DESCANSA EN PAZ
El sol que se extendía sobre el paisaje nevado de Sainte-Marie contrastaba con la fresca herida que Susana había dejado dentro de sus muros antes de partir. Un refulgente rayo de sol se había colado a través de la espesa capa de nubes antes que los demás para caer justo donde había estado una vez mi árbol. Poco a poco, el cielo había comenzado a despejarse, y el hielo que cubría los jardines se había convertido en el espejo del más hermoso espectáculo de invierno. El denso cortinaje de nubarrones se había descorrido por fin para enseñarnos los Alpes cubiertos de nieve. El vampyr se había marchado. Se había llevado sus baúles y había dejado a Amalia de Piñérez muerta en su cama. Carmen y yo la habíamos encontrado demasiado tarde. Nunca podré olvidar con cuánto dolor dejó este mundo, ni sus desgarradores gritos cuando tratamos en vano de salvarla administrándole el medicamento del padre Anastasio. Amalia se retorcía, profiriendo maldiciones y blasfemando en contra de Dios y todos sus santos con sus últimos hálitos de vida, mientras yo presionaba un paño empapado con el remedio contra la casi imperceptible mordedura que tenía en el cuello. De no haber sabido cómo atacaba Susana, yo misma no la habría notado. Sus ojillos tiernos se habían transformado en dos ardientes tizones llenos de odio y maldad, y expiró entregando su alma a Lucifer. Fue Carmen quien reunió el valor de cerrar sus párpados, y ambas nos sentamos a llorar junto al lecho de muerte de la que antaño hubiese sido la animada chiquilla que siguiera a Regina Bailey por los corredores del internado. La señorita Krumlauf entró a la habitación de Carmen horas después, cuando esta última y yo ya nos habíamos despojado de nuestros hábitos y simplemente mirábamos a Amalia, incapaces de movernos.
El cochero de los Strossner había ido por el cuerpo de Susana esa madrugada. Nos habíamos engañado pensando que no se lo llevarían hasta la primavera.
—¡En cuanto nos libramos de un cadáver, Dios nos manda uno nuevo! —le había susurrado Gertrude a Natalie.
Habían mandado llamar al médico del pueblo. Según él, Amalia de Piñérez había muerto de anemia: tenía todos los síntomas de quien ha perdido mucha sangre pero no había señales de que hubiese sufrido ninguna hemorragia. Sólo Marie, Carmen y yo sabíamos qué había ocurrido en realidad. También sabíamos lo que tendríamos que hacer al anochecer para procurarle descanso eterno al alma de Amalia. Pensamos en esperar a que viniese el padre Anastasio, pero era demasiado doloroso imaginar a Amalia convertida en un vampyr sediento de sangre encerrado en una tumba provisional mientras que su espíritu sufría los tormentos del infierno. Además, después de lo ocurrido con Susana, no podíamos darnos el lujo de fiarnos del sencillo grabado del ataúd. Mientras hubiese otro vampyr en el mundo, siempre existiría la posibilidad de que la bestia que yaciera adentro de él fuese liberada, causando más muerte y sufrimiento. ¿Cuánto tiempo habría estado libre Susana? ¿Habría atacado a alguien más fuera de Amalia?
Según Natalie le había contado a Marie, los padres de Susana habían enviado un ataúd nuevo para su hija. Gertrude había acompañado al cochero a la cripta y, por extraño que pareciera, la pesada lápida de mármol y la tapa del ataúd de Susana ya habían sido retiradas. El cochero había insistido en que él mismo lo había hecho minutos antes y, como los polacos tenían modos tan extraños, Gertrude había terminado por creerle. No había podido evitar echarle un vistazo al cuerpo de la difunta antes que la pasaran al nuevo ataúd: la chica lucía tan fresca y hermosa como cuando había llegado al internado y las lesiones de su rostro habían desaparecido. Quizá, después de todo, sí hubiera sido una especie de santa en vida. El cochero había recogido los efectos personales de Susana con tanta rapidez que nadie había podido asistirlo en su labor y había partido antes que la señorita Ricci encontrase la llave del baúl que con tanto esmero había guardado desde la muerte de su pupila. Natalie decía que Susana la llevaba colgada del cuello y la señora Riedel se la había retirado al morir.
