Por la mañana, me despertó Janinka, la hermana pequeña de Trofida.
—Venga a desayunar —me dijo.
Le pedí que me trajera una toalla y una pastilla de jabón. Después, atravesé los jardines para ir al riachuelo. Ella me siguió abriéndose paso entre la hierba.
—Vete a casa. Ahora mismo vuelvo…
—Me quedaré aquí sentada, esperándole… No miraré… A mí estas cosas no me interesan nada… Józef nunca me echa… Es feo ser tan brusco con los pequeños.
—Está bien, siéntate… ¡Qué boba eres todavía!
—Y muy bien. ¡Si todos fuéramos sabios, nos volveríamos locos!
La dejé bajo un sauce y caminé río abajo. Me bañé y me dirigí hacia la casa. Janinka trotaba a mi lado.
—Hela dice que usted es pobre —espetó al cabo de un rato.
—¿Por qué?
—Porque no tiene madre, ni ningún hermano, ni ninguna hermana…
—Pero tengo a Józef.
—Sí… ¡Pero no tiene hermana!
—Te tengo a ti.
Se quedó pensativa y después dijo:
—¡Pero a mí no me quiere!
—Porque eres pequeña y bobalicona… Cuando seas mayor, te querré… Y no sólo yo, sino también un montón de muchachos.
De repente, dijo:
—¡A mí, plin!
Seguramente, había oído esta expresión en boca de las jóvenes en edad de merecer.
En la casa estaba esperándome Hela, la mayor de las hermanas de Józef, una chica bastante guapa, rubia, de dieciocho años. Era el polo opuesto de Janinka. Ésta no se reía nunca, mientras que a Hela cualquier bagatela le hacía tanta gracia que los ojos se le anegaban de lágrimas.
Hela me trajo una tetera llena de té, pan, mantequilla y queso.
—Tómese el desayuno, por favor. He estado esperándole, pero ahora tengo que ir al huerto.
—¿Y dónde está Józef?
—Ha bajado al centro. Seguramente está al caer. Me ha dicho que no lo despertara. Pero no puede ser, ¡tanto tiempo sin comer nada!
A continuación, Hela se fue al huerto y yo me quedé en casa con Janinka. Mientras tomaba mi té, la niña se encaramó al sofá y se acuclilló sin dejar de mirarme fijamente con la mejilla apoyada sobre la mano.
—¿Qué miras?
—Usted parece una liebre.
—¿Una liebre?
—Una liebre pequeña… Una vez vi a una comerse una col… Józef la atrapó y la trajo a casa. Movía el hocico de la misma manera que usted…
Janinka se puso a mover la mandíbula y la nariz.
—Y tú pareces una urraca.
—¡Vaya!
—Sí. La urraca se posa sobre una valla…, la cabecilla hacia la izquierda, hacia la derecha, y ¡venga a espiar a la gente!
—No, no es verdad. No espía.
—¿Y qué hace, pues?
—Maquina algo.
—¿Qué maquina?
—Muchas cosas. Sé muy bien lo que digo. He oído a las urracas chacharear de la gente.
Su madre la llamó desde la cocina y me quedé solo. Me puse a pasear por la habitación de un lado para otro. A través de la ventana de la fachada principal vi una procesión de carros desfilar por la calle en una larga hilera. Recordé que aquel día había feria en el pueblo. Encendí un cigarrillo y me senté en una silla junto a la ventana que daba a un huerto separado de la casa por el estrecho istmo de un patio. Vi cómo Hela, en lo alto de una escalera de mano recostada contra un manzano, cogía fruta y la metía dentro de un gran capazo que sostenía delante de sí sobre un peldaño. Dediqué un buen rato a contemplarla por entre las macetas de flores que adornaban la ventana. Oí abrirse la puerta de la entrada. Imaginé que era Józef que volvía a casa. Eché una ojeada al patio, pegando la cara al cristal. Vi a un hombre de unos treinta años vestido de azul marino, con zapatos de charol y una gorra blanca de visera acharolada. En la mano llevaba una fusta con la que se golpeaba las perneras de los pantalones al caminar. Tenía un rostro de rasgos muy regulares. Lo adornaba un bigotillo negro y lo afeaban unos ojos inquietos y esquivos. «¿De dónde habrá salido ese lechuguino?», pensé. Por aquel entonces, no barrunté que, en un futuro, aquel hombre sería la causa de muchos infortunios que pesarían sobre mi vida y sobre la de mis amigos. El desconocido saludó a Hela con una elegancia cómica, inclinando a un tiempo la cabeza, la gorra y la fusta, y le dijo algo. La muchacha volvió la cabeza y su rostro se iluminó con una sonrisa alegre… Aquello me sentó mal. No estaba enamorado de Hela, pero me gustaba mucho la idea de que fuera hermana de mi mejor amigo y la encontraba una chica simpática.
