IX

¡Por la noche me vestí de punta en blanco! Me puse un chaleco marrón de flores doradas y me hice un nudo fantasioso en la corbata granate con rayas rosadas. Llevaba mi traje azul marino. Cogí el bastón y salí de casa.

En la plaza mayor, me tropecé con el Rata.

—¿Adónde vas? —me preguntó el contrabandista.

—A casa de Saszka.

—¡Aha, al bailoteo! ¡Yo también voy allí!

El Rata se había emperifollado como un marqués. Traje gris ceniza, zapatos de charol, corbata verde. En la cabeza, un sombrero de fieltro de ala ancha. Al acercarnos a la casa de Saszka, oímos desde lejos la música.

—¡El acordeón de Antoni echa chispas! —dijo el Rata.

La puerta de la casa estaba abierta de par en par y un ancho haz de luz se derramaba en el patio. En las inmediaciones de la casa pululaban unas siluetas humanas. Se oían cuchicheos y risotadas. Entramos. Nos ensordeció el sonido del acordeón que Antoni tocaba con los ojos entornados y una expresión inspirada. Bullicio, jolgorio y algazara. El taconeo hacía temblar las paredes. En el centro de la espaciosa sala una muchedumbre giraba vertiginosamente. Antoni tocaba el Karapet, que por aquel entonces estaba en boga. Algunos silbaban y tarareaban la melodía. El Rata y yo nos recostamos contra la pared, contemplando a los danzantes. El Rata me señaló con la cabeza a un rufián alto, con la tez aceitunada de gitano y el pelo a lo cosaco.

—Es el Clavo, el maquinista… —me dijo.

El Clavo bailaba con una jovencita de unos quince años que apenas le llegaba al pecho. Era muy graciosa y tenía una cara bonita. Mientras bailaban, daba saltitos cómicos alrededor del contrabandista que, de vez en cuando, la levantaba en volandas. El Clavo bailaba con brío, arrojo y ardor, pisando fuerte.

—Es su amante —dijo el Rata al cabo de unos minutos.

—Vaya… —dije, francamente sorprendido.

Por regla general, no se veían muchachas feas. Las mozas más guapas del pueblo eran amantes de los contrabandistas.

Vi al Lord que, luciendo su mollera rabiosamente engominada, bailaba como quien no quiere la cosa, aparentando indiferencia, con una moza alta y corpulenta vestida de verde. La mujer tenía una silueta magnífica, pero su rostro pálido y cadavérico parecía una máscara. Tal vez hubiera abusado de unos polvos poco adecuados para el tono de su piel. Vi también a Waka el Bolchevique que, con una sonrisa lasciva, apretujaba contra su pecho a una muchacha recia, de brazos macizos, rosados y desnudos. En el ardor del baile, la abrazaba con tanta fuerza que la chica tenía que ladear la cabeza. También vi a dos chavalas que bailaban juntas. Eran poco agraciadas. Se comportaban de una manera provocativa. Una silbaba la melodía de la danza, mientras que la otra taconeaba, sacudiendo su corta melena.

—¿Quiénes son ésas?

—Andzia Sodat y Helka Pudel. Contrabandistas…

Me fijé mejor en las dos mozas. Andzia Sodat tenía la espalda ancha y la cadera estrecha. Parecía un hombre disfrazado de mujer. Llevaba un vestido corto de color naranja. En los dedos, una porrada de anillos y, en los brazos, un montón de brazaletes. Andzia Sodat era alta, mientras que Helka Pudel era rechoncha y tenía una cara simpática de nariz respingona. Llevaba un vestido azul. Sonreí al ver a aquella pareja tan cómica. Asimismo, bailaba otra gente que yo no conocía de nada.

También había otros muchachos y muchachas sentados en los bancos o de pie contra las paredes de la sala. Las mozas lucían vestidos abigarrados, y las que tenían bonitas piernas los llevaban muy cortos. La mayoría de los mozos vestían ternos azul marino, marrones o de un color claro. Los chalecos y las corbatas, que asomaban bajo las americanas desabrochadas, eran de las tonalidades más increíbles.

Busqué a Fela con la mirada, pero no la encontré. Antoni dejó de tocar. Se interrumpió el baile. La sala se llenó del bullicio de las conversaciones. Las muchachas empezaron a agolparse en un rincón. Los chavales se recostaban contra las paredes. Algunos se paseaban en pequeños grupos por el centro de la sala. Acartonados y petulantes, adoptaban poses poco naturales. Los inflaba la fama del contrabandista. Las mozas cuchicheaban, soltaban risillas y les lanzaban miradas. Y ellos aparentaban no prestarles atención por estar entretenidos con conversaciones de negocios. Aquello se consideraba de buen tono.