Me pregunté si debía dársela a Marie para que la devolviera a la habitación de la señorita Ricci, pero llegué a la conclusión de que debía guardarla de momento.
—No sé por qué el cochero llevaba tanta prisa; traté de alcanzarlo para decirle que olvidaba varios vestidos de la señorita que estaban en el armario y algunos libros y joyas que se habían caído al suelo pero él no hizo caso. Lo último que dijo fue que el tiempo iba a mejorar en unas horas… ¡Algo sabrán esos polacos! ¡Mire usted cómo refulge el sol! Quizá por eso deseaba partir tan pronto; en Valais nunca se sabe cuándo van a volver a hacerse inaccesibles los caminos —había agregado Gertrude.
Nadie se había enterado de nuestras andanzas de la noche anterior. Las maestras y las alumnas estaban verdaderamente destrozadas esta vez. Amalia de Piñérez había contado con el afecto real de todo Sainte-Marie, y su muerte era un verdadero golpe para todas nosotras, en especial para Carmen y para mí, quienes no sólo conocíamos las verdaderas causas de su muerte sino que también nos responsabilizábamos de ella por nuestra falta de atención. Después de todo, éramos las únicas que sabíamos que había un vampyr durmiendo en la capilla del internado. Esa tarde nos ofrecimos a ayudar a poner las cosas de Amalia en orden. La señorita Krumlauf nos acompañaba sin dejar de sollozar un segundo. Interrumpía su llanto sólo para gritar «¡Amalia! ¡Pobre niña mía!», y caer en un estado de ahogada desolación una y otra vez. Apenas unas horas habían pasado hasta que recordé al antiguo merodeador de Sainte-Marie. Lo había olvidado ya que no se le había vuelto a ver y, ahora que Susana se había levantado de la tumba para marcharse, me daba golpes de pecho por semejante descuido. Debía ser él quien la había sacado de la cripta. Tenía que ser él. Había llegado a Sainte-Marie sólo un día después de Susana, y su presencia era tan extraña como la de la primera. Tal vez era el mismo cochero que había descargado sus baúles, y nunca se había alejado del internado realmente. Quizá acampaba en el bosque y había aprovechado la primera oportunidad para liberar a Susana del encierro. ¿Cómo podíamos haber sido tan confiadas?
—No creo que la señorita Ricci se niegue a permitir que nos mudemos juntas a otra habitación después de esta tragedia —dijo Carmen.
Esperaba que mi amiga tuviera razón. Tener que dormir solas en semejante estado de terror habría sido más que inhumano.
—Hablaremos con ella esta misma tarde —le dije.
Me partía el corazón el ver las cosas de Amalia de Piñérez dispuestas por toda la habitación. Tenía una cajita de música con una bailarina diminuta de porcelana que giraba sobre su eje. Cuando Carmen la abrió, me hizo llorar.
—Ciérrala, ¿quieres? —le pedí.
—Lo siento —dijo mi amiga y ambas guardamos un profundo silencio. Regina no había tenido el valor de pasar por la habitación de Amalia. Después de haberse dado el lujo de no apreciar durante años la lealtad de su amiga, se había dado cuenta de cuánto la adoraba. Estaba deshecha. Nunca había visto a Regina expresar emociones tan sinceras, y nunca me la habría imaginado sumida en tan profundo dolor si no la hubiese visto con mis propios ojos. Había llorado ininterrumpidamente dos horas en mi regazo después de enterarse de la muerte de su amiga en la mañana. En esos momentos me sentí muy cerca de la pobre Regina y viví su pena como si fuera mía. Bueno, en realidad lo era tanto o más.
Regina había dicho que Amalia había estado comiendo menos que de costumbre los días anteriores, lo que explicaba el diagnóstico del médico del pueblo. Todas se preguntaban si Amalia intentaba imitar los hábitos alimenticios de Susana Strossner. Después de escribir a los padres de la difunta, la señorita Ricci nos había dado un largo discurso informándonos que las alumnas que se negaran a comer todos sus alimentos serían enviadas a casa de inmediato. No iba a permitir que la reputación de Sainte-Marie decayera por la necedad de unas cuantas chicas que, Dios sabía por qué, habían decidido dejar de alimentarse. Mientras metía los libros ilustrados de Amalia en una caja de madera no podía contener las lágrimas, y no sabía qué primaba más en mí, si la rabia o el dolor.
