VAMPYR

Esa noche no paró de llover. Después de tomar un largo baño caliente me metí en la cama y, a pesar de los rayos que caían sobre el pueblo de Csejthe, dormí mejor que en muchos años. Adrien les había narrado a los demás cómo había rastreado a Erzsébet hasta la torre sur del castillo, donde esta solía tomar sus baños de sangre. Según sus palabras, la única forma de hacer que la condesa saliese de su escondite era dejándole creer que él había perdido su voluntad. Creyéndose victoriosa, la condesa, quien podía escuchar cada palabra que se pronunciaba en el castillo, se había alistado para reclamarlo por el resto de la eternidad en cuanto él consumase su primer ataque. Adrien había entonces hecho uso de todas sus fuerzas restantes para tomar la cruz Patriarcal de nuevo en sus manos y sorprender a Erzsébet con una muerte repentina.

—¡Pobre hija mía! —había dicho el padre Anastasio, dirigiéndose a mí—. ¿Cómo pudo Almos hacerte pensar que iba a atacarte en realidad? ¡Tienes un corazón muy fuerte! ¡Yo habría muerto del susto instantáneamente!

Debo haberme sonrojado al recordar la escasa oposición que había ofrecido yo en aquellos momentos porque Adrien me miró de soslayo y se aclaró la garganta, diciendo:

—Creo que Martina sabía que, en el fondo, yo habría sido incapaz de hacerle daño. ¿Verdad que sí, Martina?

—Sí —mentí, y Adrien me dirigió una fugaz mirada que no supe interpretar.

Adrien durmió tanto durante los días siguientes que todos comenzamos a creer que no iba a levantarse. Parecía, empero, estar descansando profundamente, y asumimos que lo necesitaba.

—Creo que estoy recuperando el sueño perdido de los últimos años —nos dijo, emergiendo al fin de su alcoba, una mañana en que todos desayunábamos juntos.

—¿Café, Adrien? —le preguntó Tomás, ofreciéndole una taza.

—Por favor —dijo él, sonriendo.

No creo jamás haber visto a nadie disfrutar tanto de una hogaza de pan con mantequilla y una taza de café como a Adrien. Sonreí, procurando no mirarlo para no incomodarlo mientras tomaba su primer desayuno en años. Sus modales en la mesa eran exquisitos, como era de esperarse, y comía sin prisa. Habría podido decirse que Adrien estaba saboreando cada instante de la vida humana que había recobrado. Pasamos unos días de gran tranquilidad en casa de Tomás, paseándonos por los verdes jardines y aspirando el perfumado aroma de la primavera que se difundía por el aire.

‡ ‡ ‡

Una noche, Carmen, el padre Anastasio y yo recordábamos nuestras vivencias en Sainte-Marie-des-Bois mientras Adrien y Giovanni, quienes se habían hecho grandes amigos, fumaban con Tomás en la biblioteca.

—A propósito de Sainte-Marie… —dijo Carmen— ¿creéis que sí se trata del mismo monasterio bosquejado en el libro de Tomás?

—Estoy convencida de ello —repliqué—, pero aún no logro comprender por qué está marcado ese lugar en el mapa con la cruz Patriarcal.

—Ay, hijas… —respondió el padre Anastasio—. ¡No puedo creer que haya olvidado decíroslo! ¡Los años comienzan a causar estragos en mí! Lo he visto en un sueño, ese es el lugar donde debe descansar la cruz Patriarcal. Carmen y yo lo miramos, anonadadas.

—Sobre la cruz, debemos plantar un nuevo árbol —continuó el padre—. De tal modo, la madera de la cruz Patriarcal se convertirá en madera viva que dará fruto y semilla.

—¡Tengo que decírselo a Adrien! —exclamé, feliz, y salí corriendo del salón. Mi árbol iba a renacer muy pronto. Comprendía al fin aquel sueño en que mi tía Verónika me enseñaba el árbol que estaba marcado con la cruz Patriarcal.

—¡Adrien! —dije, olvidando tocar y entrando a la biblioteca—. ¡Tenemos que llevar la cruz Patriarcal a Sainte-Marie!

Adrien pareció turbarse con mi presencia y se tardó un poco en contestar.

—¿De veras? —preguntó, palideciendo un poco.

Tomás y Giovanni permanecieron en silencio, mirándome.

—¿Qué os ocurre? —pregunté—. Estáis actuando de forma extraña.

—No, no, Martina… continúa, por favor —dijo Tomás—. ¿Decías que la cruz debe ser llevada a Sainte-Marie?

—Sí —dije—. ¡El padre Anastasio lo vio en un sueño! Debe ser puesta bajo tierra en el lugar marcado en la ilustración… Pero no vais a convencerme de que aquí no ocurre algo fuera de lo común. Os pido que me digáis de inmediato de qué se trata.

—Carmen y yo debemos viajar a Florencia en un par de días —dijo Giovanni—, y el padre Anastasio desea venir con nosotros, pues quiere conocer la colección de libros de mi tío Lorenzo.

