ENCERRADA

Iniciamos el viaje de regreso a Sainte-Marie reconfortadas gracias al fructífero encuentro que habíamos tenido con el padre Anastasio. Los hábitos nos mantenían calientes y la rica sopa nos había dado fuerzas. La tarde aún estaba clara y los caballos seguían el camino con facilidad. Afortunadamente para nosotras, no teníamos por qué desviarnos, bastaba con quedarse en el camino principal y este lo conducía a uno directamente del pueblo al internado y viceversa. Me pareció que avanzábamos más rápido aunque fuésemos cuesta arriba. Cabalgamos sin detenernos una sola vez y, cuando menos lo pensé, ya se divisaba el bosque de Sainte-Marie a lo lejos.

—¡Ya llegamos, Martina! ¿Puedes creerlo? —me gritó Carmen desde atrás.

—¡A duras penas! —respondí—. ¡Demos la misma vuelta que al comienzo para evitar toparnos con los hombres! —sugerí. Así lo hicimos.

‡ ‡ ‡

Sainte-Marie estaba tan oscuro que parecía que ya hubiese caído la noche, aunque debían ser sólo las cuatro y tanto de la tarde. No había nadie en los establos cuando llegamos, al igual que cuando habíamos salido. Les quitamos las monturas a los caballos, y los dejamos atados después de dejarlos beber suficiente agua. Allí tenían bastante heno para comer pero me prometí llevarles zanahorias y sal en cuanto me fuese posible. Nos quitamos los hábitos y, llevándolos doblados en la mano, nos dirigimos a la cocina, en donde debía estar Marie. No debía estar esperándonos tan temprano, así que le daríamos una buena sorpresa. La puerta trasera estaba abierta y la cocina se veía desierta. Entramos con cuidado y bajamos las escaleras hacia la habitación de Marie y Natalie. Nos encontramos con Natalie, quien estaba acostada con las cobijas hasta los hombros y expresión de terror, con el rosario en la mano. Recordé que Natalie había encontrado a Susana en la mañana. Dimos dos pequeños golpes en la puerta pero no pareció escucharlos. Entré a la habitación con Carmen pegada a mis talones.

—Natalie… —la llamé—. ¿Cómo sigues?

—¡Muerta! ¡Estaba muerta! —gritó Natalie.

Quise decirle que Susana estaba viva pero tal vez hablarle de vampyr en esos momentos habría sido contraproducente.

—Natalie, ¿dónde está Marie? —le preguntó Carmen.

Natalie nos miró como si no nos reconociese.

—Estaba muerta —dijo.

—No va a contestarnos —susurró Carmen.

—Vamos —le dije a Carmen—. Subamos a nuestras habitaciones y cambiémonos de ropa. Es posible que nadie haya notado nuestra ausencia.

—¿Qué vamos a decir si nos descubren? ¿Qué explicaciones daremos? —preguntó mi amiga.

—Diremos que el lobo nos invitó a merendar y no pudimos rehusarnos. Será más fácil que crean eso que la verdad —respondí.

—¡Habéis regresado! —exclamó Marie detrás de nosotras.

—¡Marie! ¿Cómo estás? —la saludé abrazándola.

—¡Feliz de verlas! ¿Cómo es que están de vuelta tan pronto? —preguntó, mientras abrazaba a Carmen.

—El padre Anastasio es maravilloso. Me quitó la marca del vampyr —le dije al oído.

—¡Eso es magnífico! ¡Sabía que el padre Anastasio no os fallaría! —repuso Marie.

—¿Cómo van las cosas por aquí? ¿Han notado nuestra ausencia? —preguntó Carmen.

—En lo absoluto —respondió nuestra amiga—. Casi todas las alumnas están en el salón de piano. No dejan de hablar de santa Susana quien, según ellas, murió para que los demás pudiésemos vivir… Las demás chicas se han retirado a sus respectivos cuartos, pero la señorita Ricci está demasiado alterada para pensar en otra cosa que no sea cómo les va a explicar a los señores Strossner que su hija murió por un descuido de Sainte-Marie. Además, también está lo de la señorita Krumlauf, quien no admite haber dejado la puerta sin llave y anda proclamando su inocencia por todo Sainte-Marie. Dice que se está cometiendo una gran injusticia contra ella. La señora Riedel ha mencionado la posibilidad de que fuese el merodeador quien hubiese forzado la cerradura para entrar a robar… en resumen: el estado de Sainte-Marie es tan caótico que lo último en que se ha pensado es en ustedes dos. Creo que podrían haber pasado la noche en el pueblo y nadie lo habría notado.

—¿Quién está velando el cuerpo de Susana? ¿Dónde la tienen? —pregunté.

—El cuerpo está en la capilla y afortunadamente tienen el cajón cerrado por aquello de la… mordedura de lobo en la mejilla. La están velando en grupos de cinco, haciendo oración.

—¿Crees que puedas venir con nosotras a nuestras habitaciones? Tenemos mucho que contarte —dijo Carmen.

—Creo que puedo ir un rato corto. Como se va a cenar más tarde de lo normal por la misa de la señorita Susana, no van a necesitarme en la cocina aún. Vamos —dijo Marie.

Cruzamos hacia nuestro edificio por la parte de atrás. No se veía a nadie por allí y llegamos a mi habitación sin ser interceptadas. No quisimos ir al cuarto de Carmen pues allí podía estar Amalia y necesitábamos contarle a Marie todo cuanto habíamos hablado con el padre Anastasio. Lo primero que hice fue correr al tocador para verificar que la nota estuviese allí.

Cuando tuve el sobre en mis manos sentí un gran alivio.

—Gracias a los cielos que Susana no ha estado aquí —dije.

—¿Cómo va a haber estado aquí la señorita Susana si está muerta? —preguntó Marie.

—Según el padre Anastasio, es imposible que Susana haya muerto —dijo Carmen—. A menos que se le corte la cabeza y se le prenda fuego, el vampyr original nunca muere y sigue atacando.

—¿Eso quiere decir que la señorita Susana sigue viva? —preguntó Marie—. ¡Mi Dios nos ampare! ¿Qué vamos a hacer?

—El padre Anastasio nos explicó cómo marcar su ataúd para que no pueda salir de él —dije—. Marie, ¿ha venido el galeno a revisarla?

—Sí. Ha venido esta tarde, y ha convenido con el capellán Molinari en que Susana murió de hidrofobia. ¿Saben ustedes qué es eso? —preguntó Marie a su vez.

—¡Peste de rabia! —grité—. Pero bueno, ¿en que basó su diagnóstico?

—Según escuché, en que la señorita Susana murió a causa de la mordida de un lobo, pero no murió desangrada, así que el médico concluyó que el fallecimiento había sido por una infección de la sangre —dijo Marie.

—¿Y es que el ciego del galeno no vio que no había tal mordida sino una quemadura? —preguntó Carmen.

—Al parecer, no —repuso Marie.

—La única fobia hídrica que tiene Susana es al agua bendita —dije. Procedimos a contarle a Marie toda nuestra aventura con el padre Anastasio y cómo me había curado.

—Muéstranos los arañazos, Martina —pidió Carmen.

—A duras penas si se ve algo… —dijo Marie.

—¡El remedio del padre Anastasio es en verdad milagroso! —concluyó Carmen.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó Marie.

Simillimum —dijo Carmen—, es decir, el más parecido, en latín.

—¿El más parecido a qué? —preguntó Marie.

