El mes de marzo llega a su fin. Noto que se aproxima la primavera. La añoranza me roe el corazón. Ya hace seis semanas que estoy encerrado en la mazmorra de la Checa de Minsk. La celda en la que me han metido es oscura y húmeda, el agua chorrea por las paredes. Un ventanuco enrejado que está justo por debajo del techo apenas permite que la luz del día se filtre a través de unos cristales sucios y opacos. Al otro lado del ventanuco, se ven las botas de los soldados y de los chequistas que pasan por el patio. Por todas partes hay una mugre espantosa. Todo está pegajoso. Al comienzo, me daba miedo tocar las paredes, la puerta y el catre. Ahora ya me he acostumbrado. El aire está saturado de agua y preñado del hedor a cuerpo sucio. Nadie nos da ropa interior limpia y no nos lavamos nunca. Lo que más contamina el ambiente es la paracha, un gran barreño de madera que no cierra bien y rebosa. La orina se derrama en el suelo formando un charco que los presos esparcen con los pies por toda la celda.
Somos once. Apenas cabemos en esta celda minúscula. Siete duermen en el catre y los cuatro restantes tienen que buscarse un rincón en el suelo. De vez en cuando, nos meten presos nuevos, pero a menudo los sueltan o los trasladan a otro sitio. Aparte de mí, hay dos contrabandistas más, que se establecieron al otro lado de la frontera, en una aldea cercana a Stopce. Son los hermanos Jan y Mikoaj Spondzinowie. Son jóvenes, uno tiene veinte años y el otro veintitrés. Cayeron mientras descansaban en una guarida cerca de Kojdanowo. El propietario de la guarida, Umieski, un hombre corpulento y robusto, está aquí con ellos. Al comienzo, los mantenían separados, pero ahora los han reunido. Deduzco de ello que su caso no debe de ser muy grave.
Hay también un destilador clandestino, Kasper Bunia, un individuo gigantesco y huesudo. Vivía en una peguera cerca de Zasawie y allí hacía aguardiente de trigo. Lo pillaron in fraganti al lado del aparato. Lleva una zamarra enorme que exhala hedor a brea por toda la celda.
Junto a la ventana está el Rana, un ladrón reincidente. Se ha metido las manos en los bolsillos y silba. Es de edad indefinida. Tan pronto puede tener cuarenta años como cincuenta, o más. Una cabeza enorme. La boca, de oreja a oreja. Unos ojos turbios, sin ninguna expresión. Sobre el fondo de la piel verdosa y sucia de su cara, parecen dos cuajos de flema. Se carga de espaldas. Tiene un cuerpo escuchimizado, pero se caracteriza por una gran astucia.
Tenemos a un bandido. Ivan Lobov. Lo han enchironado por unos cuantos atracos. Es un hombre apuesto de treinta y cinco años. Gasta perilla negra. Hace pensar en los cuadros de santos que se venden en el mercadillo de Wodzimierz. Ya hace tiempo que lo habrían «pelado», si no fuera por unos parientes ricos que se interesan por él.
Hay también un técnico de telégrafos, Felicjan Kropka. Lo acusan de sabotaje porque quemó por casualidad el reóstato con una corriente de voltaje demasiado alta. Es víctima de un cierto comisario, de quien nos habla a menudo y que le hacía la vida imposible hasta que aprovechó aquella oportunidad para meterlo en la cárcel de la checa. Kropka da la impresión de estar terriblemente asustado. Tiembla cada vez que la puerta se abre. Es cómico: pequeño, escuálido, se frota constantemente las manos y, cuando escucha, abre la boca de par en par.
Tenemos incluso a un contrarrevolucionario, un ex oficial del ejército zarista, Aleksander Kwaliski, que trabajaba en una oficina soviética para acabar ahora en la mazmorra. Es un hombre alto y delgado de unos cuarenta años. No dice esta boca es mía. Tiene una cara pálida, cansina. Casi todo el tiempo está tumbado en el catre, pero no duerme. Permanece horas y horas con la mirada clavada en el techo. Es a quien tengo más simpatía. Me entristece que un hombre tan inteligente, tan bien educado y tan buena persona tenga que sufrir las mismas vejaciones que nosotros.
