TOMÁS BAKÓCZ
Mi tía Verónika estaba acariciándome la cabeza.
—Tu árbol y yo estamos bien y felices, niña mía. Tú también estás bien. No ha sido nada, en realidad. Es una fortuna. Abre los ojos.
Mis ojos, según había creído, estaban abiertos.
—No —respondió mi tía sin que yo hubiese hablado—. Ábrelos de verdad. Despierta.
Me encontré en un lugar iluminado. La garganta me dolía y también todos los músculos del cuerpo.
—¡Gracias a Dios…! —escuché que decía la voz de Adrien.
—¿Adrien? —llamé, aunque me era muy dificultoso hablar.
—Aquí estoy —dijo—. Todo está bien. Me costó enfocar la vista.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Estamos en el poblado de Csejthe. En casa de un familiar.
Había olvidado que Adrien tenía un pariente en el pueblo de Csejthe.
—No te preocupes, Martina. Estás a salvo ahora.
—¿Dónde está el cofre? —pregunté.
—La cruz Patriarcal ha sido restablecida a su forma original. Le he dado muerte a Darvulia —dijo él.
—¿István? —inquirí, comenzando a despertar realmente.
—Cuando regresé al castillo para darle muerte a Darvulia me encontré con que tu primo István le había servido de alimento durante la noche.
—¡Regresaste solo! —exclamé, intentando incorporarme.
—Regresé con Tomás.
Mis ojos apenas se adaptaban a la luz de la habitación en la que me encontraba. Otra persona estaba con nosotros. Era un hombre alto y de fuerte contextura, de cabellos oscuros y ondulados. Una pequeña barba le cubría el rostro.
—Soy Tomás Bakócz —dijo el hombre—, y es un placer tenerla en mi casa, señorita Székely. He estado buscándolos a usted y a mi primo Adrien durante muchos años.
Adrien puso su mano sobre la mía y, apretándola con suavidad, dijo:
—Tenemos muchas cosas que contarte, Martina… Sin embargo, no quiero que te esfuerces demasiado.
—¿Desea beber agua, Martina? —preguntó Tomás Bakócz.
—No, gracias —dije, intentando sonreír.
De repente me sentí muy mareada de nuevo y mis ojos comenzaron a cerrarse a pesar de mí.
—Descansa, Martina —dijo Adrien—. Descansa.
Volví a caer en un profundo sueño del que no volví a despertar en muchas horas.
Cuando abrí los ojos de nuevo, Adrien estaba exactamente en el mismo lugar en que lo había visto por última vez. No hablé, sólo me quedé contemplando sus profundos ojos grises. Adrien no había soltado mi mano ni un instante, lo sabía. La luz de un candelabro iluminaba ahora la habitación. Había caído la noche.
—Creí que iba a perderte —dijo Adrien, tragando en seco—. Dios, nunca he estado tan asustado en toda mi vida… Los malditos venían siguiéndonos desde que entramos al castillo. Has sido muy valiente, Martina, demasiado. Nos salvaste a ambos. Apenas si podía coordinar mis acciones y pensamientos cuando te saqué de ese horrible lugar; tan aterrado estaba. El destino ha querido que Tomás nos encontrase cuando iba en su coche camino del pueblo y yo te llevaba en brazos, desesperado. El destino, Martina… Gracias a los cielos. Tomás ha rezado conmigo incontables horas para que volvieras en ti. Es un gran hombre. Aunque mi padre había mencionado que teníamos un pariente en Csejthe, no me habría atrevido a buscarlo. Ni siquiera sabía si en verdad vivía aquí… Algo maravilloso ha ocurrido a raíz de este fortuito encuentro. Creo que pronto podremos liberarnos de nuestros enemigos para siempre. Lo único que me duele es no haber podido matar a István Székely con mis propias manos… Darvulia lo dejó seco, y confieso que muy a mi pesar le prendí fuego. Hubiese deseado que quedase vagando como alma en pena por toda la eternidad. Tu primo está ahora en el infierno, donde pertenece. Y la cruz Patriarcal… espera a que estés frente a ella. En cuanto atravesé el corazón de Darvulia con su punta inferior, mis deseos de beber sangre disminuyeron considerablemente. La muerte de esa maldita vampyr me ha devuelto algo de mi vida humana. Puedo sentirlo en mi alma, Martina.
