EL MERODEADOR DE SAINTE-MARIE
Para mi sorpresa, la puerta se abrió. Era Marie.
—¡Marie! ¿Dónde estabas? ¡Estaba tan preocupada por ti! ¿Estás bien? —dije, corriendo a su encuentro.
—Cálmese, señorita Martina, estoy bien, ya se lo contare todo —respondió Marie con una amplia sonrisa—. Pero siéntese y coma, debe usted tener mucha hambre.
—La verdad, ya había perdido el apetito —dije, poniendo sobre la mesa la cena que me traía—. ¿Qué paso? ¿Por qué te tardaste tanto?
—Bien, salí de aquí y deje bajo la puerta de la señorita Carmen la nota que usted me dio para ella. Luego, me fui muy apurada camino de la granja. Estaba lloviznando y los senderos estaban resbalosos. Tenía miedo de caer y llegar a donde mi Juanito con las faldas enlodadas, pero al fin arribe y tome la merienda con él en la cocina principal. Comí queso fundido con pan y leche, y converse con mí Juanito y su hermana acerca de lo malo que se ha puesto el tiempo y esas cosas. Cuando ya estábamos terminando llego Franz, el dueño de la pequeña granja colindante. Traía pescado que había comprado en el pueblo para intercambiar por mantequilla. La hermana de Juanito se levantó a poner el pescado en un barril de agua salada y Franz se quedó charlando con nosotros. Entonces Juanito le pregunto si los animales de su granja también habían estado particularmente inquietos la noche anterior y Franz dijo que sí, que su viejo caballo había estado relinchando como un loco hasta el amanecer y él había tenido que ir varias veces a asegurarse de que estuviera bien. Al fin, había decidido examinarlo con cuidado cuando amaneciera y se había vuelto a dormir. En la mañana, todo el granero estaba revuelto pero no faltaba ningún animal y, al revisar el caballo, no hallo nada fuera de lo normal. Juanito le respondió que lo mismo había pasado en la granja grande y ambos parecieron llegar a la conclusión de que debía haber algún lobo vagando por los alrededores. Después que la hermana de Juanito lo dio la mantequilla al buen hombre, él se despidió de nosotros, no sin aconsejarnos que procurásemos llevar una antorcha con nosotros de camino a Sainte-Marie para ahuyentar al lobo en el caso de que nos encontrásemos con él. Juanito transportaría las dos ollas de leche a sus espaldas con la ayuda de una vara larga, y yo me haría cargo del queso y la mantequilla. Tuvimos que emprender el camino a Sainte-Marie sin luz pues no teníamos manos libres para llevar, además, una antorcha.
»Como el día ha estado tan oscuro, tratábamos de caminar con cuidado para no derramar la leche en alguna caída. Él estaba bastante cansado después de una ardua jornada de trabajo y yo también lo estaba, aunque menos que él. Entonces alcanzamos el bosque y Juanito me dijo que estaba reuniendo dinero para que pudiéramos casarnos. Yo solté el queso y la mantequilla y me lance sobre él para abrazarlo. ¡Por poco lo hago soltar las ollas! Él mantuvo el equilibrio y puso la leche en la tierra. Entonces reímos y yo llore de pura felicidad. ¡Voy a casarme con mi Juanito!
—¡Eso es maravilloso, Marie! —exclamo, sorprendida. No se me había ocurrido que Marie ya tenía edad suficiente para casarse y que, estando tan enamorados como lo estaban ella y Juanito, lo más natural era que quisiesen vivir juntos y empezar una familia.
—Pero no se adelante a los hechos, señorita Martina, que aún falta bastante para que Juanito reúna el dinero suficiente para construir una cabaña para los dos. Estaba pensando que es una lástima que ese árbol tan grande se haya caído justo ahora que no para de llover. No va a dar tiempo a que se seque la madera. ¡Habríamos podido utilizarlo en la construcción de la cabaña! Como lo decía, Juanito y yo nos abrazamos y nos besamos. Cuando menos lo esperábamos, oímos un relincho proveniente del bosque. Ambos nos quedamos muy quietos, esperando escuchar algo más. No es normal que alguien este paseándose dentro del bosque a menos que este extraviado. Si venía a Sainte-Marie de una de las granjas colindantes, lo que es muy improbable, no tendría por qué haber salido del camino principal que conduce directo a la entrada. Entonces Juanito me dijo que lo esperase allí mientras él revisaba que no hubiese bandidos escondiéndose en el follaje. Yo me rehusé terminantemente; no iba a dejar que mi Juanito se expusiese de esa manera, y menos por un relincho indiscreto que había arruinado el momento más romántico de nuestras vidas. Le dije que lo prudente seria atravesar el bosque lo más pronto posible y que, una vez hubiésemos dejado la comida en la cocina de Sainte-Marie, él podría regresar en compañía de otros hombres, con antorchas y con palos en caso de que hubiese bandoleros o gitanos escondiéndose allí, allí. Mi Juanito estuvo de acuerdo y así lo hicimos. Cuando estábamos mitad de camino volvimos a oír el mismo relincho, entonces más cercano. Yo me asuste un poco pero Juanito me hizo señas de que siguiera caminando en silencio tras de él. Al llegar al claro, oímos movimientos entre la maleza. Nos quedamos quietos, esperando en silencio, refugiándonos entre los árboles. Escuchamos más ruidos y yo me atemorice mucho. No sabía si el lobo andaba por ahí. Tome una piedra del suelo y la lancé con toda mi fuerza hacia el lugar de donde los ruidos provenían para espantar al lobo y cruzar el claro. Cuando la piedra cayó del otro lado, pareció darle a algo sólido. De repente, un caballo negro con crines plateadas atravesó el claro al galope, llevando sobre si un jinete vestido de negro. Ambos, jinete y caballo, pasaron raudos muy cerca de nosotros y se perdieron en el bosque en dirección al camino principal. Juanito y yo saltamos del susto, era tan poderoso el paso de animal y tan sorpresiva la visión que entonces si, señorita Martina, por poco perdemos la leche. Escuchamos al jinete arreando a la bestia mientras se perdía en la lejanía: ¡era una voz de hombre, profunda y terrorífica! Señorita Martina, no sé qué pasa en Sainte-Marie últimamente pero no puede ser nada bueno. Juanito y yo atravesamos el claro y lo que quedaba del bosque a las carreras, pidiendo auxilio a gritos. Los ayudantes de los establos salieron a encontrarnos y les contamos lo que habíamos visto. En poco tiempo ya habían ensillado arios caballos y emprendido la búsqueda del jinete. Si se asoma a la ventana, tal vez vea las luces de sus antorchas. Lo único bueno de todo esto es que ya es muy tarde para que mi Juanito regrese a la granja y pasará la noche en los establos, donde ya le he preparado una cama de heno. ¡Eso significa que poder conversar con él un poco más acerca de nuestra boda y de los preparativos que debemos hacer! Estoy tan feliz, aunque, he de decirle: con la amenaza del lobo, el jinete maleante, y la señorita Susana… ya no creo que pueda sentirme tranquila de ir a la granja vecina sola. ¡Si hubiera visto como temblaba mi Juanito! Además, hoy es el día de Todos los Santos y ya no debería de haber espantos rondando por ahí. Es cosa nueva, insisto. Algo muy raro está pasando aquí.