El desconocido entró en el huerto, se detuvo junto a la escalera y le dijo algo a Hela. Ella se rió. Sacudió la cabeza guarnecida con una trenza larga y gruesa, y le respondió. «¡Mira cómo se hacen arrumacos!», pensé, casi enfurecido. De repente, observé que el desconocido levantaba una mano y acariciaba la pantorrilla de la muchacha de arriba abajo. Me dio un sofoco. Vi a Hela lanzar una mirada rápida a las ventanas de la casa y, acto seguido, bajar la escalera de un salto. Ahora estaba de pie con la cara encendida y le hablaba atropelladamente a su adorador. Seguramente le reprochaba su falta de tacto o, ¿tal vez, también… su imprudencia? Cogió el capazo lleno de manzanas y se dirigió hacia la casa, mientras que su galán, con los brazos en jarras, la miraba sin dejar de sonreír. Después cortó el aire con un fustazo seco y se encaminó hacia la salida.
Me puse a dar vueltas por el cuarto. Más tarde, me acerqué a la ventana que daba a la calle y, en la acera de enfrente, vi al hombre de la fusta observar el desfile de carros. En eso, divisé a Józef, que avanzaba a grandes zancadas. El hombre de la fusta se le acercó. Se saludaron y hablaron unos minutos. Después se despidieron. Józef se dirigió hacia la casa. Entró.
—¿Ya te has levantado?
—Hace un buen rato.
—Llego un poco tarde. ¡Problemas con los judíos! He cobrado la faena y he pagado a los muchachos… Mañana volvemos a salir. Ahora nos están preparando la mercancía… Se sacó del bolsillo dos monedas de diez rublos y me las entregó.
—Toma, dos botones… El primer dinero que te has ganado… ¡Escupe! Escupir da suerte.
Cogí el dinero. Quise devolverle diez rublos para que se los diera a su madre por mi manutención, ya que me tenía a pan y cuchillo, pero no me los aceptó. Me dijo que, de momento, estábamos en paz y que haríamos cuentas cuando ganara más guita. Después le pregunté por el hombre de la fusta con quien lo había visto hablar en la calle. Józef soltó una carcajada.
—¡Éste sí que es un pájaro de cuenta!… ¿De qué lo conoces?
—No lo conozco… Sólo os he visto hablar.
—Es el prometido de Hela… A mí no me acaba de convencer, pero la moza está encaprichada… Ya se sabe, mujeres… Qué le vamos a hacer…
—¿Él también es contrabandista?
—Sí. Se llama Alfred Aliczuk. Son cinco hermanos: Alfred, Albin, Adolf, Alfons y Ambroy. Todos empiezan por a. Y su apellido también: Aliczuk. Hacen la frontera por su cuenta. Van armados… Buenos contrabandistas, pero como compañeros, ¡Dios nos libre! Se creen que son la hostia y tratan a los demás como trapos sucios. Se las dan de señores, pero los pies les apestan a alquitrán. Su abuelo tenía una peguera y su padre comerciaba en arreos y en brea… ¡Bah, que se vayan a freír puñetas! Vamos a la plaza. Hay que comprarte zapatos.
Cogí la gorra y salimos a la calle. Llegamos a una enorme plaza atiborrada de carros. En el centro había un gran rectángulo de tiendas de varios pisos. La plaza estaba rodeada por comercios judíos, salones de té, mesones y restaurantes. A poca distancia de las tiendas, habían montado sus chiringuitos los feriantes y los zapateros ambulantes.
Nos costaba abrirnos camino a través del gentío. Encima de la plaza hubiera podido ondear una gran bandera de Baco. Allí bebían todos. Bebían en todas partes. Bebían de pie, tendidos en el suelo y sentados. Bebían tanto los hombres como las mujeres. Las madres hacían beber a los críos para que ellos también disfrutaran de la feria; incluso les daban de beber a los niños de pecho para que no lloraran. Y hasta vi cómo un campesino borracho levantaba bruscamente el morro de su caballo y le vaciaba en el gañote una botella de vodka. Se disponía a volver a su casa y quería lucirse ante el mundo conduciendo a toda carrera.