Tomás Bakócz hizo que una chica me llevase un plato de sopa que tomé con gran dificultad. Tenía un grueso vendaje alrededor del cuello cubriendo la herida que István me había hecho.
Quiero que vayamos a Irlanda a ver a William en cuanto estés mejor —dijo Adrien—. Estoy seguro de que debe tener buenas medicinas homeopáticas para tu recuperación total.
Yo acepté encantada. Quería conocer a William y ver con mis propios ojos las tierras donde Adrien había crecido.
—Quisiera escribirle a Carmen, Adrien —le dije, aunque pronunciar cada palabra me producía mucho dolor—. Presiento que necesitaremos de su ayuda y de la de Giovanni para exterminar a Erzsébet y a Ujvary.
El señor Bakócz me dio una pluma, tinta y papel. Apoyándome en una bandeja de cama, escribí a mi amiga en nuestro antiguo lenguaje secreto contándole los sucesos de los últimos tiempos, y pidiéndole que me contestase de inmediato a casa del señor Bakócz.
Nuestro anfitrión era un hombre viudo de unos cincuenta años de edad. No se parecía a Adrien físicamente, pero si tenía una presencia imponente y una personalidad cálida. Su hermosa casa estaba rodeada de espaciosos jardines surcados por un pequeño riachuelo, según pude apreciar más adelante.
—Soy descendiente de Matilde Almos —dijo Tomás Bakócz—, y Adrien es descendiente de Francisco Almos, ambos hijos de Andras Almos, quien era, a su vez, nieto de Laszló Almos. Cada rama de la familia guardó un libro de la crónica de la vida de Erzsébet Báthory y estos fueron pasados de generación en generación hasta llegar a nosotros. La familia de Adrien guardó el manuscrito de Laszló, pero los descendientes de Matilde guardaron el libro original, contrariamente a lo que se pensaba. Aunque algunas subdivisiones de la familia se esparcieron por Europa posteriormente, el hijo de Matilde, Nicolás Bakócz, también regresó a la tierra de sus ancestros unos veinte años después que su tío Francisco lo hubiese hecho. No sin antes tener que vencer varios obstáculos políticos, Nicolás Bakócz hizo uso de su herencia para adquirir el castillo de Csejthe y dedicarse a estudiar la vida de la condesa que había asesinado a tantas personas, entre quienes muy posiblemente se contaba su propio abuelo, el desaparecido Andras Almos. Fue Nicolás quien logró situar los tres campamentos de gitanos que custodiaban los ya entonces divididos cofres. Después de hacer instalar la pesada puerta Székely en la que había sido la celda de la malvada condesa en el castillo de Csejthe, convenció a los gitanos de que lo más prudente sería buscarles nuevos escondites a los cofres para confundir a los vampyr, quienes ya estaban tras las huellas de los gitanos. Cada cofre sería llevado a una propiedad diferente bajo la custodia de sus hombres de mayor confianza. Deseando liberarse de la constante amenaza de los vampyr, los gitanos accedieron a entregarle los tres cofres de plata a Nicolás Bakócz cuando él se hizo su hermano de sangre. El buen Nicolás, en alianza con tres monjes, viajó extensamente por Europa en busca de seres dignos de guardar los cofres hasta que el momento de reunirlos de nuevo fuese anunciado por Dios. Finalmente, uno de ellos permaneció en la celda del castillo de Csejthe, otro fue dejado en manos de un rico mercante Rossi, y el último fue entregado a un noble húngaro perteneciente a la familia Kamény. Los gitanos continuarían siendo los guardianes de las llaves, las únicas capaces de abrir los sagrados cofres, como garantía de que su precioso contenido no pudiese ser tocado jamás por manos indignas o por el enemigo. Los nuevos custodios de los cofres debían estar atentos a las señales divinas que les indicasen a quiénes legar el cuidado de los cofres en caso de que sintiesen próximo su momento de partir a mejor vida. Todo esto lo transmitió Nicolás Bakócz a sus descendientes, pidiéndoles que se lo comunicaran, a su vez, a los suyos, y advirtiéndoles que por ningún motivo dejasen testimonio de tan importante asunto por escrito, no fuese que los vampyr descubriesen el paradero de los cofres. Después de ello, Nicolás decidió que no quería que sus descendientes heredasen el castillo de Csejthe y se lo dejó a un pariente lejano de su esposa antes de morir.
