MONJES

Desperté con la campana de la primera llamada al amanecer. Estaba acostada en la cama con las cobijas extendidas sobre mí. Sentí un dolor ardiente en el cuello y, al tocarme con la punta de los dedos, gemí. Me levanté y me miré al espejo. Los rasguños de Susana estaban frescos y se extendían desde la línea de mi mentón hasta la clavícula. Miré alrededor. La puerta estaba cerrada y el baúl estaba en su lugar original. La silla estaba puesta al lado de la mesa, y el frasco de agua bendita, aunque prácticamente vacío, estaba sobre mi mesa de noche. La vela se había consumido. ¿Cómo es que todo estaba en orden? Todavía tenía puesta mi bata. Revisé el bolsillo y encontré el sobre con la nota. Susana no se lo había llevado. Metí la mano dentro de la funda de mi almohada. Palpé la llave que aún estaba allí y sentí un gran alivio. De no ser por los arañazos que Susana me había dejado de recuerdo, habría pensado que todo había sido una pesadilla. Me había salvado, una vez más, gracias al crucifijo que Marie me había regalado.

¡Susana era un monstruo! Recordaba la noche anterior a medias, no tenía la noción de haberme metido en la cama. ¿Me habría puesto Susana allí? ¿Me habría mordido? Sentí pánico. Volví a tomar el espejo y me revisé bien el cuello buscando señales de que me hubiese hincado los colmillos en algún momento de la noche. Me miré bien las muñecas y los tobillos. No parecía haber señales de mordeduras. Me quité la bata y el camisón, utilizando el espejito para examinarme minuciosamente por detrás: no había incisiones por ningún lado. Fuera de los arañazos, estaba intacta. Me lavé bien las heridas y me apliqué lo poco que quedaba de agua bendita en la botella. Se me ocurrió que podía ayudarme a borrar la huella que había dejado Susana. Ardía bastante. Esperé que los surcos no fueran a infectarse, pues eran bastante profundos. Por fortuna, no estaban sangrando. Me puse el vestido negro de cuello alto y me dejé el pelo suelto para ocultar las marcas que se veían por debajo del mentón, cerca de la oreja. Me consolé pensando que si Susana me había herido, yo me había defendido bastante bien.

Me puse las medias de lana y las botas, y tomé mis libros. El prospecto de encontrarme con Susana en el salón de clases me parecía terrible, pero eso me serviría para saber qué tan acertadas eran mis reminiscencias de la noche anterior. Si todo había pasado como lo recordaba, Susana tendría varias pequeñas heridas por toda la cara y una más grande que las demás en la mejilla donde la había tocado con el crucifijo. Esta vez llevé conmigo cerillos y una vela como medida preventiva, no quería tener que regresar a mi habitación sin luz cuando cayese la noche. Me encontré con Regina en el primer piso, antes de salir del edificio.

—Buenos días, Martina. ¿Qué tal el fin de semana? —me dijo con una sonrisa burlona.

—De maravilla. El solo hecho de no verte hace de un día común una fiesta memorable —le contesté—. Y tú, ¿qué tal la pasaste?

—Tuve un fin de semana excelente. Susana nos ha estado enseñando un baile nuevo que se ha puesto de moda en los salones de Polonia. ¡Qué chica más encantadora es! Y lo mejor de ella es que deja entrever que ni tú ni Carmen le son simpáticas. ¡Lástima! Te pierdes de la amistad de la chica más rica y mejor rodeada de todo Sainte-Marie. Ya me ha invitado a pasar el verano con ella en…

—¿No pensarás ir, verdad? —la interrumpí.

—¡Por supuesto que sí! Me ha dicho que ofrece los mejores banquetes de toda la región. No puedo esperar —replicó.

—Regina, Susana es una… mujer muy extraña. Yo te aconsejaría que no te acercaras demasiado a ella.

—Pues no es más extraña que tú. ¡Tú sí que eres bien rara! Ya me enteré de que te castigaron por tu falta de decoro del viernes. Decías que habías visto al diablo y no sé qué más. ¡Estás loca! Además, tú siempre me has envidiado, y ahora no puedes soportar que Susana me haya elegido a mí como amiga y a ti te desprecie. Pues, lo siento por ti, Martina Székely, pero ya es demasiado tarde para que entres en nuestro exclusivo grupo. Tendrás que resignarte a seguir hablando de árboles y sapos con Carmen mientras que Amalia y yo disfrutamos de lo que es bueno —dijo, y apuró el paso, dejándome con la palabra en la boca.

Pero ¡qué lerda era Regina! ¿Cómo no percibía la infinita maldad de Susana Strossner con sólo mirarla? Pensándolo bien, no me extrañaba demasiado que Regina se cegase ante las rarezas de Susana con tal de poder sentirse importante, pero me preocupaba Amalia, quien no era mala persona. Ahora Susana tendría en Regina una fiel aliada para defenderla en lo que fuese… si Susana no la mataba. ¡Tonta Regina! Necesitaba creer que yo la envidiaba y eso le impedía escuchar cualquier advertencia sincera de mi parte. Sabía que perdería el tiempo tratando de demostrarle mis buenas intenciones o contándole lo que me había ocurrido con Susana. Regina rechazaría inmediatamente cualquier cosa que dijésemos Carmen y yo, y mucho más si se trataba de la alumna más prestigiosa de Sainte-Marie, Susana Strossner, quien se había dignado hacerla su amiga. Le pediría a Carmen que tratase de hablar con Amalia, aunque no tenía muchas esperanzas de que lograra abrirle los ojos al respecto de Susana, pues Amalia no parecía tener opiniones personales sino absorber las de Regina. Atravesé el césped y llegué temprano al salón de clases. Unas pocas chicas habían entrado al salón y se entretenían hablando. Carmen no estaba aún allí. Me acomodé en mi silla y me recliné sobre la mesa. Estaba muy cansada.

—¡Oye, Martina! —me llamó Josefina Alcofrado, la chica portuguesa, desde el otro extremo del salón—: ¿Qué te ha dicho el demonio? Todas las chicas que estaban en el salón rieron al unísono. Sara Becker se puso los índices de ambas manos a lado y lado de la cabeza a manera de cuernos, y comenzó a corretear a Josefina, mientras gesticulaba riendo.

—¡Voy a llevarme tu alma, Martina! —le decía en son de burla a Josefina.

—¡Ay, no, señor diablo, no sea malito! ¡Vea usted que tengo mi crucifijo bien puesto! —replicó Josefina tratando de imitarme.

—Te está patinando el coco, Martina —me dijo Julieta Osbourne—. Al parecer las historias de Carmen han calado en ti de tal forma que has perdido la razón… ¡aún más que antes!

Las demás alumnas se burlaban, mirándome con sorna. Estaba viviendo las consecuencias del cumpleaños más raro que había tenido en mi vida. En medio de todo, entendía que todas mis compañeras creyeran que había enloquecido. Las cosas que me habían ocurrido no tenían ninguna lógica y yo misma había dudado de mi cordura varias veces en los últimos dos días. Hubiese querido contarles que el diablo que había visto era, en realidad, Susana Strossner, y que estaba convencida de que ella era el vampyr responsable de los ataques a los campesinos en las granjas vecinas, pero sólo habría servido para que me encerrasen. Me mordí el labio para obligarme a guardar silencio.

—¿No dices nada, Martina? —preguntó Josefina Alcofrado.

—Por primera vez se ha quedado sin palabras —dijo Sara—. Sabe que tenemos razón.

—Hace unos minutos Martina intentaba prevenirme en contra de Susana —intervino Regina—. ¿Podéis creer que tuvo la osadía de decir que Susana Strossner es extraña? ¡De todas las alumnas de Sainte-Marie, Martina Székely acusando a otra de rarezas! Se nota que tiene celos de Susana.

