Tras siete horas contadas desde el momento de cruzar la frontera, llegamos a las inmediaciones del caserío de Bombina. Aquél era el punto desde donde se pasaba la mercancía con destino a Minsk. Uno tras otro, saltamos la valla de un gran huerto y nos dirigimos al granero. Con los brazos me protegía la cara de los azotes que me propinaban las ramas de los frutales. Salvamos otro cercado. Después, nos detuvimos muy cerca de la pared de un edificio. Oí la voz de Trofida:
—Lord, ¡ve a echar un vistazo al granero!… ¡Muévete!
El contrabandista pasó por nuestro lado y desapareció detrás del edificio. Pronto oímos el chirrido de un cerrojo que se iba abriendo. Cuando el Lord volvió unos minutos más tarde, nos lanzó un breve: —¡Vamos!
En el granero hacía calor. Olía a heno. Los rayos de luz de las linternas de bolsillo relampagueaban en la oscuridad. Se oyó la voz de Trofida:
—¡Dejad aquí las portaderas!… ¡En un montón!
Con un suspiro de alivio me libré de aquel peso tan insoportable. Me acerqué a Trofida y le dije:
—Tengo sueño, Józef.
—¡Sube a la naya y descabeza un sueñecito!
Me indicó una escala que me sirvió para encaramarme. Me quité los zapatos, me tapé con el chaquetón y me zambullí en un sueño profundo como en una bañera de agua caliente.
Me desperté tarde. El granero se había sumido en la penumbra. Cerca de mí estaban sentados algunos de los contrabandistas. Conversaban a media voz. Me puse a escucharlos con atención. Waka el Bolchevique contaba un chascarrillo erótico. Era su tema predilecto. Contaba o bien historias de Dumienko y su sucesor, Budionny (en otro tiempo había servido en la caballería de Budionny), o bien de mujeres. Ahora lo están escuchando Felek el Pachorrudo, un hombre alto, cargado de hombros, de edad provecta; Julek el Loco, un contrabandista joven de gran imaginación —de ahí lo de «Loco»—; y el Ruiseñor, un chaval bajito, flaco, siempre sonriente, que tiene una voz preciosa y canta a las mil maravillas.
Waka el Bolchevique dice, lamiéndose los labios voluptuosos:
—¡Por éstas que son cruces, muchachos, la moza era como de cemento! No había donde pellizcarla. ¡Le dabas una palmada en el culo y resonaba como una campanada! ¡Cuando apretaba los muslos, saltaban chispas: e-lec-tri-ci-dad!
Julek el Loco menea la cabeza y lo mira con los ojos desmesuradamente abiertos.
Cerca de este grupo, Bolek el Lord emerge de una guarida excavada en el heno como si saliera de bajo tierra. Entorna los ojos con ironía. Mientras tanto, Waka, que no lo ve, prosigue:
—¡Unas carnes, creedme, muchachos, como de alabastro!… Chascar la lengua, acariciando el aire con la mano.
El Lord no puede contenerse y mete baza:
—¡Puf! ¡De alabastro! ¡Un cuerno! ¡Talones agrietados, mierda entre los dedos! ¡Rodillas como papel de lija! ¡Apesta a queso en un radio de media legua! Y él, lo que hay que oír: ¡a-la-bas-tro! ¡Puf, puf!
—¿Y tú por qué te metes?
—Porque sí. ¡Has encontrado público y dale que te pego con tus monsergas!
Empiezan a discutir y a lanzarse pullas.
Me levanté. Me puse los zapatos y me acerqué al grupo.
—¿Dónde está Józef? —le pregunté al Ruiseñor.
—Ha ido al caserío.
—A hacerle una visita a Bombina —dijo el Lord.
—¡A columpiarse en sus tetas! —añadió Waka el Bolchevique.
—¡Vaya si tardan en traernos la comida! —dijo de repente Felek el Pachorrudo.
—Éste sólo piensa en llenarse la tripa —dice el Lord.
—¡Con cualquier excusa se empapuza! —añade el Rata.