»Toda esta historia me la refirió mi propio padre cuando yo tenía diecisiete años de edad, al hacerme entrega de los títulos de esta casa así como del libro que los monjes habían escrito e ilustrado hacía más de dos siglos. Fue sólo después de haber yo enviudado, unos ocho años atrás, que comencé a tener espantosas pesadillas con la condesa Báthory. Nunca le había temido al castillo desierto que preside el pueblo desde la colina y nunca había tenido encuentros que pudiesen hacerme creer que los vampyr andaban tras de mí. En mis pesadillas, sin embargo, los veía alimentándose de la sangre de mis hijos y mis nietos y despertaba, sin excepción, escuchando una voz que me decía claramente: “La hora ha llegado. Los cofres deben ser reunidos. Encuentra a Adrien Almos». Ignoraba quién era Adrien Almos, pero sabía que debía tratarse de alguno de mis parientes lejanos, descendientes de Francisco Almos. Me tomó dos años encontrar las ruinas de la casa de los padres de Adrien en Irlanda… Fueron los campesinos de los alrededores quienes me dieron algún indicio de lo que les había ocurrido a mis familiares lejanos: no se había vuelto a ver a ninguno de los tres habitantes de la gran casa de la pradera desde un lamentable incendio, y sólo se habían hallado restos de dos cuerpos. El peón que trabajaba para la familia había huido del pueblo la noche anterior al incendio alegando que unos monstruos habían asesinado a su patrón. Pensé, pues, que era el joven Adrien quien debía haber sobrevivido, pues su nombre seguía siendo mencionado por aquella voz desconocida en mis sueños.
»Seguí buscando a Adrien durante años, al tiempo que intentaba localizar los tres cofres de plata de nuevo: intuía que una espantosa tragedia relacionada con los vampyr debía haber caído sobre mi joven pariente, y rezaba a Dios para que lo socorriese y me permitiese hallarlo. Sabía que uno de los cofres de plata debía estar aún en el castillo de Csejthe, pero ignoraba cuál era la clave para abrir la puerta que resguardaba la celda. Pensé que tal vez Nicolás Bakócz se la hubiese confiado al mismo noble a quien le había dejado el castillo. Me dediqué, pues, a buscar al actual propietario del castillo abandonado de mi pueblo hasta que mencionaron a una Martina Székely… En cuanto escuché su nombre, Martina, supe que tenía estrecha relación con el desaparecido joven Almos. Esto no podría explicárselo; fue uno de esos momentos en los que uno tiene la absoluta certeza de algo sin saber por qué la tiene. En vano traté de encontrar su residencia y en vano intenté hallar más pistas que me condujesen a Adrien…
»Cansado de viajar, decidí retornar a mi casa. Precisamente ayer que volvía a mi pueblo tomé el camino que se une con el del castillo.
»Cuando vi a Adrien con el rostro bañado en lágrimas al lado del bosque, llevándola a usted en brazos, lo reconocí como mi pariente perdido: había algo en la expresión de su rostro que me recordó a la de mi propio padre. No me malentienda usted; habría socorrido a cualquier persona que necesitara de mi ayuda, pero mi arrebato al ver a Adrien fue tal que por poco hago que mi pobre cochero perdiera el control cuando le pedí a gritos que se detuviera. Creo que también aumenté la turbación de Adrien con mi conducta cuando, saltando fuera del coche y llamándolo por su nombre a los alaridos, me presenté como su primo y prácticamente lo metí al coche a empellones. El pobre muchacho estaba tan fuera de sí por lo que le había ocurrido a usted que se había olvidado del cofre y a duras penas si comprendía lo que yo trataba de decirle. Mientras mi cochero nos conducía al pueblo a toda prisa, Adrien y yo logramos vendar su herida con un pañuelo y parar momentáneamente la hemorragia. ¡Mucho he tardado, pues, en encontrarlos, pero ha querido Dios que lo hiciese en momento muy oportuno! Los habitantes de este pueblo no suelen prestar a nadie su ayuda, y quién sabe si habrían podido proporcionarle a usted los cuidados que necesita en algún lugar aledaño: con el temor que todos tienen a los vampyr, dudo que alguien los hubiese socorrido… Le reitero, pues, Martina, cuán feliz estoy de tenerlos a ambos en mi hogar, que le suplico considere el suyo propio desde ahora.