—El que me consideréis extraña es para mí gran motivo de honra —les dije—. Si tuviese algún rasgo de carácter en común con vosotras me sentaría a llorar amargos lagrimones el día entero. Sois insoportablemente insípidas: decís, pensáis y hacéis exactamente lo mismo. ¿Cómo llegasteis a ser tan insustanciales?

—A Susana le hemos parecido encantadoras —dijo Regina—. Y ha sido muy amable con todas nosotras. No como Carmen y tú, que hablan en códigos secretos y están llenas de misterios.

—Será precisamente por lo extraña que es Martina que a Susana, no le ha caído en gracia. Además, Martina y Carmen recibieron muy mal a la pobre Susana cuando llegó —dijo Josefina.

—Susana Strossner es lo peor que hay en este internado —dijo Carmen, entrando al salón—. No me arrepiento en lo absoluto del recibimiento que le di. Es más, si pudiese devolver el tiempo, le habría escupido en la cara.

—Ninguna de vosotras dos debería estar en un lugar como Sainte-Marie —dijo Sara—. No sois dignas de una institución tan distinguida. Deberíais estar ordeñando vacas en alguna granja, con gente burda como vosotras. Carmen se paró frente a Sara, tasándola con la mirada.

—Preferiría estar entre las vacas del campo que entre las vacas de este salón de clase… Yo de ti procuraría no comer tantos pastelitos, mira que podrían confundirte con ganado cuando te paseas por el jardín. Y deberías abstenerte de hablar de refinamiento, Sara, pues hablas el peor francés que he oído en mi vida y aún no has aprendido a masticar con la boca cerrada. Al menos los paisanos de Valais saben hacer cosas útiles, en vez de rumiar y mugir chismes todo el día, como tú.

No se dijo una palabra más en el salón. Todas sabían que Carmen no tendría ningún reparo en recordarles otras verdades dolorosas si continuaban provocándola. Me guiñó un ojo al pasar por el lado de mi pupitre y fue a sentarse en su puesto.

La señora Riedel no tardó en llegar al salón. Tenía una expresión circunspecta.

—Señoritas —dijo—, lo que tengo que comunicarles es en extremo penoso para mí. Probablemente habrán escuchado rumores de que hay una bestia suelta en los alrededores que ha atacado varias de las granjas que se encuentran en las cercanías de Sainte-Marie… Hubo un murmullo de agitación, y varias de las alumnas comenzaron a hablar entre ellas.

—Pues bien —continuó—, por desgracia la misma bestia se coló dentro de uno de los edificios de Sainte-Marie durante la noche y atacó a una de nuestras alumnas. Se trata de la recién llegada señorita Strossner.

¡Eso no podía ser! ¡Susana era la bestia suelta! Mis compañeras dieron gritos de sorpresa y miedo. Volteé la cabeza y me encontré con los interrogantes ojos de Carmen. ¿Qué estaba pasando?

—¡Silencio! ¡Si-len-cio! —pidió la señora Riedel—. Señoritas, esto no es fácil para ninguna de nosotras, y sobre todo para la señorita Ricci, nuestra directora. Todo parece indicar que la señorita Krumlauf tendrá que marcharse, pues ella era la responsable de cerrar con llave el portón del edificio donde están las habitaciones de Susana y este amaneció abierto de par en par. Si la puerta frontal hubiese permanecido cerrada, esta tragedia nunca habría ocurrido —dijo, y los ojos se le aguaron.

—¿Cómo está Susana, señora Riedel? —preguntó Regina, consternada.

—Señoritas —contestó con suma seriedad—, Susana Strossner ha fallecido esta madrugada —al decir esto, rompió a llorar convulsamente. No podía dar crédito a lo que la señora Riedel había dicho; aquello era demasiado inesperado. ¿Muerta? ¿Susana? ¿Acaso no había estado muerta todo el tiempo desde su llegada a Sainte-Marie? ¿No era, pues, un vampyr?

—¡No puede ser! ¡Simplemente no puede ser! —gritaba Regina.

Amalia lloriqueaba en silencio. Sara gimoteaba diciendo:

—¡Quiero irme a casa! ¿Por qué tuvieron que enviarme mis padres a Sainte-Marie? Este es un lugar inhóspito y peligroso…

—¿Cómo que ha fallecido? ¿Está usted segura de lo que nos dice? Con esas cosas no se bromea, señora Riedel… —dijo Carmen desde la parte de atrás del salón.

—Estoy segura de lo que afirmo, señorita Miranda —le contestó ella entre lágrimas—. Yo misma he visto a la pobrecita… ¡con toda la cara manchada de sangre y un gran mordisco en la mejilla derecha! El corazón me dio un vuelco en el pecho. ¿Había yo matado a Susana? Nunca había sentido tanto terror en mi vida. Sí, Susana era un demonio… ¡pero yo no quería matar a nadie! ¡Ni siquiera a ella! Comencé a llorar. ¡Yo sólo estaba defendiéndome de ella! ¡Quería que me dejara en paz y que no le hiciera daño a nadie, no matarla! Pero ¿cómo imaginar que un poco de agua bendita y el contacto con un crucifijo pudiesen matar a alguien? Si algo, se suponía que los artículos de carácter religioso podían reanimara algunas personas…

—Escribiremos a los padres de Susana a América en cuanto se despejen los caminos. Sólo Dios sabe cuándo recibirán esta terrible noticia… son ellos quienes deben disponer de los restos de la difunta —sollozó la señora Riedel—. Tal vez quieran llevarla de vuelta a Polonia para enterrarla junto a los miembros de su ilustre familia. Aun así, se ofrecerá una ceremonia religiosa en su honor durante la misa de la tarde.

—Señora Riedel… ¿dónde la van… a poner? —pregunté.

—La pondremos en la cripta de la capilla mientras logramos comunicarnos con sus padres —dijo ella, secándose los ojos y la nariz con el pañuelo. Los días lunes la misa diaria se celebraba en las tardes en Sainte-Marie, y el desayuno se tomaba después de la clase de filosofía.

—Comprenderán que no me sienta capaz de impartirles la lección del día de hoy. La señorita Ricci ha decidido que no habrá clases. Pueden pasar a desayunar ahora.

Inmediatamente, todas las alumnas se congregaron a hablar de lo ocurrido.

—¡Y pensar que me sentía tan a salvo! —decía Josefina Alcofrado—. ¡Ya nada volverá a ser igual!

—¡Pobre Susana! —escuché decir a Amalia de Piñérez—. Ahora debe estar en el cielo con los ángeles, que Dios la tenga en su gloria…

—¡Qué indignación! —exclamó Regina—. ¡Y sus padres haciendo donativos a Sainte-Marie, creyendo que su hija estaría segura aquí!

—¡Aquellos peones inútiles no han logrado atrapar al lobo! ¡Deberían colgarlos por su negligencia! —decía Sara Becker.

—¿De vuelta al oscurantismo, Sara? —la interrumpió Carmen—. Eres buena para culpar inocentes. Deberías haber sido inquisidor.

—¡Tú eres la primera a quien habría mandado a la hoguera, Carmen Miranda! —replicó Sara.

—Qué curioso. Exactamente eso le comentaba a Martina el otro día… —dijo Carmen.

—¿Cómo puedes hablar así en un momento como este, Carmen? ¡No tienes vergüenza! —exclamó Regina Bailey.

—Eres tú quien no tiene vergüenza, Regina —le dije yo—. Sólo lloras porque ya no podrás pasar una temporada en casa de los Strossner.

—¡Basta ya! —ordenó la señora Riedel—. ¡Hagan el favor de respetar la memoria de la difunta y pasen al comedor de inmediato! Todas obedecieron en silencio. Esperé a que Carmen pasara por mi lado y la así del brazo.

—Tengo que hablar contigo —murmuré—. Espera a que las demás hayan salido.

