Volvió a nevar y la nieve cuajó. Había llegado un invierno crudo, gélido y nevoso. Se había presentado en la frontera sin pedir permiso a nadie y había sepultado la tierra bajo una capa gruesa de polvo frío, arropándola para un largo sueño. Los senderos blancos eran impracticables. Se había acabado la temporada de oro. Los muchachos se divertían, bebían, armaban jaleo y perseguían a las mozas. Todos parecían tener mucha prisa por fundirse cuanto antes el dinero que habían ganado.
Ginta tenía un éxito especial. Nuestro salón estaba lleno a todas horas: la puerta no acababa de cerrarse nunca. Los contrabandistas se bañaban en vodka. Bolek el Cometa se sentía como pez en el agua. Bebía, bebía y bebía. Nunca se le veía descansar. Felek el Pachorrudo le hacía compañía, pero bebía menos, porque estaba demasiado ocupado comiendo. Antoni tocaba sin tregua. El Cometa le había traído un acordeón nuevo y muy caro, y se lo había regalado como recuerdo. Así pues, el acordeonista lo tocaba, lo aporreaba rabiosamente y le sacaba chispas. Un día, al atardecer, tropecé en la plaza mayor con Josek el Ansarero. Me saludó alegremente.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—A casa.
—Todavía es temprano. Ven conmigo. Le daremos a la sin hueso. Te contaré una historia interesante. ¡Algo de Alfred Aliczuk!
Le seguí. Su mujer lo esperaba con la cena. Nos sentamos a la mesa. El Ansarero le dijo:
—¡Tú vete a dormir, Dora! Nosotros vamos a pegar la hebra.
En cuanto hubo abandonado la habitación, Josek se puso serio y dijo:
—¡Tenéis que andaros con cuidado! ¡Alfred va a dar el chivatazo!
—¿Qué significa chivatazo? ¿Irá con el soplo a la policía?
El Ansarero sonrió.
—No… Quiere borraros del mapa para siempre… En el otro lado…
—¿Cómo lo sabes?
—Anda preguntándole a la gente por dónde soléis moveros y dónde se esconde el Lord con su cuadrilla.
—¿Lo crees capaz de hacer algo semejante?
—¿Él?… ¡Se nota que lo conoces poco! ¡Es capaz de hacer cualquier canallada!
—¡Me cuesta creerlo!… ¡Al fin y al cabo, es un contrabandista!
Josek soltó una carcajada.
—¿Contrabandista? ¿Él?… ¡Es una mierda!… ¿Tú crees que en el otro lado necesita esconderse?… ¡Juega sobre seguro!
—¡Pero si van empalmados!
—¿Y qué? Llevan fusca porque les tienen miedo a los palurdos. Alfred ha preguntado por vuestra cuadrilla a socapa. Dice que quiere encontrar una ruta alternativa para no estorbaros. Pero lo que pretende es hundiros… ¡Andaos con cuidado!… Tengo una sospecha…
El Ansarero hizo una pausa.
—¿Qué clase de sospecha?
—¿No se lo dirás a nadie?
—No.
—¿Me lo juras?
—Sí.
—Fue él quien vendió a la cuadrilla del Clavo, porque quería quitarle la novia, Andka Zawitczanka.
—¡Qué me dices!
—No lo sé de fijo. Lo único que sé es que a menudo se encuentra con el confidente Makárov en Minsk. Allí se divierten juntos. Makárov ayuda a los Aliczuk a pasar el matute y ellos, a cambio, le proporcionan trabajo… ¡Delatan a todo Cristo!…
Yo estaba asustadísimo. Reflexioné durante un rato y dije:
—¿Sabes qué, Josek? ¡Éste es un asunto muy importante! Se lo tengo que decir a Saszka y al Lord.
—¡Ahora no puedes hacerlo! Me has dado tu palabra… Me enteraré de más cosas y entonces ajustaréis las cuentas con Alfred… Ahora no puedes… Limítate a decirle al Lord que vigile en los recodos y que cambie de madriguera. Dile que alguien te ha informado de que Alfred anda preguntándoles a los contrabandistas bisoños por dónde soléis pasar. Que ponga sobre aviso a los muchachos y que mantengan la boca cerrada… Alfred quiere denunciaros tal como lo hizo con el Clavo…
Volví a casa a altas horas de la noche con la cabeza llena de planes. Cavilaba cómo comportarme en esta situación. Temía que los muchachos abandonaran la guarida de Lonia. No tendría ninguna posibilidad de verla. Al día siguiente fui a buscar al Lord. Lo encontré en su casa. Tenía jaqueca después de la cogorza de la noche anterior. Me expresó su deseo de alegrarse las pajarillas.
—¿Sabes qué, Bolek? —le dije—. En la guarida tenemos que estar alerta. Alfred anda preguntando dónde está nuestro punto de enlace en la Unión Soviética. ¡Quiere dar el chivatazo!
—¿Cómo lo sabes?
—De boca de un chaval.
—¡Me cago en Alfred!… ¡Es un cerdo!…
—¡Tenemos que tomar precauciones!
—Sí… De ahora en adelante, iremos con más cuidado. ¡No se saldrá con la suya! ¡No trincarán a toda la cuadrilla! Como mucho, a un solo muchacho… ¿Estás seguro de que es verdad?
—No. Pero tengo mis sospechas.
No quería asustar mucho al Lord por temor a que cambiara de guarida.