—Gracias a Dios llegaron sanos y salvos, Marie. ¡Cuánto sufrí a causa de tu retraso! —le dije.
—Sí, gracias a Dios. Pero bueno tratemos de no pensar en cosas desagradables. Tengo algo para usted de parte de la señorita Carmen —respondió, entregándome un sobre.
—¡Ah! ¡Qué alegría! Me pregunto si habrá encontrado algo en sus libros que me de razón del sello. A propósito, ¿has visto el sello del capellán Molinari? —pregunté.
—¿No estará pensando usted que…?
Le conté de las conclusiones a las que había llegado.
—Pues no seré yo un genio de la caligrafía, pero esa no se parece en lo absoluto a lo que recuerdo de la letra del capellán. Sin embargo, estaré atenta la próxima vez que vengan por la correspondencia. Sin duda el capellán tendrá algo que enviar fuera y podré observar su sello.
—Es un buen plan —le dije.
—Bueno, usted debería comer. Su cena ya debería de haberse enfriado y yo quiero volver a ver a mi Juanito.
—Claro, Marie. Ve y dale mis saludos a tu Juanito. Os felicito ambos por la boda que vais a celebrar.
—Disfrute de la cena. Mañana en la mañana vendré con el desayuno y con lo que haya podido averiguar.
—Magnifico.
De nuevo me quede sola. Quería abrir a carta de Carmen de inmediato, pero como tenía tanta hambre decidí primero para leer con calma lo que me hubiese escrito. Aún no había llenado mi lámpara y había tenido que prender una vela después del mediodía por falta de luz. Ya estaba a punto de acabarse, así que encendí otra y me senté a comer La comida estaba algo fría pero buena. Había pescado, pan, sauerkraunt y vino. La noticia de la boda de Marie me había tomado por sorpresa. Si ella y Juanito se casaban, ya no vendría conmigo cuando me fuera de Sainte-Marie. De hecho, aunque no se casaran, Marie estaba demasiado enamorada de Juanito como para irse lejos de ahí, y yo quería irme lejos de Suiza en cuanto fuera posible. No le tenía aversión a todo el territorio, pero añoraba vivir en regiones más cálidas y luminosas. Quería comprar vestidos de colores y olvidar la sobriedad de negro. Quería pasear por las calles de las ciudades como cuando vivía en Pest, y bailar al son de un violín Czardas sin que una institutriz rígida me mirara con reproche. ¡Cuánto quería marcharme de allí! Lo único que me faltaba era que Carmen se enamorara de nuevo y se casara. Eso sería catastrófico. Decidí que era menester que tuviera una charla con ella para que considerara seriamente ser una feliz solterona en vez de una desdichada esposa, como aconsejaba mi tía Verónica. Estaba segura de que me mi amiga seria muchísimo más feliz de esa manera que con un cualquiera de los chicos que conocíamos. Trate de descartar esos funestos pensamientos matrimoniales y me puse el camisón de dormir. Me solté las trenzas y me cepille el pelo cien veces. Se me había puesto más oscuro desde que había terminado el verano. Ahora se veía marrón muy oscuro, casi negro. Me deje puestas las medias de lana para que no se me helaran los pies y me metí dentro de las cobijas. Alargue la mano y tome la carta de Carmen. La abrí entusiasmada y leí:
Martina:
Estoy enloqueciendo. ¡Qué aburrimiento! Ya le hice tres conjuros a la señorita Krumlauf y otro para Regina para que vean arañas y ratas por todas partes. No me he atrevido a hacerle ninguno a Susana. Además, ella debe adorar las ratas… si es que no se las come también. ¡Gracias a Dios me diste algo que hacer! He tratado de hacer los deberes, pero te juro que los ojos se me cierran solos cada vez que trato de leer un párrafo. No sé cómo voy a completar esa asignatura para el lunes. Tengo buenas noticias: he encontrado pistas del sello en mis libros. Bueno, no he encontrado exactamente el mismo sello, pero si cosas interesantes acerca de la cruz. Sé que la has visto mil veces antes, pero tenme paciencia, que no voy a hablarte de reyes húngaros sino del origen del símbolo. Como ya lo sabrás, la llaman la cruz Patriarcal y fue creada en el año 326 a partir de cinco trozos de madera pertenecientes al madero de la crucifixión. Había sido colocada en la iglesia del Santo Sepulcro hasta 1227, año en que desapareció. Según mi libro, nadie sabe cuál pueda ser su paradero. No sé quién podría utilizar un sello semejante en Sainte-Marie, creo haberlos visto todos. Además, las alumnas suelen utilizar sus iniciales como sello. El emblema más de origen religioso que otra cosa, pero podría estar equivocada. Podríamos preguntar al capellán Molinari si sabe algo al respecto de su procedencia.
