XIV

Por Navidades y Año Nuevo lo pasamos a lo grande. Y, acabadas las fiestas, eran muy pocos los contrabandistas que aún tenían un triste céntimo en el bolsillo. En enero, los muchachos volvieron a las rutas. Les obligaba a ello la pobreza. Volvieron aunque los caminos eran muy difíciles, volvieron a pesar de los vendavales y de los lobos que pululaban por los campos y los bosques. Ahora, los comerciantes suministraban sólo mercancía barata. No querían correr riesgos. Sabían que los caminos eran muy peligrosos y que aquellos muchachos hambrientos estaban dispuestos a hacerles una changa. Pocas cuadrillas salían a trabajar y no eran muy numerosas. En cambio, aumentó el nombre de los que hacían la ruta por su cuenta. Transportaban alcohol, porque era muy codiciado en la Unión Soviética.

En vísperas de Reyes el Lord vino a verme. Dijo:

—Me manda Fela…

Me quedé sorprendido.

—¿Qué quiere?

—Te invita a un baile que dará mañana.

—¡Pero Saszka no está en casa! Ha ido a Stopce.

—Da igual. Ella organiza un pequeño sarao. Habrá algunas mozas y unos cuantos chavales.

—¿Tú vas a ir?

—Sí.

—Bueno. Siendo así, yo también iré.

Al día siguiente, me vestí con especial esmero y fui a casa de Fela acompañado del Lord. Eran las siete de la tarde. Los demás ya habían llegado. Me di cuenta de que Fela había elegido a los muchachos procurando que fueran de esos que no arman jaleos y son capaces de divertirse como personas. Además del Lord, yo conocía a Pietrek el Filósofo, a Julek el Loco y al Elergante. Vi también a los hermanos Fabiski, Karol y Zygmunt. Eran parientes lejanos de los Weblin. Acababan de llegar de Vilnius y, ante nosotros, se comportaban con cierta reserva y aires de superioridad. En cuanto a las muchachas, habían venido Fela, Belcia, Andzia Sodat y Mania Dziudzia. Además, estaba Lutka ubik, de la cuadrilla de Belcia, la sustituta de Maka Pudel a quien habían trincado en la Unión Soviética y que, por aquel entonces, se pudría en la cárcel de Minsk. Era una mujerona metida en carnes que, con cada paso que daba, sacudía sus exuberancias, colmando las mentes de los muchachos de deseos eróticos. También había venido la prima de Fela, una jovencita rubia, guapa y delgada de dieciséis años a lo sumo. Unos ojos preciosos le adornaban la cara. Se llamaba Zosia.

Cuando entramos en la casa, los jóvenes ya se divertían. Sobre la cómoda había un gran gramófono que tocaba un vals, luciendo el niquelado de su enorme trompa. En el centro de la sala bailaban dos parejas: el Elergante con Zosia y Karol Fabiski con Fela. Saludamos, uno tras uno, a todos los asistentes y fuimos presentados a las personas que no conocíamos. Zygmunt Fabiski me tendió con negligencia una mano pequeña y blanda, cual la de una mujer, como si me concediera un gran favor. Hinchó los labios y dijo con voz cadenciosa:

—Fa-biski…

Me resultó antipático. No me gustan los lechuguinos amanerados. Le apreté la mano con tanta fuerza que casi se echa a gritar, y le dije:

—¡a-abrowicz!

Me senté junto a la mesilla de Belcia y Andzia Sodat. Me puse a conversar con Belcia, observando al mismo tiempo con el rabillo del ojo a Fela, que todavía bailaba con Karol Fabiski. Estaba preciosa. Llevaba un vestido negro. Los colores oscuros la favorecían más que los claros, realzaban su silueta esbelta, su cabeza magnífica y su cuello. Cuando bailaba, se movía con tanta naturalidad que alguien hubiera podido pensar que la danza era su única e innata manera de moverse. Yo no podía quitarle los ojos de encima. Escuchaba distraído la cháchara de Belcia, contemplando sin cesar a Fela. La muchacha debió de notarlo, porque dijo:

—¡El señor Wadzio es un maleducado: no me escucha!

Volví a la realidad y me puse a charlar con Belcia, fingiendo estar especialmente interesado por su persona. Le propuse que bailáramos.

—¿No tiene bastante con los bailes de la frontera? —preguntó.

—Ya tiene razón, ya.

Me inclino hacia ella por encima de la mesa y la tuteo como siempre que estamos entre los nuestros y no tenemos que andarnos con ceremonias:

—Belcia, dime cuándo.

—¿Cuándo qué?

—Ya lo sabes… Lo que me prometiste el otro día, cuando te acompañé a casa…

Se ríe.

—¿Tienes prisa?

—¡No sabes cuánta!

—¡Pues, sufre un poco o tómate un vaso de agua fría!

Fela se da cuenta de que nos estamos haciendo confidencias. Nos echa miradas una y otra vez, y después deja de bailar y se nos acerca con su pareja. Me saluda.