En un momento determinado, la voz de Carmen me sobresaltó:
—Aquí está el diario de Amalia —dijo—. ¿Lo ponemos en esa caja también? Tomé el diario de Amalia entre mis manos y un escalofrío me recorrió.
—Carmen, no sé cómo explicar lo que siento, pero creo que debemos dejar este cuaderno por fuera —dije.
—¿Y hacer qué con él? —preguntó Carmen.
—No lo sé, pero… por alguna razón me parece muy triste que toda Amalia quede guardada en cajas. Este es un pedazo de ella que, en cierta forma, continúa estando vivo. Me gustaría conservarlo, aun cuando fuera por un tiempo.
—Haz lo que sientas, Martina. Yo no me creo capaz de discernir entre lo que está bien o está mal en este momento —dijo Carmen.
Así pues, me llevé el diario de Amalia a mi habitación y lo metí en mi baúl junto con el libro de Susana, el cofrecito y la llave que le habíamos quitado a la señorita Ricci. Inmediatamente después me lavé; había estado en la habitación de Susana y sentía que había quedado impregnada de su suciedad.
Abrí la cortina de mi habitación y dejé que la luz solar inundara cada rincón de la estancia. Me senté a calentarme un rato frente a la ventana, observando los restos de mi árbol en descomposición. Tal vez esa misma noche Amalia se les uniría a él y a mi tía Verónika en el paraíso. Todo dependía de que Carmen y yo fuésemos capaces de llevar a cabo la penosa tarea que había recaído sobre nuestros hombros. Tomé el enorme cuchillo de carnicero que Marie me había dado, lo envolví en un chal, y me eché a llorar sin consuelo sobre la cama hasta que cayó la noche. Carmen y yo nos encontramos en medio de la oscuridad vistiendo nuestros pesados hábitos de monje. Parecía demasiado pronto para tener que usarlos de nuevo. El hielo se había derretido con los tibios rayos del sol de la tarde y esta vez sí nos habíamos puesto nuestras botas. Nuestros pies se hundían en el barro mientras nos encaminábamos a la cripta de la capilla. Habíamos sellado el ataúd de Amalia con la cruz Patriarcal en cuanto la habían metido en él después de la misa para evitar que escapase. Su cuerpo no estaba siendo velado: la moral de todo Sainte-Marie estaba por el suelo y nadie había tenido las fuerzas para quedarse acompañándola aquella noche; la sorpresa y el dolor eran demasiado agobiantes tanto para las alumnas como para las institutrices. Era seguro que los padres de Amalia enviarían por sus restos para llevarlos a España y, por lo tanto, se había repetido la misma operación que antes se hubiera realizado con Susana: Amalia descansaría en la cripta de la capilla hasta que vinieran por ella.
Carmen y yo entramos en silencio a la capilla y cerramos la puerta detrás de nosotras. Era yo quien cargaba la alforja que contenía los implementos necesarios para liberar el alma de la buena Amalia. Bajamos los escalones que llevaban a la cripta, adentrándonos en la lúgubre y húmeda atmósfera que en ella se respiraba. Nunca había tenido tanto miedo; no podía coordinar mis movimientos y me costó mucho llegar hasta el fondo de la bóveda.
—¿Estás tan asustada como yo? —le pregunté a Carmen.
—Multiplica el miedo que tengas por mil y sabrás cuál es la magnitud del mío —respondió.
Derretí la base de mi vela con la de Carmen, y la pegué sobre el suelo junto al ataúd de Amalia. Tenía los dedos congelados, y tuve que calentármelos un poco con la llama.
—Bien. Aquí estamos —dijo Carmen.
Nos quedamos mirándonos la una a la otra, esperando a que alguien tomara la iniciativa. No me sentía capaz de hacer algo tan horrible como lo que nos habíamos propuesto.
—Y… ¿si mejor llamamos al padre Anastasio? —pregunté.