Cuando nos quedamos solas en el salón y me hube cerciorado de que nadie nos escuchaba, le dije:

—Carmen… yo maté a Susana Strossner.

Mi amiga me miró de hito en hito.

—¿Qué rayos dices, Martina?

Le conté todas las cosas que habían ocurrido después que le había dado las buenas noches por la ventana de mi habitación y las conclusiones a las que había llegado en cuanto a la verdadera naturaleza de Susana Strossner. Carmen me escuchaba con la boca abierta.

—¡Susana iba a matarte, Martina! ¡Era un vampyr! ¡Gracias a Dios tenías ese crucifijo y el agua bendita! Hiciste muy bien, amiga. No tienes por qué sentirte culpable. Has librado a Sainte-Marie de una criatura abominable que de humana tenía sólo la apariencia. Eres una verdadera heroína y estoy segura de que Susana está ardiendo en los más profundos infiernos en este momento —dijo Carmen.

—¡Ay, Carmen, pero yo no quería matarla! ¡Sólo quería que no se me acercara! —le dije, con lágrimas en los ojos.

—Exactamente. Lo hiciste en defensa propia. Pero ¿no dices que Susana estaba viva, aunque herida, cuando te desmayaste? —preguntó.

—Lo último que recuerdo es que juró vengarse, y, sí: se la veía muy viva. Respiraba y se movía —respondí.

—De ser así, no la has matado tú —concluyó Carmen.

—¿Entonces quién lo hizo? Ya escuchaste que la señora Riedel habló de un mordisco en la mejilla… ¡Y ambas sabemos lo que ese mordisco es en realidad! —dije.

—¿Y si en verdad hay un lobo suelto y la mató?

—No hay tal lobo, ¡hay vampyr! Marie misma me dijo que las heridas de los campesinos eran sólo dos pequeñas incisiones en el cuello o las muñecas, y los lobos no matan así. Es más, Carmen, ¿no nos había contado tu primo el profesor que los lobos sólo atacan a los seres humanos cuando se sienten amenazados?

—O si están muñéndose de hambre. Bueno… en todo caso, yo tampoco me he creído la historia del lobo. Además, tampoco creo que la señorita Krumlauf haya olvidado echarle llave al portón. Es la persona más rígida que conozco… y, que yo sepa, los lobos no saben abrir portones. Debe haberla matado alguien que ya estuviera escondido dentro del edificio —dijo Carmen.

—Es decir, yo.

—No. Es decir… la misma persona que te envió el sobrecito. Cuando alcanzamos a las otras alumnas había una atmósfera de pánico colectivo. No paraba de hablarse del lobo y de Susana Strossner. En menos de diez minutos, Susana ya se estaba convirtiendo en una leyenda.

—Mira que venir a Sainte-Marie específicamente a morir… —le decía una chica a la otra.

—Susana fue una mártir que vino a inmolarse para que las demás no pereciéramos —dijo alguien más.

—¡Era un ángel! —comentó otra de las alumnas, llorando.

—Habrá que esperar el reporte del médico —le dije a Carmen—. En este caso, como no podemos revisarla nosotras mismas, tendremos que fiarnos de las palabras del doctor.

—Tienes razón —dijo ella—. No hay mucho más que podamos hacer. Debemos averiguar si tiene otras heridas además de las del rostro, y qué tan profunda era la de la mejilla. Oye, ¿qué es eso que tienes en el cuello?

—Susana me arañó cuando le puse la cruz en la cara —contesté, ruborizándome un poco—. ¿Se nota demasiado?

—No, por lo que llevas el pelo suelto, pero… parecen heridas algo profundas. Ay, Martina, no quisiera asustarte, pero… te las hizo un vampyr. ¿No deberíamos pedirle a Marie un poco de jugo de ajo para prevenir una infección?

—¿Por qué? ¿Has leído algo acerca de las heridas producidas por los vampyr? —pregunté aterrorizada.

—No, nada específico, descuida. Es sólo que un ser tan malo no puede traer nada bueno. ¿Te has aplicado algo?

—Sí. Agua bendita. ¡Y cómo ardió! No me ardió nada cuando me lavé las heridas con agua fresca, pero… el contacto con el agua bendita me produjo una sensación de quemazón muy dolorosa.

Carmen se quedó muda.

—¿Qué? ¡Dime en qué piensas! —le rogué.

—Martina…

—¿Sí? ¡Habla pronto, por Dios, antes que me dé un ataque al corazón!

—Creo que tenemos que ir a visitar al cura del pueblo. Y tiene que ser hoy mismo.

—Ay, Carmen, ¿qué será de mí?

—No lo sé. Pero el cura párroco sabrá qué hacer al respecto de esta situación. Él sí cree en la existencia de los vampyr. Por eso envió agua bendita a la montaña.

Perdí el apetito por completo y me puse a jugar con el tenedor. ¿Me saldrían enormes colmillos? ¿Terminaría subiendo a los árboles en busca de pájaros frescos?

—¿Cómo vamos a conseguir que nos dejen ir al pueblo hoy? —le pregunté a Carmen.

—No creo que haya forma de que nos dejen ir. Tendremos que escapar. Carmen tenía razón. Si pedíamos permiso, no nos lo concederían. En especial con nuestro comportamiento del viernes, y más aún con la amenaza del lobo.

—¿No te da miedo que vayamos al pueblo las dos solas? —le pregunté.

—Si vamos caminando… sí. Pero si vamos a caballo no.

Un plan se estaba forjando en la mente de Carmen.

—Marie nos ayudará —declaró—. Pero, te lo advierto, Martina: si comienzas a actuar de forma extraña… te estamparé mi crucifijo en la cara.

—Descuida. De sentir cualquier cambio, yo misma lo haría —sentencié.

—Cancelaron las clases del día. Eso quiere decir que nos enviarán a nuestras habitaciones o nos obligarán a quedarnos todo el día en la sala del piano.

—Escaparemos en cuanto acabe el desayuno —le dije. Nos levantaríamos y haríamos como si fuéramos al edificio donde estaban nuestras habitaciones pero, en vez de eso, cruzaríamos hacia la derecha y nos meteríamos a la cocina por la parte trasera del edificio central. Allí nos esconderíamos en la alacena hasta que escucháramos a Marie. Fue el mejor plan que se nos ocurrió en ese momento.

Al terminar el desayuno, nos dijeron que teníamos la opción de quedarnos en el salón de piano si no deseábamos permanecer en nuestras habitaciones hasta la hora de la merienda. La mayoría de las chicas fue al salón, mientras que Carmen y yo seguimos a unas cuantas fuera del edificio. Cuando las perdimos de vista, corrimos a escondernos detrás de un árbol en dirección a la cocina. No había nadie por allí, así que proseguimos hasta el muro y nos pegamos a él. Avanzamos con paso rápido hasta alcanzar la puerta trasera de la cocina. Era una operación que habíamos realizado varias veces y, por tanto, sabíamos llevarla a cabo. Sin embargo, yo estaba muy nerviosa y comencé a jadear pesadamente.

—¿Qué haces? —preguntó Carmen aterrorizada.

—Sólo respiro —contesté, sintiéndome culpable.

—Estás respirando de forma diferente… —dijo Carmen—. Démonos prisa.

Empujamos la puerta y asomamos las narices por la ranura.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó alguien detrás de nosotras.

—¡Dios Santo, Marie! —exclamó Carmen al ver que se trataba de nuestra amiga—. ¡Casi nos matas de un susto!

—Escuchasteis lo de la señorita Susana, ¿verdad? —preguntó ella.

—Sí, Marie… —respondí—. Todo parece indicar que yo la maté.

—Y ahora necesitamos escapar de Sainte-Marie unas horas para visitar al cura del pueblo —dijo Carmen—. Ocurre que Susana arañó a Martina anoche, y las llagas le arden.

