Se acercaba el final de la época dorada. Los contrabandistas lo presentían y trabajaban a destajo. Bolek el Lord reunió a nuestra cuadrilla. Ahora es el maquinista. El Mamut y Waka el Bolchevique, que habían empezado a traficar con la cuadrilla del Clavo, lo habían dejado en la estacada para sumarse a nosotros. Únicamente nos faltan Józef Trofida, el Buldog y el Chino, que están en el talego. Tampoco está Pietrek el Filósofo, que ha caído enfermo y guarda cama en casa al cuidado de Muaski, el relojero. Ni el Ruiseñor, que ha ido a Moodeczno a visitar a unos parientes. En cambio, tenemos a un principiante. Es un muchacho joven y alto, de mi edad, que siempre va hecho un brazo de mar…, incluso cuando hacemos la ruta. Tal vez por eso lo llamemos el Elergante. Ésta es su primera travesía. Lowa controla el alijo. Llevamos mercancía barata: lapiceros, polvos de tocador, jabón de baño, peines y batista. Bergier no ha querido correr el riesgo de confiarnos un género caro en nuestro primer viaje. Llevamos portaderas ligeras: veinticinco libras cada una. Somos diez, contando al maquinista y a Lowa, el supervisor. Nos reunimos en un granero de la calle Zagumienna, en los arrabales del pueblo. Allí habíamos escondido las portaderas. Al anochecer, salimos del granero y nos dirigimos hacia el norte. Bolek el Lord nos guía por un camino nuevo que recorrió muchas veces con la cuadrilla de Buyga, un contrabandista, maquinista y guía famoso a quien los bolcheviques se cepillaron en la primavera de 1922, cuando pasaba «figuras» de la Unión Soviética a Polonia.
Camino ensimismado, miro las estrellas del Carro y, sin saber por qué, les pongo nombres femeninos. A la primera de arriba, la de izquierda, la llamo Ewa; a la segunda, Irena; a la tercera Zofia; a la cuarta (la rueda superior delantera del Carro), Maria; a la quinta (la inferior), Helena; a la sexta (la superior trasera), Lidia; y, por fin, a la séptima (la inferior trasera), Leonia. Intento recordar estos nombres. «¡Suerte que los muchachos no saben en qué estoy pensando! ¡Sería el hazmerreír de todo el mundo! ¡Éste será mi secreto!» Sonrío a las estrellas y tengo la sensación de que ellas también me sonríen a mí con unos ojos preciosos y radiantes.
Tras pasar el día en el bosque, nos ponemos en camino de noche y, dos horas después de haberlo abandonado, llegamos a la aldea de Bombina, bañados en sudor, porque hemos forzado la marcha. Nos metemos en el granero y arrojamos las portaderas en el suelo, junto a la entrada. Nos sentamos sobre el heno para descansar. Después, los tres, el Lord, Lowa y yo, bajamos a la aldea. Nos acercamos de tapadillo a la ventana y miramos adentro para ver cómo están las cosas… No hay extraños en la casa. Bombina hace algo junto a la mesa. En el techo arde una lámpara de queroseno. Entramos en el zaguán y, desde allí, en la habitación.
—¡Buenas noches, casera! —dice el Lord.
Bombina se vuelve hacia la puerta, nos mira durante un rato y, acto seguido, da unas palmadas, sonriendo alegremente.
—¡Buenas noches!… No os esperaba… ¡Sentaos!
—¿Qué hay? —le pregunta el Lord.
—Todo bien… ¿Y vosotros?
Le relatamos a grandes rasgos el incidente de la última remesa. Y también la captura de Trofida, el Buldog y el Chino. Bombina lo lamenta.
—¿Y ahora qué? ¿Seguimos al pie del cañón? —pregunta al cabo de un rato.
—¡Por supuesto!… Como siempre —le responde el Lord.
—¿Vais a comer algo? —pregunta Bombina.
—¡Cómo no! —dice el Lord.
—¿Cuántos sois?
—Sin contarnos a nosotros, hay siete.
Bombina puso manos a la obra y cocinó unos huevos revueltos. Lowka dijo que estaba cansado y no tenía hambre. Se fue a dormir.
Al cabo de media hora, cargados con cestos llenos de vituallas, nos dirigimos hacia el granero. Bombina caminaba a la cabeza, linterna en mano.
Los muchachos la saludaron con júbilo. Waka el Bolchevique se afanaba en torno a nuestra anfitriona, bailándole el agua. En un momento dado, le dijo algo. No oí bien sus palabras.
—¡No se hizo la miel para la boca del asno! —le contestó Bombina.
—¡Una verdad como un templo! —dijo el Lord.
—¡Muchachos —exclamó el Cometa pomposamente—, en verdad os digo que nuestra Bombina es un pozo de ciencia! ¡No es una mujer, es un baúl repleto de oro!
—¡Ni más ni menos! —añadió el Rata.
—Con que —prosiguió el Cometa—, tenemos que brindar a su salud. ¡Que viva cien años, nuestra Bombina!
—¡Quinientos! —lo corrigió el Lord.
—¡Mil! —se desgañitó el Rata.
Bombina se ríe y toma una copa de vodka con nosotros.
Hemos acabado de comer. Bombina se levanta y coge la linterna.
—¡Buenas noches, muchachos! ¡No me queméis el granero!
Después, se dirige a mí, diciendo:
—Tengo que llevarme los cestos. ¿Me echas una mano?
Recojo los platos, los meto dentro de los cestos y salimos del granero. Al cerrar la puerta, me llega la voz del Bolchevique. Y, acto seguido, el Rata suelta una carcajada y le contesta algo.
—¡Una verdad como un templo! —se oye la voz del Lord.
—Muchachos, en verdad os digo… —empieza a hablar el Cometa.
Pero no oí cuál era aquella «verdad», porque enfilamos el camino de la casa.
Una vez dentro, dejé los cestos sobre el banco e hice el amago de volver al granero.
—¿Adónde vas? —gritó Bombina.
—A dormir, con los muchachos…
—¿Y no preferirías dormir conmigo?
—Sí…, pero…
—¿Pero qué?
—No es correcto… ¿Qué dirán los muchachos?… Se reirán de mí… Habrá comentarios…
—¡Que se rían todo lo que quieran! ¡Más vale reír que llorar!… ¿Y a ti qué mosca te ha picado? ¿Acabas de salir del huevo y todavía te preocupa el chismorreo?… ¿No me ves? ¡A mí, ni frío ni calor! ¡Me importa una higa!
A altas horas de la noche, cuando Bombina apagó la luz y empezaba a adormilarse, recordé la Osa Mayor y los nombres que había puesto a todas sus estrellas. Pensé que aún no sabía cómo se llamaba mi amante. Lo de Bombina no era ningún nombre. Ella ya dormía. La desperté. Se estiró perezosamente.
—Desembucha… ¿Qué quieres?
—¿Cómo te llamas?
—¿Por qué te interesa tanto?… ¿Me despiertas sólo para preguntarme eso?
No daba crédito a sus oídos. Se rió y después dijo:
—Lonia.
—¿Lonia?… ¿Quieres decir Leonia? ¿No?
—Sí… ¿Te gusta?
—¡Mucho! —dije sinceramente.
Se echó a reír, y, acto seguido, me abrazó con más ardor que de costumbre. A partir de aquel momento, empecé a llamarla por su nombre, pero sólo cuando nadie nos podía oír. Y siempre que contemplaba la Osa Mayor y detenía la mirada en su séptima estrella, me acordaba de Lonia y… la añoraba. Noté que, desde aquella noche, en nuestra relación había más calor y más cariño.