NOX AETERNA
-Martina —dijo la voz de Adrien tras de mí.
Sentí que la vida regresaba a mí cuando me torné para encontrarme con que, efectivamente, era él quien había hablado y me estrechaba entre sus brazos. Me apartó de sí inmediatamente y supe que algo terrible ocurría por la expresión de su rostro.
—No hables —me dijo, murmurando. No digas una sola palabra y procura no hacer ningún sonido. Sígueme.
Tomándome de la mano, me arrastró hasta la parte trasera de la casa. La cruz Patriarcal estaba apoyada contra la pared.
—Escúchame bien… —dijo, con voz temblorosa—. Mi tiempo se acaba. Me equivoqué pensando que al darles muerte a Darvulia y Ujvary me había hecho más fuerte. Sus poderes de vampyr me han sido transferidos, pero mi voluntad se agota. No puedo ya beber sangre de Cristo, no puedo siquiera sostener la cruz Patriarcal sin que me queme la piel.
Me enseñó sus dedos tiznados y observé que ya no llevaba puesto su crucifijo.
—Me lo he arrancado en un impulso —dijo, sin que tuviese yo que preguntarle nada—. No soportaba sentirlo tan cerca de mi corazón. He envuelto la cruz Patriarcal en mi abrigo para poder traerla hasta aquí. He estado esperando a que todos se durmieran para hablarte… Pierdo mi conciencia del bien y del mal con cada segundo que pasa, Martina. Si Erzsébet no muere antes de la medianoche, todo mi ser morirá. Es por eso que he venido por ti ahora, antes de desconocerte y de que me desconozcas. El influjo que la condesa ejerce sobre mí ha crecido inusitadamente, y sé que muy pronto dejaré de ser dueño de mis actos.
Los plomizos ojos de Adrien confirmaban todo lo que sus palabras acababan de revelarme.
—Estoy aquí porque he comenzado a rendirme —continuó—. Necesito que me sigas y que hagas lo que te pido.
—Sí, por Dios, sí —dije, tomando sus manos en las mías—. Te seguiría a donde fuera.
—Sabes lo que exijo de tu parte —dijo, mirándome fijamente.
—Sí —dije, mirándolo a mi vez y dejando que las lágrimas se deslizaran por mi rostro—. No es necesario que me lo repitas.
—Ve por tu arma —dijo—. Ya he preparado tu caballo. Toma la cruz Patriarcal y sal por esta puerta. Estaré esperándote en el camino principal.
—¿A dónde iremos?
—Al castillo. Sé que Erzsébet aún está allí, escondiéndose. Ella conoce ese lugar mejor que nadie.
—¿Y si llevásemos a Tomás y a Giovanni con nosotros?
—No —dijo él—. Sólo tú tienes la fuerza necesaria para darme descanso eterno. Además, no me fío de mis instintos con ellos. Después de matar a Ujvary, he tenido que huir del castillo para no atacarlos. Tú eres quien corre el menor peligro a mi lado.
Fui por la alforja en la que tenía hostias y vino consagrado y en ella puse la pistola y varias de las agujas que habíamos preparado anteriormente. Metí también un par de velas y una caja de cerillas y, después de tomar la cruz Patriarcal, me deslicé fuera de la casa sin hacer ningún ruido. Tal como Adrien me lo había dicho, mi caballo me esperaba ensillado fuera de la propiedad. Sujeté la cruz Patriarcal a un lado de mi montura y cabalgué hasta el final del camino principal adonde Adrien me aguardaba. Llovía con más fuerza y me puse la pesada capucha de la capa sobre la cabeza para resguardarme del frío.
—¿Lo tienes todo? —preguntó Adrien.
—Todo —respondí, asintiendo y persignándome. Adrien apartó la vista de mí con visible molestia.
—Vamos —dijo, y espoleó su caballo.
Adrien me guio hasta las afueras del pueblo y después nos adentramos en el bosque. Lo seguí a corta distancia por los senderos interiores. A pesar de que el follaje de los árboles se había hecho más espeso con la llegada de la primavera, no era suficiente para resguardarnos de los enormes goterones que caían sobre nosotros. Adrien avanzaba frente a mí sin mirar atrás y, al percatarme de que su actitud en verdad estaba cambiando, me prometí no salir del castillo de Csejthe antes de darle muerte a Erzsébet Báthory, aquel monstruo que le había hecho tanto daño al ser que más amaba. Mi corazón palpitaba aceleradamente y sólo escuchaba mi propia respiración exacerbada, de modo que me sorprendió cuán pronto alcanzamos las murallas del castillo de Csejthe.
