MURCIÉLAGOS
La Navidad en Sainte-Marie pasó con el luto más estricto. Nadie estaba de ánimos para celebrar las festividades. Como no había clases, las alumnas se dedicaban a leer en silencio y las institutrices se reunían a hacer punto de cruz. Carmen y yo sabíamos que debíamos revisar cuanto antes los contenidos del cofrecito de Susana que había guardado en mi baúl, pero estaba cerrado.
—Apuesto a que la llave que le quitamos a la señorita Ricci puede abrirlo —dijo Carmen.
—¿Por qué lo dices? —pregunté.
—Mira la cerradura del cofrecito: si la memoria no me falla, hace juego con la del baúl. ¡Ni siquiera es más pequeña! Además… tiene las mismas aplicaciones que la llave.
—No tenemos nada qué perder ensayándola —repliqué.
Efectivamente, la llave que abría el baúl de Susana también abrió el pequeño cofre adornado. Salté alrededor de Carmen, felicitándola por ser tan ingeniosa y observadora. El cofre contenía una serie de objetos extraños que no quisimos tocar, entre ellos un puñal de piedra afilada y una botella con alguna sustancia pulverizada. Había también un libro negro sin ninguna inscripción en la cubierta.
—¿Crees que deberíamos abrirlo? —me preguntó Carmen.
—No lo sé —dije—. Me da una pésima sensación.
—¿Y si contiene pistas acerca del paradero de Susana?
—Susana podría estar en cualquier parte. No creo que un libro pueda contarnos dónde está en estos momentos.
—¿Qué sugieres que hagamos?
—Sugiero que le entreguemos el cofre con todos sus contenidos al padre Anastasio. Me sentiré más tranquila si es él quien lo revisa. Escondimos el cofre pequeño con el libro negro y el puñal de piedra en la habitación vacía donde nos habíamos escondido aquella mañana en que Susana había huido, hasta que pudiésemos ir a ver al padre Anastasio de nuevo.
—No quiero cargar más con algo de Susana —le dije a Carmen.
—Me parece muy sabio de tu parte —dijo mi amiga. Carmen y yo estábamos especialmente atentas al comportamiento del resto de nuestras compañeras. Nadie podía asegurarnos que Susana no le hubiese hecho a otra lo mismo que a Amalia… pero como todas estaban tan afectadas por su muerte, era muy difícil de saber. Carmen había guardado el diario con el resto de sus libros atesorados. Sabíamos que, de leerlo alguien más, pensaría que nuestra compañera se había vuelto loca. ¡Pobre Amalia! Esperaba que, al menos desde el cielo, pudiese ver cuánto la habíamos querido en realidad todos quienes la habíamos conocido. Lo más doloroso era pensar en lo sola que se había sentido en vida. ¡Y pensar que se veía tan alegre! Hubiese querido ser su amiga y hacerle ver lo especial que era. De todas las alumnas de Sainte-Marie, era la más sencilla y natural. En realidad, sí era como una niña pequeña. Muchas noches me quedé dormida llorando, sin poder dejar de pensar en ella y en todo lo que le había pasado. ¿Quién habría sido el hombre que Susana había designado para tan despiadado ultraje? ¿Qué tipo de ser habría sido capaz de hacerle algo tan espantoso a un ser indefenso? No habíamos tenido noticias de ataques en la región y, por lo tanto, tuvimos que suponer que Susana se había marchado a algún lugar lejano.
—Quizá quiera regresar por su libro y su cofrecito —apuntó Carmen—. Cuando se fue, no tenía modo de saber que no estaban dentro del baúl que no pudo abrir. Ay, me atormenta no entender a qué vino a Sainte-Marie ni por qué huyó…
—Yo no entiendo por qué fingió estar muerta.
—Tal vez no fingió estar muerta —dijo ella—. ¿No crees que sea posible que el agua bendita que le echaste encima y una segunda quemadura con el crucifijo le hayan hecho perder el sentido después de un rato?
—Todo es posible —dije—. Cuando de un demonio se trata, cualquier cosa puede esperarse. Quizá vino a Sainte-Marie porque vivir en un internado es una forma fácil de alimentarse. Tiene muchas víctimas de dónde escoger dentro de sus muros.