Hay también un judío, gordo y barrigón. Tiene más de cincuenta años. Su apellido es Kober y su nombre, Girsz. Antes de la guerra tenía una fábrica de naipes. Ahora lo han encerrado por especulador. Es el preso más solvente de toda la celda. Cada día le traen el almuerzo de la ciudad. A menudo lo llaman a «conversaciones». Entonces, el Rana suele decir que se lo llevan a ordeñar.
El undécimo inquilino de nuestra celda es un loco. Todo el mundo, tanto nosotros como los soldados o los chequistas, lo llaman el Mochales. Nadie conoce su nombre ni apellido. Lo arrestaron en un tren, cerca de Suck. Es un joven alto y delgado. Tiene unos ojos grandes que desprenden una claridad insólita. Todo el día da vueltas por la celda y, a ratos, suelta una carcajada que nos exaspera. Está bajo sospecha de espionaje. Ahora no lo interrogan nunca. Lo habrán olvidado o bien quieren ablandarlo.
Los días se arrastran tediosos, tristes y largos. Nos consume la añoranza; pasamos hambre. El hambre no abandona nunca nuestra celda. No dejamos ni por un instante de soñar con la comida, no pensamos en nada más que en comer. Nos movemos apáticos, lentamente. El hambre nos ha blanqueado los rostros, nos los ha empolvado de verde y amarillo y nos ha dibujado sombras negras bajo los ojos. Algunos tienen las manos y las piernas abotargadas. He notado que a mí también se me empiezan a hinchar los pies. Otra plaga que nos tiene mortificados son los piojos, los enormes piojos de la cárcel que pacen sobre nuestros cuerpos, tan perezosos y soñolientos como nosotros (aunque no a causa del hambre, sino más bien del empacho). Los hay a espuertas. Incluso reptan por la ropa y por los tablones del catre. No los matamos. No serviría de nada. Los denominamos en broma «azogue». Se nos ha llagado la piel de tanto rascarnos. Y allí donde los piojos pican, en particular en la espalda, en la nuca y en el cuello —la piel de esta zona debe de ser más fina— tenemos costras. De noche, cuando la lámpara de la celda está encendida y nos tumbamos para dormir sobre nuestros catres sin jergón, de las rendijas que hay entre las tablas y en las paredes salen chinches. Muerden como condenadas, escuecen como las ortigas. Se ensañan especialmente con los presos nuevos. Una noche, cuando me desperté y abrí los ojos, vi al Mochales sentado en un rincón de la celda. Miraba a los compañeros acostados en los catres de un modo extraño. Fingí dormir. Tenía la cara escondida en la sombra. Lo espié a través de los párpados entornados. El Mochales nos observaba con atención. Me percaté de que se había quitado la blusa y la tenía en el regazo. De repente, inclinó la cabeza y, sin dejar de observar la celda ni por un instante, desgarró con los dientes el cuello de la blusa. Esto avivó aún más mi interés. El muchacho sacó del cuello un trozo de tela. Lanzando miradas por toda la celda, lo desenrolló. Vi que había algo apuntado en él. Durante un buen rato, el Mochales leyó el texto del jirón de tela y, acto seguido, empezó a rasgarlo con los dientes. Al cabo de unos minutos no le quedaba entre las manos más que un puñado de hilachas. Bajó del catre y las tiró al cubo.
Entendí que allí estaba escrito algo muy importante y que el Mochales sólo simulaba su locura, mientras que, en realidad, era más listo que la mayoría de los que lo tenían por chalado. Aquella noche ya no dormí hasta el amanecer. El hambre me retorcía los intestinos. «¿Qué sucederá mañana? ¿Cuánto tiempo durará todo esto?», pensaba sin tregua.