—Martina —dijo Carmen—, sé exactamente lo que estás sintiendo. Nadie te comprende mejor que yo. Quisiera salir corriendo de este lugar, montar un caballo y huir para siempre, olvidando todo lo que hemos visto, oído y vivido… Lamentablemente, somos las únicas personas que pueden ayudar a Amalia en este momento. ¡Yo la quiero! ¡En este momento está removiéndose dentro de ese ataúd con hambre, convertida en un vampyr!
—¡No le digas así, Carmen! —pedí.
—¡Es la verdad, Martina! Susana se salió con la suya y te juro, te juro por lo más sagrado que no voy a dejar que Amalia pase un día más de sufrimiento. Tú misma la escuchaste entregando su alma a Lucifer. ¿Puede haber algo peor que eso? Quizá sólo saber que si hubiésemos tenido los ojos y los oídos bien abiertos, nada de esto habría ocurrido. ¡Me siento responsable de lo que le pasó a Amalia! Regina dice que hace días comía menos. Eso quiere decir que Susana ya la había convertido en vampyr. Si yo no hubiera estado durmiendo a su lado cada noche, tal vez podría perdonármelo… ¡Pero mientras yo soñaba con viajes y diversiones, el demonio se chupaba toda la vida de esta pobre inocente! —exclamó Carmen, con lágrimas mojándole las mejillas—. Así que no me pidas… —continuó— te ruego que no me pidas que lo dejemos para después. Sé que es el acto más macabro que alguien podría concebir. Sé que no has parado de preguntarte cómo harás para olvidarlo una vez que lo hagas. Sé que nunca volveremos a ser las mismas después de esto… pero si no lo hacemos, no podré vivir con mi conciencia. Tú tampoco, Martina. Si llegase a haber una sola víctima más, sería nuestra culpa. Sólo tú y yo podemos hacer algo al respecto, y tenemos que hacerlo esta misma noche. Así que dime, amiga mía: ¿estás lista para que enfrentemos nuestro destino?
Los hermosos ojos de Carmen estaban llenos de amor y compasión.
—Estoy lista —dije.
Lo que vivimos después fue tan triste que aún me arranca lágrimas de los ojos. Retiramos la pesada lápida de piedra de encima del ataúd con muchísimo esfuerzo. Varias veces estuvimos a punto de soltarla y hacernos daño. Cuando por fin pudimos apoyarla sobre su costado al lado del ataúd, Carmen dijo:
—Dame el cuchillo.
Se lo di y fijé los ojos en la tapa.
—Retira la cubierta del ataúd, Martina, por favor.
Tardé un par de segundos en moverme.
—¡Hazlo ya, Martina! Si cualquiera de las dos pierde el impulso, no seremos capaces de hacer nada e incluso podríamos morir.
Ya sabía lo que tenía que hacer. Abrí la tapa del cajón y la luz de las velas cayó sobre el cuerpo inerte de Amalia. Se veía tan frágil e inocente como una niña pequeña. Su rostro estaba pálido por la falta de sangre y sus labios se veían blanquecinos. Sus manos estaban replegadas la una sobre la otra. No pude evitar llorar. En ese instante, Amalia abrió los ojos y se sentó dentro del ataúd. Su expresión había cambiado por completo. Abrió las fauces de par en par con una mueca hambrienta, enseñando dos larguísimos colmillos e hizo ademán de saltar fuera de su lecho apoyándose en el borde del ataúd.
—¡Sujétala, Martina! ¡Rápido! —gritó Carmen.
Corrí a ponerme detrás de Amalia, al pie de la cabecera del cajón, y la aferré con todas mis fuerzas de los hombros, bajándola de nuevo al fondo del ataúd. Amalia lanzaba manotadas y tuve que sujetarle las manos, doblándole los brazos hacia atrás por encima de la cabeza. Por fortuna, Amalia era muy delgada y no tenía la fuerza de Susana, porque estaba tan enfurecida que era muy trabajoso contenerla. Con una voz que habría sido impensable escuchar de sus labios, comenzó a maldecirnos al tiempo que me clavaba una mirada que sólo un demonio podría tener. Sin perder un segundo más de tiempo, Carmen se inclinó sobre ella con el enorme cuchillo. Tuve que cerrar los ojos. Sólo podía seguir sujetando a Amalia con todas mis fuerzas mientras rezaba, suplicándole a Dios que se conmiserara de nosotras.
