XV

A mediados de febrero, salí a hacer la primera ruta del mes. No podía ni sospechar que aquel viaje tendría un final trágico para mí y que iba a pasar mucho tiempo entre rejas.

Fui, como siempre, con el grupo del Lord. Éramos nueve: yo, el Lord, el Rata, Bolek el Cometa, Waka el Bolchevique, el Mamut, Felek el Pachorrudo y el Elergante. Los demás muchachos no nos acompañaron por varios motivos. Llevábamos una mercancía cara: gamuza, charol y cromo. Todo de la mejor calidad. Las portaderas pesaban mucho, cuarenta libras cada una, pero no hacían bulto y estaban bien atadas. Nos pusimos en camino apenas oscureció. Soplaba una ventisca no demasiado fuerte. Esto favorecía nuestra expedición. Pero poco tiempo después de haber cruzado la segunda línea, se desencadenó un vendaval muy fuerte. Iba recrudeciéndose más y más y, de repente, cogió tanta fuerza que convirtió todo el terreno en un enorme océano de nieve. En algún lugar, el grupo se detuvo. Los muchachos se agolparon. Procurando gritar lo bastante para superar los aullidos del viento, Lowka propuso que volviésemos al pueblo. El Lord no estaba de acuerdo. Dijo que ya habíamos hecho una tercera parte del camino; que retroceder era más peligroso que seguir adelante porque, tal como estaban las cosas, la frontera era difícil de distinguir y podían trincarnos con gran facilidad; que, cuando hacía aquel tiempo de perros, los guardias fronterizos se escondían en cuevas alrededor de una hoguera, porque sabían muy bien que era imposible cazar contrabandistas en una noche así y que, como mucho, podían tropezar con una jauría de lobos; y que sólo muy de vez en cuando algunas patrullas reforzadas recorrían la frontera.

Seguimos adelante. El Lord, el Mamut y el Cometa se relevaban a la cabeza del grupo, porque al que iba primero le tocaba el trabajo más duro: tenía que abrirles camino a sus compañeros a través de una nieve profunda. Al cabo de un rato, el vendaval se convirtió en huracán. A nuestro alrededor pasaban cosas extrañas. De repente, el viento arrancaba la nieve de inmensas fajas de terreno y la lanzaba a las alturas, mientras que nosotros, ofuscados y desfallecidos, caminábamos sobre los terrones congelados, resbalábamos y nos derrumbábamos en el suelo. Al cabo de unos minutos, el huracán arrojaba sobre nuestras cabezas la masa de nieve que, hacía un rato, se arremolinaba en el aire y, a veces, nos sepultaba hasta el cuello bajo una capa volátil y trémula. Nos deteníamos. Reposábamos. Después, lentamente, paso a paso, retomábamos la marcha, hundiéndonos en aquellas montañas níveas. Al parecer el huracán se había marcado el objetivo de no permitirnos llegar a la guarida… Empezaba empujándonos por detrás como si quisiera ayudarnos a avanzar. Nos empujaba con más y más fuerza hasta que, de repente, silbando y riéndose a carcajada limpia, se apartaba a un lado, mientras que nosotros, desprevenidos, caíamos de espaldas en la nieve. Después, se ponía al acecho durante unos segundos y, en cuanto nos habíamos levantado y reiniciábamos la marcha, nos frenaba con un golpe seco en las narices. A continuación, agachados, intentábamos seguir la ruta con los brazos abiertos para mantener el equilibrio. Era como nadar en un enorme remolino blanco. Entonces, el vendaval huía hacia lo alto. Triunfante, se reía con regocijo, mientras que nosotros nos desplomábamos bañados en sudor y sin respiración…

Estamos sentados en la nieve. El vendaval retoza en las alturas. Finge ignorarnos… Aparenta sólo jugar: canta, silba, se ríe, sopla suavemente y persigue los copos de nieve. Nos levantamos… Su truco se descubre… Él también se levanta… Rabioso, frío, tajante, despiadado… Dirige su primer puñetazo contra nuestros ojos. Agachamos la cabeza: lo saludamos y le imploramos. Pero no se deja aplacar… Puesto que un solo montículo de nieve le sabe a poco, furioso y malhumorado, recoge toda la nieve de un kilómetro cuadrado de campo para descargar este alud sobre nuestras cabezas. Ahora ya no lo oímos triunfar, tronar y rugir… Estamos cegados y ensordecidos. Nos atragantamos con la nieve menuda y punzante.

