VI

Otoño. El oro cuelga de los árboles. El oro flota en el aire. El oro cruje bajo los pies. Un mar de oro por doquier. Y esta estación, cuando las noches sordas arrebujan la tierra para un largo sueño, también se llama «la temporada de oro».

La frontera hierve de animación. Cada noche, un cargamento tras otro cruza la raya. Los contrabandistas trabajan a destajo. Apenas les da tiempo de gastarse las ganancias en bebida. Casi no vemos la luz del sol, porque de día dormimos después de las largas noches de fatigas. He adelgazado y me he puesto moreno. Trofida también. Pero ahora me siento mucho más sano y fuerte que cuando aterricé en la frontera por primera vez. Ahora, hacer treinta kilómetros por los carrascales con una portadera pesada a hombros y de noche es pan comido. Ya he estado once veces al otro lado. Unas cuantas me han disparado… La primera vez que oí los silbidos de las balas que atravesaban el aire en la oscuridad, me alegré. Sabía que, por la noche, no es nada fácil dar en el blanco. Además, vivir o no, me daba igual. Cuando nos poníamos en camino en grupos de diez o más y nos adentrábamos en las tinieblas, tenía la sensación de caminar con el agua hasta el cuello. Como los navegantes, corríamos muchos peligros, pero los sorteábamos con maña y llegábamos sanos y salvos al puerto. Si en una noche sorda de otoño pudiéramos levantar el velo de la oscuridad de la frontera, veríamos en varios puntos grupos de contrabandistas que se dirigen hacia la raya… Van de tres en tres, de cinco en cinco o incluso en cuadrillas de diez o más. Los destacamentos grandes van guiados por los llamados «maquinistas» que conocen a la perfección la frontera y toda la zona adyacente. Los pequeños van, por regla general, a su aire. También hay mujeres que cruzan la frontera en pequeños grupos para comprar en Polonia, a cambio de dólares, plata y oro, mercancías que pueden revenderse en la Unión Soviética con un importante margen de beneficio. Hay también cuadrillas que van armadas, pero no son muy numerosas. Los contrabandistas no llevan armas. Y si alguien va empipado y ve que ha caído en manos de cualquiera que no sean los «palurdos» provistos de sus otrezy de cañón recortado —éstos son los que más canguelo les dan a los contrabandistas—, tira el arma cuanto más lejos mejor. Sólo van armados los Aliczuk, Saszka y unos cuantos más que saben muy bien por qué lo hacen. Si levantáramos el velo de la oscuridad, veríamos a los tiburones de la frontera, los campesinos que están al acecho con sus otrezy, carabinas, revólveres, hachas, horcas y garrotes, esperando una presa. A ratos, veríamos bandas de saboteadores formadas por unas decenas de hombres armados de revólveres, carabinas e incluso ametralladoras. Veríamos también a los skameechniki que pasan de contrabando a la Unión Soviética caballos robados en Polonia, y a Polonia caballos robados en la Unión Soviética. Finalmente, veríamos una figura extraordinaria…, un hombre que atraviesa la zona y cruza la frontera solo… A menudo escoge los caminos más peligrosos. Avanza con los revólveres en las manos, las granadas bajo el faldón del abrigo y el estilete en el cinturón. Es un espía… Viejo, aguerrido, milagrosamente ha salido indemne de miles de trifulcas. Porfiado como un demonio, ¡él es el intrépido corsario de la frontera!… Todos le tienen miedo: los contrabandistas, la guardia, los agentes de todos los servicios de espionaje y contraespionaje, y los campesinos… ¡Atrapar a un contrabandista es un golpe de suerte como hay pocos! ¡Pero tropezar con un diablo de aquéllos es lo más terrible que le puede pasar a uno!… Veríamos también muchas otras cosas interesantes… Os explicaré algunas…