—¿Cómo que usted la mató? —preguntó Marie, poniéndose lívida—. Y, ¿cómo que ella la había arañado antes?

Marie comenzó a temblar y a persignarse, y no pudo contener el impulso de dar un paso grande lejos de mí.

—Señorita Martina, no diga esas cosas. No diga que usted tiene la capacidad de matar a alguien. Yo sé que la señorita Susana era mala, pero… ¡Ay, señorita Martina, ese es un crimen espantoso! ¡Un arañazo no justifica un asesinato!

—¡No, Marie! ¡No fue de esa forma! —intervino Carmen antes que Marie saliese huyendo y se escondiera de mí para siempre jamás—. Si Martina mató a Susana no fue adrede. ¡Lo único que hizo fue echarle el agua bendita que tú le diste, y estamparle el crucifijo en la mejilla!

—¿Después de haberla matado? —preguntó Marie con la cara distorsionada por el terror.

—¡No! —dije yo, tratando de explicarme—. ¡Antes!

—¿Y cómo la mató? —tartamudeó Marie.

—¡Salpicándola con agua bendita y tocándola con la cruz! —dijo Carmen.

—¿Entonces por qué dice la señorita Martina que la mató? ¡No entiendo nada! —exclamó Marie, ya al borde de las lágrimas.

—¿No es obvio, Marie? —preguntó Carmen—. ¡Susana era un vampyr!

—¿Cómo dice usted?

Nunca había, visto a una persona tan espantada y aliviada a la vez.

—Yo estoy segura, después de haberla visto anoche, de que es ella la responsable de los ataques a los campesinos de los alrededores… —me apresuré a asegurarle—. Los granjeros tienen razón. ¡Todo fue obra de un vampyr! Y ese tiene nombre: Susana Strossner.

—Pero… ¿cómo supo que Susana era… eso? ¿Cómo lo descubrió? —me preguntó con voz trémula.

—De la peor de las maneras: Susana volvió a mi habitación anoche y… por desgracia, tuve que ser testigo de su transformación —dije, con los ojos aguados—. ¡Susana iba dispuesta a matarme, Marie! Los colmillos le habían crecido y tenía los ojos amarillos… ahora que lo pienso, ¡también le habían crecido las uñas! ¡Por poco cumple con su objetivo de enviarme a mejor vida, pero del puro susto! Cuando su ataque era inminente, logré lanzarle el contenido del frasco de agua bendita desde el suelo, donde me había tumbado… y después, como sólo logré enfurecerla más, pues el agua bendita la hirió de forma muy superficial, tuve que estamparle el crucifijo en la mejilla. Ella me arañó y me lanzó contra el ventanal. Luego juró vengarse y yo perdí el conocimiento.

—¿Es por lo de los colmillos que dice que Susana es un vampyr, señorita Martina?

—Por eso, por los rumores de los paisanos, porque estaba bebiendo la sangre de un pájaro vivo… ¡y porque nadie que no sea un demonio se quema al tocar un crucifijo! ¡Y menos aún muere por eso! ¡Tú sabes mejor que nadie que era un monstruo, Marie! ¡Por eso tuve que hacer lo que hice! —dije.

—Entonces, ¿cómo y cuándo… la mató? —preguntó Marie, secándose las lágrimas espasmódicamente.

—¡Martina no ha matado a nadie, Marie! Se le metió en la cabeza que había matado a Susana porque la señora Riedel dijo que esta tenía pequeñas heridas por toda la cara y un mordisco de lobo en la mejilla… ¡Y ahora sabemos que ese mordisco no es más que la lesión que le dejó el crucifijo, y las heridas pequeñas son las marcas de las gotas de agua bendita! Pero la verdad es que no sabemos qué ocurrió, porque Martina la vio viva antes de perder el conocimiento, y ahora está muerta. ¡Yo ni siquiera sabía que se le podía dar muerte a un vampyr! Por eso, y porque las llagas que Susana le dejó de recuerdo a nuestra amiga arden, tenemos que ver de inmediato al cura que sabe de la existencia de los vampyr —exclamó Carmen apurada.

—¿O sea que la señorita Martina no mató a la señorita Susana?

—No, Marie, no la mató. Sólo hizo lo que estaba en sus manos para protegerse de una muerte segura y… funcionó. Yo creo que para bien de todos —dijo Carmen—. Por cierto: ¿no sabes quién encontró el cuerpo?

—Ay, sí —dijo Marie dándose múltiples bendiciones—. ¡Fue mi pobre hermana Natalie! ¡La encontró muerta cuando le llevaba la bandeja del desayuno! Llegó gritando hasta aquí y sólo ha dicho: ¡Muerta! ¡Muerta!, todo el día… Yo le avisé a la señora Riedel de inmediato. Fue ella quien verificó lo que gritaba Natalie y alertó a la señorita Ricci. ¡La desventurada Natalie ha quedado muda desde que la vio!

—Así que sólo la señora Riedel o Natalie podrían decirnos qué otras señales tiene el cuerpo de Susana fuera de las que ya conocemos… si es que alguna de las dos tuvo el valor de examinarla, cosa que dudo muchísimo —dije—. Será mejor esperar el veredicto del galeno, como habíamos supuesto.

—Y ahora nos preocupan las llagas que Susana le dejó a Martina. Desconocemos los efectos que puedan tener las heridas producidas por un vampyr.

—¡Ahora entiendo por qué está tan pálida, señorita Martina!

—¿Cómo que ahora entiendes por qué? ¿Has oído algo relacionado con los arañazos de un vampyr? —pregunté, de nuevo aterrorizada.

—No, descuide —dijo Marie—. Decía que es comprensible porque el susto hace que la gente pierda el color… pero sí me parece menester que visiten al padre Anastasio como medida preventiva ahora mismo.

—¿El padre Anastasio? ¿Así se llama? —preguntó Carmen.

Marie asintió.

—Es un buen hombre. Él las ayudará —dijo. Traté de recuperar el aliento.

—¿Crees que puedas conseguirnos caballos? —le pregunté.

—No lo sé… No creo que nadie pueda ensillarles caballos ahora, todos los hombres están buscando al lobo expiatorio —dijo Marie—. Ni siquiera sé si queden caballos en las pesebreras, aunque… puede que sea mejor que no haya nadie allí. Tal vez podamos hacer algo de forma mucho más sutil. Sospecho que los trabajadores se negarían a ayudarnos por miedo a perder sus plazas si la señorita Ricci llegase a enterarse.

—Entonces… ¿ya no me temes, Marie? —le pregunté, esperanzada.

—No, señorita Martina —dijo sonriendo, para mi gran consuelo—. Ya entendí lo que ocurrió, y el hecho de que Susana fuese un vampyr explica todos los fenómenos extraños de Sainte-Marie y de los alrededores. Ay, señorita Martina… ¡si yo a usted la adoro! ¡Haría cualquier cosa por usted! Y voy a ayudarlas a escapar, pase lo que pase.

Diciendo estas palabras, me abrazó, y yo no pude evitar sollozar en sus brazos mientras ella hacía igual. No podría haber soportado la idea de perder la amistad de Marie. Carmen también tenía lagrimones asomándosele a los ojos, pero tuvo que interrumpir aquel momento emotivo.

—Lo siento, pero debemos hallar una forma de partir ahora mismo. No tenemos tiempo que perder —dijo.

—La señorita Carmen tiene razón —dijo Marie—. Cuanto más pronto partan, mejor. Ahora síganme, y tratemos de ser sigilosas para no despertar sospechas. Vamos a encontrar un medio de transporte. Seguimos a Marie hasta el establo, que estaba prácticamente vacío. Los hombres se habían llevado la mayoría de los animales y todas las monturas. Encontramos dos caballos, y nos enfrentamos con el dilema de cómo montarlos.