—Sí, pero casi todos los ataques ocurrieron en las granjas vecinas. Hasta ahora, que sepamos, sólo atacó a Amalia en Sainte-Marie —dijo ella.
—También trató de atacarme a mí… Por cierto, ¿qué crees que buscaba esa noche cuando revolvió mi habitación? —pregunté.
—Si no lo sabes tú, muchísimo menos yo —dijo Carmen.
—Me pregunto si se le habría perdido algo y pensó que yo lo tenía —dije.
—Espera, Martina… ¿Será posible que Susana Strossner haya venido a Sainte-Marie a buscar algo que tú tienes?
—¿Algo como qué? Susana y yo nunca nos habíamos conocido hasta el día en que llegó. Estoy segura de que la habría recordado si así hubiera sido. —No lo sé… Susana ha estado viva hace mucho tiempo… ¿Y si piensa que tú tienes algo que le pueda ser de gran utilidad?
—No se me ocurre qué pueda tener yo que pueda interesarle a Susana Strossner —dije.
—Pues yo de ti revisaría cada una de mis posesiones teniendo en mente esa posibilidad —sugirió mi amiga.
—Lo haré —dije—. Quizá el padre Anastasio haya podido descubrir algo que nos sea de ayuda.
—Oye, Martina… ¿No te dijo una vez Susana que no le gusta dejar lo que es de ella por ahí?
—Sí, así fue. ¿Por qué?
—Porque olvidó algunas cosas suyas acá en Sainte-Marie. Y, si vuelve por ellas… quisiera que, al menos, se lleve un disgusto —dijo Carmen.
—¿Qué propones que hagamos? —pregunté.
—Propongo que les prendamos fuego.
—No sabes cuánto placer me daría… pero no podemos correr el riesgo de incendiar todo Sainte-Marie.
—Ah, no. Me refería a que las quemáramos fuera del edificio —dijo Carmen.
—¡Hagámoslo! —dije.
Fuimos a la antigua habitación de nuestra enemiga y tomamos los trajes, libros y joyas que el cochero no se había molestado en empacar. Bajamos y sacamos tres botellas de brandy de la cocina, y apilamos los vestidos y los libros en la parte trasera del edificio junto al estanque. Empapamos todo con el brandy y le prendimos fuego. Cuando estuvimos seguras de que todo estaba ardiendo debidamente, rompimos la capa de hielo que se había formado en la superficie del estanque y lanzamos allí las joyas. Después, salimos corriendo y subimos a la habitación de Susana para disfrutar del hermoso espectáculo, en medio de la noche invernal, una fogata consumía los tesoros que Susana había dejado en Sainte-Marie. Carmen y yo celebramos comiéndonos una caja entera de chocolates en nuestra habitación.
—Feliz Navidad, Carmen —dije.
—Feliz Navidad, Martina —dijo ella.
Durante la madrugada cayó una densa capa de nieve que cubrió toda la evidencia de nuestras actividades de la noche anterior. Tardarían mucho en darse cuenta de que la habitación de Susana estaba completamente vacía y, para cuando lo hicieran, siempre podíamos recordarles la presencia del merodeador.
Algunos días después recibimos una carta del padre Anastasio en la que decía que tenía que vernos con urgencia. Como las clases seguían en receso, no tuvimos ningún inconveniente en que nos dejaran ir. Yo inventé que quería llevarle un presente al padre Anastasio y, por ello, necesitábamos ir en coche. En él pusimos el pequeño cofre de Susana envuelto en uno de mis mantos y una tarta que le envió la cocinera de Sainte-Marie. La señorita Ricci nos pidió que invitásemos al padre Anastasio y a Damián a pasar el día de Reyes en el internado y nos dio una botella de fino licor para que se la llevásemos. Como los días se habían hecho tan cortos y las noches tan largas, convinimos en que regresaríamos a Sainte-Marie al día siguiente. Pasaríamos la noche en la biblioteca adyacente a la parroquia del padre Anastasio.
