LA REUNIÓN

Sabíamos que ni Erzsébet ni Johannes Ujvary podrían acercarse a la cruz Patriarcal y, por lo tanto, debíamos tener especial cuidado con todos aquellos que no fuesen vampyr, en caso de que nuestros dos enemigos hubiesen adivinado en dónde nos encontrábamos y decidiesen enviar a alguien a robarla. Habíamos deducido que para entonces Ujvary y la condesa debían haber echado de menos la presencia de Darvulia y presentíamos que pronto llegarían a Csejthe en busca de ella e István.

—Me pregunto por qué Erzsébet y Ujvary no se presentaron con ellos en el castillo —le dije a Adrien—. Muy probablemente no estaríamos contando la historia.

—También tuvimos la suerte de que Ujvary y la condesa no se apoderaran del cofre antes que yo regresara por él. Lo había dejado junto a la celda mientras te sacaba de allí… Lo habríamos perdido para siempre.

—¿Dónde crees que puedan estar? —pregunté.

—No lo sé, desde que Darvulia murió se me ha hecho más difícil percibir la cercanía o lejanía de Erzsébet —dijo él.

—Espero que no hayan encontrado a János y a Vivéka —dije, sintiendo miedo por ellos.

—Yo también lo espero —dijo Adrien, e intuí que estaba más preocupado de lo que se atrevía a demostrarme.

—¿Sabes si habrá llegado alguna correspondencia de parte de Carmen? —le pregunté a Adrien—. Le escribí hace más de quince días…

—Déjame preguntárselo a Tomás —dijo él, poniéndose de pie y dejándome a solas en el salón.

El suave resplandor del crepúsculo se colaba por entre las translúcidas cortinas de la estancia, bañando las paredes con su encanto primaveral, y yo me había quedado mirando una hermosa pintura que Tomás Bakócz le había comprado a un mercante de Oriente. Recordaba cómo Carmen y yo habíamos planeado tantas veces recorrer el mundo en busca de aventuras, y pensaba en la forma en que las aventuras habían venido a nuestro encuentro antes que pudiésemos emprender el viaje. De repente, la campana de la puerta me sobresaltó y me puse de pie de inmediato. Antes que pudiese llegar al zaguán de la entrada, oí la risa de Adrien y una voz familiar que exclamaba:

—¡Hijo mío! ¡Pero qué susto me has dado!

No podía dar crédito a lo que mis oídos escuchaban. ¿De veras era el padre Anastasio quien había llamado a la puerta? Cuando me precipité al umbral del portón, solté una exclamación de alegría: Carmen, Giovanni y el padre Anastasio estaban de pie frente a Adrien y Tomás Bakócz, quien ya les daba la bienvenida a su casa. Me lancé a los brazos de mis amigos y, entre risas y lágrimas, me enteré de cómo habían decidido viajar hasta allí.

—Los tres hemos soñado contigo —dijo Carmen—. A Giovanni y a mí nos decías que debíamos venir a Csejthe.

—Yo venía soñando contigo hacía ya un par de semanas —dijo el padre Anastasio y el mensaje de los sueños era muy claro: debía viajar cuanto antes a casa de Carmen y Giovanni. Me tomó unos días dejar todos los asuntos de la parroquia en orden, pero justo cuando arribé a la residencia de los Rossi, Carmen recibió tu carta. Entonces comprendimos que los tres debíamos presentarnos en casa del señor Bakócz de inmediato.

Adrien y Giovanni bajaron los baúles del coche y siguieron a Tomás Bakócz a las habitaciones de huéspedes mientras Carmen y yo nos instalábamos en el salón en compañía del padre Anastasio.

—¡Carmen! —exclamé—. ¡Justo estaba pensando en ti cuando sonó la campana! —y, dirigiéndome al padre Anastasio, agregué—: ¡No sabe cuánta felicidad sentí al escuchar su voz, padre! ¡Creí que estaba soñando! ¡Han viajado desde tan lejos, deben estar muy fatigados!

—Hemos dormido durante el viaje; nuestro cochero es muy hábil y hacía un tiempo maravilloso —replicó Carmen.

—¡Qué susto me ha dado Almos al llegar, hija! ¡Por poco me manda a la tumba! —dijo el pobre padre, aún tembloroso.

