XII

La época dorada había acabado. Nevó un par de veces, pero la nieve pronto desapareció. Un día de estos, el camino podía vestirse de blanco. Aquello haría nuestro trabajo mucho más difícil. Los muchachos sudaban sangre. Querían aprovechar las postrimerías del otoño.

A finales de la época dorada, a los contrabandistas les sobrevino una lluvia de desgracias. Primero, por culpa del Clavo, toda su cuadrilla se fue a pique. Cayeron mientras descansaban en un escondrijo de la Unión Soviética, cerca de la frontera. Los había pescado el confidente Makárov. Yo no lo había visto nunca, pero los muchachos me habían hablado mucho de él. Durante un tiempo, Makárov había sido contrabandista y atravesaba la frontera con los demás. Sin embargo, más tarde hizo tratos con los chequistas y empezó a «vender» a una partida tras otra. Como estaba familiarizado con los métodos de los contrabandistas y conocía algunos puntos de enlace, nos hizo mucho daño. También sabía dar caza a los contrabandistas por su cuenta y riesgo. Continuamente rondaba por la frontera, maquinando trampas muy astutas. Los muchachos me explicaron cómo era Makárov. Un hombre alto y robusto de unos cuarenta años. Gastaba una corta barba pelirroja, y la cicatriz de un navajazo le cruzaba la mejilla izquierda. La noticia de la captura del grupo del Clavo, formado por catorce hombres, la trajo Bronek Kieb, que era el único que había logrado escabullirse. Aquella noche se disponía a salir del granero cuando oyó un ruido y murmullos en la puerta. Sin saber todavía qué se estaba guisando, retrocedió y se metió debajo del cortapajas que estaba a la derecha de la entrada. Cuando los chequistas irrumpieron y empezaron a sacar del almiar a los muchachos adormilados, él, escondido bajo la máquina, esperó temblando de miedo a que acabara el registro. Y apenas los chequistas hubieron abandonado el granero con los contrabandistas arrestados, se escurrió a través de una rendija de la puerta, que estaba tapada con un tablón. Corrió casi toda la noche y, al rayar el alba, llegó a Polonia con la noticia de la celada. Los judíos de Raków —el comerciante propietario del alijo y unos parientes de Judka Baleron— mandaron a Minsk a Szloma el Potro, que tenía allí buenas aldabas, para que rescatara sobre todo a Judka y, en la medida de lo posible, también al resto de la cuadrilla. Aquella misma noche, acompañado de Micha el Jorobado, el hermano del Clavo, Szloma cruzó la frontera, llevando cinco mil dólares escondidos bajo el forro de la caña de sus botas. Aquel fue el primer gran batacazo. La noche siguiente, en el lugar donde la frontera raya con Woma, nuestros guardias atizaron al grupo de Koma Sterdo de Duszków. Dos muchachos fueron hechos prisioneros en nuestra zona y otros tres en la zona soviética. Después, cayó Helka Pudel, de la cuadrilla de Belcia —se había perdido en el bosque por los alrededores de Zatyczno (en el lado soviético) y todavía no había regresado—. Unos días más tarde llegó una noticia terrible. A cinco kilómetros de la frontera, en el bosque cercano a Gora, habían encontrado en medio de una ciénaga los cadáveres de cinco hombres. Era una cuadrilla de Kuczkuny. Los chequistas iniciaron una investigación y arrestaron a seis campesinos de Krasny, polacos y bielorrusos. Aquellos campesinos habían organizado una cacería de contrabandistas y, al amanecer, habían atrapado a la partida de Kuczkuny. Se habían hecho con la mercancía y el dinero, y habían conducido a los hombres a la ciénaga. Una vez allí, los habían matado a tiros de nagan, habían pisoteado los cadáveres hasta hacerlos desaparecer en el fango y habían cubierto el lugar de leños. Habían procedido de este modo para que su crimen no saliera a la luz: sabían muy bien que los muertos no hablan.

A nosotros también nos ocurrió una desgracia. Atravesábamos la frontera con el matute. Éramos diez. En la frontera, se nos echaron encima. Pusimos pies en polvorosa. Por detrás se oían disparos. Galopábamos completamente a oscuras, encontrando el camino por instinto y guiándonos por el ruido de los pasos, que nos permitía no perder el rumbo del todo. Ya nos habíamos alejado un kilómetro de la frontera y, a pesar de ello, los disparos seguían retumbando. De pronto, oí a alguien gemir. Acto seguido, tropecé con un hombre sentado en el suelo. Salté por encima de él.

—¡Muchachos —oí su voz—, me han dado!