—Eso aún no lo sabemos, pero nos dio un frasquito con algo del remedio en caso de que alguien más haya sido marcado por el vampyr —dije.

—Y, ¿sirve para los que hayan sido mordidos? —preguntó ella.

—No estoy segura de ello, pero creo haber entendido que sirve si la víctima no ha perecido aún. Oye, Marie, valdría la pena que te cercioraras de que tu hermana no tenga arañazos de Susana… Dios quiera que no sea así, pero Natalie está demasiado afectada y no habría podido decirte nada —dije.

—¡Jesús, María y José nos amparen! ¡Voy ya mismo a revisarla! —exclamó.

—Y yo voy a ir a lavarme —dijo Carmen.

—¿Nos vemos en veinte minutos para planear cómo sellar el ataúd? —pregunté.

—Sí —respondió Carmen—. En veinte minutos estaré de vuelta.

Comencé a meditar respecto a cómo podríamos sellar el ataúd con una daga frente a tantas personas y me parecía casi imposible. Pensé que tal vez nuestra única alternativa fuese que yo diera alaridos al otro lado de la capilla cuando Carmen estuviese fingiendo despedirse de Susana al pie del ataúd. Esto le daría el tiempo justo de realizar el grabado y decir la oración. Tal vez esa fuese nuestra única esperanza.

Me lavé y me vestí, y Carmen volvió justo cuando había terminado de acicalarme.

Le conté lo que se me había ocurrido y estuvo de acuerdo conmigo en que, si otra oportunidad no se nos presentaba, debíamos llevar a cabo mi plan de fingir un ataque de locura.

—Lo único que me atemoriza de eso es que la señorita Ricci se tome en serio lo de tu locura y te envíen a un sanatorio. Eso sería lo peor que podría pasar —dijo.

—¿Tú crees que la señorita Ricci sería capaz de hacerme una cosa semejante? —pregunté.

—¿Lo pones en duda? Además… tu familia no movería un dedo para impedirlo —concluyó con sabiduría.

Convinimos en que lo haríamos si hacia el final de la misa seguía siendo nuestra única alternativa para confinar a Susana a su lecho de mentiras. Cuando llegamos a la capilla, me sorprendí al ver la sencillez del ataúd en el que habían puesto a Susana. La madera ni siquiera tenía una capa de barniz y el trabajo de carpintería había sido muy rudimentario. Era de esperarse que no tuviese ni una colcha que amortiguara el peso de la finada. Susana debía estar gimiendo de ira en su interior, y tuve que reprimir una sonrisa. Carmen y yo nos sentamos en la primera banca, bastante cerca del féretro. Nuestras compañeras tenían una actitud de pausada solemnidad y no había duda de que la señorita Ricci estaba al borde de un colapso nervioso. Me habría dado lástima si no hubiese sabido que lo que le preocupaba en realidad no era la muerte de una de las alumnas sino las repercusiones que tendría la noticia sobre la reputación del internado. El ambiente estaba muy tenso y era obvio desde el comienzo que cualquier movimiento fuera de lugar habría sido notado de inmediato por todos.

«¡Diablos! —pensé—, ¡cuánto habría disfrutado fingir locura en otro momento en el que no estuviese bajo tanta presión!».

De hacerlo, tendría que correr a la entrada de la capilla puesto que el ataúd estaba cerca del altar: necesitaba que todas se diesen la vuelta para mirarme a mí, dejándole el camino libre a Carmen. El problema sería el capellán Molinari, porque él estaría en el púlpito y tendría una vista completa de la capilla todo el tiempo. Sin embargo, el ataúd estaba situado frente a las hileras de la izquierda y no justo al frente del altar, lo que dejaba abierta la posibilidad de que el capellán Molinari no se percatara de la presencia de Carmen sobre el cajón de Susana si yo lograba captar su atención de tal manera que nada lo distrajera.

Era un plan muy arriesgado y, de ser descubiertas, las consecuencias serían espantosas: con toda seguridad nos encerrarían varios días en nuestras respectivas habitaciones y Susana quedaría libre. Estaba segura de que trataría de matarnos esa misma noche. La señorita Ricci no tenía las fuerzas suficientes para dar ningún discurso, así que se limitó a hacerle un gesto al capellán Molinari para que comenzara la misa y volvió a bajar la cabeza, fijando la mirada en el suelo. El capellán, en cambio, parecía estar en la gloria. Le costaba muchísimo disimular su buen humor y, después de pensarlo un poco, creí descubrir el porqué: era un hombre relativamente joven y era probable que nunca hubiese tenido que celebrar una misa de defunción. Se lo veía vibrante y energizado. Por otro lado, el galeno había corroborado su hipótesis de la peste de rabia en la región y podía sentirse orgulloso de su aptitud para diagnosticar. Si tan sólo hubiera sabido cuan equivocado estaba…

¿O no? ¿Sería el vampirismo una especie de peste de rabia que impulsaba a algunos seres a morder a otros? ¿Por qué siempre tenía que distraerme pensando en cosas sin importancia?

«Concéntrate, Martina, concéntrate», me dije.

El discurso del capellán era pomposo y chillón. La emoción que le otorgaba era excesiva, aun en una ocasión tan extraordinaria, por el hecho de que casi nadie allí conocía a Susana. Las pocas que habían hecho algo más que cruzar palabra con ella a lo sumo habrían pasado un par de horas en su compañía. Era gracioso darme cuenta de que, de todas las personas que asistían al funeral de Susana, yo era la más allegada a ella y tal vez la que mejor la conocía. Sólo pensarlo me hizo sacudirme involuntariamente. Me estaba dando risa. No pude evitar hacer un fuerte sonido al intentar contener la carcajada que pugnaba por salir y sentí las miradas de toda la capilla sobre mí. Tuve que fingir un estornudo, pero aún no estaba a salvo de mí misma ni de las miradas de todo Sainte-Marie. Comencé a sudar, a temblar, y me puse muy caliente.

«Piensa en algo triste. Piensa en la muerte de tu tía Verónika», me dije, pero esto no hacía sino dificultar la penosa labor de suprimir una risotada justo cuando estaría peor visto que la dejara escapar. Sentí lágrimas hirvientes aflorar a mis ojos. Seguía ondeando el cuerpo hacia delante cada tres o cuatro segundos a causa del freno que me estaba imponiendo. Supe que hasta el capellán Molinari me estaba mirando fijamente porque había dejado de hablar. Yo sólo podía mirar al suelo. Y allí fue cuando estallé. La presión de saber que no podía reírme por ser una ocasión de tanta seriedad fue más fuerte que yo y mis carcajadas resonaron por toda la capilla. No podía parar. Cada vez que creía que iba a poder calmarme, empezaba de nuevo con más fuerza aún, y tuve que salir corriendo precipitadamente.

Ni siquiera en el corredor amainaba mi risa. Escuché movimientos dentro de la capilla y varias cabezas se asomaron para observarme. Pronto salieron un par de chicas y luego otras dos, y cuando menos lo pensé estaba rodeada de gente fuera de la capilla, lo que sólo aumentó mis deseos de reír con mucho más ímpetu. Lloraba, me desternillaba de la risa. Debo haber reído unos cinco minutos seguidos hasta que la señora Riedel me tomó por los hombros y me sacudió sin éxito. Ya había olvidado qué me había parecido tan gracioso. Finalmente, la señora Riedel me arrastró del brazo hasta al jardín y, como yo no paraba, siguió arrastrándome hasta llevarme a mi habitación. Sé que me gritaba y me ordenaba que me callara todo el tiempo, pero me era imposible hacerle caso. Cuando salió de mi habitación dando un portazo al ver que yo no reaccionaba a las sendas bofetadas que me propinó, seguí riendo. Cuando logré calmarme, fue porque mi diafragma no podía más. Tenía la sonrisa estampada en la cara. Me quedé dormida sobre la cama sin poder pensar en nada más. Qué maravilloso se sentía reír.