—¡Buenas noches, señor Wadzio!

—¡Buenas noches!

—¡Señores, permitan que haga las presentaciones! —señala con la cabeza a Fabiski.

Karol me tiende una mano menuda y muy cuidada, y dice arrastrando las sílabas:

—Fa-abiski.

Y yo le contesto con una voz de bajo, exagerada y desafiante, remedando su entonación:

—¡a-abrowicz!

Belcia suelta una carcajada. Fela me arroja una mirada atónita. Karol retrocede un paso.

—Veo que es usted muy nervioso —le espeto.

—Como un chucho francés —añade el Lord y, fingiendo que estas palabras no se refieren a Karol, le dice a continuación a Andzia Sodat—, era delicioso y muy ágil, asustadizo y cobardica…

Belcia se ríe. Fela frunce el ceño y se acerca al gramófono para poner un disco nuevo. Karol se sienta al lado de Zygmunt y hablan en voz baja, lanzando miradas críticas a la concurrencia. Están escandalizados.

Inesperadamente, de la trompa del gramófono mana el vozarrón apasionado de un tenor:

¿Dónde estás, amor mío?

¿Dónde vives, ángel mío?

—Bajo una farola —contesta el Lord con seriedad.

Las muchachas se tronchan. Los Fabiski fruncen el entrecejo. No me vendría mal tomar una copa. Se lo comento al Lord.

—¡Una verdad como un templo! —confirma mi compañero.

Se acerca a Fela. Entre risas, le dice algo. Después entran juntos en la habitación de al lado. Sigo a la muchacha con la mirada: una silueta estilizada, unas piernas esbeltas, unas caderas que se balancean a cada movimiento, y me siento cada vez más atraído pero, al mismo tiempo,… la odio… ¿Qué diablos me ocurre?

Al cabo de unos minutos, Fela vuelve sola y cruza el cuarto en mi dirección. La miro a los ojos. La muchacha sonríe ligeramente y —así me lo parece— con ironía. Dice:

—El señor Bolek pregunta si puede dedicarle un rato.

Paso a la habitación contigua, la misma donde el otro día tuvo lugar la pelea con los Aliczuk a propósito de los naipes marcados. Ahora la mesa está arrimada a la ventana y, a su lado, veo al Lord.

—¡Ven, compañero! —me llama—. ¡Ya es hora de echar un trago!

Veo en la mesa una gran botella de cristal tallado llena de vodka perfumado con jarabe de cerezas. Los platos rebosan de pan, pepinos y tacos de jamón.

El Lord hace un amplio gesto con los brazos:

—¡Han echado la casa por la ventana!

Bebemos vodka en vaso.

—¡Fela me ha pedido que no te emborrache! —dice el Lord.

—¿Lo dices en serio?

—¡Uhm!… Tienes éxito con las mujeres… ¡Ve a por ella!… Es una princesa… Alfred le tiró los tejos durante dos años…

Comemos y bebemos con prisas. El vodka se acaba. Estoy cada vez más alegre. El Lord come, me mira y dice:

—¡Aprovecha esta oportunidad!… Conozco a Fela como a la palma de mi mano… Ha organizado esta velada para ti… Guarda las distancias para parecerte todavía más atractiva. ¿Lo entiendes?… ¡Recuerda el undécimo mandamiento!… ¡Tratarás a las mujeres con maña!

Empieza a darme lecciones con el tono profesoral de un don Juan experimentado. Esto me molesta, pero no le digo nada. Sé que lo hace porque me tiene una gran simpatía.

Regresamos a la sala. El gramófono toca una polca. Fela baila con Zygmunt Fabiski. A ratos, me lanza miradas. ¡Qué mujer tan extraña: su cuerpo es una tentación irresistible, mientras que sus ojos están llenos de rechazo! Los hombres se vuelven locos, pero ella se ríe de todos nosotros. El vodka me ha puesto a tono. Le doy palique a Belcia mientras le sonrío a Fela. Por la cara que pone noto que está preocupada: seguramente se pregunta si no estoy demasiado borracho. Al cabo de un rato deja de bailar y se sienta al lado del Lord. Le habla con una sonrisa forzada en los labios. La miro a los ojos y, de repente, me doy cuenta de que quiere que la saque a bailar… Las parejas dan vueltas por toda la pieza. Zosia baila con Julek. Lutka ubik, rechoncha, metida en carnes, da unos brincos cómicos sobre sus pantorrillas gruesas y provoca las sonrisas de la concurrencia mientras baila con el Elergante que, con la cabeza ladeada «elegantemente», lleva a su dama con distinción.

Fela no deja de mirarme. Capto su ruego o… su orden y me acerco a ella:

—Señorita Fela, ¿me concede este baile?