Por lo demás he encontrado fascinante el hecho de que recibiéramos esa nota, y aún más el hecho de que soñaras con su emblema. En mi libro gitano del significado de los sueños dice que soñar con un árbol implica fortaleza y vida, y que cuando se ve a un ser querido difunto en los sueños de debe prestar especial atención al mensaje del sueño. Yo me atrevería a decir que tu tía Verónika te estaba enviando el claro mensaje de que confíes en el autor de la pequeña nota y sigas la pista del sello. Todo esto es muy interesante. Ya veremos qué hacer cuando nos liberen de nuestro encierro. Escríbeme en cuando puedas.
Te quiere,
C. M.
P. S.: Que bueno ha estado el chocolate derretido, ¿verdad?
Aunque lo que Carmen me contaba acerca de la cruz Patriarcal era algo nuevo para mí y, a diferencia de la historia que estudiábamos en Sainte-Marie, esta no era soporífera ni tediosa, seguíamos sin saber quién podía haberme enviado el misterioso sobrecito. Volví a pensar en el mensaje de la nota. ¿Cómo era que la sangre de Susana hacia el crucifijo más poderoso para protegerme de Susana? Esperaba que no se levantase de la cama en todo el fin de semana, Aunque me sentía relativamente a salvo sabiendo que mi habitación estaba cerrada con llave, me asustaba sobremanera que Susana robase la llave y entrase durante la noche. Por fortuna, no sabía que Marie la tenía. ¿Cuál sería la historia de Susana Strossner? ¿Cómo había llegado a ser una persona tan siniestra? ¿Quién le habrían enseñado a comer pájaros vivos? Me pregunte como habría atrapado a esa pobre avecilla y que habría hecho con su cuerpo. ¿Saldría de noche en busca de aves? Solo pensarlo me produjo un escalofrió. Apague las dos velas y al poco tiempo me quede dormida.
Creo haber despertado hacia las tres de la mañana. El resplandor de la luna entraba por mi ventana, iluminando una pequeña porción de la alfombra y creando sombras fantasmagóricas sobre la pared. Me levante a cerrar la cortina, pues no quería que mi imaginación me jugase una mala pasada y prefería estar en la penumbra que ver siluetas de monstruos en la pared. Hacía mucho frío, y di varios saltitos hacia la ventana abrazándome a mí misma para guardar el calor de las cobijas. Deshice el nudo de la cinta que mantenía la cortina abierta y esta última se soltó bloqueando afuera antes que la cortina se cerrara. ¿Me lo habría imaginado? Asomé un ojo por la rendija que quedaba entre el vidrio y la cortina. Entreví una figura indistinta acercándose al edificio y agudice al vista. Al reconocerla, cruce el espacio que había entre la cama y la ventana de un solo brinco, y me escondí temblando debajo de las cobijas. ¡Era Susana! ¿Qué hacia allá afuera a esas horas? Desee no haberme levantado de la cama. ¿Me habrá visto? Empecé a rezar, asiendo la almohada con fuerza. Espere a escuchar sus pasos acercándose a mi habitación con el corazón encogido del terror. ¿Golpearía a mi puerta? ¿Se abriría esta con una corriente helada como la vez anterior? Cuando más asustada estaba, me quede dormida.
Al llegar el alba no recordaba nada de lo que había visto la noche anterior. Salí de la cama algo desorientada y, por costumbre, tome el espejo de plata que tenía sobre el tocador. Lo levante y me mire. Al ver mi imagen reflejada en el espejo, ahogue un grito: tenía sangre seca en las comisuras de la boca y en la barbilla. Recordé que en la noche había visto a Susana fuera del edificio y que me había quedado dormida a la espera de una casi ineludible visita de su parte. ¿Había entrado a mi habitación? ¿Qué me habría hecho? Corrieron lágrimas por mis mejillas. ¿Me estaría convirtiendo yo en un ser como Susana? ¿De quién era la sangre que tenía en la boca? El crucifijo seguía colgando en mi pecho y al parecer no me había servido de protección. ¿Me habría obligado Susana a hacer algo espantoso? ¿Me habría forzado a alimentarme de alguna inocente criatura? En ese momento oí que la puerta de mi habitación se habría y me encontré con Marie, cuyo semblante de alegría cambio en cuanto me vio.
—¡Señorita Martina! ¿Está usted llorando? —preguntó.
—Ay, Marie, ¡pobre de mí! —conteste, entre lágrimas.
—Es usted una imagen digna de compasión; se ve que este encierro la ha entristecido sobremanera… y para completar, ¡tiene chocolate embadurnado por toda la cara!
—¿Cómo has dicho?
—He dicho que verla así me parte el corazón. Venga acá, deje que la ayude a limpiarse. ¿Dónde está su esponja?
—¿Has dicho chocolate?
—Sí, señorita Martina, chocolate. Pero ¿por qué llora?
Incrédula, tome mi espejo de mano otra vez. ¿Podía ser cierta tanta dicha? Había comido chocolate en la merienda anterior, pero… si hubiese quedado cubierta del mismo, ¿cómo no lo había notado Marie al llevarme la cena?
—Marie, ¿cómo no me dijiste ayer que tenía la cara llena de… llena de chocolate?
—¿No recuerda usted en medio de que penumbras conversamos? ¡Ya había caso la noche cuando vine! ¡No me diga que es por esto que llora usted…! —dijo con la cara de asombro de quien desconoce por completo a un ser querido que ha perdido la razón.
—Bueno… yo… —balbucí.
Solo había una forma de comprobar que era. Me pase la lengua por donde aún podían verse los residuos de lo que podía ser sangre o chocolate.
Cerrando los ojos, solté el espejo. Era chocolate.
—¿Qué le pasa, señorita Martina? ¡Dígame algo rápido!
—Creí que era sangre, Marie —respondí, exhalando.
—¡Sangre! Pero ¿cómo puede ocurrírsele algo semejante?
La expresión de perplejidad de Marie no tenía par. Tenía que hallar una explicación coherente tanto para ella como para mí, antes que Marie saliese corriendo de mi habitación.
—Supongo que por una pésima broma de mi imaginación. Anoche, antes de quedarme dormida, estaba pensando en lo que me constaste acerca de Susana y el pájaro. Luego, desperté alrededor de las tres de la mañana y, al asomarme por la ventana, ¡vi a Susana allá afuera, encaminándose al edificio! El pánico que sentí de pensar que me hubiera visto fue tal que me escondí debajo de las cobijas… creo que me quede dormida del mismo susto que sentía… luego desperté y me mire al espejo y… ya sabes el resto.