Me detuve y les grité a los compañeros:

—¡Quietos! ¡Ya no nos persiguen!

Todos se detuvieron. Volvimos a por el herido. Era el Elergante. La bala le había perforado la pantorrilla izquierda. No podía seguir caminando. Tras un breve conciliábulo, decidimos regresar llevando al herido entre dos, por turnos. Entonces el Mamut dijo:

—Yo regresaré a Raków con él… Ya me las arreglaré… ¡Y vosotros, tirad para adelante!…

Volvimos a deliberar. Finalmente, acordamos que el Rata y el Mamut regresarían con el Elergante al pueblo, mientras que nosotros continuaríamos la ruta con la mercancía. Con los jirones de una camisa improvisamos un vendaje para el herido y, acto seguido, el Mamut se lo subió sobre los hombros. El Rata iba delante para explorar el camino. Nos dejaron sus portaderas. El Lord quería llevar una, pero cargar con dos portaderas resulta demasiado duro para un guía. O sea que nos organizamos así: Bolek el Cometa, Waka el Bolchevique y yo cogimos dos portaderas por barba. Llegamos al punto de destino sin problemas. Pero en el camino de vuelta, nos dispararon de nuevo. Esta vez, sin consecuencias.

El Mamut y el Rata pasaron por la frontera al Elergante herido y lo llevaron a su casa sin despeinarse.

Cuando reanudamos la marcha después de que el Elergante cayera herido, yo, sobrecargado de peso, caminaba con dificultad, haciendo lo imposible por no perder de vista la mancha gris de la portadera del Lord que, de repente, me pareció una losa sepulcral con sus inevitables inscripciones: el nombre, el apellido, la fecha de nacimiento y la de defunción. Mi imaginación incluso me hizo ver en aquella losa algunas palabras y el signo de la cruz. Pensaba: «Vagamos a oscuras trajinando losas sepulcrales. ¡Y yo llevo dos!» ¡Qué difícil y peligroso es el trabajo del contrabandista! Pero sentía que me costaría mucho abandonarlo. Tenía para mí la fuerza seductora de la cocaína… Me tientan nuestros misteriosos viajes nocturnos. Me resulta atractiva esta guerra de nervios y el juego con la muerte y el peligro. Me gustan los retornos a casa tras expediciones lejanas y arduas. Y después: el vodka, los cantos, el acordeón, las caras alegres de los muchachos y de las mozas… que nos quieren por nuestro dinero, por nuestra audacia, por nuestra alegría, porque nos va el parrandeo y no ambicionamos riquezas… No leemos ni una línea. La política no nos interesa en absoluto. Hace meses que no he visto un periódico. Todos nuestros pensamientos se concentran en torno a un solo tema: la frontera; mientras que nuestros sentimientos giran, según el gusto y el talante de cada uno, alrededor del vodka, de la música, de los juegos de azar o de las mujeres.

Noté que ya hacía dos semanas —desde que habían empezado nuestros contratiempos— que la Osa Mayor no aparecía, porque la tapaban las nubes.

Aquella vez que los guardias fronterizos hirieron al Elergante, en cuanto volví del otro lado de la frontera, fui a casa del Mamut para que me contara cómo habían logrado transportar al herido. Al entrar en su pobre cuartucho, vi una imagen insólita. El Mamut, pesado como un oso, estaba en el centro de la pieza, llevando a hombros a un crío de unos cinco años que hacía correr a su «caballito» a zurriagazos. Otro arrapiezo, un poco mayor, azotaba a su padre por detrás desde el suelo. Una niña sentada sobre un barreño vuelto boca abajo contemplaba aquel juego, riéndose de todo corazón. El Mamut, en su papel de caballo, galopaba con pesadez y desmaña, relinchando. Era el hombre más tierno y bueno que había conocido nunca, y cualquiera podía fácilmente aprovecharse de él, engañarlo y hacerle daño. Y, al mismo tiempo, era como un personaje salido de los tratados de criminología de Lombroso, y si algún día tuviera que afrontar un juicio, los periódicos hablarían de «una mirada sombría de criminal, un rostro impasible desprovisto de expresión humana y marcado por el estigma del crimen, unos instintos animales de degenerado, y otras lindezas por el estilo».

Cuando entré en el cuarto, la mujer del Mamut, menuda y delgada, se dirigió a mí, señalando a su marido con un gesto de la mano:

—¡Se ha vuelto loco! ¡Completamente loco! Él es así… No tiene cerebro… ¡Si no le doy una paliza, se vuelve loco!… ¡No puede vivir sin una buena zurra!