Encendemos unos cigarrillos y damos caladas con cuidado para no prender fuego al pajar. Pronto los demás contrabandistas salen de sus guaridas. Se desperezan, bostezan y se unen a nosotros. Sólo faltan el judío Lowka y Józef. El Rata se sacó del bolsillo una baraja y propuso una partida de sesenta y seis. El Buldog extendió sobre el heno su chaquetón vuelto al revés y se pusieron a jugar sobre aquella mesa improvisada. El Mamut y Waka el Bolchevique también se sumaron al juego.
En un rincón, el Lord, con una cara muy seria, le explicaba a Julek el Loco cómo cazar liebres sin escopeta:
—Mira, te compras un paquete de rapé y, de madrugada, cuando las liebres todavía duermen, das una vuelta por el campo, espolvoreando las piedras con una pizca de rapé… La liebre se despierta al amanecer, se estira, se rasca con la patita detrás de la oreja y corre a hacer sus necesidades como un chucho. Se acerca de un brinco a la piedra y la olisquea. El rapé se le mete en la nariz. Estornuda y se da un cabezazo contra la piedra; cae al suelo de costado y se queda inmóvil. Y vas por la mañana con un saco y las recoges todas.
—¡Me estás tomando el pelo!
—¿Que yo te estoy tomando el pelo? ¡Ni hablar! ¡Te lo juro por mi madre, que en paz descanse! Y los osos se cazan de otra manera: sólo en otoño, cuando las hojas caen de los árboles. Coges un cubo de engrudo y vas a un bosque donde haya osos. Embadurnas las hojas de engrudo y te escondes detrás de los matorrales. Viene el oso: ¡paf, paf!, ¡paf, paf! Las hojas se le pegan en las patas. Cada vez más y más, hasta que se juntan tantas que ya no puede moverse. Entonces sales del matorral, lo atas con una cuerda, lo subes al carro y ¡a casa!
El Rata no supo contenerse y dijo sin dejar de jugar a los naipes:
—¡Nos ha salido otro loco!
—¡No un loco, sino un señor loco! —contestó el Lord.
—¡Sí, un señor que duerme en el almiar y caza pulgas con los dientes!
Iniciaron una disputa. Me di cuenta de que lo hacían sin mala fe…, para pasar el rato. Al mediodía, Trofida volvió al granero. Estaba alegre. Se notaba que había bebido.
—¡Eh, socios, venid aquí todos! ¡Ya llega la manduca!
Bajamos al solado.
—¿Qué pasa con la mercancía? —le preguntó el Lord a Józef.
—Ahora mismo llegarán las «trajineras». Lowka está en eso. Bombina nos prepara la pitanza…
—Confiesa, ¿le has dado un buen revolcón? —preguntó el Bolchevique.
—¿Para qué la quiero…? ¡Menuda buscona! Tengo otra mejor…
En el exterior se oyeron pisadas y, poco después, con pasos sorprendentemente ligeros, entró en el granero una mujer robusta y corpulenta de unos treinta y cinco años. Iba emperifollada. Despedía un olor de perfume que llenó el granero. Tenía las piernas enfundadas en unas medias de seda de color carne. Llevaba un vestido muy corto que ceñía sus exuberancias.
—¡Buenos días, muchachos! —dijo en voz alta, con alegría, mostrando en la sonrisa unos dientes blancos y hermosos.
La saludamos. Waka el Bolchevique dio un salto hacia delante y le sacó de las manos los dos cenachos. Los dejó en el solado e hizo un gesto jocoso de agarrarla por la cintura. La mujer le arreó un puñetazo en el pecho con tanta fuerza que casi lo tumba.
—¡Le está bien! —dijo Józef.
—¡Te han dado con la badila en los nudillos! —le dijo el Rata al Bolchevique.
Bombina se reía sin dejar de mirarnos. Me echó una ojeada y se dirigió a Trofida:
—¿Éste es el nuevo?
—Sí, un tío legal…
Me saludó con un gesto de cabeza. No tardó en abandonar el granero, cimbreando las caderas con exageración y tensando los músculos de las piernas.
—¡Esto sí que es una mujer y el resto son pamplinas! ¡Como un colchón! —dijo Waka el Bolchevique, extasiado.
—¡Una yegua y no una mujer! —lo corrigió el Rata.
Los muchachos vaciaron los cenachos. Dentro había una gran olla llena de huevos revueltos con tocino, una marmita de col guisada con carne, una buena cantidad de buñuelos calientes, tres hogazas y una tajada de panceta.