Marie me miró con incredulidad unos segundos, y luego comenzó a reírse a las carcajadas.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ya no sé quién está más loca, si usted, la señorita Carmen o yo! —gritaba cogiéndose el estómago y enseñando todos los dientes. Cuando paramos de reír, vivió a hablar—: ¿De veras vio la señorita Susana paseándose entre las sombras anoche?
—Tal como te lo he dicho —respondí—. ¿No cierra la señorita Krumlauf la puerta principal con llave después de las ocho?
—Eso creía yo —dijo Marie—. Voy a preguntarle si lo hizo anoche. Sería muy extraño que no hubiera sido así, especialmente teniendo en cuenta que todos aquí están inquietos por el jinete que Juanito y yo vimos en el bosque.
—En todo caso, estoy segura de haber visto a Susana anoche.
—Discúlpeme, pero ¿no estaba también segura de tener sangre por toda la cara hasta hace unos minutos?
Le lance un almohadón.
—Creo que es un poco tarde para adoptar posturas de escepticismos, Marie, ¿no te parece? —le pregunté.
—Tienes usted razón. Bueno, yo me voy ya. Juanito me espera para que vayamos a la misa y a bailar.
—Que os divirtáis. ¡Ah! ¿A quién veré a la hora del almuerzo?
—Debo entregarle las llaves a la señorita Krumlauf antes de partir —dijo.
—Espero que no te cruces con Susana en el pasillo —le deseé.
—No se preocupe. La señorita Susana duerme todo el día últimamente.
Cuando fui a llevarle el desayuno, esta tiesa como un roble… aunque tenía las mejillas sonrosadas y los labios rojos.
—No te extrañes demasiado. Quien sabe que se comió anoche cuando salió.
—Ay, no quiero ni pensar en esas cosas, señorita Martina. Yo me doy por bien servida de no haber tenido que lavara de nuevo, y lo que se coma no es asunto mío. Entre menos sepa de la señorita Susana, mejor.
—En eso estoy de acuerdo contigo. Deseo que olvide que existimos.
—¡Que así sea! —dijo, y despidiéndose, se fue.
«¡Sangre! ¡Vaya ser sugestionable en el que me he convertido!», me dije, riéndome de mi misma.
Pensé en lo agradable que sería lavarme aunque estuviese haciendo tanto frío. Lo hice con mi jabón de rosas y luego me puse talcos perfumados y me peine. Tenía tanto pelo y era tan largo que me gustaba hacerme peinaos de todos los estilos. Ese día me hice uno suelto y sencillo, y me puse el vestido más cómodo que tenía. Como no había clases, no tenía que usar negro. Mi vestido era blanco y de tela muy suave; era de un estilo campesino que había desaparecido hacía ya mucho tiempo. Había pertenecido a mi madre y me quedaba perfectamente. Al parecer mi madre había sido delgada como yo, y compartíamos las mismas proporciones. El vestido tenía bordados de colores en el cinto y en la parte baja de la falda. Aunque era más apropiado para el verano que para el invierno, era mucho más cómodo que los que tenía que usar a diario en Sainte-Marie. Me puse un manto de suave lana blanca por encima y me senté a desayunar. Había pastelitos con mermelada de fresas y leche de cabra. Esta vez me cuide muy bien de limpiarme la boca después de comer, no fuera que volviese a llevarme un susto como el de esa mañana. Ya sabía que la señorita Krumlauf iba a revisar que hubiese hecho mis deberes, así que trate de terminarlos. Estaba en ello, cuando oí ruidos afuera de la ventana. Abrí la cortina y vi lo que parecía un gran disturbio. Todo el personal de había reunido afuera. Los hombres encargados de los establos, la señorita Ricci, el capellán Molinari y hasta la cocinera estaban parados frente a las escaleras, gesticulando con gran agitación. No podía entender lo que decían, así que abrí la ventana de par en par y me apoyé en el marco mirando hacia abajo.
—¡Calmaos! ¡Calmaos todos! —gritaba el capellán Molinari.
—¿Cómo quiere que nos calmemos, padre, si hace más de doscientos años no pasaba algo así? —replico Adelaide, la cocinera.
—¡Esto debe de tener alguna explicación científica! —vocifero la señora Riedel.
—¡No hay explicaciones científicas para el demonio! —gritó uno de los hombre.
—¡Cállense todos! ¿Quieren asustar a las alumnas? —les dijo la señorita Ricci.
—¡Más les valdría estar prevenidas! —dijo Adelaide.
—Yo creo que fue el lobo. Tuvo que ser el lobo —dijo la señorita Krumlauf.
¿Qué estaría pasando allá abajo? De pronto me pareció distinguir la cabeza de Carmen asomándose desde su ventana un piso más abajo.
Como no quería ser descubierta por ninguna de las institutrices, tome un pedazo de papel y, haciendo una pequeña bola comprimida, la lance ventana abajo con la intención de hacer que Carmen mirara hacia arriba.
Agradecí mi buena puntería. Mi amiga volteo a verme, y yo le indique que guardara silencio poniéndome un dedo sobre los labios. Habíamos aprendido a hablar por medio de señas bastante bien.
—¿Qué ocurre? —le pregunte, moviendo los labios y las manos.
—¡Incidentes extraños en las proximidades! —me contesto de igual forma.
—¿Muertes? —pregunté, gesticulando.
—¡No lo sé! —dijo—. ¡Hablan de peste y ataques! ¡Creo que hay un lobo suelto! ¡Ha llegado el Apocalipsis!
Me hizo señas de que prestásemos atención. Asentí y trate de concentrarme en lo que decían los demás.
—Ustedes sigan buscando el lobo —dijo la señorita Ricci a un grupo de hombres—. Michael, Peter y Rolfe: ustedes continúen a caballo y traten de hallar el rastro del jinete intruso. Josefina espera atenta a que nos traigan noticias del pueblo. Los demás pueden seguir al capellán Molinari si insisten en creer estúpidas supersticiones. Él les explicara que todos son hechos aislados y calmara sus ánimos en la capilla. ¡No quiero disturbios aquí afuera! —exclamo, volteándose hacia el edificio. Pude ver a Carmen metiendo la cabeza con rapidez antes de esconderme yo también.
