A Saszka Weblin, el rey de la frontera y de los contrabandistas, lo vi por primera vez en circunstancias extraordinarias. Lo encontré en su reino: la frontera.
Yo iba a matutear con el grupo de Trofida por cuarta vez. Habíamos cruzado la frontera cerca de Olszynka. La noche era oscura. La zona sur del cielo estaba atiborrada de nubes. Un viento del este nos azotaba los ojos y dificultaba la marcha.
Iba justo detrás de Józef. Antes de salir de nuestro escondrijo de la zona fronteriza donde guardábamos las portaderas, nos habíamos echado media botella de vodka al coleto cada uno. Sentía un calorcillo y estaba alegre. Me había acostumbrado a aquel trabajo, que empezaba a gustarme. Me seducían los caminos lejanos. Me atraía el aire de misterio que envolvía nuestras marchas. Me gustaba la ligera excitación que produce el peligro. Me gustaban los descansos en medio del bosque y las estancias en los escondrijos. Me gustaban mis compañeros y las fiestas bulliciosas y primitivas que celebrábamos juntos.
Hacía unos días, me había comprado un traje nuevo. Ahora tenía en propiedad una linterna y un reloj. Y antes de emprender el camino, me metía en el bolsillo una o dos botellas de espíritu de vino. Ya era un contrabandista profesional. Caminando detrás de Józef, meditaba. Ahora, seguirle no me resultaba nada difícil. Y también me había acostumbrado a llevar a cuestas las portaderas que pesaban como un muerto. Al mismo tiempo, estaba pendiente del terreno, aguzaba los oídos y miraba hacia los lados, porque la delantera y las espaldas las tenía bien protegidas.
A unas decenas de pasos de la frontera nos adentramos en unos matorrales. Enfrente, percibí un murmullo de agua. Trofida caminaba muy lentamente y se detenía a menudo. Nunca lo había visto tomar tantas precauciones como entonces. En un lugar se detuvo y permaneció inmóvil durante un buen rato. Empecé a coger frío… Trofida siguió adelante. El fragor del agua iba creciendo. De improviso, Józef retrocedió. Se me acercó. Me agarró del brazo y me obligó a ponerme en cuclillas entre los matorrales… Con toda claridad, oí un chapoteo delante de mí y, en aquel mismo instante, un disparo de carabina y una voz atemorizada, casi un bramido, rompieron el silencio de la noche:
—¡Altoooo!…
Al mismo tiempo, se oyeron algunos disparos de revólver. Después, tronaron las carabinas. A mi espalda, retumbaron las pisadas de gente que huía. La tierra resonaba. Los matorrales chasqueaban. Seguíamos oyendo los gritos:
—¡Alto!… ¡Alto!… ¡Alto!…
Todo se arremolinó alrededor de mí. Me costaba entender qué era lo que ocurría. Trofida se levantó y, arrastrándome por el brazo, se apartó precipitadamente de la vereda. Después se echó a correr hacia adelante. Me lancé en pos de él. Noté que avanzábamos hundidos en el agua, que me llegaba más arriba de las rodillas. Hice lo imposible para no perder de vista a mi compañero. Alcanzamos la margen fangosa y poblada de mimbreras de un arroyuelo. Salimos del agua. En aquel momento, sucedió algo extraño. Justo delante de mí, restalló un disparo y sentí que alguien se me caía encima. La embestida fue inesperada y tan fuerte que me desplomé en el suelo, rodé por el ribazo y acabé en el agua. La pesada portadera me aplastó. Alguien corría salpicando por el cauce del arroyuelo. Se oía por doquier el eco de los disparos y de voces excitadas. Parapetado detrás de la margen escarpada del arroyuelo, me senté en medio del limo pegajoso. Al cabo de unos minutos, se hizo el silencio. Los gritos y los disparos se alejaron hacia la izquierda. Entonces, salí poco a poco del agua, sin hacer el menor ruido tomé la dirección contraria para alejarme de la frontera. Me adentré en un bosque. A cada paso, árboles, matorrales y montones de leña me obstruían el camino. Como no conocía el terreno, tenía miedo de caer en manos de los sorches. En algún lugar, me senté sobre un tronco de pino que yacía en la tierra y me tomé un buen descanso. Después, proseguí a ciegas, haciendo