VII

Estamos escondidos en nuestra guarida, en el granero de Bombina. Ya hemos almorzado. Comiendo, hemos cogido calor y el vodka nos ha animado. Fumamos unos cigarrillos. De golpe y porrazo, Julek el Loco abre la boca y dice con una voz extasiada:

—¿Sabéis qué? Ayer leí un fragmento sobre la Doncella de Orleans… ¡Aquélla sí que era una mujer! ¡Y qué pedazo de mujer!

—¿Cuenta? ¿Follaba mucho…, tu doncella de Kazajstán? —se interesó Waka el Bolchevique.

Pietrek el Filósofo metió baza para socorrer a su amigo, a quien la pregunta de Waka había dejado literalmente aturdido:

—No follaba en absoluto porque, como su nombre indica, era virgen. Y no la llamamos doncella de Kazajstán, sino de Orleans, que es una ciudad de Francia.

Waka el Bolchevique meneó la cabeza con escepticismo, y dijo:

—¡Ja! ¡Aquí hay algo que no cuadra! ¿Quién le hizo una exploración? Y si era virgen, ¿por qué le pusieron el nombre de toda una ciudad?

Entonces, Julek el Loco empieza a contar la historia de Juana de Arco. Se excita cada vez más. Gesticula. Se hace un lío… Finalmente, llega el momento en que la queman en la hoguera. En este punto, el contrabandista borracho ya no pudo aguantar el tipo y se echó a llorar. Nadie se lo esperaba. Todos callamos durante un rato mirando a aquel muchacho que se deshacía en lágrimas. Después, oí a Waka el Bolchevique soltar una carcajada breve, casi interrogante. Esto bastó para que nos echáramos a reír como locos.

Julek dejó de llorar. Se puso pálido. Nos miraba con ojos desorbitados y llenos de lágrimas. Después se levantó diciendo:

—¿Sabéis qué?… ¿Sabéis qué?… No os lo he dicho nunca, aunque muchas veces lo he pensado… Pero ahora sí que os lo voy a decir: ¡sois una pandilla de palurdos! ¡Palurdos! ¡Palurdos!… Porque de estas cosas no se hacen bromas… Sí… ¡sois una pandilla de palurdos! Pietrek es el único que…

—¡Está tan mal de la cabeza como tú! —dijo el Rata pausadamente y, con un simple movimiento de labios, desplazó el cigarrillo de una comisura a la otra.

—¡Una verdad como un templo! —confirmó su opinión el Lord.

Me sentí avergonzado, porque yo también me había reído de Julek. A partir de aquel momento, anduve con más cuidado para no zaherirlo.

Por la noche, Józef viene al granero y me dice:

—Ven, Wadek, nos ayudarás a llenar las «alforjas» para las trajineras. Hay mercancía acumulada de tres remesas. Lowka y Bombina no dan abasto. Ganarás lo mismo que te pagamos por pasar la frontera.

Me lo pienso durante unos instantes. Después me levanto y salgo con Józef del granero. Enfilamos una vereda que orilla el huerto. En la lejanía veo una casa de campo. Alrededor todo está limpio y ordenado.

Cuando salíamos del granero, el Bolchevique exclamó:

—¡Recuerdos para Bombina!… ¡Mucha suerte! —Batió palmas y carraspeó de una manera alusiva.

Bombina salió a nuestro encuentro al zaguán. Pero, acto seguido, volvió a entrar y empezó a hablarme con una animación exagerada:

—Tanto trabajo y no hay quien me eche una mano. ¡Józef me ha dicho que lo haga sudar!…

Józef sonríe torciendo la comisura de los labios. Capto al vuelo aquella sonrisa y siento bochorno. He comprendido que todos mienten. Mientras tanto, Bombina sigue parloteando por los codos:

—¿Verdad que no me dirá que no?… Es un trabajo ligero… Preparamos «alforjas» para las trajineras… Hay tanto género… ¡Ya no podemos aceptar más mercancía!

—Muy bien. La voy a ayudar. Pero no estoy seguro de si sabré hacerlo.

—Es pan comido. Ya verá.