—¿Aún puedes montar a pelo, Martina? —preguntó Carmen.

—Bueno, pues… supongo que sí, ¿y tú?

—También.

—¿No sería eso demasiado peligroso? Los caminos están en muy mal estado y el viaje es muy trabajoso… —dijo Marie.

—No tenemos otra alternativa —dijo Carmen—. Se trata de la vida de Martina… y, por ende, de las vidas de todas nosotras. Marie asintió con gravedad.

—No dejen de venir a buscarme en cuanto hayan llegado —dijo—. Yo estaré dormida al pie de la puerta de la cocina. Ustedes nada más golpeen. ¿Me lo prometen?

—Prometido —dije.

—Manos a la obra, entonces —dijo, tratando de ocultar su preocupación.

Carmen y yo entramos a la pesebrera. Yo monté el caballo más grande y Carmen la yegua marrón.

—Salgan por la parte de atrás —dijo Marie—. Es mejor que eviten cruzarse con los hombres, no sea que las confundan con el jinete merodeador a lo lejos e intenten derribarlas a pedradas.

Su observación era válida. Sería mejor que tuviésemos muchísimo cuidado.

—Estaré rezando para que estén a salvo. Deben marcharse ya si pretenden volver hoy. Vayan con Dios… y piensen en mí —nos dijo.

—Lo haremos, Marie. Todo el tiempo —dije.

Espoleé mi caballo llevando la delantera y nos despedimos de Marie, perdiéndonos por entre las ramas del bosque en poco tiempo. Atrás quedó el internado con el cadáver de Susana Strossner y aquellas que lo lloraban. Atrás quedó también nuestra amiga Marie con el cadáver de Susana Strossner y los pésimos recuerdos que de ella le quedarían de por vida. Tuvimos que darle casi toda la vuelta a la propiedad para llegar al camino principal sin ser vistas. Galopábamos a un ritmo estable, aunque procurábamos no ir tan rápido para que los caballos no se desbocaran. El camino principal era un poco más largo, pero tratar de tomar atajos en cumbres tan empinadas y con ese mal tiempo habría sido una locura. Cuando ya llevábamos dos horas cabalgando, paramos a descansar y a dejar que los caballos bebieran de un riachuelo que pasaba cerca del camino.

—¿Cuánto crees que nos falte? —le pregunté a Carmen.

—Yo diría que un par de horas más, si continuamos avanzando al mismo ritmo.

—Deben ser alrededor de las diez de la mañana —dije—. Llegaremos al pueblo a mediodía o un poco más tarde, tal vez. Y tendremos que regresar a más tardar a la una, lo que no nos deja mucho tiempo para conversar con el padre Anastasio, y eso contando con que lo encontraremos de inmediato. Debemos seguir ahora mismo. Oye Carmen…

—¿Sí?

—Gracias por hacer esto —le dije.

—No me agradezcas por tonterías, Martina. Agradéceme más bien que le haga una zancadilla a Regina —dijo en son de chiste, pero yo sabía que iba en serio. Carmen no me estaba haciendo ningún favor, estaba siendo ella misma: mi amiga.

Montamos de nuevo sin esperar más, y cabalgamos camino abajo, salpicándonos de barro en cada bache del camino. Mi caballo se estaba comportando muy bien, aunque ya lo sentía cansado. A decir verdad, yo estaba exhausta. Carmen seguía montando junto a mí con rostro imperturbable. Al menos el ejercicio nos mantenía calientes en ese frío día de noviembre, pues no habíamos tenido tiempo de tomar nuestros abrigos de invierno. Ya lejos de Sainte-Marie, el cielo estaba mucho más claro, y me sorprendí pensando en el regalo que constituía tener un poco más de luz solar. Aunque nublado, el cielo se veía blanco y no casi negro como había estado en el internado los días anteriores. No podía creer que estuviese montada en ese caballo sin ensillar, escapando de Sainte-Marie, dirigiéndome al pueblo más cercano a preguntarle al cura qué debía hacer al respecto de los rasguños que un vampyr me había propinado. De repente divisé el caserío a lo lejos y miré a Carmen. Ambas estábamos empapadas de sudor, jadeando como si fuésemos a asfixiarnos.

—¡Ya… llegamos! —grité, sin desacelerar el paso de mi caballo. Carmen soltó una risa de victoria, y espoleó su yegua para quedar a mi lado.

Cuando alcanzamos el pueblo, las calles estaban llenas de gente. Al parecer, el lunes era el día del mercado y había muchas personas comprando y vendiendo pescado, leche y queso entre tantas otras cosas. Inmediatamente desmontamos y avanzamos por la calle principal del pueblo que llevaba a la iglesia. No era la primera vez que recoma esa calle. Carmen y yo parábamos allí una vez al año en las vacaciones, yendo de camino a casa de ella. No podía sentir las piernas ni los brazos. Sólo un asunto tan descabellado podría habernos hecho incurrir en el acto tan extremo que había sido cabalgar a ese ritmo durante cuatro horas. Cuando llegamos a la iglesia, no habíamos cruzado palabra porque aún estábamos tratando de recuperar el aliento. Cada habitante de la población se había detenido a mirarnos con cara de incredulidad, y ya podía yo imaginar lo que para ellos representaría ver a dos mujeres emparamadas, vestidas de negro, sin abrigos, con el pelo revuelto y guiando a dos caballos sin montura.

—Voy a buscar una soga para atar los caballos —dije, y le entregué mi caballo a Carmen para que lo detuviera. Luego pensé que, aunque lo soltara, ese caballo no iba a ir a ningún lado.

No encontré ninguna soga en la parte trasera de la iglesia. Hallé, en cambio, algo mucho más valioso: el anciano cura caminaba afanado, con el rostro de quien está atareado más allá de sus límites, absorto en sus pensamientos. Tenía las barbas y el pelo largos y blancos, y se perdía en la sotana de lo menudo y pequeño que era.

—¡Padre! —lo llamé.

Vi las antiparras saltar sobre el puente de su nariz cuando mi llamado lo sacó de su concentración. Él se quedó viéndome como a una aparición por un par de segundos:

—¡Hija mía! —exclamó—. ¡Qué susto me has dado! ¿A quién buscas y… de dónde vienes?

—Lo busco a usted padre —le dije, observando la expresión de sorpresa en su semblante—, y vengo de Sainte-Marie-des-Bois.

Esperé a que hablase.

—¿Ha ocurrido algo grave? —preguntó, con gesto de preocupación.

—Sí, padre. He venido cabalgando sin parar con mi amiga Carmen. Ella está esperando al frente de la iglesia con nuestros caballos a que yo vuelva con una soga para amarrarlos.

Él pareció evaluar con presteza lo que yo le decía.

—Ve por tu amiga —dijo—. Traed vuestros caballos, podéis dejarlos en la pesebrera de la iglesia.

—¡Gracias, padre! —le dije.

Fui por Carmen y nos reunimos con el padre frente al establo, en donde amarramos los caballos dejándoles algo de agua.

—Acompañadme a la capilla —dijo el padre Anastasio sin perder un segundo. Lo seguimos por la entrada posterior de la iglesia a la pequeña capilla que había al lado izquierdo del edificio. La capilla era de forma circular y tenía tres bancas. Varios velones estaban encendidos.

—Sentaos, por favor —nos pidió—. Y contadme: ¿qué puede hacer este viejo cura por vosotras?

—Bueno, padre… —comencé a decir, cuando Carmen se levantó de un brinco. Se puso a mi lado y, descorriéndome el pelo, me bajó el cuello del vestido. Yo lancé una exclamación de sorpresa, mirando a Carmen con ojos acusadores.

¡Vampyr! —dijo el padre Anastasio.

—Exactamente eso, padre —dijo Carmen—. Lamento ser tan directa, pero no tenemos tiempo que perder. Tuvimos que escapar de Sainte-Marie para venir.

