I

Fue mi primera ruta. Éramos doce: yo, nueve contrabandistas más, el «maquinista»[1] Józef Trofida, un guía viejo y fogueado que iba a la cabeza de la cuadrilla, y un judío, Lowa Cylinder, que tenía a su cargo la mercancía. Las portaderas no pesaban mucho, treinta libras cada una, pero hacían bulto. Matuteábamos mercancía cara: medias, bufandas, guantes, corbatas, peines, tirantes…

Sumidos en la oscuridad, nos acurrucamos en un desagüe largo, estrecho y húmedo que corría por debajo de un alto terraplén. Por encima, un camino unía Raków con el sureste. Detrás, titilaban los fuegos de Pomorszczyzna. Enfrente, la frontera. Reposamos un rato. Los muchachos, agazapados dentro del desagüe, fumaban el último cigarrillo antes de ponerse en marcha, escondiendo el ascua en la manga del chaquetón. Fumábamos sin prisas, aspirando el humo con avidez. Algunos ya habían atacado precipitadamente el segundo cigarrillo. Estábamos en cuclillas, con la espalda apoyada contra la pared húmeda del desagüe y llevábamos a cuestas grandes portaderas atadas con correas a modo de mochilas.

Yo estaba sentado en un extremo. A mi lado, cerca de la boca del canal, se vislumbraba sobre el fondo oscuro del cielo la silueta borrosa de Trofida. Volvió hacia mí la mancha blanquecina de su rostro y me susurró con voz ronca, como si estuviese acatarrado:

—No te apartes de mí… ¿Entendido?… Y otra cosa importante… Aunque nos obliguen a correr, pies para qué os quiero…, ¡no sueltes la portadera por nada del mundo!… ¡Pon los pies en polvorosa con la portadera a cuestas!… Si los bolcheviques te trincan sin portadera, te endiñarán espionaje…; y entonces, ¡se acabó la fiesta!… ¡Te mandarán al otro barrio!…

Asentí con un gesto de la cabeza, dándole a entender que lo había comprendido.

Pocos minutos después, retomamos el camino. En fila india, cruzamos a hurtadillas un pequeño prado contiguo al cauce de un arroyo seco. A la cabeza caminaba Trofida. De vez en cuando se detenía. Entonces, nosotros nos deteníamos también y, aguzando el oído y la vista, examinábamos la oscuridad que nos rodeaba.

El atardecer era caluroso. Las estrellas brillaban encapotadas sobre el fondo negro del cielo. Yo cuidaba de mantenerme muy cerca del guía. Nada distraía mi atención. Como no era capaz de distinguir gran cosa, lo único que me importaba era no perder de vista la mancha gris de la portadera que colgaba de los hombros de Trofida… Clavaba en ella la mirada, pero, en la oscuridad, más de una vez no calculé bien las distancias y me di con ella en el pecho.

Enfrente, a lo lejos, divisé un fuego. Trofida se detuvo; me encontré a su vera.

—¿Qué es esto? —le pregunté por lo bajinis.

—La frontera… está ahí mismo… —susurró.

Se nos acercaron algunos de los muchachos. Yo no lograba distinguir el resto de la partida. Nos sentamos sobre la hierba húmeda. Trofida desapareció en la oscuridad: había ido a reconocer el paso fronterizo. Al volver, dijo a media voz y —así me lo pareció— con alegría:

—¡Venga muchachos, moved el culo!… Los militronchos duermen como ceporros…

Proseguimos la marcha. Caminábamos bastante de prisa. Yo estaba algo nervioso, pero no tenía ni pizca de miedo, tal vez por no ser consciente de los peligros que corríamos. Aun así, el silencio, aquel séquito misterioso y la mera palabra «frontera» me excitaban.