Trofida no tardó en llevarme al tenderete de un zapatero. Lo saludó y dijo:
—Necesitamos unos zapatos. ¡Pero que sean fetén! ¡De primera clase!… ¡Un género de oro y un acabado de oro para este muchacho, que es oro puro y conmigo se hará de oro!
—Eso está hecho —contestó el zapatero y, sin tocar ni siquiera los zapatos que tenía a la vista, metió el brazo debajo del mostrador y desenterró un pequeño baúl. Sacó de él un par de botas de badana.
—¡Ni en el mismísimo Vilnius las hacen mejores! Pero falta saber si le quedarán bien.
Me probé las botas. Me iban un poco grandes, pero Józef me aconsejó no comprarme otras más estrechas, porque se avecinaba el invierno y pronto habría que llevar calcetines gruesos.
—¿Cuánto pides por estos zuecos? —le preguntó Trofida al zapatero.
—Quince rublos.
Józef soltó una risilla:
—¡Fíjate, Wadek! ¡Igualito que si esto fuera una mina de oro! Vayas adónde vayas, sólo oro y dólares. ¡Como si estuviéramos en Canadá, maldita sea! Por una botella de vodka te cobran un rublo de plata, una de espíritu de vino cuesta un rublo de oro, y por estas barcas el maestro quiere embolsarse ni más ni menos que quince piezas de oro. ¡Y así todo el santo día!
Regatearon y el zapatero nos dejó las botas en diez rublos y un dólar. Para redondear, le dejamos mis zapatos viejos. Józef, contento, me miraba los pies.
—¡Da gloria verlas! ¡Ni el mismísimo rey de Inglaterra las tiene mejores!… ¿Quieres comprarte algo más?
—No.
—Haces bien. ¡La próxima vez, te compraremos un terno de aúpa! ¡Irás compuesto como un marqués! Déjalo en mis manos. Y estas botas tenemos que regarlas…, para que den buen resultado y te traigan suerte. ¡Vamos a la cantina de Ginta!
Adelantamos a dos mozas que deambulaban pasito a pasito por la feria. Mascaban pepitas de calabaza, escupiendo las cáscaras a diestro y siniestro. Una llevaba un vestido rojo y, en la cabeza, un pañuelo verde. La otra un vestido verde y un pañuelo amarillo. En la mano sostenían sendos bolsos de piel, grandes y adornados con hebillas de níquel relucientes. Nos examinaron con una mirada excesivamente atrevida, casi insolente.
—¡Mis más humildes respetos a Helcia y Macia! —las abordó Józef en tono alegre.
—¡Ahí van los nuestros por duplicado!… —contestó una.
—Mis más humildes esputos… —añadió la otra.
—¿Y ésas dos? —le pregunté a Józef.
—Contrabandistas. Helka Pudel y Mania Dziudzia.
—¿Las mujeres también pasan contrabando?
—¡Cómo no! Y algunas son mejores en este curro que los hombres. Pero son pocas. En todo el pueblo no llegan a una decena. Matutean las que tienen parientes al otro lado de la frontera.
Nos acercábamos al mesón de Ginta. En la entrada se amontonaba un tropel de campesinos con botellas en la mano y en los bolsillos. La puerta estaba abierta de par en par. El zumbido de las conversaciones y el griterío de los borrachos flotaba en el aire, mezclado con el tufo a aliento y el humo de la picadura. Se nos acercó el Rata. Con los ojos encendidos y unos dientes amarillentos que sus labios estrechos no eran capaces de esconder, nos estrechó la mano con sus dedos huesudos y fríos y, arrojando escupitajos sobre los zapatos de los campesinos que pasaban por delante, preguntó:
—¿A la fonda de Ginta, eh?
—Sí.
—Me apunto.
El Rata ofrecía un aspecto extraño. Iba tocado con una gorra americana a cuadros, grande y mullida, y llevaba un pañuelo rojo atado al cuello a lo perdonavidas. No se sacaba las manos de los bolsillos. Al caminar, balanceaba la espalda a derecha y a izquierda. Era un ladrón de Rostów con un pasado oscuro y lleno de aventuras. Había recibido muchos navajazos y nunca se separaba de su navaja. No solía perder ninguna oportunidad de terciar en una reyerta, aunque supiera de antemano que saldría mal parado.
Nos adentramos en un patio inundado de barro y, a través de un zaguán oscuro y maloliente como mil demonios, llegamos a una sala espaciosa. Al principio no vi nada, porque una nube de humo de tabaco inundaba el interior. Después divisé unas mesas con gente alrededor. Todos eran contrabandistas.