Trofida desenterró de entre la paja de un rincón tres botellas de espíritu de vino y lo diluyó con el agua de un gran tonel de madera de roble que estaba junto a la puerta del granero. El Lord cortaba grandes rebanadas de pan con su navaja de muelle. Nos pusimos a beber vodka y a comer. Nos zampábamos la pitanza como máquinas. Quien comía más y con más voracidad era Felek el Pachorrudo. Despachaba la carne jadeando y profiriendo toda clase de ruidos. Se chupaba los dedos ora de una mano, ora de la otra.
—¡Miradlo cómo papea! —dijo el Lord, secándose los labios con un corrusco de pan—. ¡Le silban las orejas y se le arquea la nariz! Para trabajar es el último, pero para jamar, el primero!
—Hace bien —metió baza el Rata—. ¡Que trabaje el caballo! Tiene una cabeza grande, cuatro patas y una cola larga… Y él, ¿qué tiene?
Los contrabandistas acabaron de comer. Sólo Felek el Pachorrudo, ajeno a todos, rebañaba los restos. Bolek el Lord empezó a contar una historia:
—¡Os voy a decir algo, muchachos! Hace tiempo conocí a una mujer que cada día se desayunaba treinta huevos revueltos…
—Seguramente estaba como nuestra Bombina —refunfuñó el Buldog, mientras encendía un cigarrillo.
—… pues, un día, a su hombre se le ocurrió gastarle una broma y añadió treinta huevos a los treinta que había en la sartén. La mujer entró en la cocina, acabó de hacer los huevos revueltos y se puso a zampar. Apenas pudo con todo aquello…
—Diantre, ¿y cómo no reventó? —dijo el Ruiseñor, meneando la cabeza.
—Se lo ha comido todo y se sienta. Resopla como una locomotora. Y en esto que viene una vecina y le pregunta: «¿Por qué estás tan colorada?» Y ella le contesta así: «Fíjese usted, comadre, o estoy mala o pronto lo estaré. ¡No he podido con treinta miserables huevos revueltos!»
Los muchachos se ríen y, con los cigarrillos encendidos, se cuentan historias sobre casos de glotonería. Mientras conversan, se abre la puerta del granero y entra Bombina llevando con gracia un cesto lleno de manzanas y ciruelas.
—¡Coged, muchachos! ¡Os traigo algo para matar el gusanillo! ¡Uy, cuánto humo! ¡No me queméis el granero!
—Fumamos sólo en el solado… Tenemos cuidado… —se precipitó a tranquilizarla Józef.
—¡Bueno, bueno!… Pero ¡sed prudentes!
Levantó los brazos, se cogió las manos por detrás de la cabeza y, sacando los pechos turgentes con coquetería, estuvo un buen rato anudando el pañuelo. Los muchachos, ya algo azumbrados, la miraban con ojos ávidos. Esto la excitaba. Entornaba los párpados, se contorneaba adelante y atrás, meneaba las caderas. Finalmente, cogió el cesto con las ollas vacías y abandonó el granero.
Tuve la sensación de que, antes de salir, me clavaba una mirada escudriñadora y me sonreía. Pero tal vez me equivocara. Tal vez aquella sonrisa iba destinada a toda la pandilla.
Józef Trofida estaba seguro de que pasaríamos la noche en la madriguera de Bombina y no retomaríamos el camino de vuelta hasta el anochecer del día siguiente. Pero los judíos no trajeron de Minsk la mercancía que teníamos que transportar hasta Polonia. Lowka llegó a la puesta del sol. Se frotaba las manos enjutas con nerviosismo, lamentándose:
—¡A la mierda con este trabajo! ¿Qué se han creído? ¡¿Que viajamos en tren o qué?!
Él y Trofida se retiraron a un rincón del granero y allí hablaron a media voz durante un buen rato. Logré captar unas cuantas frases de Józef:
—¡A mí me la trae floja si hay género o no!… ¡Tienes que pagarme igual! ¡Y a los muchachos, también!… A mí, trabajo no me falta… ¡Si empezáis a hacer chanchullos, os mando a freír puñetas y sanseacabó!
