Fela y yo nos encontrábamos en un zaguán espacioso.
—¿Tienes una linterna? —me preguntó.
—Sí.
Hablábamos de pie, en el zaguán. Al cabo de un instante, me di cuenta de que Fela estaba borracha. Se tambaleó un par de veces y caminaba haciendo eses. Encontró a tientas la puerta de la bodega y la abrió. Iluminé el interior con la linterna. Oí el grito apagado de una voz femenina y vi a un muchacho y a una muchacha tumbados en el suelo. Él se incorporó a medias y se quedó arrodillado, mientras que ella se cubrió la cara con las manos para que no la reconociéramos. Fela me tiró del brazo y me arrastró hacia el zaguán:
—¡Apaga la linterna!… ¡Ven!…
La seguí hasta el patio. Junto a la pared de la casa, se estaba sobando otra pareja. Cuando nos vieron, los amantes se separaron de un salto y se esfumaron a toda prisa en la oscuridad. Fela soltó una risilla ahogada. Se rió por lo bajo para que yo no la oyera. Tenía ganas de iluminarle la cara con la luz de la linterna, pero no me atreví. Su carcajada me causó una impresión extraña. Me dio un sofoco. De repente, sentí que me tocaba la mano, susurrando con una voz nerviosa y poco natural:
—Baja allí…, al almacén… Trae un cubo y un farol… Anda, date prisa…
—Aquella pareja… —le interrumpí.
Fela se echó a reír.
—¡Qué tonto eres!… ¡Vete ya!…
El almacén estaba vacío. Encontré un gran cubo de zinc y un farol. Los cogí y salí al patio.
—¿Ya?
—Ya.
—Pues, ¡venga!
Caminaba de prisa. Llegamos al jardín de detrás de la casa. Vi el tejadillo de la bodega, abuhardillado y medio enterrado bajo la tierra. Fela abrió el candado y se agachó para entrar. La seguí. Chocamos en la oscuridad. Sin darme cuenta de lo que hacía, la agarré fuertemente por la cintura y la abracé. Ella callaba. Al cabo de un rato, dijo:
—¡Basta ya, suéltame!
La solté enseguida. Encendió el farol y abrió la puertecilla de la bodega. Volvió hacia mí su cara pálida y me dijo con una voz extraña que no la había oído utilizar nunca:
—Métete dentro… Toma. Aquí tienes el farol.
Bajé por una escala empinada y muy primitiva. Dejé el farol en el suelo.
—¡Atrápalo! —me gritó desde arriba.
Me lanzó el cubo y empezó a bajar. La bodega olía a moho. La luz del farol se perdía en los recovecos oscuros. Yo miraba hacia arriba, en dirección a la muchacha que bajaba lentamente la escala. Veía sus piernas esbeltas. Fela se había arremangado el vestido con una mano… más de lo que era necesario para tener libertad de movimientos. Cuando estaba en el penúltimo escalón, la cogí en brazos y escudriñé la bodega con la mirada. Vi un gran arcón vuelto patas arriba. Senté allí a Fela y empecé a besarle la cara, la boca y el cuello. La miré. Tenía los ojos entornados. Me puse a desabrocharle el vestido. No protestó en absoluto… No podía creer que fuera precisamente ella…, la inaccesible y arisca Fela, ni que fuese tan hermosa… Seguía con los ojos entornados y la cara se le volvió aún más pálida. Observé que se mordía el labio inferior… Pero después…, casi en el último momento, me pidió con una voz tranquila que me dejó completamente anonadado:
—¡Suéltame!… ¡Basta ya!…
Me puse furioso. Intenté tomarla por la fuerza. De golpe, empezó a vociferar en un tono repulsivo:
—¡Suéltame de una vez, maldita sea! ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?… Si no, gritaré… ¡Fuera de aquí!… ¡Ahora mismo!
Me aparté de un salto, temblando de pies a cabeza. Y ella, poco a poco, sin hacerme ningún caso, se arregló el vestido y se lo abrochó. Miró a su alrededor con gran atención, agarró el cubo y se acercó al barril que estaba en un rincón de la bodega.
Empezó a llenar el cubo de pepinos. Los contaba con toda la cachaza del mundo.
—Un, dos, tres, cuatro…
Aquello fue lo que más me irritó. Furioso, contemplé sus movimientos desenvueltos y ágiles.
—… veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco…
Los pepinos aterrizaban en el cubo. Yo apretaba los puños con rabia, mordiéndome los labios. Intenté encontrar puntos débiles en su hermosura… Estaba de espaldas, espatarrada, inclinada. Intenté convencerme de que aquella pose era muy fea y de que, en general, Fela no era ninguna maravilla. Me engañaba a mí mismo y lo hacía a sabiendas. Mientras tanto, en la bodega retumbaba sin cesar:
—… cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y cincuenta… ¡Basta!
Cubrió los pepinos con una tapadera redonda de madera y la lastró con un pedrusco.
—¡Coge el cubo! —dijo Fela.
—¡Cógelo tú!… ¡Vaya con la marquesa!
Me miró a los ojos durante unos instantes y, en el momento menos esperado, se echó a reír. Nunca había oído antes, ni oí después, una risa tan deliciosa. Ni tampoco había visto un rostro tan maravilloso. Se me acercó y me hundió en mi pelo unos dedos crispados. Con la mano izquierda me acarició la mejilla.
—¿Has visto qué cuerpazo tengo?
—¿Y qué?
—¿Lo has visto? —repitió—. ¿Te ha gustado?
—Sí.
—Bueno… Pues, cásate conmigo y lo tendrás todo… ¡Todo lo que quieras!
—¿Y por qué me has hecho sufrir?
Se rió por lo bajinis y me estrechó contra el pecho. Sentí su brazo alrededor de mi cuello y su beso en mis labios. Un beso largo. Apasionado. Yo no sabía besar así. Se me pegó con todo su cuerpo cálido y de carnes prietas. Pero cuando quise volver a agarrarla por la cintura, me rechazó diciendo:
—¡Esto es para que sepas cómo soy, chaval! ¡Para que sepas que no te daré gato por liebre!… ¡Anda, coge el cubo y vámonos!
Yo callaba, clavado en el suelo. Me agarró por el brazo y me dijo seriamente:
—Tienes que comprenderme. No puede ser. ¡No quiero ser la puta del regimiento!… ¡Y quién sabe si no me ha costado más que a ti! ¡Piénsalo bien!… ¡Anda! ¡Coge el cubo!…
Cogí el cubo y empecé a subir la escala. Fela me alumbraba desde abajo y después se encaramó de prisa. Le tendí la mano y la ayudé a cerrar la puertecilla de la bodega. Después, nos dirigimos hacia la casa.
Más tarde, ya en frío, intenté analizar lo que había ocurrido entre nosotros en la bodega. Pero me costaba entenderlo. No sé por qué tenía la sensación de que todo aquello había ocurrido por culpa de la escena que habíamos presenciado en el almacén. Porque, después de aquello, la muchacha estaba visiblemente excitada. Pero los acontecimientos posteriores me contradecían… ¿Y si ella no necesitaba nada más? ¿Tal vez le bastara lo que había sucedido entre nosotros?
Con el cubo de pepinos en la mano, me reuní con los muchachos. En la sala reinaba el bullicio. La borrachera no perdía gas.
Puse el cubo lleno de pepinos encima de la mesa ante Felek el Pachorrudo.
—¡Toma! ¡Zampa!
El Pachorrudo no se lo hizo repetir dos veces y metió la mano en el cubo.
—¡Éste no hará remilgos aunque le traigas una tonelada! —dijo el Lord.
Recorrí la sala con la mirada en busca del Rata. Estaba en un extremo de la mesa, no muy lejos de los Aliczuk. Me hizo un guiño. Me acerqué a los jugadores. Alfred Aliczuk tenía la banca. Se sacó del bolsillo dos barajas nuevas. Rompió el precinto. Barajó los naipes y puso doscientos rublos sobre la mesa.
—¡Doscientos en la banca! —les dijo a los jugadores.
Empezó a repartir las cartas. Yo también cogí una. Primero apostó el Rata.
—¡Dame por cincuenta!
Alfred le contestó en un tono seco:
—¡La pasta sobre la mesa!
—¡Tranquilo! ¡No te la voy a dar con queso!
El Rata puso encima de la mesa los cincuenta rublos, pidió dos cartas y perdió por haberse pasado de veintiuno. Alfred arrastró hacia sí el dinero y lo añadió al montoncito.