—Eso lo sé, Giovanni —dije, mirándolo con sospecha.

—Y tú planeas regresar al campamento de los gitanos en busca de Vivéka Kamény y su esposo, ¿no es así? —preguntó Giovanni.

—Sí, así es —contesté—. ¿Teméis acaso que haya algún peligro en ello? Adrien y Tomás vendrían conmigo.

—No podré acompañaros, Martina —anunció Tomás, con un extraño brillo en los ojos—, he recibido una carta de mi hija esta mañana. Voy a ser abuelo de nuevo en pocos días.

—¡Eso es magnífico, Tomás! —dije, avanzando hacia él y apretando sus manos—. Aún no comprendo cuál es el problema.

—Bueno —balbució Giovanni— el problema reside en que…

No terminó su frase y miró como pidiendo ayuda a Tomás, quien a su vez dirigió una mirada afanosa a Adrien, quien se limitó a poner los ojos en blanco y a decir, suspirando:

—¡Sois terribles! ¡Lo hacéis todo tanto más difícil!

Giovanni clavó la mirada en el suelo. Tomás se dio la vuelta y miró por la ventana, diciendo:

—Es una hermosa noche, Adrien. ¿Por qué no llevas a Martina a dar un paseo por el jardín?

A todo esto no podía yo hacer otra cosa que mirar a Adrien con los ojos muy abiertos, sin parpadear. Él me miraba con aire indeciso, sin decir nada.

—¿Estáis tratando de gastarme una broma? —les pregunté.

—El padre Anastasio opina que no deberíais emprender ese viaje juntos, Martina —dijo Giovanni, al fin—. Le preocupa que Almos y tú… eh… Está preocupado por ti. Yo le he dicho que, mientras estés con Almos, bien podemos hacer de cuenta que has tomado los hábitos, pero Almos parece opinar de otra forma.

—Maldita sea, Rossi, me las pagarás… —gruñó Adrien—. Ven, Martina, vamos a tomar ese condenado paseo.

Dicho esto me sacó de la habitación sin que yo pudiese decir nada.

Carmen me miró extrañada cuando Adrien me hizo pasar de largo por su lado, casi arrastrándome. La mirada culpable del padre Anastasio confirmó las palabras de Giovanni y abrí la boca para protestar, pero Adrien me dijo:

—Después.

Me llevó hasta el último rincón del jardín sin decir una palabra y al fin se dignó a mirarme. Estaba sumamente nervioso.

—El padre Anastasio tiene razón —habló al fin, tragando en seco. Lo miré, arqueando las cejas.

—¿Mi honor peligra contigo? —pregunté, mordiéndome el labio para no reír.

—Sí —respondió, y yo di un respingo—. ¡No! Bueno, no se trata de eso, en realidad.

Adrien estaba balbuciendo y había enrojecido por primera vez, cosa que me parecía en extremo divertida.

—¿De qué se trata, entonces? —inquirí.

Adrien pareció recuperar la compostura.

—Yo… Martina, deseo saber hasta qué punto los momentos de terror que pasaste por mi causa en el castillo de Erzsébet te afectan aún. Ese sí que era un tema diferente.

—Me encuentro feliz, ahora que la pesadilla ha terminado… —respondí con sinceridad, pero sin comprender a dónde quería llegar.

—¿Me temes?

Su seriedad me conmovió.

—¿Temerte? Pero, Adrien, ¿qué dices? ¿No sabes, acaso, que el saberte cerca me da serenidad? Si no fuera por ti, no podría sentirme a salvo, aun ahora que la condesa ha muerto. Antes que nada, eres dueño de mi entera confianza.

Adrien me tomó entonces de las manos y me miró de forma extraña.

—Hay algo que debes saber. Algo que he descubierto y que quizá podría hacerte cambiar de parecer en cuanto a ese voto de confianza que acabas de hacerme.

—¿De qué se trata? —pregunté, sintiendo un ligero escalofrío.

—Espero que no temas estar a solas conmigo a causa de esto, Martina.

Lo miré unos instantes, tratando de adivinar qué escondía, pero su expresión era inescrutable.

—Creo que, especialmente después de lo ocurrido en el castillo, puedo decir con plena convicción que me fío más de ti que de mí misma, Adrien —dije, al fin.

Adrien se acercó entonces a mi oído y dijo:

—Aún soy vampyr.

‡ ‡ ‡

Los señores Kamény jamás han conocido a su nieto, el hermoso hijo de János y Vivéka, ni tampoco han vuelto a saber nada de esta última.

Los vi en un par de ocasiones en que me paseaba con Adrien por las calles de mí hermosa Budapest, perla del Danubio: lucen infelices y amargados, y siguen siendo los mismos que trataron a su hija con tanta crueldad. Adrien, quien leyó sus pensamientos sin querer, me dijo que la señora Kamény se había sentido incómoda en mi presencia, pues considera que la desaparición de Vivéka ha insultado a mi familia. El señor Kamény no siente más que rencor para con su hija y se enferma cada vez que su nombre es mencionado, por lo que no pude menos que preguntarle si había tenido noticias de ella, sólo para tener el placer de verlo adquirir el más verde de los semblantes.