—¡Vamos! ¡Andando! —escuché a la señorita Ricci gritar. Espere un rato prudente y mire hacia afuera de nuevo. La gente se había dispersado. A los pocos segundos, Carmen se asomó de nuevo.
—¿Has entendido algo? —preguntó.
—¡Solo que el mundo debe estar por acabar! —dije—. ¡Hay alguna especie de epidemia y estaban hablando del demonio! Carmen, ¡he visto a Susana paseándose afuera a eso de las tres de la mañana!
—¿A esa hora?
Asentí.
—¡Mañana te lo contare todo! ¿Nos vemos de esta misma forma más tarde? —le pregunté.
—¡A las siete de la noche! —contestó.
Nos despedimos y volví a cerrar la ventana. Al poco tiempo llegó la señorita Krumlauf con mi merienda.
—Déjeme ver que ha hecho, señorita Székely —exigió.
Le mostré que había escrito seis páginas y se marchó satisfecha. No parecía afectada en lo absoluto por lo que yo acababa de ver desde mi ventana. Había una menestra de frijoles y alverjas, pan y pescado. Comí gustosa y bebí mi vino al pie de la ventana. Por fin se acabaría mi castigo al amanecer. Me eche a leer un rato en la cama y luego complete mi asignatura. Ya no tenía más deberes por hacer. Las otras alumnas debían estar igualmente aburridas en su muta compañía. La señorita Krumlauf debía estar sentada en el piano mientras Regina la acompañaba con si estridente voz. Me pregunte si Susana habría bajado en algún momento. ¿Estaba enferma o estaba haciéndose la enferma? No se me ocurría que podía estar haciendo afuera del edificio con el frío que hacia la noche anterior. ¿Tendría alguna reunión secreta con alguien? Sin duda no les temía ni a la noche, ni a los lobos, ni a la oscuridad. Las horas pasaron y la señorita Krumlauf me llevó la cena, que era un suflé de zanahoria con queso gratinado, pan, patatas al ajo, vino y una porción de tarta de moras.
—¡No puedo creer que ya haya terminado sus deberes! —me dijo.
—Es que era un tema sumamente interesante… además, me encanta la filosofía —le contesté.
Cené en silencio y dije mis oraciones. Hubiese deseado ir a misa dominical para sentirme más protegida de Susana. Encendí una vela. Llegó la noche y empezó a caer una tempestad como la del día de mi cumpleaños. Era las seis de la tarde y las centellas iluminaban mi habitación. Una corriente de aire frío se colaba por la ventana y me percaté de que no la había cerrado bien. Me incorporé para cerrarla y me quede viendo las luces de las antorchas de los hombres perdiéndose por el bosque. El viento rugía con fuerza y temí por los árboles. Cuando trataba de ajustar bien la ventana el viento la abrió de par en par y me lanzo hacia atrás. El agua comenzó a entrar a borbotones a mi habitación y yo luchaba por cerrar la ventana cuando me percate de la presencia de una figura en el borde exterior del bosque que daba a nuestro edificio. Era un jinete vestido de negro sobre un caballo del mismo color. No podía verlo bien, pues estaba bastante lejos, pero era muy pálido. Tenía pelo largo, oscuro y ondulado. Estaba emparamado y parecía estar mirándome a mí. No se movía no yo tampoco. Me había olvidado de la batana, y esta golpeaba la pared mientras la lluvia caía sobre mí y sobre la alfombra. Sabía que el misterioso jinete que había visto Marie, pero no podía gritar. No quería gritar. Este era el hombre a quien todos buscaban. El viento apago mi vela. Un relámpago le iluminó el rostro un segundo. En cuanto parpadeé, el jinete había desaparecido. Lo busque por todas partes con la mirada: no había rastros de él. Me percaté de que estaba emparamada y tiritando. Me apresure a cerrar la ventana y me seque con una tela de lino que guardaba en el armario. Tuve que quitarme el vestido y ponerme el camisón con las medias de lana. Salté dentro de las cobijas temblando y volví a encender la vela. ¿Me miraba a mí el jinete o miraba a alguna habitación cercana? ¿Lo había visto en verdad o había imaginado verlo entre las sombras? No, estaba segura de haberlo visto. No con claridad, pero allí había un jinete vestido de negro que miraba hacia donde yo estaba. ¿Sería acaso él con quién había ido a reunirse Susana la noche anterior?
Escuché la llave girar en mi puerta y me senté bruscamente, sin salirme de las cobijas. Era Marie.
—¡Su castigo ha terminado! ¡Enhorabuena! —dijo con alegría.
—¡Marie! ¡No esperaba ver a nadie más hoy!
—Y, si no le quito la llave a la puerta, ¿cómo iría a clase mañana en la madrugada?
—¿Puedes creer que no había pensado en eso? Ay, de alguna manera me sentía más segura al saber al saber que mi habitación se encontraba cerrada con llave.
—No diga tonterías, al menos si hay alguna emergencia puede salir corriendo del cuarto… antes no.
—Bueno… tal vez. ¡Marie, he visto el jinete! —le conté.
—¿Cuándo? ¿Cómo? —dijo con expresión de pánico.
—Hace unos segundos, cuando trataba de cerrar mi ventana.
—¡Hay que alertar a los hombres! ¿Dónde lo ha visto?
—Estaba en el extremo del bosque. El follaje lo ocultaba un poco pero pude verlo. Marie, el jinete miraba directo a mi habitación.
Marie se persignó, y dijo:
—Con mayor razón debo ir antes de reportarlo.
—¡Pero no digas que lo he visto yo! —le pedí.
Me miro intrigada y proseguí:
—¿Y si se trata del enamorado de Susana? Ella ya me amenazó una vez por mirarla, ¡imagínate lo que ocurriría si se entera de que he revelado a los demás el paradero de su amante secreto!
—Ay, ¡no quiero ni pensar en ellos, señorita Martina! ¡Y si supiera todo lo que ha ocurrido allá afuera! Se lo voy a tener que contar pronto porque no quiero que los hombres pierdan el rastro del jinete por mi culpa.