Tomás Bakócz era, en verdad, un hombre maravilloso. Sus hijos ya se habían casado y habían partido a otras ciudades de Europa, y él estaba encantado de tener a Adrien allí.
—Permíteme ahijarte, Adrien —le dijo, sentándose a su lado junto al fuego—. Si tu padre viviese, tendría los mismos años que yo. Me harías muy feliz si, desde este momento, me consideraras tu padre.
—¿De veras quieres tener un hijo vampyr, Tomás? —le preguntó Adrien, sonriendo.
—Sólo si ese hijo fueras tú, Adrien —repuso él, sirviéndose un vaso de té—. Además, muy pronto dejarás de serlo.
—Estoy contando con ello —dijo Adrien.
Como aún me costaba bastante hablar, me limité a escuchar las reveladoras conversaciones que Adrien y el señor Bakócz sostenían en mi habitación. Tomás había traído el libro original de la historia de Erzsébet, y él y Adrien se dedicaban a estudiarlo con detenimiento.
—Efectivamente, este libro contiene varias páginas más que aquel que yo tenía, y parece que hubiesen sido agregadas en un momento posterior… tal vez por el mismo Nicolás Bakócz o alguno de los monjes que lo acompañaban —dijo Adrien.
—Al parecer Erzsébet recolectaba escrupulosamente la sangre de doncellas neófitas en una botella de cristal antes que estas fuesen entregadas a Ujvary… Una especie de juego macabro entre la condesa y su mayor aliado —dijo Tomás.
Recordé con pesadumbre la botella de cristal cuyo líquido Erzsébet había dado a Amalia de beber.
—Las jóvenes que elegían para convertir en sus esclavas vampyr eran solo iniciadas con la sangre de otras doncellas vampyr —dijo Tomás.
—Pues conmigo no tuvieron tal delicadeza —dijo Adrien en tono sarcástico.
—Tal vez sus costumbres hayan cambiado con los años… —repuso Tomás—. El caso es que ya eran bastante crueles en vida como para esperar algo diferente de su parte después que regresaran convertidos en vampyr gracias a su pacto con el demonio.
—¡Gracias a Dios que la condesa no ha logrado apoderarse de este libro también! —dijo Adrien.
—Carmen y yo le quitamos el otro libro, Adrien —murmuré yo.
—¿Cómo dices? ¿Lo tienes? ¿Dónde está? —me preguntó él, claramente entusiasmado.
—Se lo dimos al padre Anastasio —dije yo—. Aún debe tenerlo, de lo contrario me lo habría dicho. Lo hallamos en el baúl de Erzsébet…
Creo que fue la única de sus posesiones que no incineramos.
—Esto es maravilloso… —dijo Adrien—. No sabía que les hubiesen prendido fuego a sus posesiones.
—También arrojamos sus joyas al estanque de Sainte-Marie… —dije, sintiendo una ligera punzada en la garganta—. Fue una noche memorable.
—Quisiera tener los dos libros al frente para compararlos… —dijo Adrien—. Estoy casi seguro de que el otro no menciona el monasterio en Suiza.
—¿Cuál monasterio? —pregunté, asombrada.
—No sé qué tan descabellado te parezca esto, pero este libro menciona el monasterio de Saint-Bernard en Suiza, y yo estoy pensando que puede tratarse del mismo lugar que…
—¡Sainte-Marie-des-Bois! —murmuré.
—Exactamente —dijo Adrien.
—¿Qué dice el libro acerca del monasterio de Saint-Bernard? —pregunté.
—Eso es lo extraño —respondió Adrien—. No dice nada al respecto del monasterio. Tan sólo contiene una ilustración muy básica del lugar; te la enseñaré.
Adrien llevó el libro hasta la cama donde yo me encontraba recostada y lo puso en mis manos.
—Hela aquí —dijo.
Yo estaba segura de no haber visto tal ilustración en el otro libro. Esta contenía un esquema de dos edificios y sus bosques circundantes. Frente al edificio de la derecha había un punto específico marcado con una pequeña cruz Patriarcal.
—¿Qué crees que quiera decir esto? —preguntó Adrien.
—No lo sé pero, sin duda, el bosquejo me recuerda mucho a Sainte-Marie —dije—. Ignoro cuántos monasterios en Suiza puedan llevar el nombre de Saint-Bernard, pero estoy segura de que ese era el nombre de nuestro internado antes de haber sido convertido en una escuela para señoritas. Lo más curioso es que, de ser Sainte-Marie, el punto marcado con la cruz Patriarcal en la ilustración correspondería al lugar sobre el que se erguía mi árbol.