Nos desenterramos. Nos encontramos a tientas y, hundiéndonos hasta el pecho en el ventisquero, descendemos por una colina movediza que lentamente se arrastra hacia delante. El vendaval calla y su silencio es terrible: ¡seguro que nos está preparando una sorpresa!… No me equivoco. El golpe llega de Dios sabe dónde: unos cuantos cientos de toneladas de nieve arrojadas con fuerza contra nuestras cabezas. No tenemos tiempo de tumbarnos boca abajo porque enseguida somos blanco de un embate espantoso. «¡Quiere volver a vernos!» Otra sacudida. Las montañas de nieve nos bombardean de nuevo. ¡Y se produce otro embate de viento y un nuevo puñetazo!… ¡Dale que dale, un golpe tras otro! El ser humano también podría jugar así. Pondría nueve abejorros en un gran barreño, lanzaría puñados de harina y soplaría. Un juego de locos. Estúpido y cruel.

Pero nuestro adversario no tenía piedad. Había cambiado unas cuantas veces de táctica a pesar de que ni siquiera éramos capaces de defendernos. Armaba emboscadas. Se ponía al acecho. Plantificaba montañas de nieve en medio de nuestro camino. Trataba de cegarnos, derribarnos, despedazarnos, aplastarnos… Se enfurecía. Se retorcía convulsivamente. Ora soltaba una carcajada satánica, ora gemía o silbaba…

Yo caminaba con los ojos entornados. Me calé la gorra hasta las orejas y agaché la cabeza. Me tambaleaba, me caía, pero no dejaba de avanzar, aprovechando cualquier oportunidad para hacer unos pasos. De vez en cuando, nos deteníamos para ver si alguien no se había rezagado. Evitábamos los campos de labor. Rompíamos por los bosques. Allí, los árboles nos cobijaban, deteniendo los ataques furiosos del viento. Pero el bosque acababa y teníamos que salir otra vez a campo abierto para luchar con porfía, apretando los dientes y los puños. Caminábamos sin tomar precauciones. ¿Quién podría perseguirnos? ¿Quién saldría de casa en una noche como aquélla? Éramos los únicos seres vivientes en una enorme llanura inundada por un diluvio de nieve.

Nos detuvimos unas cuantas veces para beber alcohol. Esto nos daba fuerzas, nos encendía fuego en el cuerpo y nos enardecía para un nuevo combate contra el vendaval. Yo tenía calor y me sofocaba. El sudor me chorreaba por la cara. Mis ojos doloridos vertían lágrimas. No caminaba, sino que me abría paso a través de obstáculos. Mientras tanto, el viento a mi alrededor tronaba, lloraba, aullaba, cantaba y silbaba. Nos desgarraba la ropa. Nos arrancaba las portaderas de los hombros. Sacudía el terreno ante nosotros como si fuera una lona blanca. Murmullaba como el mar. Retumbaba como el trueno y reía, reía, reía… Yo tenía la sensación de que nunca saldríamos de allí, de que nos quedaríamos para siempre en aquel terrible infierno blanco… Y, cosa extraña: cuando, ofuscado, cerraba a ratos los ojos, veía el azul del cielo, los rayos de sol, los colores de las flores… Veía la cara preciosa de Fela. Veía la sonrisa de Belcia. Oía los sonidos del acordeón, el canto del Ruiseñor. Pero, sobre todo, tenía delante de los ojos a Lonia. La veía perfectamente bien, oía su voz y sus risotadas… Era en ella en quien pensaba más. Tal vez porque con ella, más que con nadie, me sentía a gusto, rodeado de calor y tranquilo. «¡Quizá dentro de una hora o dos le haga una visita! ¿O quizá nunca?» Al rayar el alba, completamente agotados, casi arrastrándonos por tierra, llegamos al caserío de Bombina. Habíamos hecho una caminata de catorce horas.