Desperté de mañana y di un brinco en la cama. ¿Qué había hecho? Me levanté y corrí a la puerta: estaba cerrada con llave. Dios mío, me iban a enviar a una institución para enfermos mentales. Sentí pánico. Era lo peor que había podido pasarme. Por lo menos si hubiese fingido ver al diablo habría podido alegar que estaba demasiado impresionada por los sucesos del día, más o menos como le había pasado a la hermana de Marie… pero ahora sólo se me vería como al alma más cruel, una persona sin un ápice de bondad en el corazón, capaz de reírse de la muerte de una pobre e inocente muchacha. Quedé helada. ¿Cómo había podido ocurrirme algo así? No había nada que pudiese decir o hacer para remediar lo hecho. Estaba perdida. Sólo esperaba que Carmen no hubiese sido descubierta en el intento de sellar el ataúd, o peor, que no hubiera podido sellarlo y también estuviese prisionera en su cuarto, lo que dejaría a Susana libre de hacer lo que quisiera. ¡Por los mil demonios! Necesitaba saber qué había ocurrido.

Comencé a darle golpes a la puerta; ya nada importaba. Fuese quien fuese a mi habitación, escaparía corriendo en cuanto abrieran. Pasaron las horas y nadie acudió. No se me envió desayuno ni merienda. Estaba enloqueciendo de verdad.

¿Cuáles habrían sido las consecuencias de mis actos? Abrí la ventana de par en par y vociferé toda clase de cosas esperando que alguien acudiese aun cuando fuera para darme una azotaina pero o nadie me oía, o se había dado la orden de que no me prestasen atención. Esperé divisar la cabeza de Carmen asomándose por la ventana, pero nada ocurrió. Volví a emprenderla contra la puerta, golpeándola con la silla hasta partirle una de las patas. Era cierto, iban a enviarme a un sanatorio y me iban a dejar ahí encerrada hasta que llegaran para llevarme. Me revisé para asegurarme de que Susana no me hubiera hincado los colmillos durante la noche, si es que había quedado libre, y caí en la cuenta de que me había herido el brazo con la parte astillada de la silla. Por fortuna, no tenía mordeduras ni arañazos así que por un momento me consolé con la idea de que Carmen hubiese podido cumplir con su parte del plan… pero después pensé en la posibilidad de que Susana hubiese ido por Carmen en la noche y en que este fuese el motivo de tanto silencio y tanta soledad. Recomencé mi labor de golpear la puerta frenéticamente con la silla. Cuando estaba cubierta de sudor y de lágrimas y ya no me salía la voz de tanto gritar, una nota se deslizó bajo la puerta.

Solté la silla y me quedé mirando la nota como si fuera mi única salvación. Al caer de rodillas para recogerla, reconocí el familiar sello: varias flores de lis se enredaban en la cruz del Santo Sepulcro. Tomé el sobre entre mis manos pero no lo abrí. Me acerqué lentamente a la puerta y pegué mi oído a ella. Estaba jadeando, pero me pareció sentir la respiración de quien estaba al otro lado.

—¿Quién está ahí? —pregunté.

Escuché a la otra persona tomar aire como si fuese a hablar, pero nada ocurrió.

—¿Quién es usted? —pregunté.

Podía sentir su presencia, pero no me decía nada. Me quedé varios minutos esperando oír algo que me ayudase a descubrir su identidad. De un momento a otro, sentí que se había ido. Me senté sobre el suelo, recostándome contra la puerta, y me limpié el sudor de la frente con el dorso de la mano. Abrí el sobre y extraje la nota.

Felicidades. Gracias a ustedes el ataúd ha quedado sellado.

¿Cómo conocía nuestros planes? ¿Quién era? ¿Cómo sabía que Susana no estaba muerta y que había que sellar el ataúd para rastrear a sus aliados en el futuro, en vez de darle muerte permanente?

—¡Vuelva acá! —grité—. ¡Regrese! ¡Hábleme! ¡Dígame quién es usted!

Sólo el viento respondió a mi llamado.

Ya había llegado a los límites de mi frustración con quien me dejaba las notas. Si no hubiese gastado todas mis energías gritando por la ventana y golpeando la puerta, habría vuelto a hacerlo gustosamente. ¿Por qué jugaba conmigo en vez de mostrarme su rostro? Si confiaba en mí lo suficiente como para que yo llevase a cabo la misión de luchar contra un vampyr siendo una novata en el asunto, ¿cómo no tenía la confianza para revelarme su nombre? Lloré y pataleé por todo lo que estaba pasando, pero al final pensé que podría ser mucho peor… Al menos el autor de las notas me había dado algo de tranquilidad al contarme que Susana estaba atrapada en su ataúd.

Tenía mucha hambre. Eran las seis menos cuarto y no había comido ni bebido nada en todo el día. Al menos, por lo que decía la nota, podía imaginar que Carmen estaba a salvo… pero ¿por qué no me llevaban algo de comer? Entonces se me ocurrió: me tenían en cuarentena. Tal era la única explicación coherente de que me tuviesen aislada y sin alimento alguno. Lo que estaba siendo mi flagelo iba también a ser mi salvación: todo Sainte-Marie creía que mi extraña conducta se debía a la peste de rabia. Me suponían infectada. Reparé de nuevo en la herida que me había hecho en la parte superior del antebrazo cuando golpeaba la puerta con la silla y pensé que podría serme de utilidad… Así no fuese eso en lo que estaban pensando los demás, yo iba a echarle la culpa de todo mi comportamiento al lobo. Eso me salvaría. ¡Incluso podrían llegar a compadecerme! Me acosté en la cama, esperando a que vinieran. Podían tardarse lo que quisieran: yo estaría aguardándolos con mi mordida de lobo… y una sonrisa en los labios. No supe cuándo me quedé dormida. Soñé que estaba en la cripta de Sainte-Marie con el ataúd de Susana Strossner frente a mí. Me acercaba a él con cautela y me quedaba mirando la tapa. Trataba de encontrar el tallado de la cruz Patriarcal pero no lo divisaba, así que me acercaba aún más. Me parecía haber visto algo, aunque bastante borroso. Lo tocaba con la mano para sentir el grabado pero no estaba segura de si era o no la misma inscripción que nos había dibujado el padre Anastasio. Tomaba aire para soplar el denso polvo que lo cubría y, en ese instante, la tapa salía volando. Susana se incorporaba en el ataúd, sonriendo con maldad, y antes que yo pudiese salir corriendo me atrapaba con ambos brazos. Me susurraba al oído: «Ahora sí eres mía», y me clavaba ambos colmillos en el cuello produciéndome un dolor agudo y profundo. La sentía succionar con intensidad, mientras mis fuerzas se desvanecían paulatinamente. Todo estaba perdido.

—¡Despierte, señorita Martina, despierte! —escuché la distante voz cada vez con mayor claridad. Cuando abrí los ojos estaba muy débil y desorientada. Apenas si podía distinguir la figura que se inclinaba sobre mí—. ¡Dígame algo! ¡Responda!