—Deja tu caballo amarrado junto al mío —dijo, desmontando y cruzando la distancia que había entre la muralla de piedra y el puente que conducía al enorme portón principal.
Tomé la cruz Patriarcal en mis brazos y corrí hasta alcanzarlo, pero él se puso de nuevo frente a mí, diciendo:
—Comprenderás que no quiera mirarte: llevas madero y, además, esa… insignia colgando del cuello sobre la capa. Dame una vela encendida para que pueda alumbrarte el camino y quédate siempre tras de mí; nunca me des la espalda.
Encendí una vela y se la di. Adrien extendió la palma de la mano que le quedaba libre hacia la pesada puerta y esta se abrió, obedeciendo a su voluntad sin necesidad de que él la tocase.
—Saca la pistola de la alforja. Quiero que me apuntes con ella de ahora en adelante —dijo, traspasando el umbral. Una vez ambos estuvimos adentro, Adrien le dirigió una mirada fugaz a la puerta y esta se azotó, sobresaltándome brutalmente.
—Vamos —dijo, con un tono que me heló la sangre en las venas.
Llevaba yo, pues, la cruz Patriarcal en el brazo izquierdo, recostada sobre mi hombro del mismo lado, y la pistola en la mano derecha mientras seguía a Adrien, quien observaba detenidamente cada rincón del amplio y oscuro vestíbulo empedrado. Tenía tanto miedo que la pistola temblaba en mi mano, produciendo sonidos metálicos.
—Haz un esfuerzo por apuntarme bien —me dijo Adrien, adivinando que había estado apuntando al suelo.
—Sí —dije, tratando de contener el temblor de mi muñeca y elevando el arma hacia él.
—Continuemos —dijo Adrien—. No está por aquí.
Después de revisar la primera planta, la antigua cocina y la bodega, subimos las escaleras para iniciar la inspección de la planta superior.
La terrible tormenta que caía fuera golpeaba con fuerza el viejo tejado por donde se colaba el agua, humedeciendo las paredes y el suelo: hacía tanto frío dentro del castillo que a duras penas si podía sentir mis extremidades. Mi mayor temor era que Erzsébet me asaltara por la espalda sin que yo la oyese venir, y no podía evitar mirar hacia atrás con frecuencia.
—La sentiría acercarse, Martina, fija tu atención en mí —dijo Adrien—. Procura no distraerte: yo constituyo la mayor amenaza para tu vida.
El tono de Adrien era cínico y sombrío, y una oleada de pánico me recorrió.
Él podía leer mis pensamientos, pero yo podía leer su voz, que había perdido toda la calidez de antaño: su amor por mí se había desvanecido y era esto lo que más me aterrorizaba.
—Es cierto —dijo él—. Si no fuera por esa maldita cruz y el hecho de que me estás apuntando…
Un rayo cayó muy cerca del castillo, iluminando el pasillo por donde caminábamos a través de una diminuta ventana que había en lo alto. Un aire feroz emanaba de Adrien, y ahora era yo quien no quería verlo: no me sentía capaz de enfrentar el hecho de que hubiese perdido toda la bondad que lo había caracterizado. Tal como me lo había advertido él mismo hacía algunas horas, estaba desconociéndolo así como él a mí; tan pronto puede transformarse el amor en miedo. Ya no le apuntaba con la pistola porque él me lo hubiese ordenado sino por defender mi vida.
—A partir de este momento eres mi enemiga, Martina Székely —sentenció, y otro rayo terminó de rasgar mi pecho. Deseé nunca haberlo seguido, sintiéndome embargada por el más profundo dolor. La hostilidad de Adrien hizo que mi sed de venganza para con Erzsébet tomase posesión de mí, y dejé que fuese mi odio hacia ella el que me condujese a partir de ese momento. La mayoría de las habitaciones por las que pasamos estaban vacías y Adrien, el vampyr, las descartaba una a una después de haberles echado una ojeada.