—¡Hicisteis bien! —dijo, y se levantó para salir de la capilla por unos momentos. Regresó con un pequeño maletín.

—¿Cómo lo supo, padre Anastasio? —balbucí.

—Lo supe desde que te vi, hija. Un vampyr no sólo marca a sus víctimas por fuera, sino por dentro… Bien, alma de Dios: vamos a curarte.

—¿Curarme? —pregunté, atemorizada por mi estado.

—Sí. De lo contrario, el vampyr podrá encontrarte donde quiera que estés.

—Padre Anastasio, el vampyr está muerto —dijo Carmen.

—¿Muerto? —nos miró a la una y a la otra fijamente a los ojos unos segundos, y soltó una carcajada inusitada—: ¡Un vampyr nunca muere! A menos que vosotras… No, no lo habríais hecho. Contadme, ¿quién es el vampyr? ¿Lo habéis identificado con certeza?

—Sí, padre Anastasio. Era… Es Susana Strossner. Una alumna que llegó el viernes de Polonia —respondí.

—¡Típico! —exclamó el padre.

—Atacó anoche a Martina dejándole los rasguños que puede usted observar —agregó Carmen—. Y después que Martina la tocara con su crucifijo, amaneció muerta esta mañana.

—¿Tenía la cabeza aún pegada al cuerpo? —preguntó el padre Anastasio entrecerrando los ojos.

Carmen y yo nos miramos extrañadas. ¿Habíamos escuchado bien?

—¿Pregunta usted si Susana aún conservaba su cabeza cuando la encontraron muerta, padre? —pregunté.

—Sí, eso pregunto. Y me parece que la respuesta es… ¿afirmativa? Ambas asentimos.

—¿Ha sido su cuerpo incinerado? —preguntó.

—No, padre. La señorita Ricci va a dejarlo en la cripta de la capilla de Sainte-Marie hasta que sus padres envíen por él.

—¡Ja! ¡Lo sabía! —dijo el padre—. Esta chica no se encontraría en tal estado si el vampyr agresor hubiese muerto. Esta mañana he tenido que seccionar la cabeza de una víctima reciente en el camposanto del pueblo. Se llamaba Georg Anderson. Ya lo habían visto apareciéndose por las casas de sus conocidos después de muerto. Eso demuestra que el vampyr original continúa con vida. Bueno, en realidad no debería decir eso. La condición del vampyr puede ser comparada con un estado de limbo entre la vida y la muerte, entre espíritu maligno y bestia. No pueden vivir porque ya han tenido una muerte… y, sin embargo, tampoco pueden morir por la misma razón —agregó, al tiempo que abría el pequeño maletín. Cuando vi la gruesa daga de plata, supe que era la misma que había utilizado el padre para seccionar la cabeza de Georg Anderson en la mañana. Sin pensarlo dos veces, corrí a refugiarme detrás del altar. No iba a dejar que el padrecito me curase de una forma tan drástica. El padre me miró con ojos de espanto primero, y luego se echó a reír—. ¡No, hija, no! ¡Yo no voy a cortarte la cabeza! Eso es sólo para las víctimas que han muerto después de un ataque de suma gravedad, habiendo sufrido todos los síntomas de la peste negra. De lo contrario se levantarían de sus tumbas convertidos en vampyr… Créeme que no lo hago por gusto, ¿eh? Vuelve acá. Lo que vamos a hacerte es muy diferente.

—¿Qué me va a hacer? —pregunté, desconfiada.

—Te llamas Martina, ¿verdad? Asentí.

—Martina —dijo—, tú no eres un vampyr. Tienes la marca de uno, que es cosa muy distinta. Cuéntame, esa tal… Susana Strossner… no ha logrado morderte, ¿verdad?

—No, no me ha mordido, padre —contesté.

—Eso pensé. Pues bien: lo que tú necesitas es beber una mezcla especial que llevo en esta botellita —dijo, enseñándome un frasco de plata—, y que tu amiga te aplique algo de la misma mezcla en las llagas. Te advierto que va a doler, pues has sido tocada por el demonio y hay que expulsar lo que quedó de él en ti. ¿Confías en mí, Martina?

Lo miré a los ojos. El padre Anastasio no mentía. Se notaba que era un hombre de bien.

—Confío en usted, padre —le dije.

—Bueno, hija, entonces ven acá, ¡qué no tenemos todo el día! Salí de detrás del altar, mientras el padre reía diciendo:

—¡La penitencia que te habrían dado en Sainte-Marie por acercarte a la mesa de la eucaristía!

El padre me pidió que me sentase de nuevo en la banca, y tomando una hostia la bendijo y me tocó con ella la frente. Juro que la hostia se deshizo en sus dedos al contacto con mi frente.

—Sí. Tu atacante fue un vampyr —sentenció el padre.

Acto seguido, tomó la botella de plata y un pañuelo. Dio varios golpecitos al frasco contra la palma de su mano y humedeció el pañuelo, dándoselo a mi amiga. Tomó una copita de plata y vertió unas gotas del frasco en ella.

Después le añadió agua bendita y la revolvió, y le dijo a Carmen:

—Recuérdame tu nombre.

—Me llamo Carmen, padre.

—Escúchame con atención, Carmen: cuando tu amiga esté bebiendo el primer trago, presiona el pañuelo humedecido contra las heridas. ¿Está claro?

—Sí, padre —contestó ella con presteza, desabotonándome la parte del cuello del vestido y así dejando al descubierto la totalidad de los rasguños.

—Bebe, Martina —me dijo el padre extendiéndome la copa de plata. Tomé la copa de sus manos y me la puse en los labios. Bebí un trago y Carmen sujetó el pañuelo contra mis heridas, dejando la mano plantada en firme contra mi cuello. Chillé del dolor a pesar de tratar de hacer lo posible por guardar silencio. ¡Cómo ardía! ¿Qué había sido eso?

—¡Sujeta el pañuelo, Carmen, sujétalo! Martina, ¡bebe toda la copa y no pienses en el dolor! —ordenó el padre.

Así lo hicimos ambas y el ardor comenzó a disminuir gradualmente hasta desaparecer por completo. Pasamos un par de minutos en silencio.

—Ya puedes retirar la mano —le dijo el padre a mi amiga—. ¿Cómo te sientes, Martina?

—Muy bien, padre, ¿y usted?

El padre Anastasio rio de buena gana.

—¡Martina! —exclamó Carmen—. ¡A duras penas si se ve algún rastro de los rasguños! ¿Qué le ha dado, padre?

Simillimum —contestó él.

—¿Qué quiere decir con eso, padre? —pregunté.

—Es demasiado largo de explicar. Baste con deciros que es lo que los alquimistas trataron de lograr tantos siglos y nunca descubrieron.

—¿Es acaso la Piedra Filosofal? —preguntó Carmen.

—No, no, no. Es muchísimo mejor. Es la capacidad de transmutar un veneno para convertirlo en un remedio —dijo.

—No me habrá envenenado usted, padre —dije.

—¿Te sientes envenenada? No, ¿verdad? Además, he dicho transmutar un veneno, no administrar un veneno —dijo—. Pero no nos entretengamos con estos fascinantes temas ahora. Ya habrá tiempo de sobra para charlar una vez el peligro haya pasado. Os daré una botella para que podáis llevarla a Sainte-Marie en caso de que haya más ataques. Por el momento, baste con deciros que Dios nos envió la posibilidad del Simillimum de los cielos para la salvación de muchos. Ahora, venid conmigo. Estáis empapadas y debéis comer algo antes de emprender el camino de regreso… Porque pensáis regresar hoy, ¿no es así?

—Sí, padre Anastasio —respondí—. Creo que tendremos que hacerlo, nos guste o no.

—Bueno. En ese caso, seguidme al comedor. Había dejado una sopa calentándose para la merienda y ya debe estar hirviendo en el fogón.