—Un pequeño susto de vez en cuando fortalece el corazón, padre Anastasio —dijo Adrien, entrando a la habitación con Tomás y Giovanni. Noté que estaba tratando de suprimir una sonrisa socarrona. Le dirigí una mirada de reproche, pero el padre Anastasio dijo:

—En eso tienes razón, hijo, y no dudes que, en su momento, sabré devolverte el favor. Acto seguido, esbozó una amplísima sonrisa y tomó un sorbo del té que nos habían llevado.

—Padre Anastasio —pregunté—, ¿ha traído con usted el libro de Erzsébet?

—¡Claro que sí, hija! ¿Por quién me tomas? ¿Por un cura párroco del siglo pasado? Reí para mis adentros, aunque el padre Anastasio tenía toda la razón en lo que decía: no sólo era tan ágil como el resto de nosotros sino que era un hombre recursivo y perspicaz.

El padre extrajo el libro de su maletín y me lo entregó.

—Creo que este libro le pertenece a Adrien —dije, extendiéndoselo a él.

—Gracias por cuidar de él, padre Anastasio. Fue lo último que mi padre quiso entregarme —dijo Adrien, cerrando los ojos y aferrando el libro contra su pecho.

Poco después pasamos al comedor para cenar juntos y Tomás Bakócz les narró a los recién llegados cómo había comenzado la guerra entre su familia y la Condesa sangrienta.

—¡Dios mío! —dijo Carmen, horrorizada—. ¡Pobre Laszló!

—Todo por un vanidoso capricho de la condesa de Csejthe… —dijo Tomás.

—Erzsébet no sólo es la asesina más orgullosa sino también la más esquiva de todos los tiempos… —dijo Giovanni—. Aún tengo frecuentes pesadillas con ella y con Anna Darvulia. Siento muchísimo lo que le ha ocurrido a usted, Almos.

—Gracias, Rossi —dijo Adrien.

—Por fortuna, el cuerpo sin vida de Darvulia yace ahora en el suelo de la celda donde murió la condesa —dije.

—Creo que todos aquí compartimos el mismo deseo —dijo Adrien—, enviar a Erzsébet Báthory a las más profundas cavernas del infierno.

—Brindo por nuestra victoria —dijo Tomás Bakócz, elevando su copa.

—Y que Dios guíe cada uno de nuestros pasos —dijo el padre Anastasio.

Todos unimos nuestras copas en el centro de la mesa, pactando nuestra alianza.

—Señores —dijo Adrien—, ha llegado la hora de planear la forma de darle muerte a nuestra enemiga.

Reunidos en la gran biblioteca de Tomás Bakócz, con los dos libros de la historia de la condesa abiertos sobre la mesa, deliberamos acerca de la mejor forma de atraparlos a ella y a Ujvary.

—No podemos darnos el lujo de que se nos escapen otra vez —dijo Adrien—. Si aún no han llegado a Csejthe, no tardarán en hacerlo, y es nuestra oportunidad para acabar con ellos antes que vuelvan a hacemos daño.

—Amalia nos acompaña, estoy convencida de ello —dijo Carmen.

—Tendremos que vigilar el castillo —dijo Tomás—. Imagino que será allí en donde busquen primero a Darvulia.

—Si es que no pueden intuir que ya ha muerto —dije—. Yo apostaría a que sí. Sin embargo, Erzsébet no va a descansar hasta haberse apoderado de la cruz Patriarcal.

¿Y si tratásemos de tenderles una trampa?

—¿Una trampa? —preguntó Giovanni.

—Sí —le dije—, podríais utilizarme a mí como carnada.

—¡De ninguna manera! —exclamó Adrien—. Jamás lo consentiré. Vosotras dos os quedaréis aquí con el padre Anastasio mientras yo voy al castillo con Rossi y Tomás.

—Estoy de acuerdo con Almos —dijo Giovanni—. Tal y como están las cosas, no debéis salir de esta casa por ningún motivo hasta que nosotros hayamos destruido a nuestros enemigos.

—Nuestra ayuda podría seros de utilidad —dijo Carmen—, quizá deberíamos ir todos juntos.

—Entonces tendríamos que cuidar de vosotras al tiempo que tratamos de pelear con el enemigo. Además del terror de enfrentarnos con los vampyr estaría el terror de que algo os ocurriese a Martina o a ti… —dijo Giovanni.