Tardamos mucho tiempo en recorrer la torre norte del castillo de Csejthe; jamás podré borrar esos momentos de mi mente por el gélido sufrimiento que los acompañó. Después de mucho andar sin hallar rastros de la condesa, arribamos a los estrechos peldaños que conducían a la torre sur, y ascendí detrás de Adrien, quien temblaba perceptiblemente. Una ráfaga de viento nos recibió al final de la escalinata, apagando la vela que había estado sujetando en su mano hasta ese momento.
—Hemos llegado —anunció con un rugido.
Un escalofrío me sacudió y apoyé mi espalda contra la pared tan pronto como pude, apuntando con el arma al vacío de la oscuridad.
—Suelta la cruz, Martina —ordenó Adrien. El eco de sus palabras resonó por toda la habitación y de repente tuve la certeza de que me había conducido hasta allí para asesinarme.
—¡No! —lloré, temblando.
Sus ojos grises se encendieron frente a mí, iluminando su rostro pálido que ahora sólo reflejaba la más cruda avidez.
—Eres mía, ¿recuerdas? —murmuró, dando un paso hacia mí.
—Ya no, Adrien —balbucí, y lágrimas de terror asomaron a mis ojos.
—Ambos sabemos que eres incapaz de matarme, Martina —dijo, clavando sus ojos en los míos. Tú me amas y yo… quiero que me pertenezcas para siempre. ¿Por qué luchar contra lo inevitable? Deja esa pesada cruz a un lado.
—No te amo, Adrien —dije con un hilo de voz.
Él rio por lo bajo y pude ver las puntas de sus colmillos asomarse por un segundo.
—Dispara, entonces —dijo, dando otro paso hacia mí—. Demuéstrame que no me amas.
Elevé mi brazo tembloroso, apuntándole con la pistola a la altura del corazón.
—No te acerques más, Adrien… —dije, sollozando— porque si tengo que elegir entre enviarte directamente al cielo o ir contigo al infierno, escojo lo primero.
—Nadie tiene por qué ir al infierno, mi hermosa flor de invierno. Nadie tiene por qué morir. Perdimos, Martina —dijo, riendo con tristeza—. Ahora tengo sed y estoy cansado. ¿No estás cansada tú también?
La tenue luz de sus ojos penetraba en los míos, despojándome de mis fuerzas y haciendo que el más denso sopor se adueñase de mí.
—¿No querrías descansar junto a mí? ¿No saciarías tú mi sed, amada eterna?
—Muerte infinita —susurré, soltando el arma.
—Vida eterna —dijo él.
—No me amas —dije.
—¿Qué es amar, si no es tener sed de alguien? —dijo, acercándose aún más. Yo saciaré la tuya después, y vivirás en mi abrazo… para siempre.
—Moriré en tus brazos.
—Verás cómo es la más hermosa muerte.
—No podré morir en Dios… —dije, apoyando la cruz Patriarcal contra el muro y despidiéndome de ella.
—Morirás en mí y yo en ti; vivirás en mí para que yo pueda vivir. Deshice el nudo de mi crucifijo y dejé que cayera sobre el suelo, exponiéndome por completo a Adrien.
Él avanzó hacia mí, aprisionándome contra la pared con violencia. Elevó mis brazos sobre mi cabeza y me sujetó por ambas muñecas con una sola de sus manos, venciéndome por completo. Acarició mi cuello con su mano libre, deteniéndose en la base de mi nuca, y acercó su rostro al mío sin soltarme. Había cerrado sus ojos y respiraba sobre mí.
—Creí que me amabas cuando te traje aquí… —dijo en un murmullo casi imperceptible—. Ahora lo sé. Nunca más… —sus ojos se abrieron por una fracción de segundo: tenían el color de la plata y estaban húmedos—. Nunca más volveremos a sufrir, Martina Székely. Te lo juro por Cristo, nuestro Dios.
De repente se apartó de mí y, en un abrir y cerrar de ojos, tomó la cruz Patriarcal en sus manos. Lanzando un hondo grito de dolor, se dio la vuelta, exclamando:
—¡Muere, maldita vampyr de los infiernos por quien he derramado mis últimas lágrimas! ¡Muere, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo! ¡Muere, en el nombre de todas tus víctimas, en el nombre de mis padres y en nombre de mi venganza! ¡Muere en el nombre de todo lo que es sagrado, en el nombre de la muerte y en el nombre de la vida! ¡Muere, maldita, y que por cada segundo de tiempo que Lucifer te ha dado pases mil más en el infierno! ¡Muere ahora, muere para siempre, muere eternamente! ¡Muere con todo el peso de tu vida en muerte, de tu muerte en vida, de la muerte con la que me tocaste! ¡Muere, y maldita seas por toda la eternidad puesto que maldita fue tu vida y maldita tu falsa resurrección! ¡Muere, Erzsébet Báthory! ¡Muere, condesa sangrienta! ¡Muere de una vez por todas!
