Es la segunda semana consecutiva que no salgo a currar. Ha sucedido una desgracia. Nuestro grupo ha sido desarticulado. Ocurrió lo siguiente. Regresábamos sin mercancía. Habíamos conseguido esquivar todos los lugares peligrosos y nos acercábamos a la frontera. Cuando estábamos a la altura de Olszynka, por la izquierda se oyeron disparos y gritos. Trofida torció a la derecha. Ya casi habíamos llegado a la frontera, pero en aquel trecho se extendía una alambrada de púas. Al bordearla en busca de un paso franqueable, aparecieron enfrente los soldados del Ejército Rojo y tuvimos que huir a ciegas en una oscuridad absoluta. Me quedé solo. No huí muy lejos. Me tumbé en el suelo muy cerca de la alambrada y, apenas nuestros perseguidores hubieron pasado de largo, me abrí camino poco a poco a través de la barrera, desgarrándome la ropa y arañándome los brazos y las piernas. Volví a casa, pero Józef no estaba. Por la mañana aún no había regresado y, aquel mismo día, me enteré de que lo había arrestado la guardia. Le habían echado el guante porque se enredó en la alambrada y no pudo zafarse. Al día siguiente, iban a trasladarlo a Stopce, a la prefectura. Era la segunda vez que lo pillaban, de modo que podían endiñarle unos cuantos meses por contrabando. Suerte que no había caído en manos de los bolcheviques. Además de a él, cogieron también al Buldog y al Chino. Ellos sí que lo tenían crudo, porque los habían trincado en el lado soviético. El Ruiseñor decía que el Buldog había caído muerto o malherido, porque al principio lo oía correr a su espalda, pero después de un disparo se había desplomado en el suelo gimiendo. El Ruiseñor lo había tenido que abandonar para salvar el pellejo. Del Chino no se sabía nada. Probablemente, lo habían cogido en la Unión Soviética, porque aún no había regresado. Bolek el Cometa me propuso que me integrara en el grupo del Clavo, una cuadrilla grande y famosa, pero por el momento no quise. Me quedé a la espera de los acontecimientos. Tenía el riñón bien cubierto: más de quinientos rublos, porque por la portadera que Saszka Weblin había vendido en la Unión Soviética me habían correspondido cuatrocientos rublos. Nada me obligaba a andar con prisas. Bolek el Lord me dijo que quería organizar una banda nueva y ponerse a su mando en lugar de Trofida. Ya había hablado de ello con Bergier.
Un día, me quedé en casa. Hela cosía a máquina. Janinka, como siempre, charlaba por los codos y yo tomaba el té. Hablábamos de Józef, que había sido trasladado con escolta a Stopce. De golpe y porrazo, la puerta se abrió y entró Alfred Aliczuk. Al verme, se enfurruñó. Probablemente aún no sabía que yo vivía con la familia de Józef Trofida. Aliczuk saludó a Hela y a Janinka, y después, indeciso, se me acercó y me tendió la mano. En ese momento, con la derecha cogí el vaso y con la izquierda una rebanada de pan con mantequilla, e, ignorando su gesto, le dije:
—Ah, ¿es usted?… Permítame que me ahorre el esfuerzo de saludarle: estaba a punto de marcharme.
Hela nos miró boquiabierta. Janinka resopló y dijo en un tono muy serio:
—¡Caramba, sí que hay mar de fondo! Pero ¡claro! Mirándolo bien, ¿qué sentido tiene saludarse si hay que despedirse enseguida?… ¡Hela y yo tampoco nos saludamos nunca!
No tardé en coger mi gorra y salir a la calle.
Fui a casa de Saszka Weblin. Quería ver a Fela, pero no estaba. Saludé a Saszka. Sentado junto a la mesa, afilaba la navaja, pasándola por la correa.
—¿Qué te cuentas? —me preguntó.
—¡Nada! Han trincado a Józef…
—Ya lo sé, ya lo sé… Los muchachos dicen que han matado al Buldog, pero no es verdad. Lo tocaron en una pierna y se lo llevaron a Minsk.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Lo sé y basta!
Saszka acabó de afilar la navaja y la probó primero en el dedo, después en un pelo, y en la nuca, y, finalmente, pasó la lengua por el filo de un extremo al otro. Debía de considerar que tenía un buen corte, porque la dejó y empezó a enjabonarse la cara.
—¿Ya no vas al extranjero? —me preguntó, esparciendo cuidadosamente el jabón por las mejillas con una brocha.
—No.
—¿Por qué?