Y el caballo Mamut estaba en el centro de la habitación, pesado y torpe, convencido de ser culpable de toda clase de cosas terribles. Una sonrisa tierna bailaba en sus labios. Le imploraba a su mujer con la mirada que lo dejara en paz en presencia de un huésped. Yo no sabía que el Mamut tuviese una familia tan numerosa y, para colmo, vi que un rorro yacía en una cuna.

Al volver a casa me enteré de que Józef Trofida había mandado una carta, en la cual informaba a la familia de que había sido condenado a seis meses y de que cumplía la condena en la cárcel de Nowogródek. Yo estaba inquieto por la hermana de Trofida, Hela. La chavala se pasaba todo el santo día triste y pensativa. Algunas veces notaba que tenía los ojos enrojecidos. A menudo la veo escabullirse de casa al caer la noche. Una vez la seguí. ¡Más me valdría no haberlo hecho!… Vi que se reunía con Aliczuk en el puente y que, juntos, se alejaban del pueblo. Si Józef hubiera estado en casa, le habría dicho que previniera a su hermana contra Alfred y que la pusiera al corriente de sus galanteos con muchas mozas del pueblo y entre ellas Fela. Yo no puedo hablarle a la muchacha de esas cosas, porque sin duda lo interpretaría mal. Pensaría que tengo celos. Hela volvió de aquella cita pálida y alicaída. Vi un rastro de lágrimas en su cara.

Janinka y yo somos muy amigos. Cuando me quedo en casa al avemaría, la niña me busca para contarme historias fantásticas sobre pájaros y bichos, y sobre lo que le dicen los árboles y las flores. ¿De dónde saca tanta fantasía una mocosa como ella? Me gustaría saber cómo será dentro de unos años, cuando sea ya una señorita en edad de merecer.

Esta mañana ha venido a verme el Lord. Como que Janinka estaba en mi cuarto, le ha dicho:

—¡Déjanos solos un momento!

La niña nos ha mirado y ha contestado en un tono muy serio:

—Pueden hablar de todo. Sé cómo me tengo que comportar… ¡No escucho secretos ajenos y nunca los revelo!

El Lord se ha echado a reír, la ha cogido por debajo de las axilas y la ha levantado en volandas.

—¡Esto no me gusta nada! —ha dicho Janinka.

—¡Disculpe, señorita! —le ha contestado el Lord, haciendo una profunda reverencia.

—Está usted perdonado. No me he ofendido… Y ahora me voy… Podrán hablar sin ceremonias.

Salió del cuarto.

—Ésta será una buena pieza —dijo el Lord.

—Es una chiquilla maja —objeté yo.

—¿Una chiquilla? —comentó el Lord—. Esta mocosuela dará cien vueltas a muchas mujeronas… ¡Con lo juiciosa que es!… ¡Que si esto, que si lo otro!…

—Bueno, ¿qué me ibas a decir? —le pregunté.

—Haremos una changa.

—¿Cuándo?

—Hoy nos ponemos en camino. De regreso, cargaremos con pieles. Pues, bien. Haremos la changa en el bosque, junto a la frontera. La temporada se acaba y tenemos que resarcirnos un poco antes de que llegue el invierno.

—¿Los muchachos lo saben?

—Ellos mismo me lo han pedido… Lo saben el Cometa, el Rata y el Mamut.

—¡Ojalá no trinquen a nadie!

—Qué le vamos a hacer. Será lo que Dios quiera. Tenemos que desquitarnos un poco. Las últimas siete remesas han pasado limpias. Ésta la trucaremos. Te aviso con tiempo para que lo sepas. Cuando llegue la hora de darse el bote, no me dejes ni a sol ni a sombra.

Salimos aquel mismo día al atardecer. Llevábamos una mercancía de gran valor: gamuza, charol, cromo, batista y medias de seda. Las portaderas pesaban cuarenta libras cada una.

Llegamos al punto de enlace a las tres de la madrugada. Los muchachos entraron en el granero, mientras que Lowa y yo nos dirigimos a la aldea. Antes, mis compañeros bromeaban a propósito de mi aventura con Bombina. En particular, Waka el Bolchevique. Pero un día el Rata le dijo:

—¿Te da rabia, verdad?… ¡Te mueres de envidia! Tenía razón Bombina: ¡no se hizo la miel para la boca del asno!

Después, todos se acostumbraron a la idea, sobre todo cuando se dieron cuenta de que, últimamente, Bombina se esmeraba más en la preparación de nuestro «rancho». Cuando llegábamos a nuestra guarida, ellos se dirigían al granero, mientras que Lowa y yo íbamos a la casa. Sólo de vez en cuando el Bolchevique no lograba contenerse y espetaba: «A éste lo han pescado un par de muslos.»