todo lo posible para mantener un rumbo fijo. Tenía la esperanza de que, así, lograría salir del bosque. Tras una larga caminata, me detuve en las lindes del bosque, en una espesura de arbustos. Recordaba que, mientras cruzábamos la frontera, el viento me daba en la cara. Es decir, soplaba del este. Deduje que, si caminaba en la dirección del viento, volvería a cruzar la frontera. Sin embargo, al pensármelo bien, ya no estaba tan seguro de mis cálculos, porque el viento podía haber cambiado de rumbo. Me sumí en la desesperación. Me sentía del todo desamparado, perdido en un océano de tinieblas donde, a cada paso, me amenazaban peligros desconocidos. ¡Por todas partes, acechaban enemigos crueles, buscando mi perdición! Si Józef estuviera conmigo, me sacaría de allí en un abrir y cerrar de ojos. Pero ¿dónde estaba? Tal vez me estuviera buscando en vano. De repente, recordé lo que me había dicho de las estrellas la primera vez que regresábamos de la frontera. Corrí hacia adelante para alejarme lo más posible del bosque. Me detuve en campo abierto y barrí con la mirada el cielo. La mitad estaba tapada por las nubes, pero en la otra mitad vi la constelación que llaman Carro, o bien (como supe después a través de Pietrek el Filósofo) Osa Mayor. Las siete grandes estrellas lucían sobre el fondo oscuro del cielo y yo las contemplaba conteniendo la respiración y con el pecho rebosante de alegría. Recordé las palabras de Józef: «Si algún día se nos echan encima y dispersan la cuadrilla, tienes que cuidar de tener estas estrellas siempre a tu derecha… ¡Vayas hacia donde vayas, siempre acabarás dando con la frontera!»
Me situé para tener las estrellas a mano derecha y noté que el viento me soplaba en la nuca. ¡Sí, aquélla era sin duda la dirección oeste! Me puse en marcha. Como no sabía dónde me encontraba, caminaba poco a poco para no hacer ruido y no cansarme más de la cuenta. Dejé atrás campos de cultivo, prados y colinas… Crucé un arroyo, pero seguía sin saber dónde me hallaba. Tal vez todavía en la Unión Soviética, tal vez en Polonia. Decidí ir lo más lejos posible. Prefería mil veces caer en manos de los guardias fronterizos de Polonia, donde el contrabando —y en particular si era la primera vez— se trataba con más indulgencia que en la Unión Soviética, donde se imponían penas muy severas. Avanzaba a oscuras, poco a poco, paso a paso, sin hacer el menor ruido. De vez en cuando, me detenía para aguzar los oídos. Intentaba penetrar a fondo con la mirada las tinieblas que me rodeaban.
Llegué al pie de un montículo. Me encaramé a la cima. Recordé el relato de Józef sobre el capitán y el fantasma. «¡Pero si es la Tumba del Capitán!», pensé. Comprendí que ya estaba en Polonia. Ahora no me resultaría difícil encontrar el camino del pueblo. Me senté, apoyando la portadera contra una ladera del túmulo y eché una larga mirada hacia el noreste…, allí donde la magnífica Osa Mayor, desparramada por el cielo, lucía sus mil colores fabulosos. Aún no sabía su nombre, pero ya la amaba mucho. Sencillamente, no podía apartar los ojos de aquellas estrellas. Mientras permanecía así sentado contemplándolas, oí un rumor al pie del túmulo. Me levanté y estreché las correas de la portadera, presto a huir en cualquier momento. El rumor continuaba. Bajé silenciosamente y me tendí en un hoyo que encontré al pie del túmulo. Al cabo de un rato, distinguí una silueta que se arrastraba lentamente. Era un hombre.
«¡Seguro que no es un sorche, sino un contrabandista!», pensé. «Los sorches llevan capotes de color caqui que, de noche, brillan más que la cara… Y, además… ¿a santo de qué tendría que arrastrarse por el suelo tan lejos de la frontera?… ¿Tal vez sea uno de los nuestros?»
El hombre que reptaba se sentó. Vi su silueta negra y encogida. Unos instantes más tarde, vislumbré en su espalda el rectángulo gris de una portadera. Oí un ligero gemido y algo como una imprecación ahogada: «¿Y si fuera Józef?» Ya no vacilé más y exclamé:
—Józef, ¿eres tú?