Era Marie. Yo no tenía fuerzas para hablar. Traté de levantar el brazo pero no pude. Bajé la mirada y noté que mi herida había sido vendada. Quería quitarme la venda para que la mordida del lobo quedase expuesta. Marie me puso un vaso contra los labios y regó algo dentro de mi boca; el contacto con el agua fresca comenzó a reanimarme. Bebí y bebí, y Marie volvió a llenar el vaso y a darme de beber una vez más.

—Marie… —dije.

—¿Qué le ha pasado? ¿Quién le hizo eso?

—¿Estamos solas?

—Sí, ¡estamos solas! —susurró.

—Fui yo. No fue el lobo… ni un vampyr.

—Pero ¿cómo se hizo algo así?

—La puerta estaba cerrada… me hice daño golpeándola. Marie, ¡me van a enviar a una casa de locos!

—Ay, señorita Martina, ¡nadie va a llevarla a una casa de locos! De hecho, ya estamos en una. Por favor, coma algo. Debe estar muerta de hambre… Yo le iré contando lo que ha pasado.

Me puso un par de almohadones debajo de la cabeza, y me dio pequeñas cucharadas de leche con miel. Mi estómago rugió de lo que creo fue alegría al recibir alimentos.

—He rogado que me dejasen venir a alimentarla pero me lo tenían prohibido. La señorita Carmen estuvo buscando la llave de su habitación todo el día. Tuvo que robar tres juegos de llaves de la señorita Ricci y la señora Riedel. ¡No ha sido nada fácil!

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Es más de medianoche. La señorita Carmen tuvo que entrar varias veces a la habitación de la señorita Ricci mientras esta dormía y otra a la de la señora Riedel. Mientras tanto, yo la esperaba y venía a ensayar cada juego de llaves. ¡Le he tenido la comida lista todo el día!

—¿Entonces sí creen que tengo peste de rabia? —pregunté, un poco más consciente de mi cuerpo y de mis alrededores.

—Es una de las posibilidades que se les ha ocurrido. Han enviado por el galeno. Se supone que vendrá mañana.

—Pero… ¿no se les ha ocurrido pensar que estoy loca?

—No, señorita Martina. Ese era el mayor miedo de la señorita Carmen, pero al parecer la señorita Ricci, la señora Riedel y el capellán Molinari lo han descartado. En realidad, las institutrices pensaban que había sufrido una crisis nerviosa a causa de los últimos sucesos de Sainte-Marie… pero se han dejado convencer del capellán Molinari, quien alega que es muy posible que usted esté sufriendo de una variedad diferente de peste de rabia, y ha recomendado que nadie se le acerque.

—¿Crees que me alimenten así crean que he contraído la peste de rabia? —pregunté.

—Por supuesto que sí. No pueden dejarla morir de hambre. Sólo esperan a que el doctor les diga qué ha ocurrido con usted.

—De todos modos, ¡es inaudito que me hayan dejado todo el día sin comida! ¿Qué es esto? ¿Un internado o una prisión? No están actuando como de costumbre —dije.

—Es cierto —replicó Marie—. La señorita Ricci no parece estar lidiando nada bien con la muerte de la señorita Susana. Ha estado comportándose de la forma más extraña. Aunque… tal vez desearon castigarla a usted un poco por la risa que le dio. Yo pienso que la señora Riedel está convencida de que usted no está ni enferma ni alienada por la muerte de Susana, sino que quería burlarse de la memoria de esta última. Ha sido precisamente la señora Riedel quien ha puesto más énfasis en que nadie se acerque a su habitación después que el capellán Molinari lo sugiriese.

—No es normal en Sainte-Marie que dejen a nadie sin comida por más reprochable que sea su comportamiento. ¿Tú crees que sea posible que Susana haya mordido a la señora Riedel o a la señorita Ricci?

—Posible, sí. Pero poco probable. Ambas han estado bien de salud —dijo Marie.

—¿Qué hay de Natalie? ¿La has revisado?

—No tenía mordeduras y ya ha recuperado el habla, gracias a los cielos.

—Me alegra muchísimo, Marie —dije—. ¿Cómo está el resto del personal? ¿Crees que Susana haya podido atacarlos?

—No creo que haya forma de averiguarlo. En todo caso, la señorita Carmen ha podido hacer la inscripción y decir la oración sobre el ataúd de Susana. Eso es lo más importante —dijo Marie.

—Sí, pero… ¿y si ahora hay otros vampyr entre nosotros? —pregunté.

—En ese caso lo sabríamos pronto porque habría nuevos ataques. Tendríamos que notificar al padre Anastasio de inmediato. Ya la señorita Carmen le ha escrito una carta informándole del éxito de la misión. De todas formas, la señorita Susana es un vampyr más peligroso para usted que cualquier otro de ellos, porque le profesa una animosidad especial.

—Eso es cierto. Y no dejo de preguntarme por qué. Desde que llegó, fue especialmente antipática con Carmen, contigo y conmigo pero a mí ha tratado de matarme y me ha amenazado varias veces. ¿A qué supones que se deba esto?

—Si se me hubiese ocurrido algo, ya se lo habría dicho. Sí me parece interesante la conexión que hay entre usted, la señorita Susana y la persona que le envió el sobrecito. Creo que allí podría haber una pista —respondió.

—¡Qué astuta eres, Marie! Es algo en qué pensar. Por cierto —agregué, mientras Marie me daba panecillos de chocolate—, ¡ha vuelto a dejarme otra nota hoy!

—¿Hoy? ¿A qué hora? —preguntó.

—Fue después de la merienda y antes del anochecer. Yo estaba destrozando la silla contra la puerta —noté que Marie reprimía una sonrisa—, cuando un sobrecito igual al otro se asomó por la ranura. Si no hubiese sido por esa nota creo que habría enloquecido de verdad, porque ni siquiera sabía si tú y Carmen estaban vivas o si Susana andaba suelta por ahí. La nota decía que el ataúd había quedado sellado, lo que me dio gran alivio. Pero luego tuve la más espantosa pesadilla con Susana. Ella salía de su ataúd y me mordía… —me estremecí—. ¿Qué ocurrió después que rompí a reír en la misa?

—Pues, según me contó la señorita Carmen, ella corrió al ataúd en cuanto pudo y lo selló. Todas las personas habían salido de la capilla a verla a usted, y le quedó bastante fácil hacerlo, aunque me dijo que estaba tan nerviosa que la mano le temblaba: ¡tuvo que hacer tres cruces hasta que le salió bien, con oración y todo! Después que la señora Riedel se la llevó a usted, el capellán hizo que todas entraran de nuevo a la capilla y recomenzó la misa desde cero. La señorita Carmen jura que en el momento de la eucaristía la copa del padre estuvo a punto de salir volando de sus manos otra vez. ¿Se imagina las consecuencias de que algo así hubiera ocurrido de nuevo? También me dijo que en ese momento olió a azufre, aunque nadie pareció reparar en ello. Al acabarse la misa, las llevaron a todas al comedor y se ofreció la cena en memoria de Susana…

—Espera —la interrumpí—. ¿Dejaron a alguien acompañando el cuerpo de Susana?

—No, a nadie. No creerá usted que se haya salido del ataúd, ¿verdad? —dijo dándose la bendición.

—No, no es eso. Es que… he pensado que el autor de las notas no es una alumna de Sainte-Marie. La única forma de que supiera que el ataúd estaba sellado es que lo hubiera visto cuando no estaba vigilado —dije.

—O que alguien se lo haya contado. Puede que esté en contacto con alguna de las alumnas —sugirió Marie.