—Rossi tiene razón —dijo Adrien—. Es un riesgo demasiado grande. Ya estuve a punto de perderte hace muy poco, Martina, y no estoy dispuesto a llevarte a ese castillo de nuevo.

—Creo que lo mejor que las damas y el padre Anastasio pueden hacer mientras estamos ausentes es rezar, y no lo digo con ligereza… —expresó Tomás Bakócz—. Necesitamos de toda la ayuda celestial que podamos recibir.

—Está bien —dije, aterrorizada tanto de quedarme en casa del señor Bakócz como de volver al castillo. Pero es imperativo que concibamos un plan organizado antes que partáis.

—Es muy difícil trazar un plan cuando no conocemos ni siquiera la posición del enemigo dijo Giovanni. Sabemos que querrán apoderarse de la cruz Patriarcal y que para esto tendrán que utilizar aliados que no sean vampyr —dije.

—Y, por ello, tanto Carmen como tú deberíais estar armadas, en caso de que ellos o sus aliados logren entrar a la casa —dijo Adrien.

—Podríamos intentar confundir a nuestros enemigos —dije.

—¿Cómo haríamos eso? —preguntó Carmen.

—Los vampyr aún no han visto la cruz Patriarcal… —dije—. Podríamos construir varias cruces de madera para distraerlos a ellos y a sus aliados.

—Brillante —dijo Adrien, cuyos ojos reflejaban la luz de las velas.

—Los vampyr sentirán cuál es la verdadera cruz —dijo el padre Anastasio, acomodándose las antiparras.

—Puede ser —dije—, pero podemos bañar las otras cruces en vino consagrado… y así serán armas a su vez. De uno u otro modo, hasta que no estén ante la verdadera cruz Patriarcal no tendrán forma de saber cuál es cuál.

—Pienso que es una idea magnífica —dijo Tomás Bakócz—. A mí no se me ocurre ninguna mejor.

—No se diga más —concluyó Adrien—. Hagámoslo. Una permanecerá aquí en la capilla de la casa y llevaremos la verdadera cruz Patriarcal junto con otras dos al castillo de Csejthe.

—Tengo otras armas en casa que podemos utilizar —dijo Tomás Bakócz—. Cada una de las damas debe estar en posesión de una pistola… Y el padre Anastasio también debería tener una.

—No sabría cómo utilizarla, hijo —respondió el padre Anastasio. Mi mejor arma es la fe, y es la única que puede protegerme.

—El padre Anastasio bendecirá las cruces, y consagrará el vino y las hostias —dijo Giovanni—. Es mucho más de lo que ninguno de nosotros puede hacer.

—Bien —dijo Tomás Bakócz—. Ayúdame a traer la madera y la herramienta, Adrien. Debemos ponernos manos a la obra de inmediato.

—Carmen, Martina —dijo Adrien—, encargaos de verificar que todas las puertas y ventanas de la propiedad estén cerradas y sellad cada rincón con sal exorcizada. Rossi: traiga un barril de vino de la bodega.

—Aquí están las llaves de la cava —dijo Tomás, extendiéndoselas a Giovanni.

El padre Anastasio, Carmen y yo comenzamos a recorrer toda la propiedad de Tomás Bakócz, dibujando sobre cada puerta y ventana una cruz de aceite bendito y poniendo sal exorcizada en los dobleces de las paredes. Adrien, Tomás y Giovanni construyeron tres nuevas cruces imitando el modelo original de la cruz Patriarcal, y al fin todos nos reunimos en la capilla un poco después de la medianoche. El padre Anastasio bendijo las cruces, las balas de nuestras pistolas, varias hostias y el vino que Giovanni había llevado, y con el último ungimos varias agujas, bañamos las cruces y nuestros crucifijos personales.

—Creo que estamos listos para partir —anunció Adrien después que el padre Anastasio les hubo dado a todos su bendición. Carmen se abrazó a Giovanni.

—Aún podría ir contigo… —le dijo.

—No, Carmen —respondió este—. Debemos dividirnos en dos grupos. Es lo más seguro para todos.

Los ojos de mi amiga se llenaron de lágrimas mientras Giovanni montaba en el caballo que Tomás Bakócz le había dado, llevando una de las cruces. Nunca había visto a Carmen tan pálida y trémula, y esto incrementó mi temor de que algo pudiese ocurrirle a Adrien.

