no me conoce, yo tampoco lo conozco.
Niedbalski dio una patada en el suelo:
—¡Eh! ¡No te pases de listo!… ¡Limítate a contestar mis preguntas!
—¡Y tú no te desgañites, que no me das miedo!… ¡Reserva esta clase de amenazas para tu costilla! —dijo el Clavo.
—¿Lo conoces? —me preguntó Niedbalski, señalando al Clavo con el dedo.
—Sí.
—¿De qué lo conoces?
—Es uno de nuestros muchachos de Raków.
—Yo también lo conozco —dijo el Clavo sin que nadie le preguntara nada.
—¿Por qué no lo has admitido antes? —dijo Niedbalski.
—Porque no soy uno de tus soplones… A lo mejor, él —el Clavo hizo un gesto de cabeza en mi dirección— no deseaba que yo lo reconociera…
Finalmente, Niedbalski ordenó que la escolta se llevara al Clavo. Después me enteré de que el Clavo estaba en la cárcel de Dopr y que lo habían trasladado desde allí para el careo. Dos días más tarde, me carearon con Lonia. Me sacaron de la celda justo después de almorzar. Cuando entré en el despacho de Niedbalski, Lonia ya estaba allí, sentada en una silla junto al escritorio. Los soldados que la escoltaban se habían quedado fuera. El juez de instrucción le decía algo entre risillas. Lonia conservaba un ademán serio. Tenía buena cara. Llevaba un paltó negro con un gran cuello de pieles. En las manos, un gran paquete. Yo y mi escolta nos detuvimos en el umbral. Durante unos minutos, Niedbalski repasó un montón de papelajos y, acto seguido, me hizo una seña con la cabeza.
—¡Ven aquí!
Me acerqué al escritorio.
—¿Conoces a esta mujer? —me preguntó.
—Sí. La conozco.
Niedbalski entornó los ojos y me observó atentamente. Lonia, que no debía de esperar una respuesta así, no sabía ocultar su sorpresa.
—¿De qué la conoces?
—Entré en su casa para preguntar por el camino, y allí me arrestaron.
—Y antes, ¿habías estado alguna vez en su casa?
—No.
—Tal vez sepas algo del antro que regentaba.
—No sé nada. Además, ella vive cerca de Minsk, y allí no hay guaridas —mentí para facilitarle a Lonia la declaración.
—¿Cómo lo sabes?
—De boca de los muchachos.
El juez de instrucción se dirigió a Lonia:
—Y usted, ciudadana, ¿lo conoce?
—No lo conozco en absoluto. Pero me da pena. Un muchacho tan joven pudriéndose en chirona…
—Le gustan los muchachos «tan jóvenes», ¿verdad? —preguntó Niedbalski en un tono irónico.
—No lo he dicho en este sentido… Todos me dan pena… ¡La cárcel no es precisamente un palacio! —Lonia se detuvo un instante y, acto seguido, volvió a dirigirse al juez de instrucción:— Quizá el camarada juez me permita darle de comer al arrestado…
—¿Y cómo se entiende que la ciudadana se interese tanto por él?
—Porque sufre por haber entrado en mi casa para preguntar por el camino… ¡A lo mejor, me odia!…
—Él está en la cárcel por culpa de usted, y usted por culpa de él… Estáis en paz… De todos modos, si quiere, puede darle la comida…
Lonia desenvolvió con prisas el paquete y me entregó casi dos kilos de longaniza y un gran pan trenzado. Después, me llevaron al subterráneo. Una vez en la celda, dividí la longaniza en diez trozos y la repartí entre mis compañeros. El judío no cogió el suyo. El oficial tampoco lo quería, pero se dio cuenta de que me lo habría tomado a mal, de modo que acabó aceptando su parte. Ahora yo estaba más animado. Tenía la esperanza de que los próximos días me trasladarían a Dopr. Mis compañeros me reafirmaban en esta convicción.