Bombina nos abrió la puerta. Sin ninguna vergüenza, me estrechó entre sus brazos rollizos y cálidos en presencia de Lowka. Después, lo mandó rápidamente al cuarto del rincón y volvió junto a mí, alegre, excitada e impaciente. Me ayudó a quitarme la ropa y las botas embadurnadas de lodo hasta la rodilla. Por la mañana, solía encontrármelo todo limpio y seco. Estaba a gusto con ella. Con el tiempo me di cuenta de que empezaba a quererme de una manera distinta…, más tierna, más dulce. Yo también le tenía cada vez más apego. Descubrí que la diferencia de edad entre nosotros casi no se notaba. Y a menudo me parecía que ella, tan rebosante de ganas de vivir, de risas y de una frivolidad casi infantil, era más joven que yo.

Al día siguiente, emprendimos el camino de vuelta. Yo llevaba a cuestas un saco con trescientas ochenta pieles de ardilla altaica —diecinueve paquetes de veinte pieles cada uno—. La portadera no pesaba gran cosa. Los demás también llevaban pieles, todas de ardilla. La ruta era inusitadamente ardua. La noche era negra como el carbón, el terreno cenagoso y pegadizo como la dextrina. Avanzábamos con dificultad como insectos enganchados a un papel atrapamoscas y nos costaba Dios y ayuda sacar los pies de la tierra fangosa. Tuvimos que hacer tres descansos antes de llegar al bosque fronterizo cercano a Zatyczyn, donde pensábamos hacer la changa.

Nos adentramos en el bosque. Empezamos a deslizamos por una vereda estrecha entre abetos que crecían apiñados. Después, salimos a un vasto calvero y enfilamos un camino trillado por las ruedas de los carros. Bajo nuestros pies retumbaron unos maderos. «El puente», pensé, procurando hacer el menor ruido posible al caminar. Alguien me adelantó y desapareció en la oscuridad. Era el Rata. El Lord se detuvo un momento y me cogió de la mano. Arrimó su cara a la mía y susurró: «¡Ahora!» Nos pusimos a caminar uno al lado del otro. De repente, a la izquierda, titiló una linterna. La luz recorrió como un relámpago la larga hilera de muchachos que serpenteaba por el centro del camino. En aquel mismo momento, se oyó un bramido inhumano:

—¡Al-to!… ¡O disparo!… ¡Al-to!…

La linterna se apagó. Restallaron dos tiros de revólver. Y dos más. Hubo un gran barullo. Se oyeron gritos. Los matorrales de la orilla del camino crujían. El fragor resonaba por todo el bosque. El Lord y yo dimos un salto hacia la izquierda, y los muchachos galoparon hacia la derecha. Al cabo de poco tiempo, todo se calmó. Nos levantamos del suelo. Cerca, se oyó un silbido. El Lord respondió. Se nos acercó el Rata. Había sido él quien gritaba y disparaba. Lo oí reírse para sus adentros.

—¿Qué? ¿Cómo ha ido? —le preguntó al Lord.

—¡Como una seda! ¡Válgame Dios, qué tomadura de pelo! ¡Una changa de categoría!

Cruzamos la frontera felices. Al día siguiente, Bolek el Cometa se llevó las pieles a Wilno. Allí se podían vender a mejor precio que en el pueblo. Yo, el Lord, el Rata y el Mamut le confiamos nuestra parte. En total, había mil ochocientas cuarenta piezas.

—¡Que no nos pegue un parchazo! —dijo el Rata.

—¿Él? —dijo el Lord—. ¡Nunca jamás! ¡No dejaría la frontera ni que le dieran un millón!

El Cometa volvió al cabo de dos días. Había vendido las pieles por dos mil veinticuatro dólares. A un dólar diez céntimos la pieza. Descontamos veinticuatro dólares que le dimos por la fatiga, y los dos mil restantes nos los repartimos. Cuatrocientos dólares por cabeza.

Sólo nosotros cinco sabíamos lo de la changa. Los demás muchachos pensaban que de veras había sido una redada. Algunos incluso decían que llevaba la marca del confidente Makárov. Y Waka el Bolchevique juraba y perjuraba que, a la luz de la linterna, había vislumbrado su barba pelirroja y la cicatriz de la mejilla izquierda. Todos habían regresado al pueblo sanos y salvos. Pero la mercancía nunca le fue devuelta al comerciante: «La habían perdido en la escaramuza, la habían tirado». A decir verdad, no dimos muchas explicaciones.