—Por Dios, ¡cuéntamelo de inmediato! —pedí.
—Esta mañana, cuando estábamos todos reunidos antes de la misa en la granja vecina, se comentó que varias personas de los alrededores había sido atacadas durante la noche por algún tipo de animal. No se sabe que ha sido; algunos dicen que pudo haber sido un lobo, aunque las heridas eran demasiado pequeñas… pero otros tienen teorías espeluznantes, señorita Martina, demasiado para ser repetidas de noche. El doctor del pueblo visito las casas donde hubo ataques y dijo que las victimas manifiestan síntomas muy parecidos a los que observan en una epidemia que azoto la región hace ya más de dos siglos. Desde ese entonces, no se había visto nada semejante. Según dicen, fue una época tan espantosa que aún se le recuerda como la época de la peste negra. Las personas que han sido mordidas duermen con los ojos abiertos, y las heridas, aunque casi imperceptibles, no sanas. Las víctimas no despiertan aunque las sacudan con violencia, pero si se retuercen y gritan sin que nadie les haya hecho nada.
—¡Eso es espantoso, Marie! Pero dime, ¿cuáles son las teorías espeluznantes? ¡Te suplico que me las cuentes! Ya escuche a Adelaide desde mi ventana hablando del diablo, por favor cuénteme que es lo que se dice —le rogué.
Marie miro a lado y lado antes de hablar, como cerciorándose de que no hubiese nadie más en la habitación. Al fin, dijo en un susurro:
—¡Vampyr!
Yo quede helada. Había escuchado un par de leyendas acerca de tales criaturas hacia muchos amos, pero no tenía idea de que la gente de la región considerara su existencia como algo serio, y menos aún que se les atribuyera una epidemia real.
—Le he traído agua bendita en esta botella —prosiguió apresurada—. Tómela y ponga algunas gotas por toda la habitación. Ha sido especialmente bendecida con el propósito de protegernos de… ellos.
—¡Gracias! —le dije, tomando el frasquito—. ¿Lo has obtenido del capellán Molinari? —le pregunté.
—No. El cura del pueblo envió una botella grande a los granjeros de la montaña. Es un hombre muy viejo ya; debe tener más de cien años. Él si está muy preocupado por la situación. El capellán Molinari es cambio, no cree en la existencia de los vampyr. No sé si será por la presión de la señorita Ricci, pero les ha dicho a los trabajadores de Sainte-Marie que no tienen nada de qué preocuparse si cierran bien sus ventanas. Parece estar convencido de que todo es culpa del lobo que en su opinión está transmitiendo la peste de rabia a sus víctimas. El capellán Molinari se preciaba de tener ciertos conocimientos de medicina y de ser un hombre muy moderno.
—¿Marie?
—¿Si?
—¿Qué crees tú? —me atreví a preguntarle.
—Creo lo que dicen los granjeros que las ventanas habían amanecido abiertas aunque las habían dejado bien cerradas. Que todos los animales de la región estuvieron muy nerviosos las últimas dos noches. ¡Es un área demasiado grande para ser cubierta por un solo lobo! Además, dicen que las mordidas son pequeñas. Las victimas solo tienen dos incisiones en el cuello, las muñecas o los tobillos. ¡Un lobo les habría arrancado un buen pedazo de carne! Sin mencionar que habría preferido comerse un cordero o un conejo. Puede tratarse se otro animal, pero yo presiento que todo esto es obre del reino de la oscuridad y no del reino animal.
Me di la bendición.
—¿Será esto lo que le ocurre a Susana? —le pregunte.
—No. La señorita Susana ya está bien. Cuando llegue estaba conversando con la señorita Regina en el salón del piano… y debe haber recuperado el apetito, porque sigo encontrando sus bandejas vacías —dijo.
—Bueno, Marie, ve y dile a los hombres por donde he visto al jinete.
—¡Me voy corriendo! —dijo.
La tempestad había amainado un poco. Eran las siete y había quedado de asomarme a la ventana, pero recordé que ya no era prisionera y decidí baja a la habitación de Carmen. Me puse la bata por encima del camisón y tome mi vela. Estaba por salir cuando se me ocurrió llevar el sobrecito para enseñárselo a Carmen. Lo tomé y lo metí en el bolsillo de mi bata. Recé para no encontrarme con Susana en el pasillo. Solo bajar las escaleras me traía de vuelta los macabros recuerdos de la noche del viernes. Me paré al frente de la habitación de Carmen y golpeé la puerta.
—¿Quién llama? —preguntó ella.
—Soy yo, Martina —respondí.
Carmen se apresuró a abrir y salió al pasillo, ajustando la puerta tras sí.
—Amalia ya está de vuelta en la habitación —me dijo en voz baja.
—¡Rayos! —dije.
—Espera aquí un segundo, te voy a dar el libro que había de la cruz patriarcal. Debes leer la historia con detenimiento.
—Te espero —le dije. El corredor estaba oscuro y me concentre en observar la llama de la vela para no pensar en Susana.
Pronto apareció Carmen con el libro. Lo tomé y le enseñe la nota.
—Es preciosa —dijo—. ¡Y huele a lavanda! Oye, ¿has visto a Marie? —preguntó.
—Si, hace unos minutos. ¿Te contó algo de lo que ocurre afuera?
—No. Cuando vino a quitarle la llave a la habitación, Amalia llegaba al mismo tiempo, así que no pudimos hablar de nada. Eso sí, me dirigió una mirada tan diciente que supe que tenía muchísimo que contarme, y me dio un frasco de agua bendita —respondió Carmen.
Le narré todo lo que Marie me había referido a los últimos acontecimientos y la vi palidecer y persignarse varias veces cuando mencioné la palabra vampyr.
—No quería asustarte tanto, Carmen, pero tenía que contártelo. A mí también me aterroriza la idea aunque no sé mucho de ellos —le dije.
—Una vez mi padre me dejo leer un libro que habla de vampyr y aún no me recupero del susto. Espero que lo ocurrido en los alrededores se trate de alguna enfermedad, porque si de ellos se tratase… estaríamos a su merced.
