V

Al día siguiente, después de desayunar, fui a casa de Saszka. Lo encontré tumbado en el sofá. Llevaba el pie vendado.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—Bien. Ha venido el practicante y me ha curado el pie. Dentro de unos días podré caminar.

—¡Soberbio!

—¿Entonces qué? ¿Qué piensas hacer con la mercancía?

—Haz con ella lo que te parezca. Józef ha dicho que tú la sabrás vender mejor. Pero no quiero darte trabajo.

—¡Qué trabajo ni qué niño muerto!… La haré correr con la mía. Esperaré una semana… ¿O es que necesitas cuartos ahora mismo?

—Tengo un poco de guita ahorrada… Para mis necesidades, de sobra.

—¡Muy bien!

Fela entró en el cuarto. Llevaba un vestido muy bonito de color azul marino y unos zapatos de charol. La saludé. Me di cuenta de que tenía los ojos verdes. Se puso a ordenar la habitación. Yo miraba con placer sus movimientos ágiles. Me observó con el rabillo del ojo un par de veces.

Al cabo de un rato, Saszka se dirigió a su hermana:

—¿Vas a misa?

—Claro que sí.

—¿Sola?

—¿Y con quién, si no?

—Mi colega te acompañará. ¿Quieres ir con Fela? —me preguntó.

Me dio un poco de vergüenza, pero me precipité a decir:

—Sí. ¡Con mucho gusto!

Al cabo de un rato, Fela y yo salimos de la casa. Hacía un día espléndido. Mucha gente, la mayoría joven, desfilaba por las calles en dirección a la iglesia. Yo no sabía qué decirle a Fela, o sea que caminábamos en silencio. Al acercarnos a la iglesia, nos cruzamos con mucha gente endomingada. Casi todo el mundo saludaba a mi acompañante:

—¡A sus pies, señorita Fela!

—¡Buenos días, señorita Fela!

Ella contestaba haciendo una inclinación indiferente con la cabeza. En las inmediaciones de la iglesia vi un grupo de cinco hombres de entre veinticinco y treinta y cinco años. Uno de ellos era Alfred Aliczuk, a quien había visto con Hela en el huerto de Trofida. No me costó nada adivinar que eran los cinco hermanos Aliczuk. Vestían con una elegancia pequeñoburguesa y pretenciosa: zapatos o botines de charol, trajes de colores vivos, corbatas chillonas, gorras de visera, sombreros. Y todos llevaban una fusta en la mano.

Cuando Alfred Aliczuk me vio en compañía de la hermana de Saszka, avanzó unos pasos con una expresión agresiva y maliciosa en la cara. Apenas nos acercamos un poco más, la endulzó con una sonrisa viscosa y artificial. Nos saludó —al igual que aquel día a Hela— haciendo un gesto simultáneo con el sombrero, la fusta y la cabeza.

—¡Mis respetos, señorita Fela!

Fela inclinó la cabeza y le dijo en un tono afable:

—¡Buenos días, señor Aliczuk!

Después, se dirigió a mí:

—Seguiré sola. Puede esperarme aquí si lo desea y si dispone de tiempo. ¡Y si no, hasta otra!

—Esperaré.

Entró en la iglesia, y yo me puse a pasear por los alrededores. En los peldaños de la iglesia se situaron grupos pintorescos de muchachos y muchachas vestidos de mil colores. Los mozos, ahuecados como pavos, desfilaban delante del atrio en grupos de tres o cuatro, o bien solos, aparentando no hacerles el menor caso a las muchachas, aunque a escondidas les lanzaban ojeadas. Alguien me tiró de la manga. Era el Lord. Me apretó la mano.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó.

—Estoy esperando a Fela Weblin.

—¡Oh! ¿O sea que os conocéis?

—Sí.

—¡Vaya, vaya!… ¡Una moza estupenda!

Después, indicó con un gesto de la cabeza a las muchachas amontonadas sobre los peldaños de la iglesia, y dijo:

—¡Hay mujeres a espuertas! ¡De todas las medidas y todos los colores! ¡Las hay para todos los gustos! ¡Para dar y tomar!