Desde hacía algún tiempo me había hecho muy amigo de Pietrek el Filósofo. Era un joven de diecinueve años. Tenía unos ojos extraños: vigilantes y serios. No lo había visto nunca beber vodka ni bajar al pueblo para armar jarana con otros muchachos. Es cierto que, de vez en cuando, también echaba un trago, pero sólo para entrar en calor o para ponerse a tono, y nunca por placer. No gastaba bromas. Estaba casi siempre callado, sin meter baza en las conversaciones generales. Cuando le preguntaban algo, contestaba con todo lujo de detalles y muy concienzudamente. Noté que hasta cuando salíamos a hacer la ruta, cogía un libro, que leía siempre que tenía un rato libre. Estaba a partir un piñón con Julek el Loco, y a menudo mantenían largas conversaciones. Corría la voz de que Pietrek tenía educación y que se había instalado en la frontera en el año 1920 cuando, en plena ofensiva bolchevique contra Varsovia, había perdido a sus padres. Vivía con Julek el Loco en la casa de un inmigrante, Muaski, que reparaba relojes muy bien por cuatro chavos, y a quien todo el mundo tenía por mochales.

Ahora explicaré con más profusión de datos cómo se inició mi amistad con Pietrek el Filósofo. Ya he mencionado que Józef Trofida me había mostrado en el cielo las siete estrellas que me habían ayudado a encontrar el camino a través de la frontera en varias ocasiones. Les cogí mucho afecto y, siempre que el cielo estaba despejado, las miraba tan contento como si mirara a los ojos a mi mejor compañero. En cambio, cuando el cielo estaba encapotado, me sentía triste. Una noche bella y silenciosa, cuando el cielo centelleaba de estrellas, me dirigí a Waka el Bolchevique, que descansaba a mi lado. Le señalé, una tras una, aquellas siete estrellas. Cuando por fin entendió de cuáles se trataba, me preguntó:

—Está bien, las veo… ¿Y qué?

—¿Qué te recuerdan?

El Bolchevique calló durante un largo rato, contemplando el cielo con los ojos entornados. Después hinchó los labios y dijo:

—Una oca… Una oca gorda con un cuello largo… Aquello me ofendió. De repente, me di cuenta de que el Bolchevique tenía las orejas separadas y feas, una nariz larga y amoratada, unos labios gruesos, y de que era… estúpido. Me dio asco. No hablé nunca más con él. Otro día, le hice la misma pregunta a Felek el Pachorrudo. Tardó una eternidad en entender de qué estrellas le hablaba y, cuando finalmente cayó en la cuenta, dijo:

—Las veo… Sí… ¡Aquella cazuela!

Me puse furioso. Sólo pensaba en cazuelas llenas de pitanza. Por otra parte, ¡qué sentido tenía andar preguntando por las estrellas a gente que nunca miraba el cielo y no veía más allá del vodka y la manduca! Durante largo tiempo tuve ganas de preguntarle por aquellas estrellas a Pietrek el Filósofo que, con su aspecto y su seriedad, me causaba una gran impresión. Una vez se me presentó una buena oportunidad de hacerlo, de modo que le planteé la misma pregunta. Pietrek me comprendió al vuelo y contestó:

—Estas estrellas tienen un nombre colectivo. Forman una constelación que se llama Carro.

—¿Carro? —repetí con alegría.

—Sí. Tienen también otro nombre, en latín: Ursa Maior.

—No sé qué quiere decir eso.

—Quiere decir: Osa Mayor… y éste es el nombre exacto de la constelación.

¡Osa Mayor! ¿Cómo es que los sabios le habían puesto un nombre tan precioso?… ¡Osa Mayor! —repetía para mis adentros, maravillado.

—¿Le interesan las estrellas? —me preguntó Pietrek—. Le puedo prestar una cosmografía. Allí podrá encontrar mucha información interesante sobre ellas.

—No… Gracias, no es necesario —le contesté—. Sólo me intrigan estas estrellas en concreto.

A partir de entonces, me hice amigo de Pietrek el Filósofo y de su inseparable compañero, Julek el Loco.