Cuando llegamos, partimos la tarta y nos calentamos junto al fuego de la cocina con tres pequeñas copas del oporto que le había enviado la señorita Ricci al padre Anastasio.
—¡Salud! —dijo Carmen.
—¡Salud! —dijimos el padre Anastasio y yo.
Le contamos al padre cómo habíamos quemado algunas cosas que el vampyr había dejado en Sainte-Marie, y aplaudió nuestro acto.
—No es ni la más ínfima parte de lo que nuestra enemiga se merece —dijo—, pero tendremos que conformarnos con nuestras pequeñas victorias de momento.
Luego, Carmen y yo procedimos a relatarle lo que habíamos descubierto en el diario de Amalia mientras el pobre padre derramaba lágrimas de ira y dolor.
—Aceptaré la invitación de pasar el día de Reyes en Sainte-Marie. Será una buena ocasión para realizar un largo ritual de protección… Ese internado necesita de toda la ayuda que los cielos le puedan dar para evitar que el vampyr pueda volver a hacer tanto o más daño en él. No sé si sirva de mucho, porque nuestra enemiga es sumamente poderosa, pero… no tenemos nada que perder y mucho que ganar. He debido ir a darle muerte a ese demonio mientras era posible; no sé si algún día pueda perdonarme haber sido tan confiado —dijo el padre.
—Es demasiado tarde para lamentarnos, padre Anastasio… —dije, enjugándome las lágrimas—. Ahora sólo nos queda esperar que Dios nos conceda una justa venganza.
—Tenemos que encontrar a Susana —dijo Carmen.
—Querrás decir… Erzsébet —dijo el padre Anastasio.
—¿Cómo ha dicho, padre? —pregunté.
—¡Erzsébet! —dijo el padre—. ¡Ese es su verdadero nombre!
Carmen y yo nos quedamos mirándolo a la espera de una aclaración.
—He estado tratando de descifrar el lenguaje de ese libro desde que me lo entregaron —prosiguió el padre— y no puedo decir que tal labor no me haya sacado más canas de las que tengo. Aunque no he podido comprender mucho de la historia que cuenta, sí he encontrado algunos datos interesantes. De todos ellos, el más interesante es el nombre que, aunque perdido dentro del enredijo que ha formado el autor con el lenguaje, sigue apareciendo una y otra vez. Ese nombre es Erzsébet, y es el nombre de nuestro vampyr.
Carmen se había quedado muda.
—Pero… ¿por qué…? —comencé a preguntar yo.
—¿Que por qué ha adoptado otro nombre? —preguntó el padre—. ¿No harías tú igual si ya hubieras muerto y después te hubieras levantado de la tumba convertida en un vampyr? Esa mujer fue condenada a morir en una celda por sus crímenes. Según lo poco que pude sacar del libro, no era precisamente una mujer del montón. Estoy convencido de que el vampyr en cuestión pertenecía a la nobleza.
—Erzsébet —dijo Carmen, y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
—¿Qué más descubrió, padre Anastasio? —pregunté.
—Otra palabra que sigue apareciendo es Csejthe —dijo el padre—. He llegado a la conclusión de que podría ser el nombre del horripilante varón que aparece dibujado en las láminas.
—¿Dónde he visto yo ese nombre antes? —pregunté.
—Tal vez dentro del mismo libro, Martina —dijo Carmen.
Tenía sentido. Aun así, yo no me había detenido a leer nada porque no había entendido el lenguaje. Sabía que había observado las láminas con mucha atención, pero no recordaba haber reconocido ninguna palabra cuando estaba hojeando el libro.
—Estoy casi segura de haberlo visto en otro lugar —afirmé.
—Ya lo recordarás —dijo el padre Anastasio.
—¿Logró interpretar algo más de los contenidos del libro, padre? —preguntó Carmen.
—No estoy completamente seguro de ello, pero me parece que hay una especie de acertijo al final. Es un fragmento más parecido al latín que el resto del documento… es extraño. He apuntado en un papel lo que creo sería una interpretación correcta de sus líneas —dijo, y se levantó de su asiento para tomar algo que estaba dentro de un libro que reposaba sobre el mesón. Era una hoja de papel—. Aquí lo tengo —agregó, ajustándose los anteojos—. El acertijo es el siguiente: Cinco son los pedazos que evocan su sufrimiento. Grande fue el tormento que encerraba su pasión. Al reunirse los cinco acabarán los lamentos. Si atravesaran el fondo de su oscuro corazón.