Los muchachos se sentaron en la nieve y parecía que no se iban a mover de allí nunca más. Tenían un aspecto horroroso.

El Lord se dirigió a mí:

—¿Irás al caserío? —preguntó con una voz ronca.

—Sí.

—Adelante y, ¡ojo avizor!… En una noche así es difícil ver algo; no hay rastros… Trazarás tres círculos… Pero que sean bien visibles.

Eché un trago de espíritu de vino, dejé caer la portadera sobre la nieve y me dirigí hacia el caserío. Salté la valla y ya estaba en el patio. Me sorprendió que el perro no se me echara encima. Pensé: «Tal vez se haya escondido en algún agujero y duerme.» Me acerqué a la ventana y golpeé suavemente el cristal con los nudillos de los dedos. Nadie contestó. Llamé más fuerte. En el cuarto se encendió la luz, pero las ventanas estaban tapadas por dentro, de modo que no podía ver nada. Me sorprendió también que Lonia no hubiera dicho esta boca es mía desde el otro lado de la ventana. «A lo mejor, no nos esperaba a una hora tan intempestiva, cree que soy un extraño y se está vistiendo.» Fui a la galería. Encontré la puerta del zaguán abierta. La otra puerta, que conducía al interior, tampoco estaba cerrada. Entré. Vi a Lonia que, de pie junto a la mesa, sin ni siquiera molestarse en salir a mi encuentro —algo que solía hacer siempre—, me miraba a los ojos con una expresión extraña en la cara.

«¡Qué raro!… ¡Se ha vestido tan de prisa!… ¿Y por qué no me saluda?»

—¡Buenos días! —dije.

—¡Buenos días! ¿Qué quiere? —me preguntó Lonia, lanzando una mirada de reojo hacia la derecha.

Allí, había una larga cortina que escondía su cama. Esta cortina se deslizaba a lo largo de un alambre, porque colgaba de unas anillas metálicas. De día, la corrían, pero de noche siempre estaba plegada. Ahora, a pesar de que era muy temprano, ocultaba la cama sin dejar ni una rendija. Por debajo no alcanzaba al suelo. Miré hacia allí y vi las puntas de dos pares de zapatos. Una se movió. No había duda alguna: alguien estaba escondido allí detrás.

«¡Una emboscada!», pensé, y le dije a Lonia con calma:

—Dígame, señora, ¿cuál es el camino más corto para ir a Minsk?… ¡Válgame Dios, qué vendaval! Me he extraviado y me he encontrado aquí… No sé dónde estoy.

Lonia sonrió y dijo:

—Vaya bordeando la aldea hasta el puente. Y allí doble a la derecha… Saldrá justo a la carretera.

Oí un ruido a mis espaldas, al otro lado de la puerta.

«¡También hay gente en el zaguán!», pensé.

En aquel momento, la cortina se corrió de golpe y apareció un hombre alto vestido con un largo abrigo gris y un casquete de caballería con una gran estrella roja… Lo seguía un hombre corpulento y robusto con una zamarra negra y una enorme gorra de piel. Gastaba una barba pelirroja corta y tenía una cicatriz en la mejilla izquierda. Me penetró con su mirada irónica. «¡Makárov!», pensé.

—¡Hemos cazado al pajarito! —dijo el confidente con una sonrisa torcida—. ¡Donde las dan, las toman!

Se me acercó y alzó el puño para pegarme. Esquivé el golpe. El militar dijo:

—¡No lo toques! ¡Vamos a ver quién es este andoba!

Makárov abrió la puerta del zaguán y dijo:

—Venid, camaradas. ¡Hemos atrapado a un rufián!

Entraron en el cuarto seis soldados del Ejército Rojo que llevaban al hombro las carabinas cortas de la caballería.