De improviso, en el rincón más lejano de la sala, se oyó un acordeón que vertía los sonidos de una vieja marcha rusa. Era el acordeonista Antoni, un hombrecillo de edad indefinida, cara verdosa y pelo terriblemente enmarañado, que saludaba de este modo la aparición de Trofida.
—¡Salud, muchachos! —gritó Józef, pasando de mesa en mesa para saludar a la concurrencia.
Le arrojó a Antoni una moneda de oro de cinco rublos. El acordeonista la atrapó al vuelo con un gesto veloz de la mano.
—¡Esto es para ti, en agradecimiento por la marcha! —dijo Józef.
Seguí su ejemplo e hice una ronda por las mesas, estrechando las manos de los contrabandistas. La mano del Mamut no cabía en la mía, y él no me dio un estrujón fuerte, tal vez por miedo a hacerme daño.
Los contrabandistas habían juntado tres mesas llenas de botellas de cerveza y de vodka, y de bandejas con longaniza, pan y pepinos. De nuestra pandilla sólo vi a Bolek el Lord, a Felek el Pachorrudo, al Buldog y al Mamut. El lugar de honor lo ocupaba el famoso contrabandista Bolek el Cometa, un cincuentón de bigotes largos y negros. Era un borrachín y un parrandero conocido en toda la zona fronteriza. Más tarde me enteraría de que le apodaban «Cometa» porque, en el año 1912, cuando el cometa Halley apuntaba hacia la Tierra y tenía que producirse el fin del mundo, consideró que había razones más que suficientes para vender su finca y fundir el dinero en bebida. A su lado estaba sentado el Chino, un muchacho alto y delgado de tez aceitunada y unos hermosos ojos negros ligeramente almendrados. Había también otros muchachos, pero a ellos los conocería más tarde.
—¡Os digo, y que nadie me lleve la contraria —dijo el Cometa abriendo los ojos de par en par y moviendo el bigote—, que quien no empina el codo no vive, sino que se pudre en vida!
—¡Una verdad como un templo! —aplaudió sus palabras el Lord, y descorchó dos botellas a un tiempo, golpeándolas contra sus rodillas.
Llenó los vasos de vodka hasta la mitad. El Mamut, murmurando y ladeando la cabeza, se acercó el vaso y lo vació con cuidado, como si tuviese miedo de que el vidrio se hiciera añicos entre sus manazas. Se bebió el vodka de un trago, resopló y, a continuación, me hizo un guiño, balbuceando algo. Nunca oí al Mamut decir más de una frase breve. Normalmente, solía limitarse a una sola palabra o, sencillamente, se comunicaba mediante gestos y guiños.
—¡Muchachos! ¿Sabéis qué me acaba de decir Felek el Pachorrudo? —metió baza el Chino.
—Que se está maquinando cómo tragarse una escoba —gruñó el Buldog.
—No… ¡Me ha dicho que la oca es el ave más estúpida del mundo!
—¿Por qué? —preguntó el Mamut, haciendo un gesto con la mano y arqueando las cejas.
—¡Porque… con una te quedas con hambre y con dos te empachas!… Con las gallinas y los patos uno siempre encuentra la medida justa: ¡si con dos no quedas satisfecho, te comes tres! ¡Si con tres todavía no has matado el gusanillo, te comes cuatro! Con las ocas no es tan fácil.
—Te habrás confundido —dijo el Rata—. Seguramente hablaba de terneras, y no de aves.
El Pachorrudo, sin hacer caso a estas indirectas, mondaba los restos de la oca, triturando los huesos entre los dientes y chupándose los dedos.
Bolek el Lord hacía de maestro de ceremonias. Traía del mostrador vodka y entremeses, llenaba los vasos, y entretenía a los muchachos como mejor sabía. Tampoco se olvidaba de la música y, de vez en cuando, le llevaba un vaso de vodka y una tapa a Antoni. Se le acercaba, cantando:
Suena, suena el acordeón,
escondido en un rincón,
¡Tirli-tirli-po, tirli-tirli-po!
¡Tirli-tirli-po! ¡Jeya, jeya, jo!
Entonces, Antoni dejaba de tocar. Cogía el vaso, apuraba el vodka de una tacada y, recostado con los codos sobre la caja del acordeón, mordisqueaba la ración. Recordaba una rata que roe una rebanada de pan.