De repente, Trofida se detuvo. Me paré a su lado. Durante unos minutos permanecimos inmóviles. Después, el guía hizo un ademán amplio como si cortara el aire de norte a sur y soltó en voz baja: «¡La frontera!». Y, a continuación, se puso en camino. Le seguí sin acusar el peso de la portadera. Me concentraba en no perder de vista el rectángulo gris de la portadera que se dibujaba delante de mí. Volvimos a reducir la velocidad de la marcha. Olí el peligro, pero no supe adivinar cuál. El guía se detuvo. Aguzó las orejas un largo rato. Después, retrocedió, esquivándome. Quise seguirlo, pero me dijo: «¡Espera!» Volvió enseguida. Le acompañaba el Rata, un contrabandista de estatura mediana, flacucho, muy atrevido y avispado. Venía sin la portadera, porque uno de los compañeros se la había cogido por un rato. Se detuvo a mi lado.

—Vas a seguir el cauce… Cruzarás el regato saltando de piedra en piedra… —susurró Trofida.

—¿A la altura de la Cabeza de Yegua? —preguntó el Rata.

—Sí… Y, cuando estés en la otra orilla, ¡espérate!

—¡Esto está hecho! —contestó el Rata, desapareciendo en la oscuridad.

Pronto, nosotros también nos pusimos en marcha. Trofida había mandado al Rata como «reclamo». Si lo descubrían, tenía que pirárselas, y, si lo trincaban, armaría un jaleo lo bastante grande para que lo oyéramos y nos diera tiempo de coger las de Villadiego.

Cruzar el río era siempre peligroso. Precisamente entonces solían prepararnos emboscadas. Era fácil, porque había muy pocos lugares aptos para salvarlo cómodamente, y la guardia fronteriza, que lo sabía muy bien, a menudo se apostaba justo allí. También había vados, pero no siempre nos apetecía meternos en el agua y tener que continuar la caminata calados hasta los huesos. Preferíamos correr el riesgo de atravesar el riachuelo en lugares poco seguros, pero cómodos.

Poco a poco, nos fuimos abriendo paso a través de una ancha faja de tupidos juncos. Y hacíamos bastante ruido. Desde la lejanía, me llegaba el rumor del agua que se precipitaba entre las piedras, y en poco tiempo alcanzamos la margen escarpada del riachuelo. Aferrado a las varas de una mimbrera, me mantenía cerca de Trofida a la espera de los acontecimientos. Él se tumbó en el borde del río para empezar un lento descenso. Al cabo de un rato, oí su voz ahogada por el murmullo del agua:

—¡Baja por aquí!… ¡Garbo!

Me tendí en el repecho de la pendiente y, acto seguido, noté el vacío bajo los pies. Trofida me ayudó a bajar de un salto. Después, sin soltar mi brazo, se dirigió lentamente hacia la otra orilla. Yo resbalaba sobre las piedras mojadas que se tambaleaban y se escurrían bajo mis pies. Finalmente, acabamos la travesía. Mientras esperábamos la llegada del resto del grupo escondidos en la espesura de los juncos, atisbé una figura que emergía de la oscuridad. Rápidamente di un paso atrás y estuve en un tris de caer al agua. Trofida me agarró.

—¿Adónde vas?… ¡Es uno de los nuestros!

Era el Rata.

—¡Todo va que chuta! ¡Andando! —le dijo a Trofida.

Apenas el resto del grupo hubo terminado la travesía, proseguimos la marcha. Ahora avanzábamos de prisa, sin tomar demasiadas precauciones. El cielo se había aclarado un poco. Veíamos mejor. Sin esforzarme especialmente, podía seguir con la mirada la silueta del compañero que tenía delante. Notaba que, de vez en cuando, cambiaba de rumbo, pero no sabía por qué lo hacía. Caminábamos cada vez más de prisa. Yo estaba muy cansado. Me dolían los pies, porque tenía los zapatos rotos y llenos de agua que había entrado por los agujeros durante la travesía del arroyo. Con gusto le hubiese pedido a Trofida que me dejara descansar, pero me daba vergüenza. Así pues, apretaba los dientes, jadeaba y me arrastraba alicaído. Entramos en un bosque. La oscuridad era absoluta. Trepamos por colinas escarpadas, bajamos por desfiladeros. Mis piernas se enredaban en los helechos frondosos, se enzarzaban en las matas y tropezaban con las raíces de los árboles. Ya no sentía cansancio, sino una especie de tumefacción de todos los miembros. Caminaba como un autómata.