De la habitación grande pasamos a un cuartucho. La única ventana está tapada con un pañuelo de mujer. A la luz que arroja una lámpara que cuelga del techo, encima de una larga mesa, veo al judío Lowka sumido en su tarea. A su alrededor hay montones y montones de cosas: medias, tirantes, guantes, bufandas, peines, navajas, maquinillas para cortar el pelo, cinturones, hebillas cromadas, gamuza, charol…

Al oírnos entrar, el judío se endereza y se frota las manos enjutas:

—¡Ya estoy hasta la coronilla! ¡Al diablo con todo! ¿Qué saco yo de éste trabajo? ¡Un ridículo tanto por ciento!

Resopló por la nariz con desprecio y volvió a inclinarse sobre la mesa. Józef también puso manos a la obra. Bombina empezó a enseñarme cómo debían hacerse las «alforjas». Sus dedos rozaban mis manos, aplastaba el pecho contra mi brazo. Sentía en la cara la caricia de su pelo y no entendía bien lo que me decía. Se dio cuenta, porque me sonrió y dijo:

—¡Ya cogerá el truco! Por ahora, separe las medias y empaquételas por docenas. Nada más.

Józef empezó a hacer los preparativos para marcharse. Lowka escribió un mensaje en clave para el comprador y se lo entregó. Józef se despidió de Bombina y de Lowka y, a continuación, me dijo:

—¡Ven un momento!

Salí con él al patio. Empezó a hablar por lo bajinis:

—La idea de que te quedes aquí ha sido de Bombina… Se supone que necesita tu ayuda. ¿Comprendes? Si no tienes muchas ganas de quedarte, puedes volver con nosotros… Haz lo que quieras… Pero yo te recomiendo que te quedes… La moza se lo merece… ¡No te arrepentirás!

—¿De qué me hablas?

—Es muy sencillo… ¿No lo entiendes? ¡Un grandullón como tú, que ronda los veintitrés, y se acoquina como una quinceañera! ¡A ver si haces un buen papel!

—¿Qué? ¿Qué? —dije, sobresaltado.

—Nada, nada —contestó Józef, y desapareció en la oscuridad.

Apenas se hubo marchado, me puse triste. Lancé una ojeada a la zona norte del cielo. Aquí y allá, las estrellas curiosas metían la nariz a través de los resquicios que quedaban entre las nubes. No logré encontrar la Osa Mayor. Durante un largo rato permanecí inmóvil, aguzando el oído al ladrido lejano de los perros y contemplando las luces que titilaban en las ventanas de las casas. Oí su aullido rabioso en la aldea vecina. «Los nuestros acaban de pasar por allí», pensé.

Se desencadenó un viento fresco del este. Se hizo de noche. Me apresuré a volver a la casa.

—¿Dónde se había metido? —me abordó Bombina.

—He ido a acompañar a Józef.

—No necesita compañía. Sabe llegar solo a todas partes. Seguro que me han puesto de vuelta y media.

—¡Qué va!

Entornó los ojos y me asestó un codazo en las costillas.

—Lo sé muy bien… ¡Los conozco como si los hubiese parido!… ¡He oído de qué hablaban! Pero, me da lo mismo… A mí, ni frío ni calor…

Trabajamos duramente hasta las diez. Después, Bombina se fue a preparar la cena. Además de nosotros, había en la casa una moza sorda como una tapia y un jornalero trabajador y callado, un pariente lejano de Bombina, que se ajetreaban alrededor de los fogones. Ellos se ocupaban de la granja, mientras que Bombina se dedicaba a todo lo relacionado con el contrabando. Cuando Lowka y yo nos quedamos en el cuarto a solas, seguimos haciendo «alforjas». Las «alforjas» son portaderas destinadas a las muchachas que acarrean la mercancía desde los escondrijos hasta los pueblos. Son una especie de chaleco de doble fondo que les llega hasta las rodillas y se rellena con mercancía. La trajinadora se pone un chaleco de estos, que pesa entre veinte y treinta kilos, y se lo sujeta en los hombros con unas correas. Sobre la «alforja» se pone una zamarra y emprende el camino. Por veredas y senderos, sola o con sus compañeras, baja hasta el pueblo. La trajinadora hace dos, tres y hasta cuatro viajes al día, y gana entre cinco y veinte rublos de oro. Bombina tenía bajo sus órdenes a siete mujeres que trabajaban la mar de bien y no se dejaban cazar, porque conocían el terreno a la perfección. Las muchachas no solamente circulaban de noche, sino también de día.