—No había pensado en eso. Es posible, sí, tienes razón. Pero eso querría decir que hay otra alumna muy bien enterada de que Susana es un vampyr y de cómo sellar el ataúd donde yace uno de ellos. Me resulta bastante difícil de creer; conozco a todas las chicas de Sainte-Marie y hasta ahora no he visto señales de suspicacia en ninguna de ellas. He pensado, más bien, que el autor de las notas puede ser algún empleado. ¿Han contratado personal recientemente?

—Algunas personas nuevas fueron empleadas durante el verano —respondió.

—¿Algún hombre?

—Hay varios hombres —respondió Marie.

—Voy a encargarte la misión de que averigües quiénes de ellos saben leer y escribir, si es que hay alguno. Eso podría conducirnos a algo —dije.

—Me parece una magnífica idea. Hay un par de trabajadores nuevos con los que no he podido hacer amistad aún pues son más reservados que los demás. Tal vez alguno de ellos sea la persona a quien buscamos.

—Al menos es un buen lugar por donde empezar —dije.

Marie me dejó encerrada de nuevo para poder devolver la llave a la señora Riedel sin que esta sospechara nada, y me dejó varios panecillos de chocolate y agua por si no podía venir pronto al día siguiente. Como estaba tan débil por el ayuno de todo el día, volví a dormirme pronto después que se fue. Cuando había amanecido, me despertó el ruido de la llave abriendo la puerta.

—Es ella, doctor —escuché que decía la señorita Ricci. Abrí los ojos y me encontré cara a cara con el galeno: un hombrecito de pelo rojo, crespas y largas patillas, nariz puntiaguda y antiparras redondas. Sus fríos ojillos no hablaban muy bien de su carácter. No habría sido una persona de quien yo me hubiese fiado. Antes que pudiera hablar, el galeno ya me había revisado las piernas, el cuello y los brazos, y estaba quitándome la venda.

—Tal como lo sospechábamos: es peste de rabia. La joven ha sido mordida —dijo.

—¿Qué podemos hacer al respecto, doctor?

—A juzgar por el aspecto de la mordida, el lobo debe haberla atacado hace ya unos tres o cuatro días. Creo que es menester que permanezca encerrada en esta habitación, puesto que la infección ya puede haberse adentrado en su cuerpo. Tendrán que administrársele un par de medicamentos heroicos varias veces al día y le aplicaremos sanguijuelas o le haremos una sangría para depurar la sangre. Trataremos de prevenir que la enfermedad se le pase al resto del cuerpo cortándole el pedazo de carne del brazo donde fue mordida en unos minutos… De todas formas, es muy improbable que sobreviva. Ya se la ve muy pálida, y tiene profundas ojeras.

¿Que iba a hacerme qué? Traté de pensar en alguna salida rápida de tan tenebroso asunto, pero el galeno ya abría su maletín para extraer sus implementos de tortura. Se me ocurrió que ladrar y botar babaza mientras perseguía al galeno por toda la habitación habría sido la reacción más justa y apropiada de mi parte ante sus amenazas, pero no me habría ayudado mucho a conservar mi pedacito de brazo, ni mi vida.

—¡No, señorita Ricci! —grité—. ¡No fue el lobo el que me atacó!

—¡Señorita Székely! ¡Habla! —exclamó la señorita Ricci.

—¡Claro que hablo! ¡Y no sólo eso! ¡También puedo explicar qué me pasó!

Ambos se quedaron mirándome atónitos. Me pareció ver un destello de miedo en los ojos del galeno.

—No tengo peste de rabia —dije—. Mis carcajadas de ayer no se derivan de ninguna enfermedad. Usted me conoce, señorita Ricci. El hecho de saber que reír en una ocasión tan solemne pudiese ser tan grave fue lo que me produjo tal reacción. No pude evitarlo. Usted sabe que no hay nada más irresistible para mí que una prohibición. Traté de contenerme con tanto esfuerzo que, cuando ya no pude más, perdí el control por completo. Le diría que lo siento, pero la verdad es que no fue mi culpa. Hice hasta lo imposible por no estallar en carcajadas, pero uno no puede dejar de ser quien es. Ya sé que fue un acto espantoso; no quería ofender a nadie. No es que la muerte me haga gracia, de eso puede estar segura. Ustedes, en cambio, me dejaron aquí encerrada sin alimentos todo el día y ese sí es un acto de verdadera crueldad porque fue deliberado. Es por la angustia del encierro y la falta de alimentos que estoy tan pálida… ¡Eso sin tener en cuenta las horribles amenazas que el galeno acaba de pronunciar! ¡Por Dios! ¡Ni siquiera me ha interrogado y ya anuncia mi muerte!

El galeno se había puesto rojo de la ira. La señorita Ricci me escuchaba perpleja.

—Pero… entonces… ¿qué la mordió? —preguntó ella.

—Se los voy a decir, aunque ninguno de ustedes dos merece saber la verdad —el hombrecillo palideció. Supuse que debía gustarle muy poco que lo contradijeran—, el galeno, por suponer que me ha mordido un lobo cuando una herida tal sería tan diferente que me hace pensar que los conocimientos médicos de este hombre son una farsa, y por aseverar que tengo peste de rabia sin más bases que el diagnóstico que ya le hizo a Susana Strossner… Y usted, por haberme dejado aquí todo un día sin comida y por creer que el veredicto de un galeno es igual a la palabra de Dios. ¡Estoy segura de que habría permitido que me pusieran sanguijuelas! No, señorita Ricci. Está herida ni siquiera es una mordida. Me la hice cuando intentaba llamar su atención para que me alimentara, golpeando la puerta con la silla. ¡Tan grande era mi desesperación que la rompí y, sin darme cuenta, me lastimé!

Pasaron unos segundos en que ninguno de los dos abrió la boca. Entonces el galeno estalló:

—¿Cómo se atreve a hablar en contra de la ciencia? ¡Esto es irrisorio, señorita Ricci! ¡Su pupila se merece una azotaina por altanera e insolente!

Era increíble, pero la señorita Ricci no estaba enfadada conmigo. ¡Parecía aliviada! Pronto entendí por qué:

—¡Ay, Martina! ¡Está usted bien! Sainte-Marie no habría resistido otra muerte en estos momentos. Eso sí que habría acabado con nuestra institución por completo. ¡Alabado sea el Señor!

Eso tenía más sentido. De nuevo, era la institución lo que le preocupaba a la señorita Ricci y estaba feliz de no tener que responder por las muertes de dos alumnas. Supe que era el momento de sacar provecho de la situación:

—Señorita Ricci: si no quiere usted que mi familia se entere del trato tan inhumano al que se me ha sometido, será mejor que olvide lo que ocurrió durante la misa. Ya sé que soy su oveja negra… pero si a la muerte de Susana se suma este incidente, el prestigio de Sainte-Marie decaerá vertiginosamente. Ya sabe usted cómo son las habladurías. Se dirá no sólo que por su descuido una alumna ha perdido la vida, sino que Sainte-Marie pone en peligro la salud de las estudiantes por la severidad de los castigos. Usted debe estar consciente de que en los círculos sociales en que se mueven las alumnas de Sainte-Marie tales prácticas son condenadas con rigor. ¿Sabe cuántas alumnas perdería? ¿Y cuántas dejaría de recibir?

—Yo estaba en contra de que no se le trajera comida. Fueron el capellán Molinari y la señora Riedel… —comenzó a decir.