La silueta oscura dio un brinco. Hubo unos segundos de silencio y después me llegó un hilo de voz:
—¿Quién va?… ¡Acércate!… ¡Oh, diantre!
Me aproximé al hombre sentado en la hierba. Me incliné. El desconocido me preguntó:
—¿Quién eres?
—¿Yo?… Wadek… Un compañero de Józef Trofida.
—¿De dónde vienes?… ¿De los rojos?
—No… Hacíamos una ruta con la mercancía… Nos guiaba Trofida… Los sorches nos han dado un buen meneo en Olszynka.
Oí su voz llena de sorpresa:
—¡Aha!… ¡Así que erais vosotros!
—¡Vámonos de aquí! —le dije al contrabandista.
—¡No puedo moverme, maldita sea! Me he descoyuntado el pie.
—Yo te ayudaré.
—De acuerdo. Coge mi portadera.
Se zafó de las correas de la portadera y la dejó caer sobre la hierba. Se quedo callado durante unos instantes, pero después dijo:
—Coge la portadera y déjala encima del montículo… ¿Entiendes? La tuya también… Si no, ¡ni soñarlo! Después, mandaré a alguien a por ellas… ¡Confía en mí!
Me encaramé a la cima del túmulo y dejé allí ambas portaderas. Después, volví junto al contrabandista.
—¿Te ves llevándome a cuestas hasta el pueblo? —me preguntó con voz ronca.
—¿Por qué no? Podemos hacer descansos.
Me lo subí a hombros y, poco a poco, me dirigí a campo traviesa hacia Raków. De vez en cuando, el contrabandista me indicaba el camino: «¡A la derecha!… ¡A la izquierda!…» Y, de este modo, fui abriéndome paso a través de las tinieblas de la noche. A ratos, el contrabandista resoplaba de dolor, especialmente cuando yo tropezaba o lo zarandeaba para acomodarlo mejor sobre mis espaldas. El viaje se me hizo eterno. Estaba muy cansado. Finalmente, entré en un callejón y, a continuación, en el patio de una casa. Una vez allí, lo dejé en el suelo al lado de una ventana. Golpeé ligeramente el cristal con los nudillos de los dedos. Enseguida, se oyó una voz femenina que rezongaba:
—¿Quién llama?
—¡Abre, Fela! ¡Muévete!
—Ahora voy… ¡Qué son esas prisas!
Entramos en la casa. El cuarto era espacioso y pulcro, con una zona separada del resto por un largo tabique. A mano derecha, había dos puertas: la de la cocina y la de la habitación que hacía esquina. Fela, la hermana de Saszka Weblin, encendió la luz y tapó las ventanas sin dejar ni un resquicio. Cuando la vi a la luz de la lámpara, me quedé de una pieza, incapaz de quitarle los ojos de encima. Era una mujer alta y esbelta de veintiocho años. Una mata de pelo negro le caía sobre los hombros. Iba medio desnuda: sólo se había puesto una falda y calzaba zapatillas, pero mi presencia no la turbaba en absoluto. Se ajetreaba ordenando la casa. Tenía un rostro cautivador: alargado, de una palidez mate, de facciones clásicas y expresión altanera; lo adornaban unos ojos grandes y elocuentes, unas cejas oscuras y unos labios primorosamente dibujados. Pero lo que más llamó mi atención fueron sus brazos desnudos y su cuello largo y delgado. Nunca había visto a una mujer tan guapa. Tuve esta sensación y así pensaba por aquel entonces. En efecto, Fela Weblin era la muchacha más bonita del pueblo. Todos los mozos de la comarca se volvían tarumbas por ella. Pero pronto les paraba los pies con sus burlas y con una mirada escarnecedora de sus magníficos ojos verdes, donde se escondía una fuerza extraordinaria que atraía y… repelía al mismo tiempo… ¡Todos se perdían en ellos como en un abismo!
Fela me ayudó a acostar a Saszka en el sofá y empezó a cortarle la bota del pie derecho con unas tijeras. Me incliné a su lado y seguía los movimientos de sus brazos rollizos y rotundos que derrochaban el encanto extraordinario de la desnudez. De repente, interrumpió su trabajo; se dio cuenta de mi mirada voraz y casi me gritó:
—¿Qué miras? ¡Ayúdame!… ¡Diablos! ¡Siempre problemas y más problemas!… ¡A una le vienen ganas de ahorcarse!