Al final, alcanzamos el borde de un inmenso calvero. Trofida se detuvo.

—¡Alto, muchachos!

Los contrabandistas se desprendían de las portaderas y, apenas las dejaban en el suelo, reclinaban sobre ellas la espalda y la cabeza. Me apresuré a seguir su ejemplo. Tumbado boca arriba, miraba el cielo. Aspiraba el aire fresco con avidez, a pleno pulmón. Tenía una sola idea en la cabeza: «¡Que tarden mucho en retomar la marcha!» Trofida se me acercó.

—¿Cómo va eso, Wadek? Estás molido, ¿verdad?

—No…, no…

—¡No te hagas el chulo! Conozco el percal… Al principio, todos sudan la gota gorda…

—No llevo unas buenas botas. Me duelen los pies.

—Te compraremos unas. ¡De badana! ¡Irás hecho un pincel!

Los contrabandistas conversaban a media voz. Algunos fumaban un cigarrillo.

—Muchachos, ¡no nos vendría mal calentarnos un poco! —dijo Waka el Bolchevique.

—¡Dices bien! —exclamó precipitadamente Bolek el Lord, que nunca dejaba escapar la ocasión de echarse un trago al coleto.

Oí retumbar palmadas contra el culo de las botellas. Trofida bebió vodka a morro durante un buen rato. Después me pasó la botella.

—¡Toma, remoja el gaznate! Te hará bien.

Por primera vez en mi vida bebía vodka al gallete.

—¡Apúrala! —me animó mi amigo.

Cuando acabé con el vodka, me ofreció una buena tajada de salchicha. Pero no había ni una migaja de pan. La salchicha sabía de maravilla. Me la zampé con avidez, sin siquiera pelarla. Después, encendí un cigarrillo, que me pareció más aromático que nunca. Me puse de buen humor. El vodka se había extendido como un fuego por todo mi cuerpo. Me había proporcionado nuevas fuerzas.

Tras casi una hora de descanso, nos pusimos en marcha. Mis ojos se habían acomodado a la penumbra y, sin gran esfuerzo, podía distinguir la silueta de Trofida que se movía a unos pasos delante de mí. La caminata ya no resultaba tan ardua. El cansancio se había esfumado. Yo no estaba asustado en absoluto. Y, además, confiaba al cien por cien en nuestro maquinista.

Józef Trofida era bien conocido en toda la zona fronteriza como guía experimentado y prudente. Nunca corría riesgos innecesarios. Sólo se lanzaba a tumba abierta cuando no había otro remedio. Conocía a la perfección las rutas que atravesaban la frontera y las alternaba en cada viaje. Un camino para ir a la Unión Soviética y otro distinto para la vuelta. Era él a quien los muchachos preferían para «meterse en faena» y a quien los mercaderes confiaban las mercancías más valiosas. Tenía fama de hombre afortunado, pero su buena suerte se debía más a la prudencia que a ninguna otra cosa. Nunca se equivocaba de camino. Incluso en las noches de otoño más oscuras, se movía por la breña con tanta seguridad como si caminara de día por un sendero bien conocido. «Husmeaba» el rumbo.

Era mi único conocido en el pueblo. Tiempo atrás, habíamos hecho juntos la mili. Había tropezado con él en Vilnius, por donde vagabundeaba sin encontrar trabajo desde hacía semanas. Él había ido allí a hacer unas compras. Cuando me vio sin blanca, me propuso que le acompañara hasta la frontera. No dudé ni un segundo. Una vez en Raków, me instalé en su casa, y ahora hacíamos por primera vez una faena. Él no quería llevarme consigo. Me decía que todavía tenía que descansar y recuperar fuerzas. Pero me empeñé en empezar inmediatamente.

El grupo de Trofida no era estable. Algunos muchachos se separaban para trabajar por su cuenta o como socios de otros contrabandistas. En su lugar, llegaba gente nueva y la faena seguía como antes. Trofida solía conducir entre siete y doce hombres, según la calidad de la mercancía que matuteaba.