—Ya no seré vampyr cuando regrese, Martina —me dijo—. Dame tu bendición. Toqué su frente para bendecirlo, y mis ojos se llenaron de lágrimas. Estaba demasiado asustada y, en el fondo, sentía que no volvería a verlo nunca más. Adrien clavó sus ojos en los míos y dijo, como si pudiese leer mis pensamientos:

—Volveré. Te juro que volveré.

El padre Anastasio y Carmen me hicieron entrar en la casa y vi a Adrien partir desde la ventana, estremecida del terror. Antes de atravesar el gran portón de la salida, Adrien hizo que su caballo se diese la vuelta e hizo la señal de la cruz Patriarcal en el aire a manera de despedida. Entonces Tomás cerró las puertas desde afuera, y ya no los vimos más.

—Vamos a la capilla a orar dijo Carmen.

—No —dije—. Debemos vigilar las entradas. Hagamos rondas por la casa al tiempo que rezamos.

—Buena idea dijo mi amiga, enjugándose las lágrimas.

—Todo va a estar bien, hijas mías —dijo el padre Anastasio—. Oremos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

El padre Anastasio llevaba un cirio encendido en su mano, y Carmen y yo llevábamos nuestras pistolas. Los empleados de Tomás dormían en una casa separada de la propiedad, así que estábamos completamente solos.

—¿Crees que los vampyr sepan que estamos aquí? —preguntó Carmen.

—Nuestros enemigos parecen saberlo todo siempre —respondí, recordando la horrible historia de Adrien y cómo los vampyr habían dado muerte a sus padres en su propia casa.

Luego de recorrer todos y cada uno de los pasillos de la casa de Tomás Bakócz, el padre Anastasio se sintió fatigado, y sugerí que nos instalásemos en la biblioteca de Tomás, desde donde podríamos vigilar el jardín. El padre Anastasio se aposentó en el mullido diván y yo encendí un candelabro para que tuviésemos más luz. Carmen volvió a abrir los libros de la vida de Erzsébet y no tardó en hallar la lámina del monasterio de Saint-Bernard.

—De veras que sí parece que fuesen el edificio central y el edificio de la derecha de Sainte-Marie-des-Bois —dijo.

—¿Qué tendrá que ver Sainte-Marie con la condesa? —pregunté.

—Es probable que los monjes que asistieron a Nicolás Bakócz hayan llegado hasta allá… —dijo el padre Anastasio—. Tal vez, incluso, siguiendo a Erzsébet. ¿Recordáis las historias de la peste negra de Valais?

—Fue usted quien nos contó acerca de esos ataques, padre —dijo Carmen—. Y muy posiblemente eran Erzsébet y los suyos quienes los perpetraban.

—¿Y si no eran los monjes quienes seguían a Erzsébet sino al revés? —pregunté.

—¿Qué podrían tener los monjes que los vampyr quisieran? ¿Habían sido los cofres entregados a sus nuevos guardianes para ese entonces? —preguntó Carmen.

—Según el libro original, Nicolás Bakócz llegó a Csejthe en 1726 —dije yo, enseñándole la página—. No podría haber repartido los cofres aún. La peste negra había azotado Valais el siglo anterior; coincide con la desaparición de Erzsébet de Csejthe después de la muerte de la esposa de Laszló.

—Quizá los monjes de Saint-Bernard tuvieran algo más… —dijo el padre Anastasio.

—¿Algo que hubiesen escondido justo en el lugar donde estaba el árbol? —pregunté.

—No descarto esa idea… Por algo está el lugar marcado en la lámina con la cruz Patriarcal —respondió el padre Anastasio.

—¿Escuchaste eso? —preguntó Carmen.

—Sí —respondí, sintiendo que la sangre se me helaba en las venas. Los ruidos provenían de la planta baja. Todos sabíamos que no podía tratarse de Giovanni, Adrien ni Tomás, quienes apenas estarían llegando al castillo.

—Nuestros enemigos están aquí —dijo el padre Anastasio persignándose. Empuñé mi pistola en una mano y escondí una de las agujas en la otra.

—¿Qué podemos hacer? —balbució Carmen.

—¡Echarle llave a la puerta! —murmuré.

El padre Anastasio abrió un frasco en el que tenía vino consagrado y se concentró en rezar. Yo escolté a Carmen hasta la puerta de la habitación. Carmen comenzó a empujar la madera de la puerta lentamente para que no crujiese.