Al caer la noche, iniciamos los preparativos para el viaje. Lowka se quedaba en casa de Bombina a fin de reunir la mercancía para la próxima vez, mientras que nosotros teníamos que regresar a Raków para volver a salir al cabo de dos días con un alijo nuevo. Tomamos el camino de vuelta. Caminábamos ligeros, porque no llevábamos ningún peso. Apenas salimos de la casa, Trofida forzó el paso. Seguí sus huellas, procurando no romper el buen ritmo de la marcha. El aire era fresco. La noche, magnífica. Enjambres de estrellas lucían en el cielo. Después de caminar un buen trecho, me acostumbré al movimiento y avanzaba como un autómata. El balanceo rítmico del cuerpo y el silencio que me rodeaba tenían en mí el efecto de un somnífero. A ratos, me ponía a soñar despierto. Sonreía, gesticulaba. Finalmente, me di cuenta de ello y solté una carcajada. Trofida volvió la cabeza sin detenerse y me lanzó por lo bajinis:
—¿Has dicho algo?
—No…, nada…
A cinco kilómetros de la frontera hicimos un descanso. Nos detuvimos a orillas de un arroyo, cerca de unos matorrales tupidos. No teníamos vodka, o sea que encendimos unos cigarrillos y reposamos tumbados sobre una hierba espesa.
Trofida estaba a mi lado. Calló durante un buen rato para espetar por fin:
—¿Entiendes de estrellas?
—¡¿De estrellas?!… —le pregunté, sorprendido—. No… No sé nada de estrellas…
—Lástima… Si hay que poner los pies en polvorosa, tienes que saber pasar al otro lado de la frontera… ¿Ves aquellas estrellas?
Me señaló con el dedo la constelación del Carro, en la franja norte del cielo, más bien hacia el oeste: siete grandes estrellas que formaban una silueta con cuatro ruedas y el timón por delante.
Trofida esbozó un dibujo en el cielo —parecía tocar con el dedo cada una de las estrellas—, precisando de cuáles se trataba.
—Sí… Las veo… ¿Y qué?
—Si algún día se nos echan encima y dispersan la cuadrilla, tienes que procurar tener estas estrellas siempre a tu derecha… Vayas hacia donde vayas, siempre acabarás dando con la frontera. ¿Entendido? ¡A mano derecha!
—Entendido…
Durante un largo rato contemplé las estrellas que me había mostrado. Eran hermosas. Brillaban maravillosamente. Se irisaban con todos los colores. Observé que tenían muchos matices extraordinarios. Me intrigaba una idea: ¿por qué aquellas estrellas se habían juntado de un modo tan extraño?… Tal vez se caigan bien, como las personas, y juntas vagabundeen por el cielo. ¿A lo mejor se hablan?… ¿Se hacen guiños?… Cuando me fijé más, me parecieron tener la forma de un cisne.
Pronto reanudamos la marcha. Ahora Trofida caminaba poco a poco. De vez en cuando se detenía y aguzaba los oídos. Entonces, todos se detenían también. Justo pasada la medianoche, llegamos a la frontera. Trofida se detuvo entre dos mojones. Me acerqué a él:
—Son los mojones fronterizos…, y aquello es la frontera… —me dijo en voz baja.
Curioso, examiné las estacas rectangulares clavadas sobre unos pequeños túmulos. En la parte de arriba ostentaban los escudos de los dos países y sus números correspondientes. En el mojón polaco estaba pintada un águila blanca sobre campo rojo. En el soviético, figuraban estampados sobre una hoja de chapa la estrella de cinco puntas, la hoz y el martillo.
En la frontera, enfilamos una angosta vereda que conducía hacia Pomorszczyzna. En un cierto punto nos detuvimos. De improviso, oí a mi espalda un susurro ahogado:
—Muu-chaa-choos…
Era la voz del Ruiseñor. Miré hacia la izquierda y divisé algo blanco que se desplazaba de prisa en la oscuridad, por delante de nosotros. No era una silueta humana, porque era demasiado pequeña y daba vueltas en el aire de una manera bien extraña, ora alzando el vuelo, ora descendiendo. Seguramente era un fantasma. Con un fuerte latido del corazón contemplé aquel fenómeno insólito. Después me arrimé a Trofida:
—¿Qué diablos es esto, Józef?