Cuando vi a Trofida casi dos años después de haber acabado el servicio militar, apenas lo reconocí. Había adelgazado, tenía la piel curtida. Escondía ligeramente la cabeza entre los hombros como si temiera un golpe por la espalda en el momento menos pensado; siempre mantenía los ojos entornados. Y cuando lo miré de cerca, me llamaron la atención las arrugas de su rostro. Trofida había envejecido a pesar de que me llevaba sólo cinco años. Alegre como en los viejos tiempos, seguía siendo amante de contar chistes y hacer bromas, pero ahora lo hacía de mala gana, como a regañadientes. Sus pensamientos estaban en otra parte. Con el tiempo comprendería qué escondían los ojos entornados de mi compañero.

Caminábamos a través de campos y dehesas. Nuestros pies resbalaban sobre la hierba mojada, perdían el equilibrio en las trochas angostas y se hundían en los barrizales. Atravesábamos bosques, nos abríamos paso entre matorrales. Esquivábamos obstáculos —algunos que podíamos ver, y otros que sólo conocía Trofida—. De vez en cuando, tenía la sensación de que íbamos a la deriva, de que habíamos perdido el norte, de que nos habíamos extraviado… Por ejemplo, no hace mucho hemos subido por una cuesta empinada hasta la cima de una colina, donde un abedul de tronco blanquecino se destacaba en medio de las tinieblas. Ahora volvemos a encaramarnos a una colina por un terruño fangoso y, he aquí… el mismo abedul. He estado a punto de decírselo a Józef, pero no habría sido correcto.

Bordeamos a escondidas un pueblo. Distingo en la oscuridad los contornos grises de los graneros. Salvamos unas vallas. De vez en cuando, a unas decenas de pasos, emergen de la oscuridad los fuegos que arden en las ventanas de las casas. Intento no mirarlos, porque si los miro, la vista se me empaña y me cuesta guipar la silueta de Trofida. De golpe y porrazo, muy cerca, empiezan a ladrar los perros. Nos han olido a pesar de que no hay viento. Aceleramos el paso. Atajamos por un sendero embarrado. El sendero nos engulle los pies. Cada paso me cuesta un esfuerzo considerable. Tengo ganas de agacharme para coger con las manos las cañas de mis botas, porque se me caen a cada paso. Un perro nos persigue. Se ahoga con sus propios ladridos rabiosos. Pienso: suerte que no voy a la zaga. Al cabo de un rato oigo un aullido del perro. Le ha alcanzado una pedrada.

Volvemos a adentrarnos en la oscuridad. Nos abrimos paso entre la breña. Avanzamos hacia una lejanía misteriosa. De repente, me doy cuenta de que me he perdido…, de que ya no veo la portadera de Trofida. Corro hacia delante: nada. Tuerzo a la izquierda: nada. A la derecha: nada. De improviso, oigo detrás de mí la voz enfadada del Lord: «¿Por qué diablos das vueltas como una peonza?» Estoy a punto de llamar a Józef, cuando noto que alguien me agarra por el brazo.

—¿Qué te pasa? —me pregunta Trofida.

—La oscuridad… Me he perdido…

—Un trecho más y todo será más fácil —me contesta Józef, y sigue adelante.

Ahora se anda bien. Veo con claridad la mancha blanca y estrecha que titila delante de mí. No sé por qué me vienen a la cabeza palomas voladoras. Es Trofida, que se ha metido un pañuelo blanco detrás del cuello del chaquetón, dejando colgar una punta para que yo pueda seguirlo con más facilidad… A mi alrededor, no veo más que aquella mancha que aletea en la oscuridad. Ya levanta el vuelo hacia una lejanía tenebrosa, ya oscila justo delante de mis narices. El alcohol ha dejado de hacerme efecto y acuso un cansancio cada vez más grande. Y, al mismo tiempo, tengo un sueño que no veo. Acorto las correas de la portadera y sigo avanzando con la cabeza gacha en pos de aquel pañuelo blanco del cuello de Trofida que huye flotando en el aire hacia la noche infinita. Tropiezo, me tambaleo, pero camino, movido por la fuerza de la voluntad más que por los músculos.