Cuando Amalia dejó de moverse, pude abrir los ojos de nuevo. Mis brazos habían quedado fijos en la misma posición, y mis dedos estaban firmemente enterrados en su piel. Fue entonces cuando miré el rostro de Amalia. La pequeña tenía los ojos cerrados con un semblante de paz. Entonces los abrió por última vez y, con la mirada más dulce, me miró y dijo:
—Gracias.
Esas fueron las últimas palabras de Amalia de Piñérez. Una sonrisa se dibujó en sus labios y volvió a cerrar los ojos para no abrirlos nunca más. Carmen tenía una rodilla puesta sobre el pecho de nuestra compañera y había soltado el cuchillo para cubrirse la cara mientras lloraba convulsamente. Solté a Amalia y corrí a bajar a Carmen de su posición sobre el cadáver. Mi amiga no paraba de temblar y llorar. La abracé y así permanecimos un largo tiempo, la cabeza de Carmen apoyada sobre mi hombro.
—Lo hiciste, Carmen. Salvaste a Amalia —le dije sin soltarla.
—Tengo las manos llenas de sangre, Martina —dijo Carmen.
Mi amiga se sentó temblando en un rincón y yo me encargué del resto. El cuchillo reposaba sobre el regazo de Amalia. Lo envolví en el pañuelo que Carmen había usado para limpiarse, y lo metí en la alforja. Acomodé a Amalia con cuidado en su lecho de muerte. A duras penas si se notaba que su cabeza hubiese sido seccionada. Habíamos presenciado un verdadero milagro cuando su alma se había despedido de nosotras. La cubrí con la sábana hasta el mentón y llené su boca de flores silvestres secas: los enormes colmillos habían desaparecido. Levanté la tapa del ataúd y miré a Amalia por última vez. Parecía un ángel de luz.
—Adiós, Amalia —dije, y acomodé la tapa del cajón sobre ella.
Y Después de eso, Carmen y yo volvimos a colocar la lápida sobre el ataúd, y la salpicamos con agua bendita. Recogimos nuestras cosas y salimos de la cripta a la capilla. Al salir, el viento de la noche me reanimó. Sentí que algo muy hermoso acababa de pasar. No podía dejar de pensar en el valor que Carmen había demostrado en el interior de la bóveda, y sentí una intensa admiración por la figura que caminaba junto a mí sobre el suelo fangoso.
—Eres extraordinaria, Carmen —le dije.
—Martina… —comenzó a decir ella.
—¿Sí?
—Quiero que me prometas algo.
—Lo que quieras —dije.
—Si algún día me llegase a ocurrir lo mismo que a Amalia…
—¡No digas eso! —le pedí ahogadamente.
—No, escúchame, Martina. No podemos ignorar el hecho de que Susana es una gran enemiga. Las fuerzas con que nos enfrentamos son poderosas; mucho más que nosotras. Tú y yo somos sólo humanas. Yo no creo que Susana Strossner vaya a olvidarse de nosotras tan fácilmente. Creo que volveremos a verla. Y quiero que me prometas, Martina, que si algún día algo llega a pasarme…
Nos habíamos detenido junto a la puerta de nuestro edificio y el cielo estaba despejado aún. Varias estrellas brillaban sobre nosotras. La expresión de Carmen era firme y serena:
—… harás por mí lo mismo que tú y yo hicimos por Amalia. Prométemelo, por favor, por el afecto que nos une. Prométemelo. Miré a mi amiga a los ojos, y le dije:
—Te lo prometo.
Nos quedamos un rato en silencio, mirando hacia arriba. Allá, en algún lugar, estaba Amalia de Piñérez sonriéndonos. La señorita Ricci había accedido a que Carmen y yo volviésemos a compartir una habitación, así que desde esa noche se quedó conmigo; al otro día nos darían un cuarto nuevo al que podríamos mudarnos. Carmen todavía tenía sus cosas en la habitación que compartía con Amalia y pasamos por allí para que ella pudiese recoger lo necesario para la mañana siguiente. Tomó un vestido, medias y algunos efectos personales, y subimos a mi habitación.
—No sé por qué tuvimos que vivir esto, Carmen, pero debe haber alguna razón —le dije, cuando ya estábamos descansando.