—¡Date prisa! —le dije—. ¡No es cuestión de ser más silenciosos sino más rápidos!

Las manos de mi amiga temblaban mientras giraba la llave en la cerradura. Entonces la puerta se abrió de par en par, lanzando a Carmen contra mí y a mí contra la pared. El impacto hizo que se me cayese la aguja de la mano.

—¡Detente, Lucifer! —gritó el padre Anastasio, quien se había puesto de pie de un salto y elevaba su crucifijo hacia el intruso, que era nada más y nada menos que mi primo Gábor.

Gábor rio por lo bajo y tomó a Carmen por los cabellos, atrayéndola hacia sí.

—Sus sortilegios no funcionan conmigo, padre —dijo Gábor—. ¿Dónde está la cruz Patriarcal?

—¡Gábor Székely! —exclamé, temblando y apuntándolo con mi arma—. Suéltala ahora mismo o…

—¿O qué? —preguntó él, aferrando a Carmen con más fuerza.

Carmen enterró en el muslo de Gábor la aguja que se me había caído al suelo: había logrado recogerla justo cuando yo la había perdido.

Gábor soltó un grito de dolor y tuvo que dejar ir a Carmen para sacarse la gruesa aguja del muslo.

—¡Maldita! —gritó, al tiempo que Carmen corría a coger su pistola—. ¿Qué me has clavado?

—Una aguja bañada en extracto de Aconitum napellus —dije, antes que mis amigos pudiesen hablar.

—¿Veneno? —preguntó Gábor, quien se había puesto pálido del miedo.

—Sí. Morirás dentro de pocos minutos, miserable… —dije—. A menos que hables pronto. Yo tengo el antídoto.

Gábor Székely se había dejado caer hasta el suelo, temblando del miedo.

—Tal vez yo pueda acortar su sufrimiento… —dijo Carmen, apuntándole en la sien con su pistola.

—¿Qué queréis saber? —preguntó Gábor, enrojeciendo, retorciéndose y abriendo los ojos desmedidamente como si en realidad estuviese envenenado.

Cerré la puerta rápidamente detrás de él y le pregunté:

—¿Con quién has venido?

—¡He venido solo! —exclamó él.

—Los segundos pasan y el veneno corre por tus venas, Székely —dijo Carmen, con la voz temblorosa de rabia—. Quienquiera que haya venido contigo no podrá salvarte.

Unos pasos resonaron en el corredor.

—¡Goldberg! —gritó Gábor—. ¡Me han envenenado! ¡Vaya por refuerzos pronto!

Era muy improbable que Gábor estuviese tratando de tendernos una trampa. Tomé otra de las agujas ungidas con vino consagrado en caso de que hubiera vampyr, y abrí la puerta. Goldberg ya corría escaleras abajo, pero le di alcance en unos pocos instantes.

—¡Deténgase, galeno de los infiernos! —grité, apuntándole con la pistola. Goldberg llevaba en sus brazos la falsa cruz Patriarcal. Sus ojillos malévolos me miraron desde la oscuridad y una sonrisa se curvó en sus labios.

—Si dispara, nunca volverá a ver a Almos vivo —murmuró.

La mención del nombre de Adrien por parte Goldberg me estremeció.

—Si Erzsébet tiene a Adrien, nada me daría más placer que quitarle a usted la vida —dije, temblando.

—Usted no sería capaz de disparar el arma… —dijo Goldberg.

—No me provoque, Goldberg —dije—. Tengo motivos de sobra para hacerlo, y le aseguro que no sentiría ningún remordimiento. No se atreva siquiera a respirar.

En ese momento un disparo proveniente de la biblioteca me sobresaltó, haciendo que mi propia arma se disparase contra Goldberg.

Los gritos de Carmen y el padre Anastasio llegaron hasta donde estaba al tiempo que Goldberg caía rodando escaleras abajo. Corrí tras el galeno para ver en qué estado se hallaba y pude comprobar que la bala sólo lo había alcanzado en el hombro.

—¡Maldita sea! —murmuraba Goldberg entre dientes.

—¡Carmen! ¡Padre Anastasio! —grité—. ¿Están bien?

Fue el padre Anastasio quien bajó las escaleras para encontrarse conmigo.