—¿Qué querrá decir eso? —preguntó Carmen.
—¡Sólo Dios lo sabe! —dijo el padre Anastasio—. Sin embargo, quiero que lo meditéis en la medida que os sea posible. Creo que debe ser de gran importancia. Me tomé la libertad de haceros una copia a cada una.
—Cinco pedazos… —dije—. ¿Cinco pedazos de qué?
—Quién sabe si algún día podamos comprender de qué se trata este acertijo. Espero que así sea —dijo Carmen.
—Mientras tanto —dijo el padre Anastasio—, ¿por qué no me enseñáis el cofre de… Erzsébet?
—Ay, padre, casi prefiero que la llame el vampyr. Ese nombre me estremece —dije.
—Será porque tu alma presiente todo el mal que encierra su dueña —dijo él.
Carmen puso el cofre sobre el regazo del padre Anastasio y le dio la llave para que él lo abriese. El padre Anastasio se quedó observando los contenidos y pidió:
—Martina, hija, alcánzame la botella de agua bendita que está sobre el escritorio, ¿quieres?
Se la pasé, y él salpicó el cofre por dentro y por fuera con agua bendita en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Luego extrajo el libro de su interior y lo abrió.
—¡Mi Dios nos ampare! —exclamó el padre de repente, soltando el libro—. ¡Es una Biblia negra!
—¿Una qué? —preguntó Carmen aterrorizada, dándose la bendición y saltando sobre su silla.
—Es lo contrario a las sagradas escrituras, hija —dijo el padre Anastasio, temblando—. Una Biblia, pero dedicada a Lucifer. Muchas veces había escuchado hablar de este libro, pero nunca había visto uno. Está lleno de invocaciones al demonio y de horrendos rituales para ganar su favor… ¡Se me pone la piel de gallina!
Yo estaba muda del miedo, pegada al espaldar de mi silla. Sólo atiné agarrar mi crucifijo con fuerza.
—¿Qué va a hacer con todo eso, padre? —preguntó Carmen.
—Lo mismo que vosotras dos hicisteis con todas las pertenencias del vampyr —dijo él—. ¡Vamos a prenderle fuego a este cofre con todos sus contenidos ahora mismo!
No había terminado de decir eso cuando ya estaba levantándose y dirigiéndose al jardín.
—¡Seguidme! —gritó, cruzando el umbral de la puerta y sin mirar atrás.
—Pero… ¡padre Anastasio! —exclamé—. ¡Ese puñal de piedra jamás se quemará!
—¡No importa! —gritó el padre—. Al menos arderá un rato en las llamas… ¡donde pertenece!
Seguimos al padre al jardín, y él puso el cofre sobre un banco de guijarros. Acto seguido, desapareció unos segundos y volvió con los implementos necesarios para incinerarlo.
—Es hora de que estos objetos sean purificados por medio del fuego —dijo el padre en medio de su agitación—. En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo…
El padre Anastasio se alejó del cofre una vez este y sus contenidos comenzaron a chamuscarse. Un humo azabache y viscoso se desprendió de las llamas, ascendiendo lentamente hacia las nubes. De repente, vi a lo lejos una sombra oscura y borrosa acercándose hacia la parroquia desde el Norte por el firmamento.
—¿Qué es eso? —grité, señalándola.
—¿Qué cosa? —preguntó Carmen.
El padre Anastasio y Carmen miraron hacia el punto que yo les mostraba en el cielo.
—¡Corred! ¡Pronto! ¡Entremos a la iglesia! —exclamó el padre Anastasio. La mancha difusa avanzaba hacia nosotros cada vez más rápidamente. Aterrados, los tres nos echamos a correr hacia la puerta, pero no fuimos lo suficientemente ágiles. La sombra había ganado distancia y ya estaba encima de nosotros. En medio de la carrera, el padre Anastasio tropezó, y Carmen y yo lo ayudamos a incorporarse. El pánico había entorpecido nuestros movimientos y, para cuando logramos emprender nuestra huida de nuevo, ya era demasiado tarde: antes que pudiéramos refugiarnos dentro de la iglesia, estábamos envueltos en una nube de murciélagos.