—No hay prisa… Tengo pasta…
—¡Haces bien!… ¡Cuando hay jurdel, lo mejor es despendolarse! Siempre hay tiempo para volver a trabajar… Si alguna vez te quedas colgado, ven a verme… ¡Pero, por ahora, echa unas canitas al aire!… ¡Trabajando revientan los caballos!…
Empezó a afeitarse, abombando sus mejillas chupadas con la lengua.
—¿Adónde vas ahora? —me preguntó a continuación.
—Iba a ver a Pietrek el Filósofo. Prometió prestarme un libro. Y, de paso, me he dejado caer por aquí.
—Has hecho muy bien. Iremos juntos. Tengo el reloj estropeado…, y él vive en la casa del relojero.
Siguió afeitándose, sumido en el silencio. Al cabo de un rato, dijo:
—¡Ah! Por poco se me olvida decírtelo. El domingo que viene habrá bailoteo. Estás invitado… Ven sin falta.
—Vendré.
—Te lo digo ahora, porque mañana me voy a Rubieewicze. Tengo allí un trabajillo. Tal vez no nos veamos hasta el día de la farra.
Cuando Saszka ya se había afeitado y lavado, llegó Fela. Llevaba un hermoso vestido verde oscuro. Tenía un aspecto magnífico. Estaba de buen humor y me saludó con bastante amabilidad. Me hubiese gustado quedarme con ella, pero me daba vergüenza decirle a Saszka que se me habían pasado las ganas de ir a casa de Pietrek. O sea que me despedí de Fela a regañadientes y salí de la casa con Saszka. Enfilamos la calle Miska. Noté que todos los transeúntes con los que nos cruzábamos por el camino observaban a Saszka con atención y hasta se daban la vuelta cuando ya había pasado. Aquello me imponía. Finalmente, nos llegamos a un callejón tortuoso y estrecho. Al doblar una esquina, vi a un zapatero que azotaba con un tirapié a un crío de unos diez años. El zapatero estaba visiblemente borracho. De repente, Saszka se abalanzó, apartó al zapatero de un empellón y le arrebató el tirapié de las manos.
—¿Por qué lo zurras?
—¿Y a ti qué te importa?
—No te hagas el chulo, porque vas a saber lo que es canela.
Saszka hizo el gesto de pegarle al zapatero con el tirapié.
—¡El mocoso me ha roto la lámpara, maldita sea!
El zapatero mostró unos pedazos de cristal desparramados por el suelo. Saszka se metió la mano en el bolsillo, sacó un billete de cinco dólares e, inclinándose sobre el chaval que miraba a su defensor con ojos desorbitados, le dijo:
—¡Toma, machote! ¡Manda a tu padre a freír puñetas! ¡Dale este dinero, y que se compre diez lámparas, si quiere! Y cuando seas mayor, ¡dale brea a este animal! ¡Aporréale como él te aporrea a ti!…
Proseguimos el camino. Saszka arrojó el tirapié a un charco.
Me encontré en una gran pieza enjalbegada. De las paredes colgaba un sinnúmero de relojes y, junto a la ventana, un hombrecillo calvo permanecía encorvado sobre una mesa también abarrotada de relojes y de distintas herramientas para repararlos. Vi a Pietrek y a Julek sentados junto a una mesa larga. Julek escribía en un cuaderno, mientras que Pietrek miraba por encima de su hombro y lo corregía. Saludamos a todos los presentes. Saszka se acercó a Muaski y le mostró su reloj. El otro lo examinó atentamente y dijo:
—Un reloj excelente. ¡Una pieza muy cara!… No está en muy buen estado. ¡Necesita una limpieza!
—¿Para cuándo estará listo?
—Hoy no me dará tiempo. Tengo un trabajo entre manos. Tal vez mañana.
—¿Por la mañana?
—De acuerdo. Puede venir a buscarlo a las diez.
Acordaron el precio y Saszka salió de la casa.
—¿Cómo andáis, muchachos? —les pregunté a Pietrek y a Julek.
—Hoy hacemos la ruta —dijo Julek.
—¿Con quién?
—Con el Mamut y el Ruiseñor.
—¿Y quién os guiará?
—El Mamut. Conoce muchos caminos… Antes iba solo… con alijos de alcohol…
—¿De quién es la mercancía?
—Nuestra. Vamos por libre…
—¿Vuestra?
—Sí. Pasamos alcohol. Sale más a cuenta que trabajar para el judío. Y tú, ¿no querrías venir con nosotros?
Vacilé un instante.
—¡Ven! —dijo Julek—. Será más divertido. Y, además, te sacarás unos chavos.
—Pero no tengo alcohol.