—Vete a saber —me contestó—. Tal vez un espectro, o tal vez pulula por aquí el diablo en persona… A los pistolos «esto» también les da miedo.
Más tarde, Józef me contaría la siguiente historia. Un capitán ruso de origen polaco abandonó Rusia durante la revolución. Cuando los bolcheviques tomaron el poder, no pudo volver al país de los soviets. Había dejado allí a su mujer y a su hija. Quería sacarlas al extranjero y, por eso, se fue a vivir cerca de la frontera. Se instaló en un caserío, no muy lejos de Wygonicz, en la casa de unos campesinos, y se hizo traer sus cosas, porque pensaba quedarse hasta que rescatara a su familia. Intentó hacerlo utilizando como intermediarios a los campesinos, porque todas las otras vías habían fracasado. El hijo del amo de la casa donde se alojaba había servido en el ejército ruso hacía años y conocía bien los accesos a Minsk. Aceptó ayudar al capitán. Juntos emprendieron el largo viaje. Lograron llegar a Minsk desapercibidos y, tras numerosas aventuras y al cabo de mucho tiempo, se personaron en Nizhni Novgorod donde el capitán había dejado a su familia. Una vez allí, se enteraron de que su mujer había muerto, mientras que la hija, Irena, vivía en el arrabal, en la casa de su antiguo portero. Le costó encontrarla. Tomaron el camino de vuelta. Al llegar a Moscú, su compañero de viaje cayó enfermo de tifus. De la estación, lo llevaron directamente al hospital, donde murió. El capitán y su hija consiguieron llegar a Minsk y, desde allí, se dirigieron a pie hacia Raków. Por la noche se extraviaron y, cerca de Wielkie Sioo, no muy lejos de la frontera, toparon con una patrulla soviética. La patrulla les dio el alto. El capitán se defendió. Mató a dos soldados, cogió a su hija y se echó a correr. Le cayó encima una lluvia de balas. Le dieron y, herido, lo persiguieron incluso en territorio polaco. Fue abatido a doscientos metros escasos de la frontera, encima de un montículo. Aún estuvo a tiempo de gritarle a su hija: «¡Corre!» y, agonizando, con el resto de fuerzas y de cartuchos cubrió su huida. Los bolcheviques cogieron el cadáver y lo arrastraron hasta su lado de la frontera. La hija del capitán encontró el caserío donde su padre había vivido antes de la expedición a la Unión Soviética. Se instaló en la casa de aquellos campesinos y todavía hoy vive allí. La tienen por tonta, pero la quieren, porque es muy buena y muy trabajadora. Desde entonces, el montículo donde cayó muerto el capitán lleva el nombre de Tumba del Capitán.
Desde que ocurrió aquel suceso, cerca del túmulo y en toda la zona fronteriza comenzó a aparecerse un fantasma. Un soldado de la guardia fronteriza quiso abatirlo a tiros. Le disparó cinco veces con su carabina. El fantasma desapareció. Al día siguiente, el soldado murió despedazado por una granada de mano con la que jugaba en el cuartel. Más tarde, dos bravucones le prepararon una emboscada y lo cosieron a balazos. Al cabo de dos días, uno de ellos cayó en la frontera y el otro se puso gravemente enfermo y murió en el hospital. Desde entonces, nadie más ha intentado cazar al fantasma que pulula de noche por la zona fronteriza.
Esta historia me la contó Józef de regreso a casa. Me pareció muy interesante, porque por mucho que se asemejara a un cuento de hadas, era verdadera. Después, mucha gente me la confirmó.
Permanecimos largo rato en medio de aquel campo rayano con la frontera, contemplando cómo el fantasma se alejaba cada vez más. Con muchas precauciones cruzamos el camino que conduce a través del terraplén hacia la frontera, y muy pronto nos hallamos en el que une Pomorszczyzna con Raków. Después, siguiendo el curso del Isocz, nos dirigimos hacia el pueblo.
Al llegar al molino, los muchachos se dispersaron. Józef y yo fuimos a su casa de Sobódka. No entramos en la vivienda por no despertar a nadie. Fuimos al granero y allí nos dormimos sobre el heno fresco que olía maravillosamente.