—¡Tú! ¡Cierra el pico! —le dijo Saszka con un resplandor malévolo en los ojos—. ¡Si no, te lo cerraré yo!
Fela arrojó las tijeras sobre el sofá y se fue a la habitación de la esquina. Al cabo de un rato, volvió abrochándose el escote de la blusa. Tenía el rostro mudado. Sus ojos echaban chispas gélidas. Apretaba los labios con todas sus fuerzas. Una vez le hubimos quitado la bota del pie dislocado, Saszka, que se había hecho sangre a fuerza de morderse los labios de dolor, le dijo a su hermana:
—¡De prisa! ¡Corre a buscar al Resina! ¡Lo quiero aquí ahora mismo! Y si no lo encuentras en casa, vete a buscar al Mamut. Pero marchando, ¿eh?… ¡Ya no tendrías que estar aquí!
Fela se puso el abrigo y se cubrió la cabeza con un pañuelo grande y caliente sin dejar de refunfuñar por lo bajo. Al salir de casa, dio un portazo.
—¡Es una mala pécora, maldita sea! —espetó Saszka, y empezó a examinarse el pie, que estaba descoyuntado a la altura del tobillo y se había hinchado mucho.
Saszka Weblin era el contrabandista más renombrado de toda la zona fronteriza, desde Radoszkowice hasta Stopce. Era un guía magnífico, porque conocía palmo a palmo tanto la frontera como el terreno adyacente por ambos lados, pero los mercaderes y la mayor parte de los contrabandistas le tenían miedo. Tenían miedo de su temeridad casi suicida que lo empujaba a cometer actos insólitos e incluso alocados. En el pueblo y en toda la zona de la frontera, tenía muchos enemigos que, por mucho que odiaran a aquel rey de los contrabandistas, lo admiraban y lo respetaban. Contaba también con unos cuantos amigos fieles, que le habían cogido cariño por su coraje, su largueza, su prodigalidad y su «fantasía». Su adlátere más cercano era el Resina, el hombre más fuerte de aquellos andurriales. Era el extremo opuesto de Saszka, y yo a menudo me preguntaba qué podía unir a aquellos dos hombres de caracteres tan incompatibles. Saszka tenía treinta y cinco años. Era alto y delgado. Caminaba ligeramente encorvado. Tenía unos ojos grises, siempre entornados, que escondían en su fondo cosas tan extrañas que más valía no fijarse en ellos. Era amante de las bromas y se reía a menudo, pero lo hacía sólo mediante contracciones de la cara… Sus ojos siempre eran fríos. Y su sonrisa parecía una mueca. De vez en cuando, Saszka ganaba mucho dinero. Pero lo despilfarraba con tanto entusiasmo que muy pronto volvía a quedarse sin blanca. ¡Nadie jugaba como él a los naipes! ¡Nadie derrochaba tanto dinero en mujeres! ¡Nadie gastaba tanto en bebida!
Cuando nos quedamos a solas, Saszka calló durante un buen rato contemplándose el pie hinchado, y después me dijo:
—¡Quien se pone a jugar tan pronto puede perder como ganar!
—Sí —asentí.
—¿O sea que era Józef a quien dieron leña en Olszynka?
—Exacto.
—¿Cuántos erais? ¿Diez?
—Once.
Meneó la cabeza.
—¡Vaya, vaya!… A ver si vuelven todos… Los sorches disparaban a diestra y siniestra…
—Y alguien les disparó a ellos.
Levantó los ojos y me miró.
—¿Me dices que alguien descargó la pipa?
—Sí.
—Bien hecho… ¡Últimamente, se habían insolentado!… Un tris y se hubieran olvidado de que la frontera es la frontera, y allí es donde curramos nosotros… Hubieran acabado cazándonos como a liebres…
Yo no lo acababa de entender.
Pronto regresó Fela y, en pos de ella, entró un hombre fornido de unos treinta años. Un traje negro escondía su corpulencia, pero dejaba adivinar unos músculos de acero trenzado. Era un contrabandista famoso, el Resina, capaz de llevar al otro lado de la frontera hasta tres portaderas a un tiempo. El Mamut también era muy fuerte, pero algo torpe, mientras que el Resina, aunque de complexión maciza, era muy ágil. Un día me contaron de él la siguiente historia.