—Eres perversa, Martina —bromeó Adrien, riendo por lo bajo mientras el señor Kamény se alejaba de nosotros, perdiéndose entre los transeúntes de Margitsziget. A pesar de que he insistido mucho para que János y Vivéka se muden a una de mis propiedades del campo, ellos han preferido seguir llevando la vida nómada que los hace tan felices en compañía de su amada familia gitana. Tengo que confesar que esto, en gran parte, me favorece, pues me da la oportunidad de ir a visitarlos al campamento con relativa frecuencia: hay pocas personas más alegres y especiales que ese maravilloso grupo de gitanos y, cuando se aproxima el verano, me encuentro invariablemente contando los días para escuchar las historias fantásticas que la madre de János narra en las noches de luna llena.

En cuanto al horrendo castillo de Csejthe, he traspasado los títulos de propiedad al Estado. Como Tomás vendió su propiedad en el poblado muy poco después de nacer su nieto, ninguno de nosotros tiene motivos para regresar a esos desgraciados parajes que han visto morir a nuestros enemigos en ya dos ocasiones. El doctor Goldberg, por su parte, fue entregado a la justicia y ha sido condenado a pasar el resto de sus días en una sucia prisión por su complicidad en los crímenes perpetrados por Ujvary en París, además de otros tantos que había llevado a cabo por cuenta propia en su práctica de medicina. El Da Vinci macabro, como lo han apodado en Francia a causa de las espantosas disecciones ilegales que le han sido atribuidas, jamás volverá a ver la luz del sol.

Cuando Adrien me llevó a conocer a William en Irlanda, este no podía creer que un galeno hubiese recibido su merecido.

—Intentamos corregir por medio del arte medicinal los monstruosos experimentos que suelen llevar a cabo los alópatas y los herbolarios, aunque no siempre estamos a tiempo. La humanidad parece querer enceguecerse ante la inextinguible evidencia que grita en contra de estos verdugos que se hacen llamar salvadores de vidas, ¡todo esto a pesar de mandar a la tumba a más gentes que ningún vampyr! William no comprendía que Adrien fuera vampyr y humano a la vez, sobre todo ahora que Erzsébet había muerto.

—La verdad es que yo tampoco lo comprendo —dijo Adrien—. Simplemente, es así. Pero puedes estar seguro, mi muy estimado William, de que no siento ningún deseo de beber sangre humana.

—¿Cómo sabes, entonces, que sigues siendo vampyr? —preguntó William, desconcertado.

—Jamás perdí los poderes que había adquirido —explicó Adrien—. Puedo verlo todo con nitidez en la más absoluta oscuridad, poseo el don de escuchar cosas que otros no y, de vez en cuando, puedo leer los pensamientos de otras personas —dicho esto agregó en voz baja, guiñándole un ojo a William—: Me es muy útil en lo que concierne a Martina, quien es tan impetuosa. También, en algunos momentos de ira, he sentido que mis colmillos se alargan y que poseo fuerzas capaces de acabar con cualquiera… pero es una reacción instintiva de ataque que tengo bajo control.

—¿Crees que puedas llegar a desear alimentarte de la sangre de otros mortales en el futuro? —preguntó William, entrecerrando los ojos.

—Si así lo desease, podría hacerlo ahora mismo… —repuso Adrien, sus ojos grises oscureciéndose— pero no es el caso, siento gran afición por los cereales. William rio largamente y los tres brindamos por el gran éxito de su clínica homeopática mientras su amable esposa, Cecile, descansaba ya en la habitación vecina.

—No creo que sea conveniente que Cecile se entere de mi… condición —dijo Adrien, suplicando la prudencia de su amigo.

—Mis labios están sellados, mi amigo vampyr —respondió William inmediatamente.

—Sabía que podía confiar en ti antes; esto no ha cambiado en lo absoluto ni cambiará jamás, William —dijo Adrien.

—¿Lo sabes porque puedes leer mis pensamientos? —preguntó William, sonriendo.

—No. Lo sé porque eres un verdadero amigo —dijo Adrien con toda seriedad. La negra noche de los Alpes se extendía sobre las ramas del árbol que crece frente al edificio donde está mi antigua habitación de Sainte-Marie-des-Bois, y la suave bruma lo acunaba con dulzura. El nuevo árbol brotó de la nada muy poco después que hubiéramos depositado la cruz Patriarcal bajo la tierra de la colina, en una hermosa ceremonia oficiada por el padre Anastasio el mismo día en que cumplía los 107 años de edad. Tres años después, este nuevo árbol, fuera de ser un poco más pequeño que el que estuvo un día en su lugar, se asemeja tanto al anterior que bien podría decirse que es el mismo que pude admirar tantas veces desde mi ventana.

—Es el hijo de tu árbol —me dijo Adrien, sonriendo.

—Lo sé —respondí, y ambos nos quedamos contemplándolo en silencio largo tiempo bajo la luna roja de octubre.