—Cuando historias así circulen por los salones de París, nadie pensará en ellos. El único nombre que se repetirá será el de Sainte-Marie. Y eso lo sabe usted tan bien como yo. Yo quisiera proponerle un trato… pero que el galeno salga de la habitación antes.

—¡Señorita Ricci! —exclamó el galeno—. ¡No estará usted pensando en dejarse manipular por una jovenzuela inexperta e impertinente!

—Doctor Goldberg, haga el favor de esperarme en mi despacho. Necesito hablar con la señorita Székely a solas —dijo la señorita Ricci.

—¡Pero, señorita Ricci! ¿Ha perdido la razón? ¡Mi deber es salvar la vida de esta paciente! Puede que no tenga peste de rabia, pero esa herida puede ser mortal. ¡Yo soy el médico aquí! ¡Soy yo quién da las órdenes! —dijo el doctor Goldberg furibundo.

—Señor Goldberg —dije—, usted no sabe nada de nada. Lo que tengo no es más que un rasguño. Usted, en cambio, quería cortarme un pedazo de brazo, envenenarme con sus pócimas y sangrarme. ¡Mi vida corre más peligro en sus manos que en las garras de cualquier lobo! Ya ha demostrado que sus diagnósticos son desacertados. Usted cree que su título de médico lo convierte automáticamente en un semidiós, si no en Dios mismo… cuando en realidad es su arrogancia lo que lo caracteriza y lo hace incurrir en los más graves errores. ¡Ni siquiera me revisó bien! Si se hubiera tomado el tiempo de entrevistarme se habría dado cuenta de que no tengo un solo síntoma de peste de rabia. En cambio, ¡ha preferido jugar al adivinador! Nada lo distingue a usted de un vil brujo… ¡sólo que usted no tiene poderes! ¿No habrá causado él la muerte de Susana, señorita Ricci?

—¡Nunca había sido tan insultado en toda mi vida, señorita Ricci! ¡Claro que me voy, pero no porque usted me lo haya pedido sino porque no merece ser curada! No se moleste en llamarme cuando se esté muriendo, ¡no acudiré en su ayuda! —gritó Goldberg.

—¡Favor que me hace! —dije, y le saqué la lengua. Luego me crucé de brazos, clavando la mirada en el otro extremo de la estancia. Goldberg salió de allí iracundo, para mi deleite. Pero en cuanto lo habíamos perdido de vista regresó, asomando las narices por la puerta.

—Señorita Ricci… ¿El dinero de mi viaje y la consulta? —dijo.

—Aguarde en mi despacho, doctor —dijo la señorita Ricci cuando yo tomaba aire para decirle a gritos lo increíble que era que se atreviese a cobrar.

La señorita Ricci se sentó en mi cama y me preguntó con seriedad:

—Bien, Martina, ¿qué propone?

Este revés de la situación me había dado una ventaja inusitada y no podía darme el lujo de echarlo todo a perder. Debía obrar con cautela.

—Señorita Ricci, yo sé que usted es una buena mujer. Usted vela por el bienestar de sus alumnas, y si cometió el error de dejarme sin comida todo el día de ayer es porque se halla destrozada por la muerte de Susana y no ha podido hacer uso de la racionalidad que la caracteriza. Por mi parte, yo también he estado muy nerviosa por lo del merodeador y por los ataques del lobo. Si no hubiese estado tan afectada a causa del miedo últimamente, no habría actuado como una lunática ayer en la misa de Susana. Yo creo que lo justo es que ambas nos ofrezcamos nuestra mutua comprensión y olvidemos lo que ha ocurrido. ¿Le parece? —propuse.

—¡Sí, Martina! ¡Me parece! —respondió, y para mi gran sorpresa se echó a llorar, abrazándome. Pobre señorita Ricci, estaba muy perturbada con todo lo que ocurría en Sainte-Marie.

—Señorita Ricci…

—¿Sí, Martina?

—Creo que es injusto que despidan a la señorita Krumlauf. Todos cometemos errores y ni siquiera hay pruebas de que ella haya dejado la puerta abierta. ¿Por qué no la perdona? Ha trabajado aquí toda su vida y es una buena maestra… además, ¿qué será de ella si pierde su empleo? ¿Adónde va a ir? Yo de usted contemplaría la posibilidad de que Susana no haya muerto por el ataque de un lobo, sino a causa de su propia enfermedad. ¿No estaba ya muy enferma cuando llegó a Sainte-Marie?

El semblante de la señorita Ricci se iluminó de repente.

—Es cierto… —dijo.

—Y, como hemos visto, el señor… el doctor Goldberg no es un gran médico que digamos, ¿no es así? —pregunté.

—Continúe, por favor —pidió la señorita Ricci. Estaba dándole la solución a todos sus problemas en bandeja de plata.

—Señorita Ricci, ¿no estaría Susana mucho más enferma de lo que creíamos? Jamás comía con nosotras…

—Los alimentos se le llevaban a la habitación.

—Y, sin embargo, sólo pasó un par de horas con el resto de las alumnas desde que llegó el viernes, por lo que presumo que se sentía demasiado débil para levantarse de la cama… Sé que es sólo una especulación, pero… quizá Sainte-Marie no tenga ninguna responsabilidad en la muerte de Susana. Según escuché, su rostro tenía varias pequeñas lesiones y una más grande. ¿Cómo sabemos que se las hizo un animal? Nadie ha visto al lobo. Alguien me dijo, incluso, que no había lobos en Valais. La piel de Susana podría haberse… visto afectada por otras razones. Ya estaba bastante enferma antes de venir aquí, la pobre. No debería haber venido a Sainte-Marie. Usted dio muestras de gran generosidad de espíritu al recibirla, para empezar.

—Martina, ¡sus palabras tienen mucho sentido! Eso querría decir que Sainte-Marie no ha tenido la culpa de nada… y que la pobre niña ha perecido por una enfermedad que ya tenía.

—Sería injusto que se culpara a tan maravillosa institución por algo así, ¿no le parece? En especial siendo todo el personal inocente… Por supuesto, yo de usted no volvería a consultar al doctor Goldberg, pues ha demostrado ser un inepto. ¿Por qué no habla con el médico del pueblo? Él le dirá si las muertes de los campesinos han tenido algo en común con la de Susana. Por cierto… las ayudas de cámara pueden saber más que ninguna de nosotras qué tan enferma estaba Susana al llegar, si dormía bien, cómo estaba su apetito…

—¡No lo había pensado! Hablaré con Marie y Natalie hoy mismo. Me ha dado esperanzas, Martina, no sé cómo agradecérselo.

—Es sólo lo correcto, señorita Ricci. No me gustaría que gentes inocentes se viesen perjudicadas por culpa de la negligencia de personas como el doctor Goldberg. Usted sólo ha confiado en su diagnóstico y, ¡ya ve lo que me iba a hacer a mí! No, señorita Ricci, usted y Sainte-Marie son inocentes. Lo presiento así —dije.

—¡Debo rectificar la decisión que había tomado al respecto de la señorita Krumlauf! ¡No hay tiempo que perder! —dijo, animada.

—Señorita Ricci… ¿Sería mucho pedir que me enviara algo de comer cuanto antes? No tengo energías para levantarme —mentí.

—¡Claro que sí, Martina!

—Y… no se preocupe por nada. Sé que merecía algún castigo por mi comportamiento de ayer. No le contaré a nadie que no me alimentaron. Puede confiar en mí —dije.