Con la mención de la comida, se me hizo agua la boca. El padre Anastasio nos guio al comedor y puso un platón humeante de sopa en la mesa para cada uno de los tres.

—¿No tiene usted ayuda, padre? —le preguntó Carmen.

—No, hija. Me gusta la autosuficiencia. Además —añadió, partiendo un gran pedazo de pan negro para cada uno—, me hallo en perfecto estado de salud. Creo que el hecho de que no me guste que alguien realice por mí las cosas que yo puedo llevar a cabo es lo que me ha mantenido tan fuerte a través de los años. Decidme, hijas: ¿ha habido otros ataques en Sainte-Marie?

—No que sepamos, padre —respondí.

—Es muy extraña toda esta historia de la supuesta muerte del vampyr. Martina: ¿viste su… transformación?

De sólo pensar en Susana, se me atascó el pan en la garganta. El padre Anastasio me sirvió un vaso de vino con rapidez. Tomé un sorbo, y le dije:

—Sí, padre. La vi con el rostro transfigurado y los colmillos largos y afilados.

—Esa es la descripción perfecta de un vampyr. ¡Eres una muchacha con mucha suerte! Ambas lo sois, mirad que habitar en el mismo sitio que ese ser… ¡Es un milagro que hayáis descubierto al enemigo antes que os diera muerte! Salvarse de una criatura semejante es como salvarse del demonio mismo, ¡muy pocos lo logran! Vosotras sois personas diferentes, eso es indudable. Dios nos ha reunido hoy día con un propósito especial… y creo saber cuál es —dijo el padre.

—¿Cuál, padre? —preguntó Carmen.

—Rastrear al enemigo —dijo el padre Anastasio.

—¿Rastrear al enemigo? —pregunté—. Pero… ahora mismo sabemos dónde está, padre.

—Corrección —dijo el padre—, sabemos dónde hay uno de ellos. Y no estoy contando las posibles víctimas de las que no tengamos noticia. Cuando digo que debemos rastrear al enemigo me refiero a que tenemos que esperar a que se lleven el cuerpo de Susana Strossner y seguirlo. Carmen y yo lo miramos como quien nos anunciaba una espantosa sentencia.

—¡Pero padre, yo quiero estar lo más lejos posible de Susana Strossner! Voy a ser la persona más dichosa cuando se la lleven.

—Y ojalá lo hagan pronto porque, si no lo hacen, seguirá habiendo más y más víctimas aquí. Ya hay suficiente sufrimiento en tan pocos días… Otra vez la peste negra. Pero si no hallamos el nicho donde se esconden ella y sus semejantes, seguirán llevando muerte a donde quiera que vayan. ¡Creí que ya se habían extinguido! Mi predecesor nunca tuvo que verlos y, sin embargo, siempre estaba preparado para algo así. Desde que la peste azotó la región de Valais hace más de dos siglos, tres sacerdotes documentaron lo que descubrieron acerca de los vampyr. Uno de ellos incluso perdió la vida luchando contra el enemigo, que su alma descanse en paz. Fueron los otros dos quienes finalmente le dieron muerte al vampyr original, después de muchos intentos, seccionando la cabeza del monstruo y prendiéndoles fuego a sus restos. En cuanto vi a la primera víctima de estos nuevos ataques, reconocí todos los síntomas que esos tres sacerdotes describían en sus crónicas de la peste negra.

—Pero, padre, ¿no bastaría con que usted le diese muerte a Susana? ¿No acabaría eso con la nueva epidemia? —preguntó Carmen.

—Podría ser… pero, si le diésemos muerte, no vendrían a llevársela y nunca podremos saber si hay más como ella.

—Ay, padre, le confieso que no es que sienta mucha curiosidad al respecto. Quiero decir, la verdad es que prefiero que se vaya y nunca más saber de ella o los de su especie por el resto de mi vida —dije.

—Ese es el problema, hija. Que existe una enorme posibilidad de que los que son como ella vuelvan una y otra vez, no sólo aquí sino a tantas otras partes del mundo a menos que logremos dar con su lugar de reunión. Ya veis lo que ocurre ahora: los sacerdotes de hace más de doscientos años creyeron que dándole muerte al vampyr original ya habían librado al mundo de ellos. ¡Y ahora viene otro de los suyos a causar el mismo daño! Lo que me parece más extraño es que haya fingido su propia muerte… No le encuentro explicación.

—Padre Anastasio, esas personas que han perecido por los ataques de un vampyr, como ese hombre Georg Anderson que usted mencionó… ¿se convierten también en vampyr? —preguntó Carmen.

—Esa es una excelente pregunta, hija. Según mis predecesores, algunos desarrollaron las mismas características del vampyr que los atacó, es decir que se los vio bebiendo la sangre de otros humanos después de haber muerto. A otros se los vio vagando como almas en pena después del sepelio, como era el caso de Georg Anderson. Extrañamente, otros fueron muertos y enterrados y nunca hubo incidentes de vampirismo después de la inhumación… En pocas palabras: no sé qué hace que algunas víctimas se transformen en vampyr y otras no, pero no pienso sentarme a esperar. He seccionado la cabeza de cada víctima, llenándole la boca con ajos. Por fortuna, la gente de la región ha sido muy cooperadora y ningún familiar de las víctimas se ha opuesto a tal práctica. Los campesinos de por aquí no tienen el estúpido escepticismo de las gentes de ciudad, y no quieren ver a sus seres queridos transformados en demonios… por lo tanto, tenemos la epidemia relativamente controlada, pero debemos poner fin a los ataques. Es por esto que necesito que vosotras selléis el ataúd del vampyr de Sainte-Marie hasta que vengan por él.

—¿Quiere decir que hay alguna forma de impedir los ataques de Susana Strossner sin matarla? —preguntó Carmen.

—Sí. Tendréis que prestar mucha atención y hacer tal como yo os diga. Si tenemos suerte, el vampyr no podrá salir de su ataúd y estará en una especie de sueño ininterrumpido hasta que vengan a llevárselo.

—Pero padre… es muy posible que no podamos salir de nuestras habitaciones en varios días, no sólo por el castigo que sin duda nos van a dar por haber escapado, sino porque todos siguen creyendo que un lobo mató a Susana.

—¡Un lobo! ¡Qué estupidez! ¡No he visto un lobo en Valais en toda mi vida! ¡Y ha sido más larga de lo que podéis imaginaros! Es increíble que sus ganas de no ver lo evidente los lleven a culpar a una criatura ausente como lo es el lobo. Entiendo que algunos campesinos creyesen al comienzo que sólo un lobo vagabundo podía inquietar a los animales de esa forma durante la noche, pero… ¿atribuirle la muerte de una señorita? ¡Esto es ridículo!

—Sí, padre, es ridículo… y eso no es todo: el capellán Molinari dice que las muertes de las granjas adyacentes han sido por peste de rabia, o sea que todos los esfuerzos de Sainte-Marie están concentrados en encontrar un lobo infectado.

—Tenía que ser un hombre de ciudad. Algunas personas harían mejor en no tratar de alimentar el intelecto con misceláneos conocimientos de medicina, pues no hacen sino enlodar la verdad. ¡Vaya desacierto! ¡Peste de rabia! Quienes nacimos en Valais sabemos que la peste negra y la peste de rabia son cosas muy distintas…

—La misa de la tarde va a ofrecerse por el alma de la supuesta difunta. Tal vez allí podamos acercarnos al ataúd de Susana… eso es, si llegamos a tiempo.

—Entonces es imprescindible que salgáis de aquí cuanto antes. Pero necesitamos estar en contacto permanente. Con suerte, podréis sellar el ataúd de Susana y no habrá más cabezas que seccionar en la mañana en el pueblo o en Sainte-Marie… a menos que haya otros vampyr. Necesito que me escribáis cuanto antes y me digáis si pudisteis cumplir con vuestra misión, y también si hay víctimas en el internado.