Y se alejó, pellizcando su pequeño bigote inglés.

Empecé a vagar por el patio, lanzando miradas hacia la puerta de la iglesia cada dos por tres para ver si Fela ya salía. De golpe, me encontré cerca del grupo que formaban los hermanos Aliczuk. Alfred me cortó el paso y, frunciendo sus cejas estrechas, me miró fijamente. Yo quería apartarlo de mi camino y seguir adelante, pero él dijo:

—¿Eres tú quien ha acompañado a Fela?

—Sí… Pero no es asunto tuyo.

—Entonces, lárgate.

—¿Se puede saber por qué?

—La acompañaré yo.

—Será si ella quiere.

Aliczuk inclinó sobre mí su cara encendida y me contestó con voz sibilante:

—¡No cacarees, mocoso, porque te voy a cortar las alas!… ¡Zopenco!

—¿Por qué no lo intentas?

Retrocedí un paso. Los hermanos Aliczuk sacaron las manos de los bolsillos. En aquel mismo instante, uno de ellos, empujado con fuerza hacia un lado, perdió el equilibrio, y el Rata se plantó delante de Alfred. Arrimó su cara a la de él y, entornando los ojos, le lanzó un silbido retador directamente en las narices. Alfred se echó atrás con los puños apretados. Y el Rata dijo con sorna, mascullando las palabras:

—¡Tú, chulo!… ¿Por qué no miras por donde pisas?

—¡Una verdad como un templo! —se oyó la voz del Lord, que se acercaba.

—¡Miradlo, al valiente! —dijo con ironía el Rata, señalando con la cabeza a Aliczuk.

—¡Muy valiente: dos contra uno! Pero viene un grandote y nos damos el bote, ¿verdad? —metió baza el Lord. Y, al cabo de un instante, añadió—: ¡Cuidado, Rata, que no te pongan el ojo a la funerala! ¡Míralos! ¿Has visto alguna vez a cinco perdonavidas iguales?

—Por mí, ¡que se vayan a tomar por donde la gallina pone el huevo! ¡Los cinco! ¡Se les va la fuerza por el pico!

—¡Ay, no digas esas cosas! ¡Nuestro amigo Aliczuk es tan valiente como hermoso es un cerdo! ¡Se ve a la legua que es un matón capaz de grandes hazañas!

—Sí, de lamer a las vacas bajo la cola.

A nuestro alrededor, empezaron a congregarse curiosos. Se oyeron risillas. Los Aliczuk salieron del recinto a la calle. Les daba miedo prolongar la reyerta, porque sabían que el Rata no tenía ninguna intención de luchar a puñetazos, sino que echaría mano de su navaja. Y, con los puños en los bolsillos, balanceando las caderas, daba vueltas como un moscardón.

El Lord se paseaba conmigo.

—Tienes que andarte con cuidado con los Aliczuk. Y, en particular, con Alfred. ¡Mala gente!… Va detrás de Fela. Quiere asustarte… ¡Cómprate un buen churi, porque Dios sabe qué más puede pasar!

Al día siguiente, haciendo caso al consejo del Lord, me compré un gran cuchillo de muelle. Józef me lo afiló como una navaja barbera, tan bien que me podía afeitar el vello del brazo.

Cuando Fela salió de la iglesia, el Lord y yo la acompañamos a su casa. Nos invitó a pasar. Saszka estaba solo y, por lo visto, se aburría. Nos propuso que jugáramos al mil, a cinco rublos la partida. Jugamos a los naipes hasta el anochecer. Después, me despedí y abandoné la casa en compañía del Lord. Fela no salió de su habitación ni siquiera para decirnos adiós. Cuando abandonamos la casa de Saszka, empezó a llover y se desencadenó el viento.

—¡Diantres, vaya tiempo! —dijo el Lord.

—Sí… ¡Hace un tiempo de perros!

Poco a poco, nos abríamos paso a través del callejón estrecho. Los pies se me hundían en el barro. El Lord se detuvo y me preguntó:

—¿Por qué no vamos a casa de las Kaliszanki?