No podía ver más allá de mis narices. Los murciélagos revoloteaban a mi alrededor, azotándome con sus alas y chillando en mis oídos.
—¡Auxilio! ¡Martina! ¿Dónde estás? —escuché que me llamaba Carmen a gritos.
—¡Aquí estoy! ¿Dónde estás tú? ¿Dónde está el padre Anastasio? —respondí a los alaridos, mientras intentaba cubrirme la cara y el pelo.
—¡Quitádmelos! ¡Quitádmelos de encima! —vociferaba el padre Anastasio desde un lugar indeterminado.
En medio de nuestros propios gritos y sacudiéndonos los animales de encima, logramos entrar a la parroquia. Cerramos la puerta de vidrio del patio, escondiéndonos detrás de ella.
—¿Estáis bien? —preguntó el padre Anastasio tratando de recuperar el aliento y apoyándose contra el cristal. Estaba completamente despelucado y tenía las antiparras torcidas.
Yo asentí, con una mano en el pecho y la otra sobre el estómago: a duras penas si podía respirar. Carmen estaba temblando de pies a cabeza y mirando al padre con los ojos abiertos de par en par. Los tres nos quedamos parados al lado de la puerta. Los murciélagos habían invadido cada centímetro del patio. Estaban como enloquecidos, estrellándose contra los ventanales de la iglesia.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunté aterrorizada.
—¡Es el demonio que ha venido en la forma de criaturas de la noche! —gritó el padre Anastasio—. ¡Venid conmigo!
El padre tomó varias hostias bendecidas y, pulverizándolas con los dedos, las esparció por todo el contorno interior de la iglesia. Luego, tomando agua bendita, salpicó todas las ventanas y las paredes.
—¡No se van, padre! —dijo Carmen—. ¡Han rodeado toda la iglesia! ¡Tengo miedo de que rompan los cristales de las ventanas y se metan!
—Padre Anastasio, si vinieron atraídos por la esencia de la Biblia negra… ¿no podremos espantarlos con humo bendito? —pregunté.
El padre Anastasio me miró, sorprendido.
—¿Humo bendito? —preguntó.
—Sí, humo bendito que salga de la chimenea de la iglesia. ¡Tenemos que contrarrestar el humo maldito que sale del cofre!
—¡Tienes razón, hija! —exclamó el padre—. Carmen, ¡remueve las brasas de la chimenea! Martina, ¡tráeme el maletín que está al lado del escritorio! Corrí a traérselo mientras Carmen reavivaba las llamas. El padre Anastasio roció las brasas con agua bendita, elevando una oración. Luego revolvió polvo de hostias con vino de misa en la copita de plata que extrajo del maletín y regó la mezcla sobre las llamas, pidiendo a Dios y a los arcángeles que expulsaran al enemigo. Repitió la operación varias veces, hasta que se acabó la mezcla.
Cuando volvimos a mirar por la ventana quedamos atónitos: no había un murciélago fuera de la iglesia. El humo negro había desaparecido y sólo cenizas quedaban en el lugar en donde había estado el cofre.
—No sé qué decidáis vosotras, pero yo no pienso salir de aquí a comprobar que todo se haya incinerado propiamente —dijo el padre Anastasio. Carmen y yo sonreímos con alivio. Caímos desplomados cada uno sobre su silla, mirándonos las caras.
—Nos hemos salvado una vez más —dijo Carmen.
—Así ha sido —dijo el padre Anastasio—. ¡Qué buena idea tuviste, hija! Si no hubiésemos hecho lo que acabamos de hacer, seguiríamos estando rodeados de murciélagos.
Sonreí, guiñándole un ojo:
—Estoy aprendiendo de mi maestro —dije.
Cuando nos recuperamos del susto, una fina lluvia caía en el pueblo.