—Khoros gus’[3] —dijo uno de ellos.

—Nie gus’, a mokraya kuritsa[4]! —añadió otro, refiriéndose a mi ropa cubierta de nieve que chorreaba a causa del calor que hacía en la habitación.

El militar, que llevaba dos rombos[5] en la manga, se dirigió a Makárov:

—¡Llévate cuatro hombres y ve al granero! Seguro que hoy ya no va a venir nadie más. Pero si alguien viniera, déjale entrar.

Después, se dirigió a los soldados del Ejército Rojo que se habían quedado en el cuarto, diciendo:

—¡Vigilad a este individuo! ¡Si hace un movimiento, incrustadle una bala en la cabeza!

Me señaló la mesa con el dedo:

—¡Ponte aquí!… ¡En el rincón!…

Cuando me senté junto a la mesa, volvió a dirigirse a los soldados:

—¡Vigilad también a la muchacha!… Que no se comuniquen…

Acto seguido, salió de la habitación. Los soldados rojos tenían las armas a punto. Miré a Lonia. Tenía una cara triste, pero no estaba asustada. Cuando los soldados no nos miraban, me sonrió. Le respondí del mismo modo. «¡Ojalá no trinquen a los muchachos!», pensaba sin cesar, preparando al mismo tiempo las respuestas a las preguntas que podrían hacerme. Al cabo de una hora, cuando el militar con los rombos en la manga y Makárov volvieron al cuarto con los soldados, me calmé del todo. «¡Los muchachos se han dado el piro! Jamás esperarían tanto… ¡Habrán comprendido que ha ocurrido una desgracia y no se acercarán! Volverán al otro lado de la frontera… ¡Pobres! ¡Vaya paliza les espera!… ¡Esto se llama tener mala suerte!»

—¡Sal de detrás de la mesa! —me espetó el militar.

Me puse contra la pared.

—¡Desnúdate!

Empecé a quitarme la ropa. Quedé sólo en calzoncillos.

—¡Quítatelo todo! —gritó Makárov.

—Aquí hay una mujer… —dije.

—¿Y a ti qué te importa?… ¡Puedes estar tranquilo! ¡No le pilla de nuevas! —Makárov soltó una risilla.

Me desnudé del todo. Me registraron minuciosamente. Me miraron dentro de la boca, en los sobacos, bajo las plantas de los pies. Hasta me examinaron el pelo. Después revisaron mi ropa interior y me la arrojaron.

—¡Póntela! —dijo el militar.

Pieza por pieza, escudriñaron mis cosas. Pusieron sobre la mesa los tirantes, el cinturón, la cartera, el dinero, el reloj, el cortaplumas, la linterna y el pañuelo. Permitieron que me vistiese.

—Camarada, déjame fumar —me dirigí al militar.

—¡Una oca y un cerdo no pueden ser camaradas! —me contestó.

Makárov se echó a reír. Yo tenía ganas de preguntarle al militar quién de los dos era la oca y quién el cerdo. Al cabo de un rato, el oficial me dio un cigarrillo de mi paquete, diciendo:

—¡Toma… fuma y di la verdad!… ¡Si no lo haces, te zurraremos la badana!

Encendí el cigarrillo. El militar sacó de una gruesa cartera una hoja de papel y la puso sobre la mesa. Era un formulario impreso. Empezó preguntándome por el nombre, el apellido, la fecha de nacimiento, etcétera. Y cuando hubo acabado de apuntar mis datos, dijo en un tono amenazador:

—¿Eres de Polonia?

—Sí.

—¿Por qué has venido a la Unión Soviética?

Recordé lo que el Lord había contado en casa de las Kaliszanki sobre su arresto en un puesto de guardia soviético y el consiguiente interrogatorio en Kojdanowo. Pero el Lord llevaba la mercancía encima, mientras que yo no tenía mi portadera. Esto era bueno para Lonia, pero agravaba mi situación.

—En Polonia me tratan mal, y he venido a quedarme para siempre en la Unión Soviética.

—Y el dinero, ¿de dónde lo has sacado?