—Ay, Carmen, ¡no digas eso! ¡Tú eres la persona más optimista que conozco! —le dije.
—Los vampyr no dejan campo para el optimismo, Martina. ¿Alguna vez has soñado con el diablo? —preguntó. Yo asentí.
—Bueno —continuó—, lo que voy a contarte acerca de ellos hará que tu peor pesadilla parezca un cuento de hadas. Y no estoy exagerando —aseveró.
—No voy a poder dormir esta noche. De eso estoy segura. ¡Y menos después de haber visto ese macabro jinete desde mi ventana!
—¿Cómo? ¿Has visto al merodeador de Sainte-Marie? —preguntó asombrada.
—¡Si! Lo vi escondiéndose entre la maleza del bosque. ¡Y lo peor de todo es que me miraba directamente, Carmen! ¡Estaba todo vestido de negro, era blando como un papel y montaba un caballo azabache! ¡Era una visión aterradora!
—Martina… ahora que hablamos de vampyr, se me ocurre que le jinete pueda ser… pueda ser un… uno de ellos. El hecho de que haya una presencia extraña en Sainte-Marie cuando hay tantos ataques en los alrededores concuerda con lo que leí en el libro decía que se debe a estar especialmente atento a las personas que llegan a un lugar antes que ocurran los ataques pues ellos son, en general, los vampyr.
—¡Y me estaba mirando a mí! —exclamé—. ¿Crees… que estuviese escogiendo una víctima para esta noche? —pregunté, presa del pánico.
—¡Ni lo digas!! Ay, Martina, todo lo que está ocurriendo es espeluznante. Además, si el cura del pueblo envió agua bendita con una oración especial contra los vampyr, significa que todos estamos en peligro. Si el merodeador ya te ha visto, debes tener el crucifijo a la vista todo el tiempo, ¿me oyes? ¡Júrame que no te lo vas a quitar!
Carmen estaba francamente preocupada y no era momento de disimular.
En realidad, le agradecía que no tratara de calmarme cuando era momento de estar más alerta que nunca.
—Te lo juro solemnemente —le dije.
—¿Quieres que te acompañe a tu habitación?
—Te diría que sí, pero luego estaría intranquila al pensar en ti regresando sola. Puedo asomarme por la ventana cuando llegue, ¿te parece?
—Está bien. Que Dios te acompañe, entonces.
—Y a ti también.
Subí con el libro en una mano y la vela en la otra. Traté de recordar los divertidos poemas de Carmen para no pensar en cosas horrendas, pero no dio resultado. Llegue a mi habitación sin cruzarme con nadie. Deje la vela sobre la mesa de noche, abrí la ventana y me asomé. Allí estaba Carmen, mirando hacia arriba.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—Todo en orden —le dije. Nos despedimos con la mano.
Cerré la ventana tan velozmente como pude y corrí la cortina. Cuando me di la vuelta, me di cuenta de algo que no estaba bien. Tomé la vela y me acerqué al escritorio. Alguien había estado allí: mis papeles y cajones estaban revueltos. Revise toda la habitación. Mi armario estaba hecho un desastre y el cajón de mi mesa de noche estaba abierto.
—¿Qué diablos…? —me oí decir.
Me tardé mucho en poner todo en orden de nuevo y de asegurarme de que no faltara anda. Allí estaban mi asignatura para el día siguiente y mis libros. No faltaba nada en mi cofrecito de las joyas y al parecer no habían encontrado la llave del baúl que guardaba dentro de mi almohada porque seguía cerrado. Lo abrí para cerciorarme de no haberme equivocado y, efectivamente, era lo único que estaba intacto. Allí tenía todas las cartas que Carmen y Marie me habían escrito a través de los años. También había libros que habían sido de mis padres o de mi tía Verónika y algunos objetos de valor sentimental o familiar. Todo parecía estar tal y como yo lo había dejado la última vez que lo había abierto. Sabía que todo eso era obra de Susana. Podrían haberme dicho que se había marchado para siempre de Sainte-Marie en la mañana, y aun así, yo habría estado segura de que ella había registrado mi habitación. Susana tenía un aroma sucio y pegajoso que quedaba flotando en cualquier estancia donde ella hubiera permanecido más de tres minutos. La gran pregunta era si lo había hecho solo por fastidiarme o si estaba buscando algo en especial. Cogí el frasco con de agua bendita (me pareció lógico que fuera lo único que estaba en su lugar sobre la mesa de noche) y comencé a salpicar la estancia, reforzando la acción con plegarias en voz alta. ¿Estaría Susana buscando el sobrecito de la nota misteriosa? Si se había dado cuenta de que yo tenía un protector, como podía suponerse, muy posiblemente trataba de encontrar algún indicio de que este se hubiese comunicado conmigo. O tal vez trataba de averiguar qué tan enteradas estábamos Carmen y yo de sus movimientos. No pude dejar de preguntarme si ya había descubierto que éramos amigas de Marie. De las tres, Marie era quien estaba en una posición de mayor desventaja porque tenía que servir a Susana le gustase o no. Agradecí que Susana no hubiera podido abrir mi baúl, y también haber quemado la última carta de Marie el día en que la recibí. Luego pensé en la relación entre Susana y el merodeador: ella había llegado el viernes, y las cosas inspiradas habían comenzado a pasar en el internado. El intruso había sido descubierto tan solo una noche después por Marie y Juanito, y cosas aún peores habían ocurrido en las granjas adyacentes. Recordé lo que Marie y Carmen habían dio de los vampyr y temblé al pensar que algo tan espantoso pudiese existir. Según lo poco que había escuchado de tan espeluznantes criaturas, eran personas muertas que salían de sus tumbas en el camposanto al anochecer y se alimentaban de sangre humana. También había escuchado que tenían afilados colmillos y, según imaginaba, era obvio que eran tan aborrecibles de vista que uno desfallecería del terror con solo verlos. ¿Sería posible que el jinete fuese uno de ellos? No parecía ser común a esa distancia, pero esto era sobre todo por su gran estatura y