Bombina nos llamó a cenar. Dejamos el trabajo y entramos en una pieza espaciosa donde vi una gran mesa cubierta con un mantel reluciente. La cena era copiosa, aunque nada sofisticada. Había vodka aromatizado con un zumo. Lowka comió poco y de mala gana. Permanecía pensativo y, sin duda, calculaba algo mentalmente: hacía muecas, fruncía el ceño, movía los dedos. Al ver sus contorsiones, me entraban ganas de soltar una carcajada. Aquel hombre no veía ni oía, sumido en sus negocios. Bombina me animaba a comer. Me llenaba el vaso de vodka una y otra vez. Al comienzo, bebí con prudencia, después se me alegraron las pajarillas y comí y bebí sin remilgos. En un momento noté que Bombina, que estaba sentada a la cabecera de la mesa, me ponía el pie sobre las rodillas. Metí la mano por debajo del mantel y empecé a acariciar su pantorrilla de carnes prietas. Intenté llegar hasta más arriba de la rodilla, pero la posición era incómoda. Bombina se había puesto colorada, le brillaban los ojos, mostraba sus dientes espléndidos y se reía alegremente. Me hacía guiños, y señalando a Lowka con un gesto de las cejas, le sacaba la lengua. Esto me hizo soltar una risotada. El judío despertó de sus cavilaciones y le dijo a Bombina:

—Me voy… Tengo sueño…

—¡Bueno, bueno!

Bombina abandonó su puesto, cogió del alféizar una linterna de bolsillo y salió con Lowka de la habitación. Lo condujo a la otra parte de la casa, donde le había preparado la cama en una trasalcoba.

Volvió enseguida. Cerró la puerta del zaguán con un grueso pasador de hierro. Después, descorrió unas cortinas que escondían una cama situada en un rincón del cuarto. Ahuecó las almohadas, apartó la colcha y empezó a quitarse el jersey.

—¿A qué esperas? ¡Ven! —Por primera vez me tuteó.

—¿Quieres que apague la luz?

—No, no es necesario. Ya la apagaré después.

Aquella mujer era magnífica. La cama era mullida, limpia y cálida. Pero mis pensamientos corrían detrás del grupo de Trofida que, en la oscuridad de la noche, se escurría entre múltiples peligros… Los muchachos desgarran la negra noche camino del este. El viento silba en las orejas, también pueden silbar las balas, y yo no estoy con ellos. Seguramente, ahora pasan al lado de Stare Sioo. A la cabeza camina Józef, dando zancadas largas y decididas. Entorna los ojos, aguza el oído y husmea el aire. Detrás se tambalea con flema el Lord, sacando el labio inferior. Después trota el Buldog con su cara de viernes. Más allá marcha el Mamut, encorvado, desmañado y taciturno. A continuación, camina dando saltitos Waka el Bolchevique; sonríe sin cesar, acaba de acordarse de una aventura erótica extraordinaria: «¡Lástima que no tenga a quien explicársela!» Después se arrastra el Rata cimbreando las caderas; lleva la mano derecha en el bolsillo y empuña la navaja. Detrás de él, Pietrek el Filósofo. Frunce el ceño, sin duda piensa en algo. Le sigue su compañero inseparable, Julek el Loco; camina ligero y alegre como si bailara. Más allá, se bambolea Isaac el Cónsul, el judío responsable de la mercancía; cargado de hombros, gira la cabeza sobre su cuello delgado para mirar a su alrededor con recelo; si hay algo que no le gusta es el bosque y andar a través de los matorrales; pero lo peor de todo es el agua: «De noche, ¡Dios sabe qué puede esconderse en ella!» Después, camina a paso ligero el Ruiseñor… que no deja de sonreír ni por un instante. Más allá, Bolek el Cometa con su bigote que flamea al viento; sueña con volver al pueblo y coger una buena cogorza. A la zaga se arrastra Felek el Pachorrudo. Por el camino da cabezadas como si continuamente saludara a alguien; de vez en cuando se da cuenta de que se ha quedado atrás y apresura el paso para dar alcance a sus compañeros. Y tiene tan buen olfato que siempre acaba dando con la cola del grupo. Husmea el rastro como un sabueso… Cuando atrapa a la cuadrilla y tropieza con el Cometa, éste refunfuña:

—¡Se arrastra como el hedor detrás de un batallón!