—Hay que avisar a los muchachos para que no suelten prenda de dónde paramos en la Unión Soviética —dijo el Lord.
—Exacto. Hazlo. Que vigilen. ¡Que mantengan la boca cerrada y basta! Además, nadie sabe el nombre de Bombina ni es capaz de localizar con precisión su caserío.
Cambiamos de tema. Y un poco más tarde fuimos a tomar unas copas a la casa de Ginta. Pasados dos días, salimos por primera vez a faenar con nieve. A la cabeza de la partida, como siempre, iba el Lord. Lowka cuidaba de la mercancía. Era un género barato: suelas de zapatos, jerséis de señora, bufandas de lana…, todo para la temporada de invierno. Además de mí, de Lowka y del Lord, formaban la cuadrilla el Mamut, el Rata, Bolek el Cometa, Waka el Bolchevique y Felek el Pachorrudo. Nueve, en total. Pietrek el Filósofo seguía enfermo y al Elergante todavía no se le había curado la herida. Aquella vez estuvimos más en guardia. No fuimos directamente a campo traviesa hacia las edificaciones de la aldea y el huerto, sino que bordeamos el bosquecillo y nos acercamos al camino trillado por los trineos que nos permitiría llegar al caserío sin dejar huellas. Habíamos iniciado la marcha en Bokrówka, en un granero situado en las lindes del pueblo adonde, aún en pleno día, habíamos trajinado las portaderas. Nos pusimos en camino apenas cerró la noche. Lo hicimos calculando que a los guardias no les pasaría por la cabeza que los contrabandistas pudieran salir tan temprano. A las dos de la madrugada llegamos al caserío de Bombina.
El Lord detiene la cuadrilla. Se acerca a mí y me pregunta:
—¿Quieres ir tú primero?… Comprueba que todo esté en orden en la guarida, en el granero y en el jardín… Inspecciona todo el caserío. Pregúntale a Bombina si alguien ha huroneado por aquí durante el día. Y, si todo está tranquilo, sal al camino y traza tres círculos grandes con la linterna…
—De acuerdo. Voy para allá.
—Deja la portadera. Irás más ligero.
Me zafo de la portadera y salgo al camino. Faltan unos trescientos pasos para llegar al caserío. Camino de prisa y alegre. ¡Es tan fácil moverse sin portadera! Miro la Osa Mayor y sonrío. Repito los nombres de cada una de las estrellas: Ewa, Irena, Zofia, Maria, Helena, Lidia y Leonia… Lonia. Después, repito unas cuantas veces: Lonia, y me río. «¡Sin duda, está durmiendo y ni siquiera sueña que ahora llego yo!» Aprieto el paso. La puerta y el portillo trasero están cerrados. Salto la valla y ya estoy en el patio. Desde el fondo del corral se me echa encima un gran perro.
—¡Nero! ¡Nero! —llamo al perro.
Se acerca dando brincos y, con un ladrido de alegría, se levanta sobre las patas traseras, intentando lamerme la cara. Lo aparto de un empujón. Golpeo suavemente la ventana. Al cabo de un rato, veo la mancha blanca de un rostro al otro lado del cristal.
—¿Quién va?
—Soy yo.
—¿Wadzio?
—Sí, Lonia. Ábreme.
Chasquean los cerrojos y entro en la habitación cálida. Lonia acaba de levantarse. Me da un beso apasionado.
—¡Qué frío estás!… ¿Y los muchachos? ¿No han venido?
—He venido solo.
—¿Sooolo?
—Sí.
—¿Lo dices en serio? ¿Por qué?
—Te añoraba, así que me he dicho: ¿A qué esperas? ¡Ve a verla!
Suelta una risotada y, acto seguido, dice muy seria:
—Imposible. Mientes.
Le explico de qué se trata. Me asegura que en el caserío todo está en orden. Aún así, hago una ronda por el patio y por el jardín y sólo entonces salgo al camino. Saco la linterna, la enciendo y trazo tres círculos grandes en el aire. Espero. Pronto, sobre la blancura del camino, aparecen, uno tras otro, mis compañeros. Les dejo entrar en el patio y echo el cerrojo. Los muchachos se dirigen al granero y yo entro con Lonia en la casa. Lonia ya está vestida. Se afana por el cuarto. Enciende la estufa. Me prepara la comida, porque Lowa y los muchachos ya se han acostado.
Más tarde, cuando ya estábamos tumbados en la cama, Lonia me dijo:
—¿Sabes qué, Wadzio?… No dejo de pensar en una cosa: ¿por qué no te quedas conmigo para siempre?
—¡Qué dices!
—Lo tengo bien planeado… Cerraré la guarida… Ya estoy hasta el moño… Tengo bastante dinero para mí, y a ti tampoco te faltará. Viviremos… Te conseguiré papeles… Conozco a gente de Wolispokom y de Zasawsk… No es tan difícil…
—No. No quiero…
—¿No me quieres, verdad?
—Éste no es el problema. Prefiero vivir en mi país…
Durante un largo rato, Lonia intentó convencerme de que aceptara su propuesta. Me lo rogaba, esgrimiendo varios argumentos. Al final, le prometí que me lo pensaría. Pero sabía de antemano que nunca accedería a sus ruegos… Allí, me moriría de aburrimiento. Y tal vez acabara aborreciendo también a Lonia. Pero esto no se lo dije.