tamaño de su caballo. Por lo demás, no había podido verlo con claridad, fuera de notar que tenía la piel demasiado pálida y los cabellos ligeramente largos y oscuros. Su mirada había tenido un efecto extraño sobre mí y eso era algo que tenía en común con Susana, aunque la mirada de Susana solo tenía influjo sobre mí si ella estaba a un palmo de mi cara… y el merodeador me había magnetizado desde muy lejos. La cabeza me daba vueltas y más vueltas. De repente, sentía rabia. ¿Qué tenía que ver yo con esos dos? ¿Había cambiado mi suerte de forma tan dramática por algo tan fútil como mirar por la ventana? ¿Era esto un castigo divino para enseñarme a concentrarme en las lecciones de la señora Riedel? ¿Estaban los cielos diciéndome a gritos que me resignase a vivir en Sainte-Marie y que no buscara entretenciones más allá de los tejidos de la señorita Krumlauf? No, quizás Dios no me estaba castigando, sino mostrándome algo de suma importancia: la mañana de mi cumpleaños había sentido el impulso de mirar por la ventana para ver mi árbol de pie por última vez. Si no hubiera tenido tantas pesadillas, no habría podido despedirme de mi árbol ni tampoco habría visto como le cielo de oscurecía al salir Susana del coche. Ella tampoco me habría visto, pero entonces tal vez nunca habría tenido confrontaciones directas con ella. Además, Carmen y yo éramos las únicas alumnas de Sainte-Marie que teníamos una relación estrecha con una de las empleadas y, si no fuera por Marie, no habríamos sabido lo del pájaro. Susana era uno de ellos. Uno de los vampyr, o al menos algo muy parecido a eso. Susana no estaba comiéndose el pájaro… estaba alimentándose de sangre fresca. Corrí al escritorio, cogí la silla y la puse contra la puerta. Mi corazón latía desenfrenadamente. Quite la silla, la devolví a su lugar y empuje el pesado baúl hasta la puerta para bloquearla. No bien lo hube logrado, alguien trato de abrirla. Como el baúl estaba en camino, hizo mucho ruido y a duras penas si logro mover la puerta un milímetro.
—¿Quién está ahí? —pregunté.
Nadie respondió. Tenía que ser ella. Escuchaba su pesada respiración a través de la puerta.
—¡Vete de aquí, espíritu de los infiernos! —grité. Empujó la puerta con fuerza, corriendo el baúl un poco.
—¡Abre la maldita puerta, Martina Székely! —dijo Susana.
—¡Nunca! —exclamé, empujando el baúl de nuevo y sentándome sobre él. Susana seguí tratando de entrar a mi habitación. Parecía tener un gran poder, porque nos movió al baúl y a mí unos diez centímetros. Por la ranura, metió la mano e intento alcanzarme. Tenía que pensar en algo pronto. Alargué la mano hacia la mesa de noche y tomé la botella de agua bendita. Mientras trataba de destaparla, Susana le dio un empujón final a la puerta y me tumbo al suelo, asomándose con expresión triunfal. Mi vela daba poca luz, pero era suficiente para mostrarme el rostro atemorizante que hubiese visto jamás. Sus ojos estaba llenos de odio y desprecio, y el mordaz gesto de su boca revelaba las puntas de dos colmillos afilados. Logró meter medio cuerpo por la puerta y en ese instante lance los contenidos del frasco sobre ella desde donde estaba.
—¡Déjame en paz, vampyr de los infiernos! —le grité, al tiempo que las gotas de agua bendita le caían encima.
Susana hecho la cabeza hacia atrás liberando un grito de dolor que dejo al descubierto toda su dentadura. Nunca había visto colmillos tan largos y filudos. Me incorpore rápidamente y me apodere de la silla, alzándola de lado por sobre mis caderas. Cuando Susana volvió a mirarme a los ojos, tenía hilos de sangre que le brotaban de la cara en donde las gotas de agua la habían tocado.
—¡Maldita! —dijo temblando—. ¿Crees que un poco de agua va a detenerme?
Hizo un ademán de acercase a mí, y sin pensarlo dos veces, la golpeé con la silla utilizando todas mis fuerzas. Esto la arrojo contra la mesa pero pareció no hacerle daño. Susana rio con voz baja y ronca.
—¡Auxilio! —grité—. ¡Ayúdenme!
—Nadie puede oírte, Martina. Nadie puede ayudarte.
—¿Qué quieres de mí? ¿Qué es lo que realmente buscas? —grité.
—Tú sabes exactamente que busco, Martina Székely —dijo.
—¡No! ¡No lo sé! —exclamé, con lágrimas en los ojos.
—Voy a matarte —respondió, acercándose.
«¡Si nadie en Sainte-Marie puede oírme, tal vez Dios pueda ayudarme!», pensé, tomando el crucifijo y estampándoselo en la mejilla antes que ella pudiera reaccionar.
Lanzó una manotada en mi dirección y me arañó el cuello y parte del pecho, pero yo seguí sujetando la cruz contra su cara, mientras ella comenzaba a despedir ese peculiar olor a carne quemada. Me agarro el pelo con fuerza y me lanzo contra la ventana. Sus sedientos ojos amarillos estaban húmedos del dolor. Abrió las fauces de par en par y emitió un chillido terrorífico, dando un paso hacia mí. Estaba segura de que iba a atacarme pero, para mi sorpresa, unos ruidos provenientes del vestíbulo captaron su atención y se detuvo. Quizá alguien nos había escuchado, después de todo.
—Al parecer has aprendido de tu amante, estúpida mocosa —dijo con voz entrecortada, cubriéndose la mejilla con la mano—. Creí que lo que iba a hacerte esta noche sería suficiente… ahora veo que no lo es. Voy a hacer de tu vida un infierno, y luego sellare mi venganza brindando con tu sangre. De momento, voy a dejarte ir para que más adelante desees haber muerto esta noche, antes que sufrir las torturas que te afligiré después, ¡eso te lo juro, maldita! Y en cuanto a lo que busco, ya lo encontraré. No recuerdo como salió Susana del cuarto ni que paso después; para cuando dijo sus últimas palabras yo estaba tan aterrorizada y adolorida que me deje resbalar pesadamente a lo largo del ventanal hasta quedar sentada en el suelo, sujetando el crucifijo por encima de mi cabeza. Creo haber perdido el sentido.