—Sí. La razón es que el mal decidió venir personalmente a nuestro encuentro en Sainte-Marie —dijo ella.
—Ese libro que tomamos de su baúl…
—¡Ese libro maldito! —exclamó Carmen.
—Tal vez no —dije.
—¿Qué quieres decir? —preguntó mi amiga.
—Bueno… ¿no te has puesto a pensar en que parecía ser una historia?
—¿Una historia? ¿De qué?
—Esa mujer de las láminas es demasiado parecida a Susana. Es idéntica a ella. No creo que se trate de una antepasada suya. Susana es vampyr, cosa que hace posible que haya existido desde hace muchísimo tiempo, tal vez siglos. Creo que el libro narra la historia de su vida —dije—. De la vida y muerte de Susana.
—Es posible, pero… si de verdad se tratase de Susana, sería extraño que apareciera muerta en el libro de hace más de doscientos años y ahora estuviese viva… Aunque, pensándolo bien, sabemos que la única forma de que un vampyr muera de verdad es cortándole la cabeza o prendiéndole fuego a sus restos. Tal vez Susana no estaba muerta en esa celda —dijo Carmen.
—¡Tal vez sí estaba muerta! —Me estás confundiendo, Martina.
—Lo que estoy tratando de decir es que me parece que la última lámina del libro muestra el castigo que se le dio a Susana por sus crímenes en ese entonces.
—Es decir que… ¿crees que Susana sí murió en esa celda, y después revivió?
—Sí. Ese libro contiene pistas que podrían ser bastante esclarecedoras si las analizamos —dije.
—¿Alguna otra? —preguntó Carmen.
—Por ejemplo, sabemos que los vampyr beben la sangre directamente de sus víctimas, clavándoles los colmillos en la carne, ¿no es así? En las láminas, las jóvenes colgaban de cadenas y se desangraban mientras que la mujer igual a Susana se bañaba en su sangre, bebiendo de una copa —dije—. Tan espantoso como es… no es algo que un ser humano muy malvado no pudiera hacer. No había ninguna ilustración de Susana hincada sobre su víctima, ni con el rostro transfigurado enseñando dos enormes colmillos.
—Interesante…
—Para los horrores que muestra, el libro ha omitido específicamente el carácter sobrenatural de Susana… lo que para mí indicaría que narra la historia de una Susana humana. Monstruosa y criminal. Depravada y perversa. Pero humana. ¿Ya ves a dónde voy con todo esto? —pregunté.
—Creo que sí… Espera, déjame pensarlo —pidió Carmen. Sonreí mientras mi amiga descubría mis pensamientos. Sabía que Carmen llegaría a las mismas conclusiones que yo. Súbitamente, vi el brillo en sus ojos:
—¡Martina! Martina, por Dios, esa es la historia de… ¡La historia de Susana antes de convertirse en vampyr! —exclamó.
—Exactamente. Estoy casi convencida de que ese es el tema del libro.
—¡Esto es genial! ¿Quién habrá escrito el libro, y por qué motivo?
—Eso mismo me pregunto yo. Si Susana de verdad fue encarcelada por los horribles actos ilustrados en el libro, debe haber sido un gran escándalo en su época. Es muy probable que Susana fuera un personaje importante en ese entonces… Pero se me ocurre que, además de querer dejar esos actos tan repugnantes plasmados en un libro para la posteridad, el autor debía estar ampliamente informado de los secretos de nuestra enemiga —dije.
—¿Por qué lo dices?
—Más que todo, por la lámina del comienzo, que mostraba un monje llevando la cruz Patriarcal.
—Continúa, por favor.
—La cruz Patriarcal es un símbolo capaz de retener a un vampyr en su tumba, ¿no es así? —pregunté.
—Sí, así es —dijo Carmen.
—Es muy interesante que el libro que cuenta la historia de la vida de Susana comience con la misma cruz.
—Sí. Es muy interesante… —dijo Carmen.
—Allí se encierra un gran misterio que debemos tratar de resolver. Hemos visto que ese símbolo ha rodeado todos los acontecimientos de los últimos tiempos de una u otra forma. Hasta ahora, sabemos que es capaz de retener al enemigo en la tumba. El libro debe contener información muy valiosa con respecto al porqué la cruz Patriarcal tiene un poder tan especial sobre los vampyr. Tenemos que averiguar en qué idioma está escrito el libro y quién lo escribió —concluí.