—¿Alguien tiene hambre? —preguntó el padre Anastasio.
—Podría comerme toda la alacena de Sainte-Marie —dijo Carmen. El padre Anastasio puso agua a hervir en el fogón y yo comencé a pelar unas patatas. Carmen dispuso la mesa, y nos sentamos a esperar que la cena estuviera lista tomando un vaso de vino caliente con canela y azúcar.
—No sé si mi pobre corazón vaya a poder soportar este ritmo de vida —dijo Carmen.
—Lo soportará —dijo el padre Anastasio—. Los tres soportaremos todo lo que venga. Grande es nuestro enemigo, pero Dios está con nosotros.
—Que así sea —dije.
—Que así sea —dijo Carmen.
Durante la cena, conversamos un poco más acerca del cofre del vampyr y el libro que hablaba de su vida.
—¿Por qué tendría ella una Biblia negra? —pregunté.
—Apostaría lo que fuera a que la tiene desde antes de convertirse en vampyr —dijo el padre Anastasio—. ¡Tal vez fue por medio de un pacto con el demonio que llegó a levantarse de la tumba transformada en una criatura que bebe sangre humana!
—Y… ¿si bebía sangre humana antes de morir? —preguntó Carmen.
—Por lo pronto, se bañaba en ella —respondí.
—Erzsébet era un demonio aun antes de ser vampyr —dijo el padre Anastasio. Estoy seguro de que podemos averiguar más de su vida por otras fuentes.
—Tal vez… ¿pero dónde? —pregunté.
—Los nombres que aparecen en el libro son húngaros —dijo Carmen.
—Quizá sea esa la tierra natal de Erzsébet.
—A menos de que el autor fuera húngaro y hubiese escrito los nombres en su idioma —dije yo.
—Cierto —dijo Carmen—. Aun así, es la única pista que tenemos.
—Y siendo así, la seguiremos —dijo el padre Anastasio.
Carmen y yo volvimos a hojear el libro después de la cena. No había mucho que pudiese entenderse. Había unos pocos nombres en húngaro, pero el resto del lenguaje era esa extraña mezcolanza de lenguajes, y habría dado igual que estuviese escrito en chino. Poco después nos fuimos a dormir, y partimos en la mañana. El padre Anastasio le envió un Cristo de plata a la señorita Ricci junto con una nota en la que aceptaba su invitación para pasar el día de Reyes en Sainte-Marie.
—Hasta enero, padre —dije.
—Hasta enero, hijas. Que Dios os acompañe.
El tiempo pasó rápidamente hasta que volvimos a ver al padre Anastasio. Para el 6 de enero, los ánimos de Sainte-Marie se habían levantado un poco. Las fiestas transcurrieron tranquilamente y el padre Anastasio pudo realizar el ritual de protección de Sainte-Marie sin inconvenientes. Desde ese día, el sol brilló con fuerza todos los días en el internado. Un par de meses después, la señorita Krumlauf descubrió que el cuarto de Susana Strossner estaba vacío. Ella y las otras institutrices asumieron correctamente que había sido desocupado pocos días después que se hubieran llevado a Susana y, como era lógico, pensaron en el merodeador.
—¡Estoy segura de que el merodeador era un gitano! —le había dicho Gertrude a Marie—. ¡Todos son ladrones!
Según nos contó Marie, la señorita Krumlauf estuvo bastante nerviosa un par de días pero la señorita Ricci jamás mencionó que fuese responsabilidad suya. Ella misma había perdido una llave que le pertenecía a Susana, y todo el personal lo sabía. Las clases continuaron y las alumnas no se enteraron del suceso.
Se acercaba la fecha en que Carmen y yo partiríamos de Sainte-Marie y ya se presentía, por fin, la llegada de la primavera. Marie y Juanito estaban planeando su boda para comienzos de mayo: ya casi habían terminado de construir su cabaña, y nuestra amiga estaba feliz. Yo estaba bastante preocupada de no tener noticias del señor Locke. Debía haber vuelto a Sainte-Marie hacía un par de meses, y se me ocurrió la idea espantosa de que algo le hubiese ocurrido. Le había escrito tres cartas sin recibir ninguna de vuelta. Cuando ya presentía lo peor, recibí una misiva de su parte con fecha del mes anterior. Sentí un gran alivio, y me retiré a la habitación a leerla:
5 de marzo de 1880.