—¿Quiénes son ésas?

—Chicas de vida alegre. ¡Se ganan el cocido con las piernas!… Está muy cerca de aquí. ¡Ven!

Una vez en las afueras del pueblo, nos acercamos a una casita a cuatro vientos. El Lord llamó a la contraventana. Desde dentro nos llegó una voz alegre.

—¿Quién va?

—Soy yo. Su excelencia el conde Bolesaw, con un amigo.

—¡Ajá! ¡Ya voy!

Al cabo de un momento, entramos en una sala espaciosa. Estaba bastante limpia. De las paredes colgaba una porrada de cuadros y grabados. En un rincón, había una gran mesa cubierta con un hule azul.

—¡Aquí tenemos a Franka! ¡Viva! —exclamó el Lord. Agarró a la muchacha por la cintura, la levantó del suelo y cruzó la sala serpenteando, mientras ella pataleaba.

—¡Suéltame, tarambana, o te arrearé un soplamocos! —gritó.

Detrás de la mesa, vi a Bolek el Cometa. El Lord también lo vio, abrió los brazos y se dirigió a mí, diciendo:

—¡Ojo, Wadek! ¡Que estamos en el cielo! —Señaló con la mano a una mujer corpulenta y dijo—: ¡El sol! —Después, mientras me mostraba una tras otra a las tres chicas que estaban en la sala, añadió—: ¡Las estrellas! —Finalmente, apuntó el dedo hacia el contrabandista, diciendo—: ¡Y éste es un cometa!

Zuzia Kaliszanka, el ama de aquella casa, nos preparó la cena. Puso sobre la mesa un cuenco lleno de patatas hervidas que humeaba hasta el techo, y un gran puchero de leche cuajada.

—Leche cuajada con patatas, ¡qué delicia! —exclamó el Lord, besuqueándose las yemas de los dedos—. ¿Qué dices a todo esto, Cometa?

—Ujum… —hizo el contrabandista, que ya estaba borracho.

—¡Zuzia, cielo! —se dirigió el Lord al ama—. ¿No habría por aquí unas gotitas de vodka?

—¡Espérate sentado! —exclamó la mujer—. ¡Para que después me arméis un sarao!

—¡¿Acaso no nos conoces, mujer?! —dijo el Lord con una voz meliflua.

—Precisamente porque os conozco, no os serviré nada.

Pero Zuzia no se hizo rogar y pronto trajo una botella de vodka. El Cometa se despabiló y recuperó el don de la palabra.

—¿Sabéis qué os digo, muchachos? ¡Que en el mundo no hay orden! —dijo con voz ronca—. Todos se han metido Dios sabe dónde. No tengo con quien tomar una copita ni divertirme. ¡Ni siquiera ha venido Antoni!

—Ni falta que hace. ¡Con esta compañía tan grata —el Lord hizo un guiño a las mujeres—, aunque no haya música, no nos vamos a aburrir!

Ya hacía más de diez años que Zuzanna Kaliszanka se dedicaba profesionalmente al comercio del amor. Sus tres hijas también habían ido por el mismo camino. Al mirar a aquellas cuatro mujeres, tuve una sensación extraña. No podía creer que fueran familia. La pequeña, Olesia, era rubia y regordeta. La mediana, Franka, tenía el pelo rojo y era casi tan alta y corpulenta como su madre. Porque su madre era una morenaza de buena planta y metida en carnes. A pesar de tener sus años, Zuzia todavía se conservaba razonablemente bien y trabajaba tanto como sus hijas. Con algunos clientes fijos tenía incluso más éxito que ellas, porque era una gran maestra en las artes amatorias. Aquella noche en casa de las Kaliszanka la pasé con Olesia. Me gustaba mucho. Tenía un cierto parecido a Hela, la hermana de Trofida.

Bolek el Cometa se esfumó en cuanto acabamos con el vodka.

—¡Es una esponja! —dijo el Lord—. Es capaz de remover cielo y tierra en busca de bebercio.