Caía la noche. Fuera, oscurecía por momentos. Los muchachos corrieron las cortinas de las ventanas. Ginta encendió el quinqué de petróleo que colgaba de un aro de alambre clavado en el techo. No dejaban de beber. De pronto, el Chino echó la pava. Primero sobre la mesa, y después en el suelo.
—¡Un guiso para el perro! —dijo el Lord, y tendió al Chino junto a la ventana sobre un sofá estrecho tapizado de hule negro.
—Antoni, ¡toca una marcha fúnebre! —gritó el Rata.
—¡A la salud del difunto, muchachos!… ¡Larga vida!…
—¡Una verdad como un templo! —dijo el Lord, levantando el vaso.
Nunca había visto a nadie beber vodka en aquellas cantidades. Los que más le daban al pimple eran el Mamut y Bolek el Cometa. Felek el Pachorrudo y el Buldog tampoco perdían comba. El que menos bebía era Józef. Bueno, y yo.
De golpe y porrazo, oí bramar muchas gargantas al unísono.
—¡Hurra!
—¡Viva!
—¡Que venga aquí!
Volví la cabeza y vi al Ruiseñor. Era un chaval joven. Un poco avergonzado por aquel saludo tan clamoroso, se acercó a la mesa con una sonrisa en los labios y, una tras otra, estrechó las manos tendidas. Bolek el Cometa empezó a rogarle:
—¡Ruiseñor! ¡Cielito! ¡Canta, hijo!
Y ocurrió una cosa extraña. Aquellos hombres bulliciosos y ebrios callaron y se hizo un gran silencio en la sala. Ginta, inquieta, entreabrió la puerta del cuarto contiguo, pero la volvió a cerrar apenas se cercioró que todo iba bien. El chaval primero permaneció inmóvil en medio del local y, a continuación, entonó una canción de contrabandistas. Cantaba con una voz apagada, ligeramente vibrante, que progresivamente fue aumentando en fuerza y emotividad:
Los chavales están fuera,
las mozuelas lloran:
«¡Que la muerte no los pille
junto a la frontera!»
El Ruiseñor levantó la vista. En su voz resonaban un lamento plañidero y tristeza. Sentí un hormigueo en la espalda y en la nuca. No veía más que los ojos extraños del Ruiseñor y captaba las notas tristes de su canción con cada uno de mis nervios. Cuando el Ruiseñor dejó de cantar, permanecimos en silencio durante un buen rato. Lancé una mirada al Mamut y vi que sus mejillas deformes, grises y como esculpidas en piedra estaban bañadas en lágrimas. Oí la voz del Rata:
—¡Ahí es nada!
Bolek el Pachorrudo le tendió los brazos, diciendo:
—¡Ruiseñor, querido! ¡Sigue cantando, cielo! ¡No te detengas! ¡Canta, por el amor de Dios! ¡Canta!
—¡Dejadle descansar! —dijo el Lord—. ¡Tosiek! —le gritó a Antoni—. ¡Para cambiar de tercio, tócanos El Danubio azul!
Antoni tocó el vals, mientras el Lord hacía sentar al Ruiseñor junto a la mesa. Le vertió vodka directamente en el gaznate. Pude ver de cerca al contrabandista. Tenía los ojos de un crío. En sus labios aparecía y desaparecía una ligera sonrisa. Tuve la sensación de que era un príncipe disfrazado y no un vulgar contrabandista. Pensé que tal vez en algún lugar del mundo hubiera príncipes de mejillas angulosas, mirada obtusa y labios feos.
Más tarde, el Ruiseñor cantó otra canción de frontera, algo más alegre.
—¡Os juro, muchachos, que si no me tomo un doble ahora mismo, se me va a partir el corazón! —dijo el Cometa, cuando el Ruiseñor acabó su canto.
—¡Una verdad como un templo! —metió baza el Lord, llenando los vasos casi hasta colmarlos.
De repente, vi que el Mamut se sacaba del bolsillo de su blusón un billete de veinte dólares y, jadeando, se lo metía al Ruiseñor en la mano. El otro, atónito, miró el dinero y lo arrojó sobre la mesa.
—¿A qué viene eso?… ¿Qué haces?… ¡No lo quiero!… Así, no canto más.
—¡Guárdate tu dinero! —le dijo con severidad Józef Trofida al Mamut—. Es uno de los nuestros…, trajina igual que todos… ¡No cobra por cantar!