Los gritos de Erzsébet resonaron en el recinto y una llamarada se desprendió de ella cuando Adrien la atravesó de lado a lado con la cruz Patriarcal, precipitándola contra el suelo. El fuego que la abrasaba iluminó el lugar en que me encontraba. En el centro de la enorme habitación empedrada, al lado de la agónica condesa que aullaba y gemía sin cesar, había un enorme baño vacío sobre el que colgaban gruesas cadenas de hierro. Aquel había sido el cuarto de torturas de Erzsébet Báthory y sus aliados durante su reinado del terror en Csejthe.
El impacto de los sucesos había hecho que me refugiase en el rincón más alejado de la estancia, donde me había replegado, temblando y llorando a la vez, sin comprender aún lo ocurrido. Estaba segura de estar presenciando un verdadero milagro, pues era Erzsébet quien ardía en llamas y Adrien no había probado una sola gota de mi sangre.
Él había caído de rodillas a unos pasos de Erzsébet y había escondido el rostro en sus manos, de modo que yo no podía vérselo. No sabía yo si oraba o lloraba; sabía que respiraba, pues percibía el leve movimiento de sus hombros. Entonces las llamas que circundaban a nuestra enemiga comenzaron a extinguirse, y con ellas sus gritos. La inmortal condesa estaba, por fin, expirando, y abriría sus ojos una vez más para pronunciar sus últimas palabras. Erzsébet hizo un gran esfuerzo por elevar su cabeza encanecida y mirarnos a través de un irreconocible rostro tiznado y ampollado. Sus ojos, aún llenos de rencor e hipocresía, se posaron sobre Adrien y sobre mí:
—¿No tendríais en vuestros corazones… mis queridos enemigos… algún resquicio de compasión para con esta vieja alma? Adrien… Martina… lo único que os pido es que me deis vuestra paz. Sé —dijo, y por un instante pareció que se ahogaba—, que os he hecho daño y, sabedlo, lo pagaré con creces. Lucifer me aguarda y él es el inmisericorde juez que… Él se encargará de llevarse mi alma para siempre jamás. El pecado es mi naturaleza; lo fue desde mi nacimiento y sigue siéndolo ahora que este madero atraviesa mi corazón. Mis víctimas no viven ya; es muy tarde para obtener su perdón. Pero vosotros dos… vosotros dos aún vivís. Aunque no albergo esperanza alguna de salvación, pues mi partida es inminente… querría partir sabiendo que, antes de entregar mi alma, al menos uno de vosotros dos se acercó a mí para bendecirme.
Adrien, cuya figura de perfil podía ver con claridad, levantó la cabeza de entre sus manos y se puso de pie con lentitud. Por un instante, temí que fuese a inclinarse sobre Erzsébet para concederle su última voluntad y corrí hasta él, aferrándolo del brazo para detenerlo. Sabía que una criatura tan malvada como Erzsébet jamás podría pedir piedad sinceramente, y que tales palabras no debían ser más que su último intento de sobrevivir o, al menos, de arrastrar a alguno de nosotros dos a la tumba con ella.
—Descuida —dijo Adrien por entre los dientes—. Así los santos quisieran absolverla, su corazón aún le pertenecería a Lucifer. Adiós, Erzsébet Báthory, ve a encontrarte con tu destino final. Si en verdad deseas perdón, sólo Cristo puede otorgártelo y es a Él a quien debes dirigirte, no a nosotros. Después de todo… sólo somos humanos.
Dichas estas palabras, Adrien me tomó de la mano y me obligó a retroceder con él hasta la salida de la habitación, alejándonos así varios metros de la condesa.
—¡Malditos seáis ambos! —grito Erzsébet sofocadamente—. ¡Todo lo que pido es una gota de sangre! ¿No me la daréis? ¡Malditos seáis! ¡Malditos, mil veces malditos!