Estimada señorita Székely:
Le he enviado varias cartas y no he obtenido respuesta de su parte. Espero que todo esté bien en Sainte-Marie y que goce usted de excelente salud. Como le decía en mis cartas anteriores, he tenido algunas dificultades poniendo sus papeles en orden, especialmente algunos títulos de propiedad. He recibido la visita del abogado de una señorita que reclama una de sus propiedades. Venturosamente, he logrado demostrar ante el juzgado que la propiedad le pertenece a usted, y todo está bajo control. Todo el tiempo tuve la extraña sensación de que se trataba de una estratagema de sus primos para robarle a usted parte de lo que le pertenece… Como era de esperarse, el abogado de la señorita no ha podido mostrar ningún título de propiedad auténtico y ha sido el hazmerreír del juzgado.
Me dispongo ahora a terminar de hacer algunos trámites en París, y luego me dirigiré a Suiza para verla a usted. Por favor, escríbame cuanto antes. Necesito saber que se encuentra usted bien.
Suyo,
STUART LOCKE.
¡Gracias a Dios había recibido esa carta! El señor Locke estaba sano y salvo. Era extraño que no hubiese recibido ninguna de sus cartas anteriores ni él las mías. Aun así, con el invierno tan crudo que habíamos tenido, me daba por bien servida de haber recibido la última. Así que el señor Locke había recibido la visita de un abogado que quería reclamar una de las propiedades para su clienta… Yo no entendía nada de eso y, entre menos supiese, mejor. Lo que sí esperaba era que los truhanes de mis primos no estuvieran tratando de tenderme alguna trampa para dejarme en la ruina. A finales del mes de abril recibí la esperada visita de mi abogado.
—¡Señor Locke! No sabe lo contenta que estoy de verlo —exclamé—. ¿Recibió mi respuesta a su última carta?
—Sí señorita Székely. Afortunadamente. Ya estaba empezando a preocuparme por usted. Con su familia rondando su herencia… nunca se sabe —dijo él.
Merendamos juntos y me puso al tanto de todos nuestros asuntos pendientes. El señor Locke ya había completado la transferencia de todos los bienes de mi tía Verónika a mi nombre y brindamos por ello con buen vino.
—Ahora ya puede usted darse la vida que se merece, señorita Székely —dijo el señor Locke.
—Espero que usted sepa hacer igual, señor Locke —le dije, observando el raído traje que llevaba—. La próxima vez que lo vea, no aceptaré que no lleve usted un traje nuevo.
—En ese caso, deberá usted tener muchos vestidos a la moda, señorita Székely.
Ambos reímos y hablamos un rato acerca de mis padres. El señor Locke dijo que mi madre había sido una mujer muy hermosa y muy amable.
—Espero que pueda usted encontrar un hombre tan bueno como lo fue su padre para su señora madre —dijo.
—Yo nunca quiero casarme, señor Locke —dije.
—¿Está usted hablando en serio, señorita Székely?
—Sí, señor Locke. Muy en serio. Todos los hombres que he conocido son unos perfectos tontos. Además, quiero dedicarme a recorrer el mundo sin restricciones de ninguna clase.
Él suspiró y dijo:
—Tal vez haga usted bien, señorita Székely. No dudo que habrá muchos canallas que quieran aprovecharse de su fortuna.
—Por eso no se preocupe, señor Locke. Si usted no le cuenta a nadie cuan rica soy, yo tampoco lo haré —dije.
—Puede usted contar con ello —me aseguró él.
Acordamos un sueldo mensual para el señor Locke que estuviera en proporción con mi riqueza. Como era de suponerse, él quería pagarse mucho menos, y tuve que insistir mucho para que accediera a recibir lo que yo consideraba apropiado. Quedé muy contenta y él, aunque apenado, también.
—Usted es uno de los pocos amigos que tengo y yo quiero que todos mis amigos tengan una vida holgada y feliz. El señor Locke pareció enternecerse.