El Rata me tiró de la manga. Miré hacia la puerta. Entraba Alfred Aliczuk, vestido con elegancia y esplendor, bien rasurado y engominado como si le hubieran dado una capa de barniz. Detrás de él, desfilaron todos sus hermanos: Albin, Adolf, Alfons y Ambroy. Se detuvieron junto a la puerta formando un grupo compacto. Las conversaciones se apagaron un poco. Los muchachos dirigieron los ojos hacia los Aliczuk, y las «zorronas» (como las llamaba el Lord) se pusieron a susurrar, a reírse todavía más y a derrochar sonrisas cautivadoras mirando con el rabillo del ojo a los recién llegados. En aquel momento vi a Bolek el Cometa. Se colocó en el centro de la sala, se atusó el bigote, barrió a la concurrencia con una mirada seria y, de pronto, sin ninguna razón aparente, soltó una carcajada alegre. Esto bastó para que las muchachas se relajaran y se echaran a reír a mandíbula batiente. Los hombres también se mondaban, pero no todos, porque a algunos, aun cuando tuviesen que morderse las mejillas para contener la hilaridad, no se les alteró el semblante. Bolek el Cometa fijó la mirada en Antoni, que estaba sentado en un rincón de la sala con la barbilla apoyada contra el instrumento.

—¡Ah… maestro! ¡Mis respetos!… ¡Toque En las colinas de Manchuria, por favor!… ¡Ein, zwei, drei!…

El Cometa le arrojó una moneda de oro al acordeonista. Y cuando Antoni empezó a tocar aquel viejo vals ruso, levantó por la cintura a la primera muchacha que encontró y se puso a dar vueltas con ella por toda la sala. Era Helka Pudel. Las mejillas de la joven se cubrieron de arrebol. Pataleaba en el aire con movimientos cómicos, intentando repeler al Cometa. En la sala resonó una carcajada ensordecedora. El Cometa soltó a la moza, que se reunió de un salto con las demás y, desde allí, le sacó la lengua.

—El francés no es mi fuerte —dijo el Cometa en tono serio, y retumbó otra carcajada ensordecedora.

El Cometa se dirigió hacia la puerta que conducía a una pieza contigua. Pronto, una pareja detrás de la otra, los danzantes empezaron a ocupar el centro de la sala. La fiesta continuó. El Rata y yo encontramos sitio en un banco. A mi derecha, clavada en el suelo, estaba Mania Dziudzia, como de costumbre con cara de pocos amigos y al parecer descontenta. Un día la había visto en la plaza mayor. Ahora, tenía a su lado a una muchacha rechoncha con unos ojos negros y atrevidos que lanzaban miradas provocativas.

—¿Quién es? —le pregunté al Rata.

—La de amarillo es Mania Dziudzia…, una contrabandista…

—A ésa ya la conozco… La otra, la de rosa.

—Belka… También una contrabandista. Hace de maquinista… ¡Una marimandona!

Belka habría intuido que estábamos hablando de ella, porque nos miró. El Rata la saludó con una inclinación de cabeza. Ella le correspondió con un ligero gesto de la mano. Después se puso tiesa, sacó hacia fuera unos pechos turgentes que temblaban con cada movimiento, excitando a los muchachos hasta la locura, y clavó la mirada en los danzantes.

—¡Oh…, aquí tenemos a Saszka! —dijo el Rata.

Vi a Saszka Weblin entrar por la misma puerta por la que acababa de salir Bolek el Cometa. Avanzaba poco a poco, estrechando las manos que le tendía la gente. Se acercó a nosotros.

—Y tú ¿por qué no bailas? —me dijo al oído.

—Todo se andará…

—¿Con quién quieres que baile?… ¿Contigo? —terció el Rata.

—¿Cómo que con quién? —Saszka mostró la sala con un ancho gesto de la mano—. ¡Muchachas como rosas de pitiminí!… Mira, la señorita Belka se aburre… ¡Sácala a bailar!

Abandoné al Rata y me puse a bailar con Belka.

—Usted es forastero, ¿verdad? —me preguntó la moza.

—Sí… He venido a ver a Józef Trofida.

—¿Está en chirona?

—Sí.

—Lo siento por él.

—Qué le vamos a hacer…

Vi que Saszka se acercaba a los Aliczuk y que cruzaba la sala con ellos, dirigiéndose hacia la habitación de donde hacía poco había salido.

—¿Usted conoce a los Aliczuk? —le pregunté a Belka.

—¡Cómo no!

—No tienen buena fama.

—¡Son unos hijos de perra! —contestó la moza.

La estreché con más fuerza. No protestó. Pensé que era correcto echarle un piropo, conque dije:

—Tiene unos ojos muy bonitos.

—¿Ah sí? —dijo en un tono interrogante, y sonrió.

—¡Es la pura verdad! —contesté con sinceridad.