—Tal vez el padre Anastasio nos pueda ayudar con eso. Además, tenemos que ir a contarle lo ocurrido. Deberíamos viajar al pueblo mañana mismo —dijo Carmen.
—Sí, es imperativo. Estoy segura de que la señorita Ricci estará de acuerdo con que vayamos a verlo —dije—. Le diremos que necesitamos buscar sosiego en la iglesia del pueblo por la muerte de Amalia… y no estaríamos mintiendo. Llevaremos el libro con nosotras.
Después de rezar, Carmen se durmió. Yo me quedé pensando en el libro y en las cosas que se nos habían ocurrido a partir de sus ilustraciones. ¿Sería esa mujer Susana o una antepasada suya? ¿Quién sería el hombre que la acompañaba? ¿Quién habría escrito el libro? Cada noche tenía más interrogantes. Me parecía que, entre más cosas descubríamos, más preguntas surgían. De todos los misterios que quería esclarecer, había uno que me quitaba el sueño por encima de los demás: ¿por qué había ido Susana Strossner a Sainte-Marie?
Esa noche soñé que estaba en un lugar donde nunca había estado en la vida real. Me hallaba caminando por estrechos pasillos en cuyas paredes había varios retratos. El suelo estaba cubierto con una alfombra delgada muy hermosa. De repente, llegaba a una escalinata de estrechos peldaños. La atmósfera se ponía un poco densa a medida que descendía, pero no me detenía. Era como si tuviese un buen presentimiento. Al final había una pesada puerta ornamentada con muchísimos detalles geométricos de flores y pájaros de arriba abajo. La puerta no tenía un cerrojo normal, nunca había visto algo así. Traté de empujarla, pero estaba cerrada. Puse mi mano sobre la extraña cerradura y, en ese instante, escuché una voz resonando tanto dentro como fuera de mí: «Sólo tú puedes abrirla». Entonces desperté. Estaba amaneciendo y Carmen aún dormía a mi lado. Tomé mi cuaderno de dibujo y traté de dibujar la puerta con tanta exactitud como pude antes que su imagen se borrara por completo de mi mente. ¿Cuál habría sido el significado de ese sueño? Teníamos demasiadas cosas que hacer, así que dejé de pensar en el sueño, me lavé, me vestí y desperté a Carmen.
Fui a buscar a la señorita Ricci para pedirle permiso de ir a ver al padre Anastasio y Carmen se quedó alistándose en la habitación. Tal como lo esperábamos en tales circunstancias, la señorita Ricci se mostró bastante comprensiva y accedió a dejarnos ir. Ese día no iba a haber clases en Sainte-Marie. Carmen y yo tomamos nuestro desayuno antes que las demás alumnas y subimos de inmediato a mi habitación para tomar el libro. No llevamos el cofrecito pues habíamos decidido ir cabalgando en vez de en coche para ahorrar tiempo. Quedamos de regresar antes que cayera la noche y emprendimos el camino de ida en cuanto metimos el libro en la alforja.
El padre Anastasio estaba muy sorprendido de vernos.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Vuestras caras de tragedia preceden las noticias que vais a darme! —dijo en cuanto cruzamos el umbral.
El pobre padre Anastasio lloraba mientras escuchaba nuestro relato de los sucesos del día anterior.
—¡Ay! ¡Pobres criaturas de Dios! ¡Las cosas que habéis tenido que vivir! ¡No entiendo por qué tuvo que volver a Valais el demonio! —exclamaba.
—Ahora no sólo ha muerto nuestra amiga, sino que le hemos perdido el rastro al vampyr, padre —dijo Carmen bajando la mirada.
—¡Ni se te vaya a ocurrir culparte por lo sucedido, Carmen! ¡Y tú tampoco, Martina! Aquí el único culpable es el condenado vampyr. Pero ya lo atraparé. Además… según decís, tenemos algunas pistas de su procedencia, ¿no? A ver, hija, enséñame el libro.
Saqué el libro de la alforja y se lo pasé al padre Anastasio.