—Gábor Székely ha muerto —dijo trémulamente—. Intentó quitarle el arma a Carmen y ella no tuvo más remedio que disparar.

No quería ni imaginar el estado de conmoción de mi amiga.

—Tenemos que encerrar a este hombre, padre —dije, aún apuntando a Goldberg.

El padre Anastasio demostró tener gran fuerza física, pues entre él y yo arrastramos a Goldberg hasta la cava. Carmen nos había alcanzado y nos seguía como una autómata.

Tuve que quitarle el arma de entre las manos cuando dejamos al galeno sobre el suelo de la bodega. Goldberg no hacía más que maldecirnos cada vez que tenía algún momento de lucidez.

—¿Dónde está Erzsébet? —le preguntaba yo repetidamente, pero él blanqueaba sus ojos y decía que su ama lo vengaría.

Goldberg estaba perdiendo mucha sangre, así que el padre Anastasio le hizo un firme torniquete alrededor del hombro valiéndose de un pedazo de tela y un palo.

—Debe haber inventado lo de Almos a manera de amenaza —dijo el padre. Entonces el galeno perdió el conocimiento.

—Voy a amordazarlo —anuncié—. No voy a arriesgarme a que escape. Y, si en verdad Adrien está en manos de nuestros enemigos, será una jauría de lobos hambrientos la que se encargue de hacer justicia con este espantoso hombre.

Lágrimas de odio se deslizaban por mis mejillas al pensar en todo el daño que Goldberg les había ocasionado a mis amigos… pero, muchísimo más aún, de sólo pensar en la posibilidad de que Adrien hubiese caído presa de Ujvary y la condesa. Carmen estaba blanca como un papel.

—Lo he matado —decía—. Lo he matado.

—Si no lo hubieras hecho, él lo habría hecho contigo o con cualquiera de nosotros, Carmen. Gábor Székely no merece una sola de tus lágrimas —dije, enjugándome los ojos.

—Ese hombre era un aliado del demonio, hija —le dijo el padre Anastasio—. Hiciste lo que tenías que hacer; no sufras.

Después de encerrar a Goldberg en la cava y retornar la falsa cruz Patriarcal a la capilla en caso de que alguien más regresase, quise asegurarme de que Gábor hubiese muerto.

—Déjame hacerlo a mí, hija —dijo el padre Anastasio—. Estoy acostumbrado a la muerte y no me afectará.

Carmen y yo lo esperamos en el pasillo mientras él acomodaba el cuerpo de Gábor.

—Deberíamos meterlo a la bodega junto con Goldberg —dije.

—¿No sería mejor que esperásemos a que Tomás y los chicos regresen y lo muevan? —sugirió el padre Anastasio.

—No confío en que no reviva, padre… —dije—. Prefiero que su cuerpo esté bajo llave.

A pesar de que Gábor era mucho más pesado que Goldberg, el horror de tener que mirarlo hizo que lo llevásemos rápidamente a donde estaba el galeno. Goldberg despertó cuando abrimos de nuevo la puerta, pero como le había puesto una mordaza alrededor de la boca no pudo decir nada.

—Imagino que así es como trata a sus pacientes —dije—. Le hará bien sentirlo en carne propia… y esté seguro de que lo peor aún no le ha llegado, Goldberg.

Carmen, el padre Anastasio y yo nos reunimos en el salón con todas nuestras armas, rezando y esperando a que Adrien, Giovanni y Tomás Bakócz regresaran. Pasadas un par de horas, escuchamos los cascos de unos caballos acercándose a la entrada principal y mi corazón latió aceleradamente.

—¡Son ellos! —dijo Carmen.

—Dios lo quiera así —dije, y todos corrimos a la ventana. Cuando el portón se abrió y reconocí el rostro de Tomás, sentí tanto alivio que pensé que iba a desfallecer, pero este sentimiento inicial fue inmediatamente sucedido por uno de pánico: Adrien no estaba con ellos.

Carmen lloraba y obligaba a Giovanni a desmontar de su caballo; la cabeza me daba vueltas y sólo podía ver la sangre que cubría las camisas de los recién llegados.

—¿Dónde está Adrien? —me escuchaba a mí misma gritar a unos y otros.

—¡Cálmese, Martina! —decía Tomás Bakócz, sujetándome con fuerza—. Adrien está vivo, pero le hemos perdido el rastro. Ha ido tras la condesa.