Se rió y, sacudiendo la cabeza, se apartó un mechón de la frente. Después, me espetó:

—Yo todo lo tengo bonito…, no sólo los ojos.

—¡Oooh!… Veo que es muy… sincera… Y está muy segura de sí misma.

—Pues, sí.

—Me gusta su atrevimiento. ¡Si no fuera porque nos están mirando, se lo premiaría con un beso!

—¡Y después se chulearía ante todo el pueblo!

—¡Eso jamás!… Se lo juro…

—¡Ya veremos! —dijo con una voz enigmática.

Me di cuenta de que me caía muy simpática y de que con gusto bailaría toda la noche con ella, pero me dijo:

—¡Basta de dar vueltas! Me duelen las piernas. Ayer mismo regresé de la frontera y mañana volvemos a ponernos en camino.

—¿Vais muy lejos?

—A Piotrowszczyzna.

Esto estaba muy lejos de nuestro pueblo, a unas tres verstas de Minsk.

Acompañé a Belka adonde la esperaba su amiga, que le cedió el sitio en el banco. En la sala hacía calor. Las caras de la concurrencia brillaban de sudor. Noté que algunos muchachos llevaban una buena tajada. Al comienzo, no comprendía cómo habían tenido tiempo de emborracharse. Después, me di cuenta de que salían al patio de dos en dos o de tres en tres y, acto seguido, volvían de un excelente humor. Busqué al Rata con la mirada, pero no lo vi en ninguna parte. Nos encontramos más tarde. Me hizo un guiño, diciendo:

—Ven un momento…

Le seguí a la habitación contigua.

Me adentré en una nube de humo. Cuando me hube situado, vi una caterva de contrabandistas agrupados alrededor de una larga mesa. A algunos los conocía bien, a otros sólo de vista, y también había unos cuantos que no me sonaban de nada. Los muchachos privaban a un ritmo trepidante. El sitio de honor lo ocupaba el Cometa que, con un vaso en una mano y una botella en la otra, peroraba:

—¡Nuestra suerte cojea, compañeros, o sea que vamos a apuntalarla con botellas!

—¡Una verdad como un templo! —dijo el Lord.

—¡Quien no fuma y no mama se pudre en vida!

—¡Una verdad como un templo! —se desgañitó el Lord, y añadió—: ¡Adelante, otra más!

El Rata me arrastró hacia la mesa y me sentó a su lado en un banco estrecho. El Lord puso delante de mí un vaso lleno de vodka, diciendo:

—¡A ver si nos pillas!

En el otro extremo de la mesa jugaban a los naipes. Allí, estaban sentados los hermanos Aliczuk, Saszka, el Resina, Waka el Bolchevique y otros que yo no conocía. Jugaban al veintiuno. Sobre la mesa, había fajos de billetes y montones de monedas de oro.

Saszka tenía la banca. Le ardían las mejillas, pero jugaba con tranquilidad, barajando las cartas a conciencia y repartiéndolas con celo. Delante de él, había crecido un montoncito de dinero. En un momento dado, Bolek el Cometa le dijo:

—¿Me das cartas por cincuenta?

Saszka asintió con la cabeza:

—¡A ti te daría incluso por quinientos!

—Apuesto cincuenta.

El Cometa cogió tres naipes y perdió. Pagó la deuda.

—¿Sabéis qué, muchachos? ¡No tengo suerte ni en el juego ni con las mujeres!… ¡Sólo con el vodka! Vaya adonde vaya, siempre hay preciosas botellas y lindas copitas que tintinean y me hacen guiños… ¡Venga, otro trago!

—¡Una verdad como un templo!

El Lord empezó a silbar. Silbaba a las mil maravillas y valía la pena escucharlo. Pero muy pocas veces hacía exhibición de su arte. Dejó de silbar y cantó con su voz ronca y acatarrada de borracho:

Al clarear llegué,

daga y mucho parné.

Un contrabandista muy joven con cara aniñada, a quien yo no conocía, le secundó con una sonora voz de contralto:

De golpe alguien grita,

y a café me invita.

«A un chorbo tan legal,

un café no va mal.»

Al oír la palabra «café», Bolek el Cometa frunció la nariz con asco e hizo amago de vomitar. Algunos se echaron a reír, mientras que Bolek el Lord proseguía:

Vodka no catarás,

se acabó en un pispas.

—¡No es verdad! —exclamó Bolek el Cometa—. ¡En verdad os digo que, mientras exista la frontera, es más probable que nos falte el agua que el vodka!

—¡Una verdad como un templo! —contestó alguien en sustitución del Lord, que seguía cantando:

Muy animada ha sido la fiesta,

tres agujeros hay en mi testa.

—¡Fela sólo tiene uno, pero pistonudo! —espetó Waka el Bolchevique desde el extremo de la mesa.