—Nosotros tampoco. Esperamos al Mamut. Juntos iremos a casa del Gris a buscarlo.
Al cabo de un cuarto de hora llegó el Mamut y, un poco más tarde, el Ruiseñor. El Mamut nos saludó inclinando la cabeza y se sentó en un banco arrimado contra la pared.
—Éste se viene con nosotros —le dijo Julek.
El Mamut me miró durante un largo rato, después asintió con la cabeza y dijo con un visible esfuerzo:
—¿Van a ser cien?
—Sí —contestó Julek—. Nos llevaremos cien botellas. Podemos ir a por ellas ahora mismo.
Cogieron los sacos y salieron detrás del Ruiseñor. Volvieron al cabo de una hora. Sacaron de los costales las botellas de alcohol y las colocaron sobre la mesa. Las contaron. Había ciento quince.
—Más de las que necesitamos —dijo Julek.
—El Mamut cargará con treinta botellas y cinco serán para nosotros, para consumo propio.
Empezaron a armar las portaderas. Primero, pusieron las botellas en la mesa de veinte en veinte, las descorcharon y las colmaron de alcohol. Lo hacían para reducir el número de botellas y para que no gorgotearan durante la caminata. Después, montaron cinco cómodas portaderas que llenaron de botellas envueltas en fieltro y heno. El Mamut en persona se ocupó de embalarlas. Lo hacía con la maña de un contrabandista de alcohol profesional. Esperamos hasta el anochecer. Teníamos en perspectiva un camino larguísimo. Había que llegar hasta uno de los arrabales de Minsk, o sea que nos interesaba ponernos en camino cuanto antes.
A las dos, unos nubarrones grises llegaron del este y encapotaron el cielo. Empezó a llover. La lluvia azotaba en diagonal los cristales de las ventanas. Se hacía cada vez más oscuro. El Mamut se frotaba las manos de alegría. Un tiempo como aquél, aunque hacía el camino poco practicable, ofrecía garantías de una seguridad casi absoluta. Cuando empezó a caer la noche, cenamos y, entre todos, apuramos una botella de espíritu de vino aguado. A continuación, nos colocamos las portaderas. Muaski, menudo y cómico, nos estrechó la mano, mirándonos con sus ojos azules y bondadosos:
—Señores, les deseo suerte. ¡Vuelvan en cuanto puedan! ¡No se entretengan demasiado! Estaré triste sin ustedes…
Emprendimos el camino. Avanzábamos muy lentamente, esquivando obstáculos invisibles en la oscuridad e intentando acomodar la vista a las tinieblas. Pero la negrura era tan densa que sólo podíamos caminar a tientas. La lluvia se intensificó. El viento recrudeció. Delante era imposible vislumbrar nada. De golpe, el Mamut se detuvo. Yo iba detrás de él, después Pietrek, a continuación Julek y, a la zaga, el Ruiseñor.
—¡Toma! —dijo el guía, metiéndome en la mano el cabo de un cuerda.
Comprendí qué pretendía y le pasé el cabo de la cuerda a Pietrek y así de mano en mano. Ahora caminábamos agarrados a la cuerda. Era incómodo, pero por lo menos podíamos estar seguros de no perdernos. Rompimos por entre unos matorrales y nos adentramos en un bosque. En un punto, el bosque se acabó. El Mamut me cogió del brazo y me lo apretó con fuerza. Lo comprendí: ¡la frontera estaba justo delante de nosotros! Pasé el aviso a Pietrek, y él lo pasó a los demás.
Llovía cada vez con más insistencia. Estábamos calados hasta los huesos y sólo el movimiento nos calentaba. El camino era más difícil que nunca. Atravesábamos con gran esfuerzo un terreno fangoso, hundiéndonos en el lodo y sin ver nada alrededor. Pero el Mamut avanzaba bastante seguro. De vez en cuando se detenía, tanteaba el suelo con los pies, murmuraba algo para sus adentros y volvía a ponerse en camino. Cuando el bosque se hubo acabado, la marcha se hizo más soportable. Por lo menos había dejado de tropezar en los obstáculos del terreno y ya no tenía que protegerme continuamente los ojos de los azotes de las ramas invisibles en la oscuridad.
Al cabo de tres horas de caminar, hicimos un descanso y nos echamos al coleto un buen trago de alcohol. Más tarde, hicimos todavía otro descanso y, finalmente, al rayar el alba, diez horas después de haber salido de Raków y habiendo recorrido en la oscuridad más absoluta treinta y tres verstas de terreno infernal, llegamos a Minsk.