En sueños, me asediaban alucinaciones hijas del hambre. Por las noches no soñaba con platos exquisitos, sino con grandes rebanadas de pan negro, enormes lonchas de tocino, grande tajadas de carne, escudillas repletas de manjares calientes y pucheros humeantes llenos de patatas hervidas. Me despertaba cansado, amodorrado, el hambre me aguijoneaba aún más y mi infortunio se me hacía todavía más insoportable.
Al comienzo, sospechaban que yo era un espía. Así me calificaron los que me habían arrestado. Mi caso lo llevaba el juez de instrucción Stefan Niedbalski, un polaco oriundo de Mir, un pueblo cercano a Stopce. Era un mocoso mofletudo con una camisa militar de color azul marino y bombachos. Enseguida me di cuenta de que era estúpido y presuntuoso. Me interrogaba por las noches. Me sondeaba durante horas. Hacía preguntas-trampa aparentemente astutas, que sin embargo eran fáciles de prever y que, a menudo, ayudaban al interrogado a orientarse. Las frases que repetía con más insistencia eran éstas:
—¡Venga, habla! ¡Venga, habla!… ¡Descubriremos la verdad contigo o sin ti!
—¿Qué tengo que decir? ¡Digo la verdad! ¡No vais a querer que os mienta!…
Eso es lo que yo le solía contestar.
Unas cuantas veces me organizó careos con varios individuos. A algunos los conocía de vista, porque ocupaban otras celdas de la primera o de la segunda galería. Después me dejaron de interrogar. De acuerdo con el consejo de los hermanos Spondzinowie, llamé al comandante de los carceleros y le dije que deseaba comparecer ante el juez de instrucción Stefan Niedbalski para tratar de un asunto de suma importancia. Me llamaron al día siguiente por la tarde. Acompañado de dos soldados rojos, entré en el despacho donde reinaba Niedbalski.
—¿Y qué?… ¿Te lo has pensado mejor? —me preguntó.
—Sí. Quiero confesar toda la verdad.
—Bien. ¡Es lo mejor que puedes hacer! ¡Coge la silla y siéntate aquí! —Me señaló con la mano un lugar cerca de la mesa.
Noté que en el cajón abierto del escritorio había un nagan. «¡Ha tomado precauciones!», pensé.
—¡Toma! ¡Fúmate un cigarrillo! —dijo Niedbalski.
Encendí el cigarrillo y me mareé.
—¡Venga, canta! —dijo el juez, mientras preparaba una hoja de papel blanco.
Empecé a hacer una nueva declaración. Le expliqué una historia que, en parte, coincidía con la realidad y que ya tenía muy bien preparada… Soy oriundo de Vilnius. Como estaba sin trabajo, fui a la zona fronteriza a la casa de un amigo. Él me propuso pasar contrabando al otro lado. Fui con él unas cuantas veces. Después, mi compañero cayó y, en la actualidad, está a la sombra en Nowogródek. Entonces, dejé de cruzar la frontera y me instalé en casa de la madre de mi compañero. Pasado Año Nuevo, hice la ruta tres veces con unos muchachos. A la tercera, me trincaron.
—¿Adónde llevabais la mercancía? —me preguntó Niedbalski.
—No sé dónde está la guarida, porque el maquinista siempre nos conducía allí a oscuras. Pasábamos la noche en un granero y nunca lo abandonábamos a la luz del día. De modo que yo no sabía ni cómo era el caserío, ni dónde estaba, ni cómo se llamaban sus amos… Por lo que se refiere a la comida, nos la traía al granero una mujer mayor. Llevaba una larga zamarra amarilla. Y de todo lo relacionado con la mercancía se ocupaba el maquinista.
—¿Quieres que me trague tus trolas? —dijo Niedbalski.
—No estoy contando trolas, porque sé que no os la pegaré. ¡Sois demasiado listos!
Niebalski sonrió. Meditó un rato y dijo:
—¿Y por qué fuiste al caserío de Leonia Bombiska? ¿Ella también acogía a contrabandistas?