Después jugaba el Resina. Alguien me tiró del brazo. Me volví. Vi la cara joven, casi infantil, del contrabandista que había cantado con el Lord.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—¡Enséñame tu carta! ¡Quiero apostar por ella! —me dijo.
Le mostré un diez.
—¡Bien! —dijo—. Apuesto este botón.
Me dio una moneda de oro.
El Resina perdió. Era mi turno. Puse treinta rublos sobre la mesa y gané. Quise dar veinte rublos a mi socio, pero los rechazó. Dijo:
—Para la próxima.
—De acuerdo. ¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Soy el Cuervecillo —contestó el muchacho.
El juego continuó. Casi todo el mundo perdía, por lo menos los que picaban alto. Saszka sacó cien rublos y también perdió. Él fue el último de aquella mano. Alfred barajó. Empezaba otra ronda. El Rata observaba sus movimientos con gran atención. Se repartieron las cartas. El Rata puso sobre la mesa cien rublos.
—¡Cien en juego!
Alfred le dio una carta.
—¡Basta! —dijo el Rata.
Alfred cogió dos naipes y dijo, poniéndolos boca arriba:
—Diecinueve.
El Rata perdió. Sólo tenía diecisiete.
Después el Resina perdió cincuenta rublos. Yo añadí los veinte del Cuervecillo a los treinta míos. El Rata dijo:
—Voy con cincuenta más.
Gané cien rublos y les di a mis socios la parte que les correspondía.
Al final de la segunda ronda, la banca se había multiplicado por siete. Había casi mil trescientos rublos en juego. Alfred estaba nervioso. Tenía la cara colorada. Barajó y repartió los naipes. Empezaba la tercera y última vuelta. El Rata apostó ciento setenta rublos de golpe. Era todo lo que tenía. Cogió las cartas y perdió. El Resina también perdió. Se dirigió a mí diciendo:
—¡Muéstrame tu carta!
Yo tenía un as. El Resina dijo:
—Me sumo con trescientos rublos.
Me dio el dinero. Saszka me acercó dos billetes de cien dólares desde el otro lado de la mesa. El Cuervecillo puso cincuenta rublos. Entendí que pretendían resarcirse y hacer saltar la banca. Aposté cien rublos. Se me acercó el Rata:
—¿Puedes poner doscientos por mí?… Si pierdo, te los devolveré mañana.
—De acuerdo.
En total, aposté doscientos dólares y seiscientos cincuenta rublos. A Alfred le temblaban las manos. Inclinado sobre la mesa, el Rata observaba con atención cada uno de sus movimientos.
Alfred cogió una carta y vaciló un momento. El Rata no perdía sus manos de vista. Alfred me dio mi carta. Era un diez… Gané. Alfred contó con voz ronca el dinero que me correspondía.
—¡Bien! —dijo el Lord—. ¡Hoy es tu día de suerte, chaval!
La banca se había reducido a la mitad. Después de algunas manos volvió a crecer. Era el turno de Saszka. Dijo a secas:
—¡La banca!
—¿Cómo? —preguntó Alfred, empalideciendo.
—He dicho: ¡la banca!
—¿Tooodo?
—Sí.
Saszka puso su cartera sobre la mesa. Alfred contó el dinero y dijo:
—¡Hay mil cuarenta rublos y trescientos setenta dólares!
—¡Lo veo! —dijo Saszka.
Alfred, lívido, le dio una carta a Saszka y él también cogió una. Después le dio a Saszka la segunda y la tercera. Saszka las puso boca arriba y perdió. Sumaban veinticuatro.
—¡He perdido! —dijo, haciendo ademán de abrir la cartera para pagar la deuda.
En aquel momento el Rata le arrebató los naipes a Alfred, gritando:
—¡Muchachos! ¡Están marcados!
Alfred se quedó de piedra. El Resina puso su manaza sobre el dinero de la banca. Saszka se inclinó hacia delante.
—¿O sea que jugamos con cartas marcadas?… —masculló entre dientes.
Alfred retrocedió:
—Este cerdo miente —dijo con una voz aflautada y casi llorona.
—¡Eres un pedazo de mierda! —gritó el Rata.
—¡Me la tiene jurada y me busca las pulgas!