—Explíquenos lo que debemos hacer, padre —pidió Carmen.

—Debéis grabar el ataúd con una inscripción especial. No sé cómo lo vais a hacer con gente viéndoos, tendréis que pensar en algo para que una de las dos distraiga a todas la demás mientras que la otra hace el tallado con la daga de plata que ahora os daré. Dibujaréis la siguiente figura… —dijo, y se levantó de la mesa tomando papel y una pluma. Apoyando el papel sobre la mesa, comenzó a dibujar lo que parecía ser una cruz.

—¡Es la cruz Patriarcal! —exclamé al ver la figura terminada. El padre Anastasio me miró con ojos interrogantes.

—Es la misma cruz que enseña el sello de un pequeño sobre que recibí el sábado en la mañana —dije, y le conté al padre cuál era el contenido de la nota y cuáles habían sido las circunstancias en que la había recibido. También le narré el episodio de las escaleras en la noche de mi cumpleaños, y cómo gracias a esas dos cosas se me había ocurrido estamparle la cruz en la mejilla a Susana cuando iba a matarme.

—¡Eso es sumamente interesante! —dijo el padre Anastasio cuando terminó de escuchar nuestro relato—. No sólo es obvio que hay alguien en Sainte-Marie que ha estado sobre aviso acerca de la identidad del vampyr desde un principio, sino que incluso tiene conocimiento de secretos muy bien guardados… como el hecho de que el crucifijo se convirtiese en un arma de protección más poderosa después de haber estado en contacto con la sangre del vampyr. Lo más curioso de todo es el sello del sobre. ¿No lo tienes contigo?

Me sentí alarmada. Había olvidado tomar el sobrecito en la mañana y lo había dejado sobre mi tocador.

—¡No puedo creer que lo haya olvidado! ¡Ni siquiera lo guardé en mí baúl bajo llave! —exclamé.

—No te preocupes, Martina, no veo cómo Susana podría pasearse por tu habitación si está haciéndose pasar por muerta. Seguramente la están velando en la capilla y ha estado vigilada todo el tiempo —dijo Carmen.

—Eso espero —dije.

Intenté dibujar el sello en el papel que estaba sobre la mesa para que el padre Anastasio pudiese darse una idea de cómo era.

—Nunca lo he visto antes —dijo el padre—, pero es peculiar que alguien use un sello con la cruz Patriarcal en estos días, a menos que fuese un monje o alguien de la nobleza… y aun así, creí que estaba en desuso. ¿Alguna idea de quién te lo puede haber dejado, Martina?

—Ni la más remota, padre —dije—. Lo más cuerdo que se me ocurre es que me lo haya enviado mi tía Verónika desde el más allá, así que ya ve usted cuánto ha avanzado mi investigación.

—En todo caso, es muy buena noticia que alguien más en Sainte-Marie haya estado siguiéndole los pasos a… Susana Strossner, y que sepa cómo lidiar con un vampyr. Ojalá que os revele su identidad pronto, me gustaría mucho conversar con esa persona.

—¡A mí también! —dije—. Le debo el estar viva en estos momentos. Bueno, también se los debo a Carmen, a Marie y a usted, padre Anastasio.

—Se lo debes a Dios, hija —dijo el padre—. Bien, como os decía antes: debéis realizar esa inscripción en el ataúd de Susana, rezando la siguiente oración. Os la voy a escribir para que podáis repetirla textualmente, debe ser literal y sin errores.

Dicho esto, el padre comenzó a escribir la oración en el papel, mientras la recitaba:

La cruz del Santo Sepulcro te retiene en este lugar.

Por la cruz del Santo Sepulcro no te podrás levantar.

La cruz del Santo Sepulcro te da un sueño temporal,

hasta que la cruz del Santo Sepulcro te dé el descanso final.

—¿Será eso suficiente para que Susana no pueda salir del cajón donde la pongan? —preguntó Carmen.

—Siempre y cuando la tapa esté cerrada, será más que suficiente. La cruz del Santo Sepulcro o cruz Patriarcal es un símbolo de gran poder contra el maligno, porque simboliza la cruz que recibió la sangre de Cristo cuando él murió por los pecados de toda la humanidad.

—Haremos hasta lo imposible para que el ataúd de Susana quede sellado esta misma tarde —dije.

—Aseguraos de que sea así. Y escribidme si Sainte-Marie recibe noticias de los ayudantes del vampyr. Mantened los ojos muy abiertos y el oído aguzado. Si alguien más ha sido marcado por Susana, habéis de repetir la misma operación para la protección de la víctima. ¿Quedó claro cómo debe hacerse? —preguntó.

—Clarísimo —dijo Carmen.

—Bien. Voy a buscar algo con lo que podáis abrigaros y una alforja en la que llevaréis la daga, el papel y el frasco en el camino de regreso. Veré si puedo encontrar un par de monturas viejas en los establos. No me tardo.

—¿Podemos ayudarle en algo, padre? —pregunté.

—No, hija. Descansad en lo que podáis y guardad vuestras fuerzas para el viaje, que las vais a necesitar.

Diciendo esto salió con paso apresurado por la puerta trasera, y Carmen y yo lavamos los platos mientras el padre volvía.

—¡Gracias a Dios pensaste en que viniésemos, Carmen! —le dije—. ¿Qué habría sido de mí al quedar marcada por Susana para siempre? Además, ahora podemos detenerla. ¡Qué suerte que el padre Anastasio no sea como el capellán Molinari!

—¡Y mira cuán ágil es! Yo quiero preguntarle cuántos años tiene. Qué hombre más maravilloso —respondió mi amiga.

—Bueno, hijas —dijo el padre Anastasio entrando de nuevo a la estancia—, no he encontrado abrigos como para vosotras pero he encontrado, en cambio, estas pesadas túnicas de lana de un par de monjes franciscanos que prestaron su trabajo en esta parroquia hace muchísimos años. Están viejas y raídas, pero os protegerán del frío. Tomadlas. Debéis estar muertas del frío.

Miré a Carmen, entusiasmada. Siempre había sentido una gran fascinación por los hábitos de los monjes. Me encantaban su simplicidad, sus capuchas… y, sobre todo, el hecho de poder esconderme dentro de las últimas. Carmen adivinó mis pensamientos. Nos las pusimos, y las grandes capuchas cayeron pesadamente sobre nuestras cabezas, ocultando la totalidad de nuestros rostros.

—¡Parecéis un par de monjes! —dijo el padre—. ¡Qué divertido! Podéis quedaros con ellas. Quizá debáis estar de incógnito en algún momento de los tiempos venideros. Además, así estaréis más seguras si tenéis que volver solas al pueblo por algún motivo.

—¡Gracias, padre Anastasio! Están muy cómodas, ¿no es así, Carmen?

—Están… ¡magníficas! —dijo ella, riendo extasiada entre los pliegues de su túnica. Eran tan largas que llegaban hasta el suelo, cubriendo nuestros vestidos y botas.

—Aquí está la alforja con los implementos necesarios para sellar el ataúd del vampyr —dijo el padre, entregándole la alforja a Carmen. Fuimos a los establos, donde el buen cura párroco encontró un par de monturas para nosotras. Ensillamos los caballos y nos despedimos de él.

—No sé qué habría sido de nosotras sin su ayuda, padre Anastasio. Que Dios lo bendiga —dije, y me arrodillé frente a él. Carmen hizo igual y el padre Anastasio nos bendijo con efusividad.

—Ahora partid, hijas mías. Que Dios os acompañe todo el tiempo y os ayude en la importante labor que habéis de realizar.

Con estas palabras quedó sellada la visita que le hicimos a nuestro nuevo y maravilloso aliado.