—En ese caso, debe usted venir a visitarnos a mi esposa y a mí en el otoño. Tengo una hija pequeña que estará feliz de conocerla.
Acepté encantada. Quedamos en que los visitaría con Carmen en octubre, y después iríamos a hacer un recorrido de las propiedades que había heredado de mi tía Verónika. El señor Locke pasó la noche en Sainte-Marie como la vez anterior y partió temprano en la mañana. Ya que podía disponer de toda mi fortuna, hice una gran donación a Sainte-Marie-des-Bois para que pudiesen reparar los daños que un invierno más crudo de lo habitual había causado. El proyecto demoraría bastante, pero valdría la pena. La señorita Ricci estaba visiblemente conmovida.
—Quién iba a pensar que nuestra oveja negra iba a convertirse en una luz para este internado… —dijo, palmeándome la mano con afecto. Aproveché para preguntarle si había vuelto a comunicarse con los padres de Susana Strossner.
—No he tenido noticias de ellos. Asumo que los restos de Susana llegaron bien a Polonia, de lo contrario ya nos habrían escrito.
Carmen y yo nos turnábamos velando cada noche desde que habíamos vuelto a compartir una habitación. Aun así, no recibimos ninguna sorpresa desagradable. Parecía que el vampyr se había esfumado de nuestras vidas definitivamente. Si no echaba en falta su libro y su cofrecito, era posible que no tuviese motivos para volver… a menos que el motivo por el que hubiese aparecido en primer lugar siguiera teniendo vigencia. Juanito y Marie se casaron un hermoso domingo de mayo en la granja vecina. Varias personas de Sainte-Marie asistieron, y fue el padre Anastasio quien ofició la ceremonia. Marie estaba hermosa y feliz, y Juanito tenía el amor pintado por toda la cara. Tuve que admitir que hacían una linda pareja. Después de la boda hubo una gran fiesta en la que por fin pude escuchar la maravillosa música de los campesinos y bailar con chicos que no fueran pretenciosos. Carmen se convirtió en el alma de la fiesta: aprendió los pasos del baile con tanta rapidez que al final de la celebración lo hacía tan bien como las lugareñas y todos los chicos se peleaban por bailar con ella. Definitivamente, mi amiga había sido una gitana en otra vida.
Me senté a conversar con el padre Anastasio mientras Marie y Juanito se miraban a los ojos bajo el sol primaveral, bailando al compás de una polka.
—Pronto nos iremos de Sainte-Marie, padre Anastasio —le dije.
—¿Ya sabes dónde vas a vivir, hija? —me preguntó.
—Aún no. Tengo mucho que hacer antes de decidirlo. Pero quiero asegurarle que vendré a visitarlo con frecuencia a Valais. Tal vez incluso pueda tentarlo con un merecido retiro…
—¿Retirarme? ¿Yo? ¡Jamás! —dijo el padre Anastasio—. He sido el cura párroco del pueblo hace más de setenta años, hija. ¿No es un poco tarde para que deje de trabajar?
Tuve que reír.
—Además… —prosiguió— ¿quién le echará un ojo a Valais si yo no estoy aquí? Tenemos que estar alerta en caso de que Erzsébet quiera regresar. Nos escribiremos todas las semanas.
Estuve de acuerdo con que así fuera. Marie no regresaría a trabajar a Sainte-Marie desde ese día. Me había asegurado de que ella y Juanito nunca tuvieran que volver a trabajar si no lo deseaban. Aun así, ellos habían decidido dedicarse al pastoreo, y Carmen y yo prometimos ir a visitarlos a ellos y a sus cabras todos los fines de semana mientras siguiéramos en la escuela. La boda fue una hermosa celebración de la que regresamos a Sainte-Marie con las mejillas sonrosadas de tanto reír y bailar.
—Y este es sólo el comienzo del feliz resto de nuestras vidas —le dije a Carmen.
Cuan poco sabía todo lo que el futuro habría de depararnos. Aunque la primavera había llegado a Valais, un oscuro enemigo había dejado su huella en nuestras vidas, y la historia apenas comenzaba.