El Resina, completamente borracho, se apostó con Jurlin, el maquinista de los contrabandistas, un hombre bastante acaudalado, a que trajinaría a hombros el caballo de éste desde la calle Wileska hasta la casa de su madre, en la calle Miska. Si lograba acarrearlo hasta allí, se lo quedaría, si no, le pagaría cincuenta rublos en oro a Jurlin. Al caballo le amarraron las patas delanteras y las traseras. El Resina se metió debajo y lo levantó. Ligeramente encorvado, aferrándose a las sogas que ataban al caballo, caminaba poco a poco calle abajo. Había recorrido la mitad del trayecto acordado y había llegado a la plaza mayor, cuando de repente el caballo dio un respingo y ambos se desplomaron en el suelo. El Resina perdió la apuesta, pero bien podía haberla ganado. Romper herraduras y rublos de plata era para él pan comido.
Ahora tenía delante de mí precisamente a aquel hombre. Desde una cara afable me miraban con alegría y benevolencia unos ojos menudos, parecidos a los de un niño. Arqueaba unas cejas anchas y pobladas. Tenía una sonrisa muy bonita. Cuando esta sonrisa afloraba en su rostro, era difícil no corresponderle. Noté que le costaba mucho expresar sus pensamientos y me recordó al Mamut, que prácticamente no hablaba y se hacía entender por señas.
El Resina se acercó al sofá donde yacía Saszka y, visiblemente preocupado, le preguntó casi con un hilo de voz:
—¡Y pues!… ¿Qué?… ¿Eh?
—Nada… Me he descoyuntado el pie… Me ha tocado la china… Intentaba darme el bote… En Olszynka, me cayeron encima los bofias… ¡Se armó la de Dios es Cristo! Mientras me las piraba, me caí de hocicos por culpa de un maldito tronco… Éste me ha traído a casa… Si no hubiera sido por él, no sé cómo me las habría apañado.
Saszka me señaló con un gesto de cabeza. Al Resina se le encendieron los ojos de alegría, me estrujó el codo hasta hacerme daño y meneó la cabeza en un gesto de aprobación.
—¡Ole!… ¡Así me gusta!
Después Saszka le dijo al Resina:
—Ve a buscar las portaderas… Hay dos: la suya y la mía… Tienes que ir hasta la Tumba del Capitán; están allí, en el suelo, a la vista… Y las cargas hasta aquí, ¿entendido?
—Hecho… Voy pa’allá…
El Resina se levantó de la silla de un salto y se dirigió hacia la puerta.
—Llévate la fusca —dijo Saszka—. Nunca se sabe. Allí siempre puedes tropezar con alguien.
El Resina se detuvo por un instante en el umbral vacilando, pero finalmente hizo un gesto de indiferencia con la mano, mostró los dientes en una sonrisa, y dijo:
—No tropezaré con nadie.
Al cabo de una hora el Resina ya estaba de vuelta con las dos portaderas. Las trajinaba sin ningún esfuerzo. Tenía la cara sudada, porque había caminado muy de prisa. Dejó las portaderas en el umbral y se sentó con cuidado en el borde del sofá, al lado de Saszka. Fela no estaba en la habitación. Cuando el Resina había venido por primera vez, Saszka la había mandado a la cama. El Resina me miró fijamente durante un rato y después me preguntó:
—¿Con quién vas?
—Con Józef Trofida de Sobódka —le contestó por mí Saszka—. Este chaval es una joya.
—¡Eso mismo! —le dijo el Resina a Saszka y me dio una palmada en la rodilla.
—¡Prepara algo para meternos entre pecho y espalda! —le dijo Saszka al Resina—. El vodka, el pan y la longaniza están en la alacena; sobre la repisa hay un cuenco con pepinos… Lo del pie puede esperar hasta mañana por la mañana. Fela llamará al practicante… Aguantaré… Ya no me duele tanto…
El Resina puso los vasos y los platos sobre la mesa y, después, arrimamos el sofá. Entre los tres, vaciamos cuatro botellas de vodka. Más tarde, Saszka me preguntó:
—¿Qué piensas hacer con la portadera?
—Devolvérsela a Józef… La mercancía no es mía…
—¡Ahora es tuya! —insistió Saszka—. Y sin ninguna changa. ¡Tendrías que ser un imbécil para devolvérsela!… ¡Has tenido un golpe de suerte! ¿Comprendes? ¡El judío no se quedará con el culo a rastras por una birria como ésta!… ¡Se resarcirá en un plisplás! ¡Basta con que amañes un poco la historia!… ¿De acuerdo?