—He vendido todas mis pertenencias.

—¡Mientes, canalla!

—Os digo la verdad.

—¿Cuántas veces has estado aquí?

—Ésta es la primera.

El militar se dirigió a Lonia:

—¿Lo conoces?

—¡No! —contestó brevemente y sin miedo.

Entonces, el militar me dijo:

—¡Escucha bien lo que te voy a decir! Di la verdad: ¿cuántas veces has venido aquí con contrabando y dónde tienes la mercancía? ¡No sientas pena por ella! —Señaló a Lonia con la cabeza—. Salva tu pellejo, porque si no, te meterás en buen atolladero. Piensa una cosa: si no eres contrabandista, eres espía… ¡Venga, confiesa!

—No soy ni contrabandista ni espía. He venido a quedarme para siempre en Rusia.

—¡Y tanto que te quedarás para siempre!… Pero bajo tierra. ¿Me has entendido?… —metió baza Makárov.

No le contesté y ni siquiera lo miré. Sentí asco y un gran odio hacia aquel hombre. Mi silencio lo irritó. Se dirigió al oficial:

—¿A qué vienen tantas ceremonias? ¡Dadle una paliza y cantará otra canción!

Dio unos pasos en mi dirección. Tenía los puños apretados. Entre sus labios abiertos se entreveían unos dientes amarillentos. Recordé que el Clavo se había defendido y pensé: «¡Haga lo que haga, me pegarán. Pues, que por lo menos no les salga gratis!» Estaba allí con la ropa empapada, temblando de frío. Makárov pensó que era por el miedo que le tenía y esto lo animó y excitó aún más. Cuando levantó el puño, rápidamente paré el golpe con el brazo y me abalancé contra él con todo el peso de mi cuerpo… Le di con la frente en la nariz y en la parte inferior de la cara. Este golpe se llama «toro» o «beso danés» y suele tener unas consecuencias nefastas. Me pareció haber oído un crujir de huesos. Makárov gimió y se desplomó en el suelo. Se cubría el rostro con las manos.

El militar les gritó a los soldados rojos:

—¡A por él!

Subí al banco de un salto y, desde allí, a la mesa. Arranqué de la pared una gran lámina con un marco pesado y la arrojé contra la lámpara que colgaba del techo en el centro de la habitación. Se oyó el ruido del cristal roto y el cuarto se sumió en la oscuridad. Palpé las paredes para ver si encontraba algo con que defenderme. Topé con la gran cruz de madera de roble. La arranqué de la pared. Pesaba bastante. En aquel momento se encendieron unas linternas eléctricas y un rayo relampagueante de luz me cegó por unos segundos.

—¡A por él! —volvió a gritar el militar.

Levanté la cruz. Los soldados rojos vacilaron. Lo aproveché para volcar la mesa. Me parapeté detrás de ella como si fuera una barricada.

—¡Ríndete o te pegaré un tiro en la cabeza! —gritó el militar.

—¿A qué esperas, paleto? —exclamé—. ¡Decís haber roto las cadenas, pero no hacéis más que cargaros a la gente! ¿A qué esperas?

—¡Cogedlo! ¡Adelante!… ¡A culatazos!…

Los soldados se me echaron encima. Luché con furia… Otra vez me encontraba en el ojo de un huracán. Pero lo que me cegaba ahora era la sangre. Ahora no oía los aullidos del vendaval, sino los gritos de los soldados rojos enardecidos por la lucha y el llanto silencioso de Lonia. La mesa me protegía un poco, pero pronto la arrastraron a un lado. En aquel mismo momento, salté hacia delante, pegando mamporros con la cruz a diestra y siniestra. Casi no notaba los culatazos que me caían encima… De repente, sentí que me desmayaba. El suelo huía bajo mis pies. En el último instante de lucidez vi la pierna de alguien justo a la altura de mi cabeza. Hundí en ella los dientes.

—¡Hijo de puta! —se oyó el grito del oficial.

No recuerdo nada más… Todo se sumergió en las tinieblas…