El Mamut se levantó pesadamente de la silla, recogió los billetes de la mesa y se los entregó al acordeonista. Antoni se los metió en el bolsillo con cara impasible y ni siquiera dijo gracias. A él le daba igual. Tocaría aunque no le pagaran. Lo importante era que hubiese risas, jarana, que el vodka borboteara en los vasos y que todo el mundo se lo pasara a lo grande.
Józef tenía que ir a ver a un comprador y me preguntó:
—¿Sabrás encontrar solo el camino de casa?
—¿Por qué no?… Claro que lo encontraré.
—Aquí no debes nada… Ya lo he pagado todo.
Trofida se despidió de sus compañeros y abandonó nuestro salón.
El jolgorio siguió su curso. Yo ya estaba completamente borracho. Me dieron ganas de reír y, al mismo tiempo, sentí una oleada de calor. Bebía, comía, escuchaba las canciones del Ruiseñor y la música del acordeón. No recuerdo cuándo ni cómo salí de la taberna de Ginta y me encontré en la calle. Enfilé un callejón oscuro. Caminaba despacio, hundiéndome a cada paso en un barro pegajoso. De improviso, oí un grito y, a la luz de la ventana de una casa, vi a un grupo de gente que peleaba a pocos metros de mí. Tres hombres le arreaban una paliza a otro que, tendido en el suelo, se defendía con un resto de fuerzas. Ni corto ni perezoso, me abalancé sobre ellos. Con todo el peso de mi cuerpo empujé por el flanco a uno de los agresores y lo derribé, mientras que a otro le asesté un puñetazo tan fuerte en la cara que perdió el equilibrio y cayó de espaldas en el fango. El tercero se abalanzó sobre mí; también estaba borracho. Empezó a darme bocados. Descargué sobre su cabeza una lluvia de puñetazos. Me soltó. De repente, me puse a vomitar. Después noté que alguien me llevaba del brazo. Me preguntaba algo, pero yo no entendía nada. Recuerdo que me frotaron la cara con una toalla húmeda. Unos rostros desconocidos se inclinaban sobre mí. Finalmente, el alcohol me arrebató del todo la conciencia. Por la mañana, me desperté en una casa que no conocía en absoluto. Me sorprendió mucho estar allí. Dije en voz alta:
—¿Hay alguien?
Por la puerta de la cocina se asomó una cabeza redonda, cómica, casi completamente calva a causa de alguna afección cutánea.
—Ayer estaba usted borracho perdido… ¡No entendía nada de lo que se le decía! —dijo acercándose un judío, cuya cara no me sonaba en absoluto.
—Pero ¿cómo he llegado hasta aquí?
—Yo le traje a cuestas… Debe de ser forastero, porque no lo conozco… Anoche, aquellos rufianes querían matarme y usted me salvó la vida.
—Vivo en Sobódka, en casa de Trofida.
—¿Es usted amigo de Józef?
—Sí.
—¡Un hombre legal! ¡Más bueno que el pan! ¡Ay, una verdadera joya!… ¡Ay!… Yo me llamo Josek, y ésta es mi casa.
Los aspavientos y las muecas del judío me dieron ganas de reír. Una vez me hube vestido, Josek me invitó a acompañarle en su desayuno. Tuve que aceptar. Josek puso sobre la mesa una botella de pesahovka[2] y sacó del aparador un lucio relleno. Poco después, su mujer, una judía joven y muy guapa con un crío en brazos, salió de la cocina y se sentó a la mesa. Inicié una conversación. La mujer de Josek también me dio las gracias por haber prestado ayuda a su marido.
—¿Por qué peleabais? —le pregunté a Josek.
—Habíamos jugado a los naipes. Los dejé sin blanca… Sin hacer trampas… Tuve una buena racha —me explicó el judío—. Y ellos querían recuperar su dinero. Sobrios, no lo hubieran intentado… Pero en el estado en el que se encontraban, ¡podían haberme matado!
Josek me mostró los chichones que tenía en la cabeza y los moratones de las manos y del cuello. Cuando abandonaba su casa, me acompañó hasta el zaguán.
—Si algún día necesita algo, no dude en venir… ¡Por usted haré lo que sea!
—¿Y a qué se dedica? —le pregunté.
Sonrió, me puso la mano en el hombro y dijo:
—Pregúntele a Józef: ¿A qué se dedica Josek el Ansarero? Él se lo dirá. ¡Que Dios lo acompañe!
Józef Trofida me explicó que era un ladrón profesional.
—Antes era un ladrón renombrado —dijo Józef—, pero se casó por amor y está de capa caída. Casi no hace más que jugar a los naipes. Es un tahúr.