Hice dos viajes con alijos de alcohol y después abandonamos, porque el Mamut y el Ruiseñor se enrolaron en la cuadrilla del Clavo. Allí el trabajo era menos pesado y más seguro, porque no iban tan lejos y no tenían que preocuparse por nada.
Un sábado por la noche estábamos bebiendo en el mesón de Ginta. Antoni tocaba el acordeón con tanto fervor que hasta los vasos daban brincos. De repente, alguien me dio una patada por debajo de la mesa. Era el Mamut. Lo miré. El contrabandista se mordía la uña del pulgar izquierdo, mientras señalaba la puerta con la mirada y con el pulgar de la mano derecha. En el umbral se recortaba la silueta de Alfred Aliczuk. De improviso, el Mamut soltó una carcajada ronca y dijo:
—¡Lechuguino!
Todo el mundo se rió. Alfred desapareció apresuradamente detrás de la puerta.
Seguimos bebiendo. Lo pasábamos en grande. El Lord cantó:
¡Venga, vodka y cerveza!
¡Musiquilla buena, venga!
Y mi dulce Mariquita,
¡ay quien de brindar se abstenga!
Volví a casa a altas horas de la noche. Las estrellas brillaban en el cielo. Entré en el patio de Trofida. Estaba atrancando la puerta con el pestillo cuando, a mi derecha, oí un disparo…, y después otro, otro y otro. Me eché al suelo junto a la puerta. Oí unos pasos que se alejaban por el huerto. Me levanté de un salto, me saqué el cuchillo del bolsillo y, a través de la portilla abierta, corrí hacia allí a toda prisa. Había un silencio absoluto. Agucé el oído y me mantuve un rato a la escucha. Después, volví hasta la puerta y salí a la calle. No vi a nadie. ¡Lástima de no llevar una linterna! Tal vez hubiera podido perseguir al agresor, pero, así las cosas, no había nada que hacer.
Al día siguiente, examiné a conciencia la portilla y la pared contigua a la puerta. Todas las balas se habían incrustado en los gruesos troncos. Conseguí extraer una y me la guardé.
Cuando llamé a la puerta de la vivienda, Hela, que vino a abrirme, preguntó alarmada:
—¿Es usted quien ha disparado?
—¡No!… Un majadero ha querido gastarme una broma… Quería asustarme…
—¡Al anochecer, he visto unos individuos rondar bajo las ventanas! —dijo la moza.
Al día siguiente, Janinka me despertó muy temprano:
—Allí abajo hay un loco que le llama.
—¿Qué loco? ¿Por qué dices que está loco?
—¡Porque se ríe a lo tonto!
—¿Tú crees que todos los que se ríen están locos?
—No… Pero uno puede reírse un poco, y éste no para…
—¿Dónde está?
—Detrás del granero… Me ha dicho que no se lo dijera a nadie más que a Wadek, y que era una cuestión de vida o muerte.
Me vestí a toda prisa y salí de la casa. Detrás del granero vi a Josek el Ansarero sentado entre los lampazos. Por detrás de las anchas hojas, se asomaba su cabeza completamente calva, que parecía la luna velada por las nubes.
—¿Qué me cuentas? —pregunté, saludándolo.
—¡Un asunto muy importante! Pero es un secreto. Te lo diré, pero tienes que jurarme que nunca le dirás a nadie que te lo he contado.
—¡Tienes mi palabra, no iré con el cuento a nadie!
Josek miró a su alrededor y dijo en voz baja:
—Los Aliczuk quieren mandarte al otro barrio. Alfred ha intentado convencer a algunos de los nuestros para que te pelen. Les ofrecía cien rublos…
—¿Cómo lo sabes?
—Vinieron a pedirme consejo. A mí me conoce todo el mundo… Me preguntaron quién eres y de dónde has salido. Les dije que ni se les ocurriera intentarlo y que eres un compañero de Józef Trofida… ¡Ahora tendrás que andarte con tiento, porque los Aliczuk son unos malos bichos!
—¡Has hecho bien en decírmelo! —le dije a Josek—. ¡Por lo menos ahora sé quien me busca las pulgas! ¡Estaré alerta!… ¡Anoche, cuando volvía a casa, alguien me disparó!
Josek dijo, sobresaltado:
—¿De veraaaas?… ¡No era de los nuestros!… ¡Tenían que ser ellos! ¡Cuidado! Si necesitas una buena cacharra, te la proporcionaré… Tengo muchas…
Me despedí de Josek, que enfiló la margen del río para bordear el pueblo. Volví a casa a desayunar. No podía dejar de pensar en lo que acababa de oír.