—¿Y si nos intercambiamos las chaquetas? —le dice el Pachorrudo—. Te daré un dólar por añadidura.

—¡Desaparece de mi vista, chiflado! —El Cometa lanza un escupitajo y prosigue su camino.

Estoy tumbado con los ojos entreabiertos y pienso en muchas cosas. En Saszka, en el acordeonista Antoni y en mujeres: Hela, Olesia Kaliszanka y Fela Weblin. Las comparo en mi imaginación, busco diferencias y semejanzas. De golpe, oigo la voz de Bombina:

—¡Córrete un poco hacia un lado!

Pasa por encima de mí. Se acerca a la mesa. Va en camisón. Exhibe un cuerpo precioso, rosado. Intencionadamente da vueltas por la habitación. Se encarama sobre el banco y coge algo de la repisa. Se pone de puntillas. Sé que lo hace a posta, sólo para provocarme. Y ella sabe que yo lo sé. Tengo ganas de saltar de la cama, agarrarla por la cintura… y mordisquearla o colmarla de besos… Ni yo mismo lo sé. Finalmente, apaga la luz y corre hacia la cama.

—¡Uf! ¡Qué frío!…

Se pega a mí con todo su cuerpo caliente y elástico. Ahora los muchachos deben de estar pasando cerca de Smolarnia. Avanzan en la oscuridad de la noche formando un largo séquito, y piensan, piensan, piensan. Cada uno de ellos carga con un montón de pensamientos. Nadie está donde está su cuerpo, sino por donde vuelan sus sueños.

Al cabo de dos días, cuando el grupo regresó, me daba vergüenza enfrentarme con los muchachos. Sabía que sería el hazmerreír de todos. Y no iba desencaminado. Cuando entré en el granero, me saludaron con unos gritos atronadores:

—¡Hurra!

—¿Se ha comportado la dulce Bombina?

—¡Nos debes una! ¿Ha merecido la pena?

Fingí estar indignado:

—Dejadme en paz, muchachos. Alguien podría pensar que…

—No digas bobadas… Lo sabemos todo… No nos engañarás…

—No tengo ninguna necesidad de engañaros. Simplemente, no hay nada que explicar. ¿Qué queréis? ¿Qué cuente patrañas como Waka?

Actué de tal modo que logré despistar a todo el mundo. Un poco más tarde, Waka el Bolchevique me preguntó en privado:

—Dime la verdad, Wadek. No se lo diré a nadie… ¡Que me muera si me voy de la lengua!…

—¿Qué quieres saber?

—Dime, ¿tiene buenas tetas?… Porque lo demás ya lo sé…, ¡se ve a la legua!

—¿Sabes? —le contesté—. Siempre creí que eras un poco tonto. ¡Pero ahora veo que eres un imbécil de remate!… Si quieres saber cómo tiene las tetas Bombina, pregúntaselo tú mismo. Con un poco de suerte te las enseñará o te lo dirá…

Cuando Bombina vino al granero a la hora de almorzar, saludó a los muchachos con la alegría de siempre. Todos nos observaban con atención. Pero ella gastaba bromas y coqueteaba. Y yo —como de costumbre— callaba. Los muchachos estaban sorprendidos. Despisté incluso a Józef. Más tarde, cuando fui con él a la casa para preparar las alforjas, me preguntó:

—¿Qué? ¿Cómo te ha ido con Bombina?

—Bien.

—Justifica el pecado, ¿verdad?

—¡Y cien pecados!

—Muy bien. Así la mujer será más tratable… ¿Has visto cuántos capazos llenos de manduca nos ha traído?