—¿Habéis sido atacados, hijos? —preguntó el padre Anastasio.

—No, padre, gracias a Dios —dijo Giovanni, quien también estaba ostensiblemente agitado. La sangre que nos cubre es la de Johannes Ujvary.

—¿Por qué habéis regresado sin Adrien? —grité—. ¿Dónde lo habéis perdido?

—¡Teníamos que volver a casa en caso de que la condesa hubiese decidido venir aquí, Martina! —dijo Tomás Bakócz—. ¡Hemos buscado a Adrien largo tiempo, pero su caballo ya no estaba con los nuestros cuando salimos del castillo!

—Sin embargo, escuché su grito avisándonos que iba tras Erzsébet Báthory —dijo Giovanni—. Él tiene la cruz Patriarcal y, por lo tanto, es quien menos peligro corre.

—Ujvary ha muerto de la manera más espantosa… —dijo Tomás, aflojándose el cuello de la camisa—. Ahora está en el infierno con Darvulia y, si la fortuna nos sonríe, con la condesa… Es posible que Adrien se presente aquí en cualquier momento.

—¡Adrien! —lloré—. ¡Dios mío, Adrien! ¡Presentía que no volvería a verlo cuando nos despedimos! ¡No comprendo por qué habéis regresado sin él!

No quería infligir culpa a Giovanni o Tomás y, sin embargo, no tenía la capacidad de escuchar sus razones.

—No habríamos hecho más que descuidaros a vosotras si hubiésemos decidido vagar por los bosques en busca de Almos —dijo Giovanni—. Además, él mismo no nos lo habría perdonado: si Erzsébet ya no estaba en el castillo, y estamos convencidos de que no lo estaba, pues la buscamos en cada rincón antes de partir, lo más seguro era que hubiese venido aquí.

—¿Aquí? —pregunté—. ¿Para qué? Ya sabe que Adrien tiene la cruz, ¿no es así?

—Precisamente —dijo Tomás. Este lugar ya no representa ninguna amenaza para ella. Nosotros no tenemos armas suficientemente poderosas para darle muerte. En cambio, si Erzsébet se hiciese con una de ustedes dos, en especial con usted, Martina, Adrien se vería obligado a rendirse.

Sabía que las palabras de Tomás tenían sentido, pero temía demasiado por el devenir de Adrien y no podía parar de llorar.

—Vamos, hija, no acuses a estos valientes caballeros injustamente en tu corazón; que no lo merecen —dijo el padre Anastasio. Han tomado la decisión más prudente al venir aquí y, además, acaban de arriesgar sus vidas adentrándose en el castillo para dar muerte a Ujvary.

—Perdonadme —dije, refugiándome en los brazos de Carmen—. No soy dueña de mí misma en estos momentos.

—Por favor, Martina, no se abrume usted con otra inquietud —dijo Tomás. Dios sabe que la entendemos perfectamente bien, ¿verdad, Rossi?

—Por supuesto que sí —dijo Giovanni, apretándome las manos—. He estado a punto de morir de miedo de solo pensar que la condesa hubiese podido llegar aquí antes que nosotros.

—Entremos a la casa —dijo Tomás—. Vigilaremos la entrada desde allí.

A pesar de que insistí para que nos quedásemos afuera en caso de que Adrien volviese, mis acompañantes me obligaron a entrar. Tomás y Giovanni revisaron la bodega donde estaban Goldberg y el cadáver de Gábor y luego fueron a lavarse. El padre Anastasio rezaba sin parar. Yo no me despegaba de la ventana y Carmen no se despegaba de mí.

—Ya regresará, Martina —decía mi amiga—. Ten fe en Dios.

—Mi fe se debilita cuando de Adrien se trata, Carmen —murmuré.

—Lo amas mucho dijo, bajando la mirada, pues sentía mi tristeza como si fuese suya.

Cuando Tomás y Giovanni subieron, les pregunté si nuestros enemigos habían mencionado a János o a Vivéka en algún momento.

—No —dijo Giovanni—. Pero no es que hayamos conversado, precisamente.