En aquel instante vi que el Cuervecillo, que hasta entonces contemplaba el incidente con ojos risueños, cogía de la mesa una botella vacía y daba un salto al frente:
—¿Así juegas con los nuestros?
Le asestó a Alfred un botellazo en la cabeza y el cristal estalló en mil pedazos. Alfred se cubrió la cara con las manos, porque el Cuervecillo le apuntaba a la garganta con la botella desmochada. Los hermanos Aliczuk se le echaron encima. Uno de ellos agarró al Cuervecillo por el cuello. De repente, el Rata hizo brillar la navaja:
—¡Largaos, canallas!
De golpe, intervino el Resina y con unos cuantos ademanes los separó.
—¡Tranquilos!… ¡Tranquilos! —dijo con calma.
Saszka se levantó de la mesa, diciendo:
—¡Basta ya! Ahora lo comprobaremos… ¡Alfred, ven aquí!
Aliczuk se acercó a la mesa. Se secaba la sangre de la frente con un pañuelo.
—¿Las cartas están marcadas? —le preguntó Saszka.
—No lo sé… las he comprado…
—¡Él ha comprado las cartas y él las ha marcado! —metió baza el Rata.
—¿Dónde has comprado esas cartas? —preguntó Saszka.
Alfred huía con la mirada.
—En Vilnius.
El Rata soltó una carcajada. Saszka, el Lord y Bolek el Cometa examinaron las cartas con detalle.
—Y tanto que están marcadas —dijo Saszka.
—¡Ya os lo había dicho! —dijo el Rata, e intentó abalanzarse sobre Alfred.
De pronto, Saszka dio una patada al suelo. El Rata se echó para atrás. Saszka paseó la mirada por todas las caras.
—¡No permitiré que mi casa se convierta en un antro!… ¿Entendido? ¡Para ajustar cuentas buscaos otro sitio! —Saszka se dirigió luego a Alfred—: ¿Has puesto doscientos rublos en la banca?
—Sí.
Saszka sacó de la banca un billete de cien dólares.
—Aquí tienes tus doscientos rublos… Es más o menos lo mismo.
Después se dirigió a los presentes:
—Ahora, muchachos, con el corazón en la mano, que cada uno diga cuánto le ha hecho perder Alfred. ¡Se lo devolveremos todo! ¡Y quien ha ganado, que suelte la pasta! ¡Nuestro honor está en juego! ¡No somos tahúres ni macarras, sino matuteros!… Nuestro honor está en juego…
Se oyó un murmullo de aprobación.
Contaron el dinero de la banca. Después calcularon todas las pérdidas y todas las ganancias. Saszka repartió la banca y el dinero que se había ganado entre los perdedores. A continuación, cogió cien dólares y se dirigió a Alfred:
—¡Esto es tuyo!
Alfred callaba. Saszka le dijo al Rata:
—¡Enciende una cerilla y quema esta porquería!
Cuando el Rata hubo quemado el billete, Saszka volvió a dirigirse a Alfred:
—¡Y ahora hazme caso! ¡Ni se te ocurra jugar nunca más con ninguno de los nuestros! ¿Entendido? Si no, lo arreglaremos de otra manera… ¡Yo mismo lo arreglaré!… Y vosotros, muchachos, de lo que ha pasado aquí ni mu… ¡Es asunto nuestro y tiene que quedar en familia!
Alfred quería decir algo. Saszka le interrumpió:
—¡Cierra el pico! ¡Tienes ojos de perro y lengua de perro!
Calló durante un rato y después volvió a hablar, dirigiéndose a los hermanos Aliczuk:
—¡Gracias por haber venido a mi casa… con naipes marcados! ¡Nunca más jugaremos ni beberemos vodka con vosotros!
Se dirigió al Resina:
—¡Abre la ventana!
El Resina se acercó corriendo a la ventana y la abrió de par en par.
—No es correcto que os deje salir por la puerta —les dijo Saszka a los Aliczuk—. A los invitados como vosotros los echo por la ventana!… ¡Anda, salid volando!…
Les señaló con el dedo la ventana abierta.
Los Aliczuk salieron al jardín uno tras otro, mientras el Rata vigilaba junto al batiente, retorciéndose de risa. Se reía alegremente con una risa desenfrenada y contagiosa. Así que todo el mundo se echó a reír. Los únicos que conservaron la seriedad fueron Saszka, el Resina, el Mamut y Felek el Pachorrudo, que seguía comiendo sin hacer el menor caso a lo que ocurría a su alrededor. El juego se acabó. Después de que los Aliczuk hubieron salido, los muchachos se dedicaron a comer y a beber. Comentaban animados el incidente de Alfred.