—¡A Fela, ni la mientes! —Saszka le lanzó una mirada amenazadora.

—No he dicho nada… Yo sólo… juego a los naipes…

—Pues, juega… ¡Y ándate con cuidado!

Todos estaban excitados por culpa del alcohol. Se oían carcajadas salvajes. Chanzas subidas de tono daban mil vueltas en el aire. Fumábamos como carreteros. El suelo estaba sembrado de colillas. Sobre la mesa resplandecían charcos de vodka y de cerveza. El Mamut, el Cometa, el Rata y el Lord empinaban el codo sin tregua. Felek el Pachorrudo, circunspecto, se zampaba lentamente una enorme tajada de morcón. El Rata me dio un codazo en las costillas, diciendo:

—¡Míralo! ¡Toca la armónica!

Bolek el Cometa lo oyó y le dijo al Pachorrudo:

—¡Felek, querido! Pareces un león que ruge y devora carroña en el desierto.

—¿Y se puede saber dónde has visto tú un león?

—En una lámina.

—¿Qué lámina?

—Con Jesús que iba a Jerusalén.

—¡Era un burro! —dijo el Rata.

—¡Y yo que creía que era un león! —contestó el Cometa.

El Pachorrudo soltó la comida. Masticó durante un largo rato. Engulló y dijo todo serio:

—¡Y tú pareces el decimotercer apóstol!

Lo dijo y volvió a abalanzarse sobre la comida. Todo el mundo soltó una carcajada. Las palabras del Pachorrudo sobre el parecido del Cometa con el decimotercer apóstol sonaron, Dios sabe por qué, cómicas.

—Le ha pagado con la misma moneda.

—Lo ha dejado con la boca abierta.

—¡Lo ha dejado mudo!

—¡Vaya chasco le ha dado!

—Parece una mosquita muerta. Cuando no dice nada, no dice nada, pero a la que abre la boca…

—Como si el diablo vomitara en un charco de lodo.

Bolek el Cometa apuró medio vaso de vodka. Se secó la boca con el revés de la mano. Se atusó el bigote y dijo:

—Es un muchacho de ciudad, relamido…

El Rata terció:

—¡Tan de ciudad que llevaba el trigo al molino!

—¡Y ayudaba al toro a cubrir las vacas! —añadió el Lord.

El Cometa prosiguió:

—¡Un tío fogueado!

—Sí. ¡Entre los fogones de la cocina! —añadió el Rata.

—¡Baqueteado!

—¡Entre las vacas! —añadió el Lord.

El Pachorrudo acabó de comer, se chupó los dedos satisfecho, y dijo con flema:

—¡Id a tomar por donde la gallina pone el huevo!

Otra carcajada salvaje. En aquel momento entró Fela. Se detuvo en el umbral y entornó los ojos, intentando distinguir algo en medio del humo. Las risotadas cesaron. Las conversaciones se apagaron. La mirada de todos se dirigió hacia la muchacha. Fela llevaba un vestido negro de seda. Piernas enfundadas en unas medias negras, también de seda. Zapatos de charol. Del cuello le colgaba una cadena de reloj dorada, tenía los dedos cubiertos de anillos y los brazos llenos de brazaletes. Avanzó despacio. Caminaba con un aire majestuoso, irguiendo con orgullo su magnífica cabeza. Las miradas de los muchachos se le pegaron al cuerpo y caminaban con ella, espiando cada uno de sus gestos y movimientos. Waka el Bolchevique se quedó boquiabierto de admiración. Y ella, satisfecha con el efecto que había causado su aparición, se acercó a su hermano con paso ligero.

Saszka frunció el ceño:

—¿Qué quieres?…

—A lo mejor necesitáis algo.

—No necesitamos nada… ¡Largo de aquí!

Fela hinchó los labios y sacudió la cabeza. Barrió con la mirada a los presentes. Mis ojos se encontraron con los suyos y sentí que me invadía una oleada de frío… De improviso, se oyó la voz del Pachorrudo.

—Tal vez un platillo de pepinos…

El Rata soltó una carcajada. Saszka también se rió y llamó a su hermana, que cruzaba la sala:

—¡Espera, Fela! Tráenos pepinos… Un cubo entero… Para nuestro amigo, el Pachorrudo. ¡Muévete, que es para hoy!

—Voy —contestó Fela.

Se encaminó hacia la puerta. Una vez allí, se detuvo y se dirigió a su hermano:

—¡Acompáñame, me ayudarás!

Saszka se levantó y dejó los naipes sobre la mesa. Vaciló un instante y, a continuación, se me acercó diciendo:

—¡Acompáñala tú, Wadek! Ayúdala a traer los pepinos.

Me levanté apresuradamente y me acerqué a la muchacha que esperaba en el umbral.