—Te esperan siglos de sed hasta el Juicio Final, Erzsébet Báthory… —dije, mirándola por primera vez sin miedo u odio, pues sabía que había llegado su hora y, en el fondo, sólo podía sentir alivio.
Tomé mi crucifijo del suelo y me lo até una vez más alrededor del cuello, persignándome:
—Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor
Dios Nuestro.
—Así sea —dijo Adrien, quien tomó mi crucifijo entre sus manos para besarlo, inclinando su cabeza.
Cuando mis ojos se encontraron con los suyos, distinguí en ellos una cualidad que nunca antes había hecho parte de Adrien: paz.
—Es a ti a quien regalo esta paz que me embriaga como el más dulce de los elíxires, Martina, amiga mía —dijo, leyéndome el pensamiento y mostrándome su más sincera sonrisa, que era una de verdadero sosiego. Me abracé a él con fuerza y él me rodeó con sus brazos; ambos permanecimos callados mientras nuestra enemiga entregaba al mundo sus últimos suspiros.
Cuando pensábamos que todo había terminado, varias figuras diáfanas de apariencia humana aparecieron alrededor de la condesa, materializándose a partir de la nada ante nosotros. Primero fueron dos o tres y luego diez, veinte y así sucesivamente hasta llenar todo el recinto. Ni Adrien ni yo podíamos hacer más que parpadear: aquellos seres que estábamos viendo eran, sin lugar a dudas, fantasmas.
—Somos las víctimas de Erzsébet Báthory —dijeron, en lo que parecía un rezo—, y hemos venido para verla partir. Hemos estado esperando este momento por más de doscientos años. Nada nos ata ya a esta tierra, pues nuestras almas han sido liberadas con su muerte. Parte Erzsébet al infierno para que nosotros podamos ascender a los cielos.
Las voces de las víctimas de Erzsébet se unieron en un himno glorioso y angelical que nos envolvió largo tiempo hasta que todas se desvanecieron en medio de un halo de luz cegadora. Al final sólo quedó la habitación vacía con nosotros dos y la cruz Patriarcal: el cuerpo de Erzsébet había sido arrastrado, junto con su alma, a los más hondos abismos del averno.
—Vámonos de aquí —dijo Adrien, tomando la cruz Patriarcal en una mano y arrastrándome con la otra a través de los lóbregos corredores del castillo. Ambos corrimos sin mirar atrás, aterrados, como si aquel lugar todavía encerrase peligros para nosotros y fuese imprescindible que escapásemos de él de inmediato. Aún no sé qué nos hizo temer tanto durante esos instantes en los que tratábamos de hallar la salida, pero presiento que un lugar tan sombrío como aquel está condenado a recrear eternamente los horribles actos en él cometidos por sus moradores. Esos recuerdos intangibles siguen percibiéndose con el espíritu a través de los siglos, así el agua haya borrado las huellas de sangre de su suelo y los gritos de las víctimas hayan sido ahogados detrás de sus inexpugnables muros de piedra. Cuando regresamos a casa de Tomás Bakócz calados de frío hasta los huesos, Giovanni y Tomás recién llegaban de buscarnos exhaustivamente por los alrededores del poblado de Csejthe en compañía de unos cuantos empleados de Tomás. Si vemos a ambos con vida no hubiese sido un alivio tan enorme para ellos, no habríamos terminado de oír sus reproches.
—¡Ha faltado usted a su palabra, Martina! —repetía Tomás Bakócz sin cesar—. ¡Habría podido, al menos, dejarnos una nota! Mire a su pobre amiga Carmen… ¡Ha estado a punto de morir del miedo cuando se percató de su ausencia!
Carmen, sin embargo, me llevaba ya al interior de la casa y me despojaba de mi capa emparamada, poniéndome una manta por encima de los hombros y obligándome a sentarme junto al fuego. Los gritos de victoria de los hombres llegaron hasta donde estábamos y no pude dejar de sonreír: supe que Adrien acababa de comunicarles que Erzsébet había muerto. Carmen me miró con expresión de incredulidad y balbució:
—¿Es cierto acaso lo que estoy imaginando, Martina?
Miré a mi amiga a los ojos y, de inmediato, ambas derramamos lágrimas de felicidad.
—Ha muerto, Carmen —respondí—. Erzsébet Báthory ha muerto.