—¡Hay que reconocer que el Rata tiene ojo! —dijo Waka el Bolchevique.
El Rata escupió:
—¡Conozco a esos tahúres! ¡No le quité la vista de encima!
El Lord se rió:
—¡Y el Cuervecillo le ha asestado un hermoso botellazo!
—¡Ha brindado a su salud con una botella de vodka! —dijo el Cometa.
El Cuervecillo se reía y los ojos le brillaban de regocijo.
—¡Les está bien a esos majaderos por haber venido aquí a pegárnosla!
—¡Una verdad como un templo! —aprobó el Lord.
Me acerqué a Saszka y dije:
—Quisiera hablar contigo. ¿Podríamos salir un momento afuera?
—¿Es importante?
—Sí… Se trata de Alfred…
—¡Bueno! ¡Sal tú primero y espérame en el portal!
Atravesé la sala donde todo el mundo se divertía. Esperé a Saszka al lado de la puerta. De vez en cuando, muchachas y muchachos salían corriendo al patio. Por los rincones se oían cuchicheos, risotadas y chillidos de las mozas.
Al cabo de un rato llegó Saszka.
—Dime. ¿Qué hay?
—Ayer volví a casa al caer la noche. Estaba oscuro. Mientras cerraba la puerta del jardín, alguien me disparó desde el huerto… Cuatro tiros…
—¡Qué me dices!
—Sí. Y sé muy bien que es cosa de Alfred.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé y basta… Tal vez no fuera él quien disparó. Tal vez fuera uno de sus hermanos o un esbirro a sueldo. Esta mañana, un chaval me ha advertido…
—¿Quién?
—¡Me ha pedido que no se lo diga a nadie!
—A ver. ¿De qué te ha advertido?
—Me ha dicho que Alfred había ofrecido cien rublos a unos individuos por mandarme al otro barrio. Y que ellos habían ido a su casa a preguntar quién era yo. Él les aconsejó que no lo hicieran.
Saszka calló durante un rato y después soltó:
—Ya sé quién te lo ha dicho.
—¿Quién?
—Josek el Ansarero.
No lo negué. Mientras Saszka meditaba, saqué del bolsillo la bala que había desincrustado de la pared de la casa y se la entregué. El contrabandista dijo:
—¡Caramba, una browning! ¡De calibre siete!
Al cabo de un instante me preguntó:
—¿Qué diablos ocurre entre tú y Alfred?… ¿Andáis a la greña?…
Le expliqué con todo lujo de detalles la trifulca que había tenido con Alfred cuando había acompañado a Fela a la iglesia. Y también, qué recibimiento le había dispensado en casa de los Trofida cuando había ido a visitar a Hela.
—¡Has hecho bien en decírmelo! —exclamó Saszka—. Hablaré de ello con el Resina. No le sacaremos el ojo de encima. Y tú no te achantes.
Me reí.
—¡Me la traen floja los andobas que disparan a oscuras escondidos detrás de una esquina! ¡Pero un día me puede echar encima a algún hijo de puta!… Por eso quería que lo supieras.
—Bien hecho. Por ahora, esperaremos a ver qué pasa. Y si nos aprieta las tuercas, nos lo quitaremos de en medio en un santiamén.
Saszka estaba a punto de marcharse, pero de repente me dieron muchas ganas de contarle lo de Fela. Creía que más me valía ser del todo sincero con él. Dije:
—Hay algo más. Pero no sé cómo decírtelo.
—Tú mismo… Puedes no decirme nada…
—Si me prometes que no hablarás de ello con Fela, te lo diré.
Estaba notablemente sorprendido.
—¿No puedo hablar de ello con Fela?… De acuerdo, no le diré nada.
—¿Palabra de honor?
—Te he dicho que no me iré de la lengua. Tienes que conformarte con esto. Si no te fías, mejor no me cuentes nada.
—Estaba con Fela en la bodega… Nos habías mandado a por pepinos…
—¿Y pues?
—He ido con ella… Tú me lo has pedido…
—Sí, ¿y qué?