Cuando llegamos al castillo nuestros enemigos estaban buscando a Darvulia y logramos darle muerte a Ujvary gracias a que lo tomamos por sorpresa en una de las habitaciones. Almos lo golpeó en la cabeza con tanta fuerza que Ujvary perdió el equilibrio y, una vez en el suelo, Almos lo atravesó con la cruz Patriarcal. La condesa se dio cuenta de lo que ocurría y huyó con Almos pisándole los talones, mientras ese horrible vampyr entregaba su alma a Lucifer, sacudiéndose y lanzando su sangre maldita en todas las direcciones a través de la herida que la cruz había dejado en su corazón. Luego, cuando hubo expirado, Tomás y yo metimos su cadáver en la misma celda en la que estaban los cuerpos de Darvulia y el otro Székely. Lo más impactante fue ver el cuerpo de Anna… Lucía como un cadáver de más de doscientos años, con la piel colgándole de los huesos y el pelo blanco extendiéndose sobre el suelo de piedra, en lugar de la cabellera rubia que hasta hace tan poco la había caracterizado.

—Cuando Giovanni mencionó que había estado comprometido con esa antigüedad no pude menos que felicitarlo por haber cambiado de opinión —dijo Tomás, en lo que adiviné era un esfuerzo por bromear para tranquilizarme un poco.

Había amanecido y aún no había rastros de Adrien.

—Necesitaremos tomar turnos para dormir —dijo Tomás—. Carmen, Giovanni, ¿por qué no se retiran a su habitación? Yo me quedaré aquí con Martina esperando el regreso de Adrien… El padre Anastasio ya se ha dormido, como pueden ver.

El pobre padre Anastasio dio un respingo y dijo:

—¿Dormido? ¿Yo? ¡Jamás!

—Vaya a descansar, padre —dije—. Tomás me acompañará.

Carmen, Giovanni y el padre Anastasio ni siquiera habían tenido tiempo de reponerse de su largo viaje y al fin aceptaron irse a dormir, aunque a regañadientes.

—El galeno parece estar bien —me dijo Tomás, quien tenía ciertos conocimientos de medicina—. Su herida es bastante superficial y se repondrá en poco tiempo.

—Es una lástima… —dije—. Es tan malvado como los vampyr. Por otra parte, me alegra saber que podrán ser János y Vivéka quienes decidan qué hacer con él. Es a ellos a quienes más ha dañado Goldberg.

‡ ‡ ‡

La mañana estaba gris y la lluvia caía sobre los árboles que rodeaban la propiedad de Tomás Bakócz. Apenas había pasado una hora, pero cada minuto que transcurría era un siglo para mí, y mi desesperación era tan grande que no me importaba enfrentarme a la condesa con tal de ver a Adrien.

—Voy a ir en busca de él —anuncié.

—¡No! —exclamó Tomás—. Ni lo piense. No le permitiré dejar esta casa. Adrien no debe tardar en llegar, y si usted no está aquí será mucho peor para todos.

—Venga conmigo entonces, Tomás —dije—. No soporto más esta angustia. Si no lo hallamos, regresaremos antes del anochecer.

—Estoy demasiado cansado, Martina. No podría cabalgar en este estado. De hecho, estoy convencido de que usted tampoco podría resistir tanto tiempo, puesto que no ha dormido en toda la noche —replicó Tomás.

—Se equivoca, Tomás. No podré dormir o descansar hasta que no sepa qué ha sido de Adrien —dije.

—Espere entonces a que Giovanni despierte. Para entonces, habré dormido algunas horas y él y yo iremos por Adrien —dijo Tomás.

—Vaya entonces a su habitación, Tomás. Yo estaré aquí, vigilando la entrada hasta que ustedes estén listos para partir de nuevo.

—Me parece razonable —dijo él—. Deseo, sin embargo, que me dé su palabra de que no saldrá de la propiedad hasta entonces.

Me fue difícil, pero al fin accedí:

—Le doy mi palabra dije.

—Si Adrien no se ha presentado aquí en un par de horas, mande a que ensillen mi caballo y el de Rossi.

Tomás Bakócz se fue entonces a descansar y yo me quedé mirando las nubes que amenazaban con convertirse en una gran tormenta. Apoyé mis manos contra la ventana y dejé escapar una honda exhalación de pesar. El desasosiego que sentía no me permitía llorar más, y tuve que hacer uso de todas mis fuerzas para convencerme de que debía cumplir con mi palabra de no salir de la casa. No pude evitar golpear con mi puño el grueso cristal a modo de desahogo.