—Se lo preguntaré a Józef.
—Bueno. Pregúntaselo. Por ahora, puedes dejar la portadera aquí. La haré pasar al otro lado. Ganarás algunos cuartos… Ya me dirás algo mañana… Conozco muy bien a ese proveedor vuestro. ¡Es un agarrado! ¡Tiene suerte de trabajar con Trofida! ¡Con él se ha hecho de oro!… Hasta hace poco —dos años— Szlama Bergier mercadeaba con trapos y botellas vacías. ¡Y ahora, miradlo, Szlama Bergier es un comerciante de aúpa, abre tiendas en Vilnius y se compra casas!
Se calló. Pensativo, fijó la mirada durante largo rato en un rincón del cuarto. Después dijo:
—¡Bueno, vete ya!… Y mañana, dame la respuesta… Quiero que empieces a ganar más pasta.
Me despedí de Saszka y del Resina y me marché a casa.
Józef todavía no estaba durmiendo. Cuando llamé a la puerta, mi compañero me abrió y casi me estranguló entre sus brazos de alegría.
—¡Dichosos los ojos, hermano!… ¡Ya empezaba a pensar que te había pasado Dios sabe qué!… Me pateé la frontera de arriba abajo durante dos horas buscándote…
No me trincaron por un pelo… Y va, y sales de ésta solito… Bueno, desembucha, ¿qué ha ocurrido exactamente?
Cuando le conté con detalle cómo había errado por los bosques, cómo había encontrado a Saszka cerca de la frontera y todo lo que me había ocurrido después, Józef se quedó pensativo… Al cabo de un rato, dijo:
—¿Sabes lo que te digo? Son unos muchachos legales. Hiciste muy bien ayudándolos. ¡Pero no andes con Saszka; es una bala perdida! ¡Muchos han pagado con la vida la amistad con él! ¡No es una buena compañía para ti! ¡Créeme!
—No me ha propuesto que trabajemos juntos…
—Pues, muy bien. Y por lo que se refiere a la mercancía, ¡te ha tocado la lotería! Él te la colocará al otro lado de la frontera, porque si la pones en venta aquí no te darán gran cosa. Saszka sacará cinco veces más. Quiere ayudarte. Se ha dado cuenta de que eres un muchacho de buena ley, y ahí lo tienes…
—Mañana iré a verlo.
—De acuerdo.
—Pensaba que tenía que devolver la mercancía.
Józef sonrió y me repitió lo mismo que no hace mucho había oído de boca de Saszka:
—No te preocupes. ¡No es una changa! Por esa friolera, Bergier no se irá al garete. Dos remesas y se resarcirá con creces. Y nosotros también echaremos el mal pelo fuera… Porque algunos muchachos sí que perdieron las portaderas… ¿Tomarás una copita?
—No. He bebido bastante en casa de Saszka, con el Resina.
Al cabo de un rato, Józef me preguntó con una sonrisa:
—¿Has visto a Fela?
—La he visto.
—¿Y qué? ¿Qué te ha parecido?
—¡Guapa!… ¡Muy guapa!
—Sí, sí… ¡Una moza de ensueño, pero una mala pécora como hay pocas! Cuando vayas allí, cuídate de no encapricharte con ella. Le gusta hacer perder la cabeza a los muchachos.
—A mí ni siquiera me ha mirado.
—No mira a nadie, porque tiene unos ojos que dan escalofríos… ¡Te vuelves loco con sólo mirarlos!
Trofida suspiró y se quedó callado. Quizá él también estuviera prendado de Fela.
Aquella noche tardé mucho en conciliar el sueño. Una avalancha de imágenes y figuras desfilaba ante mis ojos. Veía, ya las siete maravillosas estrellas de la Osa Mayor, ya el rostro cómico de Josek el Ansarero, ya al Ruiseñor cantar, ya al Lord gastar bromas, a Antoni tocar el acordeón, a Saszka o al Resina. Y, finalmente, Fela los ensombreció a todos. Mostraba unos brazos desnudos, preciosos, una cara orgullosa y magnífica, unos cabellos de azabache… ¡Y me sonreía de un modo tan cautivador.