—Bueno…, ya sabes…
—¿Qué es lo que tengo que saber?
—¿No me has entendido?…
—¿Le has metido mano?
—Sí.
—¿Y qué?
—¡Me ha dicho que…, después de la boda!
Saszka se echó a reír. Y después me dio una palmada en el hombro, diciendo:
—Fela no es ninguna santa. Acaba de cumplir veintisiete. Muchos se la han pasado por la piedra. Te lo digo sin tapujos… Aunque sea mi hermana… Pero ¿y qué más da? Mejor una mujer como ella que cualquier otra. Tendrás una buena esposa y la moza más guapa del pueblo. Pero no quiero ponerte el puñal en el pecho. Haz lo que te parezca… Por otro lado, eres el primero a quien Fela se lo propone… No pierdas esta oportunidad, porque todavía se puede echar para atrás…
Se detuvo un instante y prosiguió:
—Fela hubiera podido casarse mil veces, pero no ha querido… No sé qué mosca le ha picado ahora… Tiene mucho éxito con los hombres… También tiene una dote… Le doy la finca y quince mil rublos. ¿Me entiendes? ¡Yo no necesito nada! Si un día te lías la manta a la cabeza, hablas con ella y cerráis el trato. Es cosa vuestra. No quiero entrometerme. Alfred también le echó los tejos. Se pitorreó de él durante dos años, y todo quedó en agua de borrajas… Bueno, ahora vuelvo con los muchachos.
—Por ahora, no pienso en bodas. Quiero pasármelo bien… ¡Todavía soy demasiado joven!
—Es asunto tuyo. Ven a echar un trago con nosotros o vete a echarle otra ojeada a Fela.
Saszka me dejó en el portal y entró en la casa. Al cabo de un rato, seguí sus pasos. Me detuve en la sala principal. El baile seguía en pleno apogeo. Antoni tocaba con pasión una polca y la juventud bailaba hasta quedarse sin respiración. Las caras estaban encendidas por el alcohol y el movimiento. Vi a Fela bailar con el Clavo. Me puse a observarla. Lo que había pasado entre nosotros ahora me parecía del todo increíble. Se mostraba tan fría y orgullosa, y bailaba tan recatada, que me costaba creer que aquel incidente hubiera sido real.
Fela notó mi mirada y frunció las cejas. Me di cuenta de que también empezaba a observarme a hurtadillas. En su manera de bailar se produjo un cambio. Se puso a bailar con más gracia y… pasión. Jugaba conmigo al ratón y al gato. Miré a mi alrededor y vi a Belcia sentada al lado de Mania Dziudzia. Me acerqué a ella:
—Señorita Belcia, ¿me concede este baile?
—Oh, no tengo ganas… Me duelen los pies.
—Insisto, por favor… Por favor.
Me miró, ligeramente sorprendida. Sonrió.
—De acuerdo, pero sólo un ratito.
Empezamos a bailar. Intencionadamente, me pegué a la muchacha con todo mi cuerpo y fingí estar muy interesado en ella. Al mismo tiempo, procuraba bailar muy cerca de Fela. Noté que ella también se ponía a conversar con el Clavo e incluso se reía mientras le hablaba.
El baile acabó tarde. Acompañé a Belcia a su casa. Vivía en el otro extremo del pueblo. Entró en el zaguán y empezó a abrir el candado de la puerta. Yo la alumbraba con la linterna.
—¿Vives sola? —le pregunté.
—Sí. Mi madre y los críos viven en la otra parte de la casa.
La estreché contra mi pecho. Me rechazó con los brazos.
—Chaval, sé muy bien qué buscas. ¡Pero hoy, ni hablar! Tengo que descansar bien… Mañana hago la ruta.
—Entonces, ¿cuándo?
—Algún día… Hay más días que longanizas… Bueno, ¡vete de una vez, porque quiero cerrar la puerta del zaguán!…
Se despidió con un apretón de mano fuerte y masculino.
—¡Qué la suerte te acompañe en el viaje, Belcia!
—Gracias. ¡Felices sueños!
Salí a la calle. En el pueblo reinaba el silencio. La luna calva y pensativa flotaba entre las nubes algo aburrida. En la zona noroeste del cielo resplandecía la Osa Mayor. La contemplé durante largo rato… Solté un suspiro y me dirigí a casa.