—No sabe cuánto se lo agradezco, Martina. La he juzgado con demasiada dureza. Es en realidad una chica muy razonable a pesar de ser tan traviesa. Y tiene buen corazón —dijo la señorita Ricci.

—Me alegra que se dé cuenta de ello —dije.

La señorita Ricci salió de mi cuarto apresuradamente, pero ya no tenía el semblante de angustia que la había acompañado todo el día anterior. Le había mostrado una alternativa y sabía que ella no iba a descansar hasta que todos quedasen convencidos de que Susana había muerto por su propia enfermedad. Los hombres podrían dejar de buscar el lobo, la señorita Krumlauf conservaría su empleo, Sainte-Marie continuaría teniendo la inmaculada reputación de antes… y yo no sólo me había salvado del asilo mental y del tratamiento del doctor Goldberg, sino que me había ganado la simpatía y el favor de la señorita Ricci. Me di un par de palmaditas de felicitación en la mejilla derecha.

«Cuánto me quiero», pensé.

Incluso la herida superficial de mi brazo había ayudado a mi causa, pues de lo contrario habría sido posible que Goldberg no hubiese hablado de peste de rabia sino de alguna enfermedad desconocida para mí, y no habría podido zafarme de sus torturas con tanta facilidad.

Contenta, me levanté, me lavé y me puse el camisón de dormir, dispuesta a quedarme en cama el resto del día. Habría sido muy necio de mi parte no sacarle el jugo a las circunstancias y, si podía no ir a clase… muchísimo mejor.

Sabía que Marie le contaría a la señorita Ricci cuan reacia se mostraba Susana a comer. La señorita Ricci estaría dichosa de oír justo lo que necesitaba para salvaguardar el prestigio de Sainte-Marie y la paz retornaría a la institución… Bueno, no la paz absoluta pues, aunque encerrada en su ataúd, Susana seguía estando cerca. Pero al menos no volverían a llamar al doctor Goldberg en mucho tiempo y la señorita Krumlauf no sería despedida por culpa de las artimañas del vampyr. Comencé a escribirle una carta detallada al padre Anastasio refiriéndole todo lo que había acaecido después de mi encierro, en especial la llegada del nuevo sobrecito. Tal vez él pudiera obtener información más precisa acerca del sello por medio de algún contacto. Al poco tiempo llegó Marie a mi habitación con una enorme bandeja. Le hice una picara mueca y se sentó al pie de mi cama, poniéndome la bandeja encima.

—Cuéntemelo todo —dijo.

—Primero, cuéntame tú qué le has dicho a la señorita Ricci acerca de Susana —pedí.

—¡Sabía que esa insospechada entrevista con la señorita Ricci acerca de la señorita Susana había sido obra suya! —exclamó—. Le he dicho la verdad, que a la señorita Susana parecía repugnarle la comida que le llevaba, aun si después encontraba su bandeja vacía. ¡Quería saberlo todo! Me preguntó cada minucia, hasta si la señorita Susana se limpiaba bien las uñas. Lo que no entiendo es por qué se puso tan feliz cuando mencioné que la señorita Susana me había pedido gasa el sábado para cubrir la lesión que tenía en la frente. Me preguntó varias veces si estaba segura de que ya tenía una marca visible en el rostro antes del supuesto ataque del lobo ayer en la madrugada. ¿Ha perdido los estribos? ¡La quemadura en la frente de Susana la noche de mi cumpleaños! ¡La había olvidado por completo!

—¡Ay, Marie! —reí, aplaudiendo—. ¿No te das cuenta? ¡La señorita Ricci está perfectamente cuerda! Se puso feliz porque sugerí que Susana no había muerto por culpa de ningún lobo sino por una enfermedad que ya tenía, ¡y ahora tú nos has salvado a todas al confirmar que la piel de Susana estaba deteriorándose antes de su muerte!

—¿Deteriorándose? Usted y yo sabemos que las lesiones eran quemaduras producidas por objetos sagrados… claro que esto no podía decírselo a la señorita Ricci.

—¡Precisamente! Es propicio hacerle creer que las lesiones se debían a una afección de Susana. Verás… —dije, y le conté todo lo ocurrido con el doctor Goldberg y cómo había logrado escapar de sus manos y de paso ganarme la amistad de la señorita Ricci.

—¡Vaya! ¡Este sí es un giro insospechado de la situación! Qué sagaz es usted, señorita Martina —dijo riendo—. Me consolé muchísimo cuando la señorita Ricci me envió a traerle toda clase de alimentos con tanta prisa… —y agregó—: ¡Ahora mismo está inspeccionando la habitación de la señorita Susana! Gracias a Dios quiso hacerlo ella misma y ni Natalie ni yo tenemos que volver tan pronto a un recinto que nos trae tan malos recuerdos… Pero bueno, coma, señorita Martina, ¡y alégrese del buen trato que está recibiendo!

En efecto, estaba de buenas con la señorita Ricci: me habían enviado huevos, tres clases diferentes de queso, panes, leche, sopa, vino y chocolate derretido especialmente para mí. Comí con tanto gusto como si no hubiera comido en un mes. El hambre y la victoria eran los mejores acompañantes de una deliciosa merienda.

—¡Ese galeno es casi tan temible como la señorita Susana! —dijo Marie.

—Por lo menos Susana tiene la disculpa de ser un vampyr —bromeé.

Marie tuvo que irse. Le entregué la carta para el padre Anastasio y me quedé comiendo muy contenta.

Recordé que ahora era la feliz poseedora de un hábito de monje y pensé en cuánta diversión podría derivar de él. Lo había metido al baúl el día anterior. Abrí la tapa y lo miré con alegría, doblado entre mis más preciadas posesiones. Me imaginé cómo se sentiría ser un monje de alguna misteriosa orden y escribirme cartas secretas con los otros monjes acerca de los demonios que circundaran el monasterio. Me pregunté cómo serían los monjes que habitaban Sainte-Marie antes que fuera un internado, hacía ya tanto tiempo. Entonces caí en la cuenta de que nunca me había molestado en averiguar qué tan antiguo era Sainte-Marie y decidí que se lo preguntaría a la señorita Ricci cuando tuviera la oportunidad. Cuando llegó la hora de la cena, tuve una maravillosa sorpresa: Carmen y Marie llegaron a mi habitación con una canasta y una bandeja llena de cosas.

—¡Amigas! —grité, saludándolas. Carmen me besó en ambas mejillas y dijo:

—Este es un milagro. ¡La señorita Ricci me envió a cenar contigo y dio la orden en la cocina de que te preparasen los mejores platillos! Pero eso no es lo mejor…

—¿Qué es lo mejor? —pregunté.

—Debes sentarte para escuchar las novedades —dijo Carmen.

Le hice caso.

—¿Y bien? —pregunté.

—Se trata de la inspección de la habitación de la señorita Susana —dijo Marie, temblando de emoción—. A que no adivina qué halló la señorita Ricci bajo la cama de la difunta.

—¡Decídmelo vosotras y hacedlo pronto! —repuse, poniéndome de pie de un salto.

—Al entrar, la señorita Ricci notó que la habitación de Susana olía muy mal… —dijo Carmen—. Siguiendo el rastro del aroma, llegó hasta el lecho y, al agacharse, ¡se encontró cara a cara con una veintena de ratas!

—¡Ratas! —exclamé, asqueada.

—Sí señorita Martina… —dijo Marie—. ¡Ratas hambrientas que habían llegado hasta allí atraídas por los alimentos que la señorita Susana despreciaba!