Me mira un instante a la cara. Sus ojos cambian de expresión. Y, de golpe y porrazo, dice en un tono casi irónico:

—¡Gracias por su interés…, pero me apetece descansar un poco!…

Me siento estúpido. Avergonzado, vuelvo junto a Belcia. Capto su sonrisa apenas perceptible.

—¡Señorita Belcia! ¿Me hace el honor?

La chavala se levanta. Empezamos a girar por la sala. Intento no pensar en Fela, de modo que pienso en Belcia. «¡Tiene una cara muy simpática, unos ojos preciosos y una figura magnífica!… ¡Los muchachos se vuelven tarumbas por ella! Los provocan sus pechos turgentes… ¡A lo mejor, es más guapa que Lonia!» La estrecho cada vez más entre mis brazos sin parar mientes en nada. Belcia dice por lo bajinis:

—¡Locuelo!… ¡Estate quieto, porque si no, te dejo plantado ahora mismo!… ¡Nos están viendo!…

Veo que somos la única pareja que baila. Todo el mundo nos mira. Capto sonrisas en los rostros de los muchachos y de las mozas. Karol y Zygmunt Fabiski hinchan los labios con desprecio.

Le digo a la muchacha en voz baja:

—¡Que los zurzan a todos, nena! ¡Déjales que miren!

—¡Eso se dice pronto, pero después seré yo quien andará en lenguas!

Interrumpimos el baile y nos sentamos junto a la ventana. Intento hacer ostentación de una dedicación absoluta a Belcia. Fela y Zosia salen de la habitación. Empiezan a preparar el té. Los hermanos Fabiski se mantienen al margen del resto de los invitados. El Lord se ha arrellanado en una silla entre Andzia Sodat y Mania Dziudzia. Les cuenta una historia. Las chavalas se mondan. Fela y Zosia vuelven. Con nuestra ayuda, colocan una gran mesa en el centro de la sala y sirven el té. Hay confituras, bizcocho, pasteles, caramelos y nueces. Fela nos llama a la mesa. Nos sentamos a tomar el té. Todo el mundo excepto el Lord y yo se comporta con gran seriedad. Karol y Zygmunt Fabiski levantan el dedo meñique mientras sostienen los vasos. Las chavalas hacen lo imposible para beber sin sorber ruidosamente. Poco a poco, aparentando desgana, picotean bizcochos y pasteles. La conversación se interrumpe a cada momento. Se percibe un embarazo general. Las caras de viernes de los hermanos Fabiski y sus miradas irónicas aguan la fiesta. Fela se acerca al gramófono y pone un disco nuevo. El cuarto se llena con los tonos ruidosos y alegres de la Polca en el bosque.

Después del té apartamos la mesa hacia un lado para dejar espacio a los bailarines.

Mientras bailaba con Belcia, le pregunté:

—¿Puedo acompañarte a casa?

Sonrió.

—¡Sé muy bien lo que pretendes!

—¿Y qué hay de malo?… Me gustas mucho…

—¿Sabes mantener la boca cerrada?

—¡Te lo juro! ¡No diré ni mu! ¡Si miento, que me muerda la primera bala de la frontera!

—¡Vaya, vaya!… ¡No tienes que jurarme nada!… ¡Te creo!… Me despediré de todos y tú te quedas unos diez minutos más. Echa un baile con Lutka y después finge que te vas a casa. Te esperaré en el primer callejón de la izquierda. Allí nunca hay nadie…

Dejamos de bailar. Me sumé al grupo del Lord. Fela charlaba con Zosia y con los hermanos Fabiski. Me puse a cortejar a Dziudzia. Belcia no tardó en despedirse de los presentes y abandonar la casa. Dijo que tenía jaqueca. Se retomaron los bailes. Vi que el Elergante estaba a punto de irse. Entonces, yo también dije adiós a todos y salí de la casa con él. Una vez en la calle, le dije:

—¡Me he olvidado de decirle algo al Lord!… Sigue adelante, que yo tengo que volver a la fiesta.

Entré nuevamente en el patio y, escondido detrás de la puerta, esperé a que el Elergante se alejara. Entonces, me dirigí a toda prisa al callejón. Ya no tenía esperanzas de encontrar allí a la moza, porque hacía un frío que pelaba.

Corrí callejón abajo y no vi a nadie. De golpe, oí un silbido sordo y vi a Belcia emerger de la oscuridad entre la pared de un cobertizo y una valla.

—¿Has cogido frío? —le pregunto.

—Eee… Soy una mujer caliente. El frío no puede conmigo.

Estrecho a la muchacha contra mi pecho y beso sus labios fríos, duros y lisos como un hueso. Después, caminamos de bracete a toda prisa por los callejones, evitando las calles principales. La nieve cruje bajo nuestros pies. El frío nos muerde las mejillas. Las estrellas brillan en el cielo, nos hacen guiños picaros. La Osa Mayor resplandece maravillosamente… La miro y pienso: «Es una lástima que no haya bautizado ninguna de las estrellas con el nombre de Belcia.»