—Yo no sé si ella acogía a contrabandistas o no. Me había extraviado… Soplaba un vendaval. Había perdido a mis compañeros. Di vueltas toda la noche y estuve a dos dedos de espicharla… Tiré la portadera, porque me faltaban las fuerzas para caminar. Finalmente, de madrugada, vi un caserío y entré para preguntar por el camino.
El juez de instrucción se quedó meditabundo durante un rato. Después, mirándome fijamente, me hizo una serie de preguntas rápidas con la clara intención de pillarme desprevenido.
—¡Di la verdad! ¿Los contrabandistas van a Minsk?
—No.
—¿Vuestra pandilla ha ido allí alguna vez?
—No.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Y entonces se puede saber por qué preguntaste por el camino de Minsk?… ¿Eh?
—Tenía miedo de que el ama descubriera que yo venía del otro lado de la frontera.
Al cabo de un rato, Niedbalski dijo:
—¿Y por qué, cuando te arrestaron, dijiste tantas tonterías: que te habías pasado a la Unión Soviética para afincarte aquí, que en Polonia te trataban mal?…
—Porque tenía miedo de que me entrullaran por contrabando. Pensaba que así me dejarían en libertad o me expulsarían a Polonia.
Niedbalski escribió algo durante un largo rato y después volvió a dirigirse a mí, esta vez con una pregunta aparentemente inocente, aunque entornaba los ojos con astucia… Presentí una trampa…
—¿Cuántas veces has cruzado la frontera?
—Este año, dos. A la tercera, me pillasteis.
Una pausa larga. El juez de instrucción encendió poco a poco un cigarrillo.
—¿Cuánto dinero te requisaron?
—No me acuerdo.
Niedbalski sacó de la cartera un papelucho y leyó:
—Setenta dólares, cuarenta y cinco rublos en monedas de oro y diecinueve mil marcos polacos. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Cuánto te pagaban por una ruta a través de la frontera?
—Quince rublos por portadera.
—Bien. Esto hace treinta rublos por dos portaderas. ¿Y de dónde has sacado el resto de dinero? ¡Venga, habla!…
—En noviembre del año pasado hicimos una changa. En el reparto, me tocaron cuatrocientos dólares.
—¿Qué changa?
—Llevábamos mercancía a Polonia y huimos con ella. Y después la vendimos…
—¿Qué clase de mercancía?
—Pieles. Ardillas altaicas. Yo llevaba trescientas ochenta piezas.
Niedbalski hizo una pausa en el interrogatorio. Me ordenó ponerme contra la pared.
—¡Vigiladlo! —lanzó a los soldados rojos al salir del despacho.
Regresó al cabo de veinte minutos.
—¿Conoces al Clavo? —me preguntó.
—Sí que lo conozco. Es uno de nuestros muchachos, de Raków.
—¿Y él te reconocería?
—Claro que me reconocería… Me ha visto varias veces.
Niedbalski apuntó en el acta mi declaración y me la acercó para que la firmara.
—¡Lo comprobaré! —dijo por último, y les ordenó a los soldados rojos que me llevaran de vuelta a la celda.
Los hermanos Spondzinowie me estaban esperando. Les expliqué con detalle cómo había transcurrido el interrogatorio.
—Ahora todo irá sobre ruedas —dijo Jan—. Seguro que retirarán la acusación de espionaje.
—Tal vez dentro de unos días te trasladen con nosotros a Dopr. Allí estaremos mejor. Hay muchos de los nuestros —dijo Mikoaj.
Aquella noche, tardé mucho en conciliar el sueño. Mi humor había mejorado. Hasta entonces había temido que me juzgaran por espionaje, porque en tal caso me habría caído, como era habitual, pena de muerte. Y a pesar de todo, no quería confesar la verdad a causa de Lonia. Sabía que a ella también la habían arrestado. Pero de las preguntas que me acababan de hacer, deduje que no tenían ninguna prueba contra ella.