—¿Cómo? —pregunté, horrorizada.

—¡Cada vez que Marie o Natalie le llevaban la comida a Susana, esta esperaba a que salieran de la estancia para tirar el contenido de los platos debajo de su cama! —gritó Carmen, sacudiéndome por los brazos.

—¡No puede ser! —exclamé.

—Será mejor que lo creas, Martina… —dijo Carmen, y agregó en voz baja—: ¡Todo parece indicar que los vampyr sólo se alimentan de sangre fresca!

—¡Cielo santo! —dije, sentándome de nuevo—. ¡Esto sí que es esclarecedor! Bueno, por lo que Marie nos había contado, no es de extrañarse que Susana se negara a probar la comida, pero… ¿esconderla debajo del lecho y quedarse tan tranquila? ¡Ya decía yo que era salvaje! Y… ¿las demás ya se enteraron del descubrimiento de la señorita Ricci?

—Sus gritos atrajeron a la señora Riedel y a varias pupilas y, juntas, movieron el lecho. No sólo hallaron las ratas y todas las comidas del fin de semana… sino los restos de un pajarillo muerto: ¡el mismo que estaba devorando cuando la sorprendí la mañana del viernes, sin duda! —exclamó Marie, persignándose—. ¡La pobre Gertrude ha tenido que limpiarlo todo!

—¿Se conjeturó algo acerca del pájaro? —pregunté, ansiosa.

—Nada —dijo Carmen—. Lo demás era tan repugnante en sí que el pájaro pasó a ser sólo el toque final de una escena perfectamente aterradora. Lo bueno es que ahora se sabe que Susana dejó de alimentarse por voluntad propia. Por lo demás, nadie quiere acercarse a su habitación.

—Es decir que… ¿ya nadie le teme al lobo? —pregunté, feliz.

—¡Nadie, señorita Martina! —dijo Marie—. ¡Y la señorita Krumlauf puede quedarse!

Nos abrazamos las tres, saltando y riendo.

—Y tú, Marie: ¿puedes quedarte a cenar con nosotras esta noche? —pregunté.

—¡Claro que sí! Ya he terminado todos mis quehaceres y, si llega a venir alguien, haré como que le traía algo que había olvidado.

—¡Fantástico! —exclamé.

Le pusimos llave a la puerta y desplegamos el festín sobre la mesa. No podía creer lo que mis ojos veían. La señorita Ricci me había enviado una botella de vino entera, dos tipos de tartas, más chocolate derretido, panes, quesos, confituras, espárragos gratinados y pescado horneado con almendras. También me había enviado una pequeña nota junto con la comida. La abrí y leí en voz alta:

Querida señorita Székely:

Espero que pueda usted recuperarse con esta comida. Para que su espíritu se recupere también, he enviado a la señorita Miranda para que le haga compañía.

Tenía razón en cuanto a Susana Strossner. Al parecer estaba demasiado enferma; su piel estaba descomponiéndose antes que la hallaran muerta. Además de esto, Susana no comía nada (sus compañeras la enterarán del terrible descubrimiento que hice yo misma). Como es completamente obvio, nadie puede sobrevivir sin comer, y mucho menos un enfermo. Aún no se ha visto ningún lobo y hemos decidido suspender su búsqueda. Los campesinos tampoco han encontrado rastros del animal en los alrededores ni huellas que puedan llevar a suponer que haya provocado la muerte de tantas personas en las granjas adyacentes. El médico del pueblo dice que puede haber sido una epidemia transitoria de origen desconocido… pero no ha habido más víctimas, por lo que los ánimos están más calmados. En cuanto a Sainte-Marie, la señorita Krumlauf ha recuperado su posición y se halla muy contenta. Aun si la causa de la muerte de Susana sigue siendo tan… desconcertante, las alumnas están más tranquilas sin la amenaza del lobo. ¡Pobre señorita Strossner! Si no hubiese sido por usted y por sus acertadas observaciones, nunca habríamos conocido los verdaderos motivos de su fallecimiento. Hemos pensado que Sainte-Marie no aceptará en el futuro a niñas cuya salud esté tan delicada que les impida realizar las funciones de asistir a clase regularmente y tomar los alimentos con las demás alumnas. Por lo demás, he de decirle que estoy muy agradecida con usted por la forma en que ha ayudado a Sainte-Marie en el día de hoy. Espero que se sienta mejor y pueda reintegrarse a las actividades normales del internado en la mañana. Que disfruten de la cena.

Cordialmente,

ANNE RICCI.

Nos miramos las unas a las otras unos segundos y no pudimos evitar gritar y aplaudir por nuestra victoria.

—¡Lo logramos, amigas! —exclamé.

—¡A celebrar! —dijo Carmen.

—¡Brindemos por nuestra buena fortuna! —dijo Marie.

Escanciamos el vino en las tres copas que mis amigas habían alistado en la canasta, y brindamos por el padre Anastasio y por el autor de las notas. Luego brindamos por cada una de las presentes y así le dimos inicio a nuestra velada de celebración. El vino estaba delicioso y pronto me sentí invadida de un agradable calor.

—¿Qué se ha dicho de mí allá abajo? —les pregunté a mis dos cómplices.

—¡Qué no se ha dicho! —repuso Carmen—. Me he peleado con todas. Que si te burlabas de la muerte de Susana porque te era antipática, que si tenías peste de rabia, que si habías enloquecido… Durante la merienda, cuando se supo que Susana había estado escondiendo todos sus alimentos bajo la cama, ese fue el centro de las habladurías y te olvidaron temporalmente… pero al caer la tarde Regina aseguró que tus risotadas se debían a alguna travesura que estabas planeando realizar en la misa. En fin, se han dicho tantas cosas que ni ellas mismas saben qué creer. Por el momento, están muy contentas de pensar que el lobo no va a morderlas mientras duermen. Ya no tienen a Susana de santa mártir, están escandalizadas de pensar que alguien se deje morir de hambre… todo nos ha salido bien.

—Ya he enviado ambas cartas al padre Anastasio con el mensajero —dijo Marie—. Es decir que las estará recibiendo muy pronto. ¡Lo contento que se va a poner!

—Es excelente noticia que no haya habido ataques anoche. Quiere decir que realizaste el grabado y la oración con exactitud, Carmen —le dije a mi amiga.

—¡Cuánto trabajo me costó! Cielos, tenía tanto miedo de que Susana fuera a sacar una mano del ataúd y agarrarme… Podía sentirla moviéndose allí adentro, ¡fue terrorífico! —dijo.

—Brindemos por Carmen y por la maravillosa labor que realizó —propuse.

—Martina, qué loca estás. Mira que reír de esa forma en plena misa y sin proponértelo… Pero, la verdad, yo misma he reído durante horas al pensar que logré aterrorizarte tanto con la idea de la casa de locos que rompiste tu silla contra la puerta —dijo Carmen.

Cenamos de maravilla, ensalzándonos las unas a las otras por la forma en que habíamos logrado modificar el curso de los eventos que prometían tener consecuencias tan nefastas para todos. Le devolví el libro a Carmen cuando terminamos de cenar y ambas partieron dejándome con la agradable sensación de haber pasado un merecido rato con mis grandiosas amigas. Esa noche tuve el primer momento de verdadera tranquilidad desde que Susana había llegado, y fue el inicio de una temporada de aparente calma que desembocaría en la tragedia más grande que hubiésemos vivido tanto nosotras como Sainte-Marie. Nunca debimos confiarnos de nuestra buena suerte.