—Esto está muy interesante… —dijo el padre, al tiempo que se cuadraba los anteojos. Se detuvo a analizar una página con cuidado y prosiguió—: Es un lenguaje que no he visto antes y, sin embargo, pareciera ser el resultado de la mezcla de dos idiomas diferentes. Tal vez latín y… húngaro.
Conocía ambos idiomas, pero no había podido entender nada al verlos entremezclados.
—¿Cree que pueda descifrar algo de lo que dice? —le pregunté.
—Tal vez con suficiente tiempo. ¡Nunca se sabe! —respondió.
—Padre Anastasio, ¿quién cree que haya escrito este texto? —preguntó Carmen.
—Por lo complicado del lenguaje y lo delicada que es la caligrafía, diría que este debe ser el trabajo de algún monje —dijo él.
—Pero… ¿por qué tendría un vampyr un libro escrito por un monje? —pregunté.
—Para comenzar, es la historia de su vida. Tal vez contenga recuerdos entrañables para el vampyr en cuestión. Debe tener un gran valor sentimental para ella, siendo tan malvada como es —dijo el padre Anastasio.
—Me siento conmovida —dije.
—¿Por qué lo tendría bajo llave, separado del resto de sus efectos personales? —preguntó Carmen.
—Me imagino que para que no cayese en las manos equivocadas. No debe serle de gran provecho que alguien se entere de quién fue en una… vida pasada. Tendríamos que ver qué hay en ese cofrecito que hallasteis con el libro.
—Cierto —dije—. Ese cofre debe encerrar muchos secretos que nos convendría conocer. En cuanto podamos volver, y ojalá sea pronto, lo traeremos con nosotras. Quédese usted con el libro, padre, y escríbanos si descubre cosas nuevas, ¿le parece?
—Cuenta con ello, hija. Le pediré a Damián que os acompañe a Sainte-Marie y regrese mañana en la mañana. No me parece seguro que viajéis solas hasta allá, y menos al caer la tarde —dijo el padre. Después de merendar partimos con Damián, el acólito de la parroquia, dejando el libro en buenas manos. Había nevado ligeramente y el sol apenas se ocultaba cuando llegamos a Sainte-Marie. Después de reportar nuestra llegada a la señorita Ricci, nos despedimos del amable Damián, a quien acomodaron en el edificio central después de darle una buena cena. La señorita Krumlauf nos tenía escogida una nueva habitación en el segundo piso, y nos ayudó a trasladar nuestras cosas a ella en compañía de la señora Riedel y un par de alumnas más jóvenes que se ofrecieron a darnos una mano. Era un alivio tener de nuevo una habitación compartida con mi mejor amiga. Era más grande que la anterior y las camas tenían mejores colchones.
—La estábamos amoblando para la llegada de las nuevas alumnas después del verano, pero ya está lista. Además, vosotras partiréis antes que ellas lleguen. Podéis usarla mientras tanto —dijo la señorita Krumlauf. Carmen y yo pasamos el resto de la noche desempacando nuestras cosas y acomodando la ropa en el armario.
Cuando ya casi daban las nueve, estábamos rendidas del cansancio.
—No creo poder permanecer despierta mucho más tiempo —le dije a Carmen.
—Yo tampoco —dijo ella.
Nos metimos en nuestras respectivas camas y nos dispusimos a dormir pero, al poner la cabeza sobre la almohada, me encontré pensando en Amalia. ¿Cómo era posible que algo tan horrible le hubiese ocurrido a una criatura tan inocente? Los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces, tuve un impulso repentino. Salí de las cobijas, abrí mi baúl y saqué el diario de Amalia. Cuando volteé a ver a Carmen, ya estaba profundamente dormida. Pensé que en otro momento la habría despertado para que pudiese leer el diario conmigo, pero la pobre había pasado por cosas tan espantosas que necesitaba tiempo para recuperarse. Además, ella había compartido una habitación con Amalia y por este motivo la tragedia la tocaba más profundamente que a mí. Volví a acostarme en la cama y me dispuse a leer el diario de Amalia. Las primeras páginas no me interesaban, sólo quería saber si había escrito algo al respecto de Susana que pudiese darnos alguna pista de los ataques. La siguiente es una transcripción de las páginas que leí, páginas que helaron mi corazón y despertaron en mí una sed de venganza que hasta ese momento no había conocido jamás.