—¿Tu árbol? —preguntó Adrien con una mirada enternecida que me hizo sonrojar.
—Bueno, pues… —comencé a decir.
—No, Martina, por favor, no te retractes. Estoy seguro de que es, en efecto, tu árbol, y de que te ama tanto como tú lo amas a él… lo que, creo, me pone algo celoso —dijo, a manera de broma.
Tomás Bakócz nos dirigió una mirada divertida y yo sentí que mi rostro se teñía del rojo más intenso.
—Acabo de recordar que olvidé algo en la otra habitación —dijo Tomás, aclarándose la garganta—. Discúlpenme unos instantes; ya regreso.
Adrien estaba de pie junto a mi cama, mirándome de una forma que no pude descifrar.
—¿Sí? —pregunté, sintiéndome algo nerviosa.
Aunque una de las empleadas de Tomás Bakócz me había ayudado a asearme y me había peinado un poco, eso había sido hacía muchas horas. Llevaba puesta una bata que había pertenecido a una de las hijas del señor Bakócz y mi pelo estaba esparcido sobre la almohada.
Adrien caminó hacia la chimenea, dándome la espalda, y luego se dio la vuelta para mirarme.
—Nada —respondió. Estaba pensando que… eres hermosa.
—Dios, Adrien, en este momento sí que pareces un vampyr —dije, casi involuntariamente.
—Soy un vampyr —dijo Adrien, esbozando una misteriosa sonrisa. Estaba logrando recrear el mismo efecto que había tenido sobre mí la noche en que lo había visto frente a frente por primera vez. Esa mezcla de miedo y absoluta fascinación que sólo había experimentado en su presencia era algo que iba mucho más allá de toda mi lógica y razón. Nunca era más atrayente Adrien que en esos momentos, y tenía que admitirme a mí misma que me sentía tan magnetizada por su oscuridad como admirada por su luz.
—Levántate —dijo.
Había perdido la voluntad de nuevo. No sentía ningún dolor. Salí de la cama y me quedé de pie, mirando dentro de sus ojos que, en ese momento, tenían un color azul medianoche.
—Ven —dijo, sin moverse.
Yo caminé hasta donde él estaba sin sentir mis propios pasos, como si estuviese flotando sobre la alfombra. Adrien hizo que la corta distancia que había entre nosotros desapareciese en un segundo, apoderándose de mi cintura y enterrando su rostro en mí pelo, justo junto a la curva de mi nuca.
—Eres mía —decía—. Eres mía eternamente, sólo mía y para siempre.
Su esencia me intoxicaba como el más exquisito de los venenos. Si me hubiese quedado algo de voluntad, en ese momento habría terminado de desvanecerse. Adrien tenía poder absoluto sobre mí. Lo sentí correr mi cabellera a un lado y deshacer velozmente los vendajes que llevaba alrededor del cuello con una mano, sin dejar de sujetarme contra sí. Luego, halándome con suavidad de los cabellos hacia atrás, me hizo elevar el rostro hacia él.
—Mía —repitió, clavando su oscura mirada en la mía y acercándose cada vez más, y no sabía yo si hablaba el bien o el mal, pero no me importaba, era cierto. Adrien acarició el contorno de mi rostro con sus labios y pronto sentí su respiración en mi cuello, justo sobre mi herida. Su beso era tan dulce y cálido que mis escasas fuerzas cedieron y casi sentí que me desmayaba, pero Adrien sólo me estrechó con más fuerza. Cuando separó sus labios de mi cuello lo hizo sólo para besarme largamente en los labios, abrazándome y embebiéndome de su fuego.
—¡Jesús! ¿Qué haces, Adrien Amos? —escuché la voz de Tomás Bakócz prorrumpiendo en la habitación.
Adrien me sujetó contra su corazón, ocultándome entre sus brazos, y contestó:
—Estoy besando a la mujer que amo.
Adrien me alzó en brazos y, dos segundos después, sentí que me depositaba sobre la cama. Yo apenas comenzaba a salir del hechizo del que había caído presa. Al abrir los ojos, descubrí que Tomás Bakócz había corrido a ponerse junto al lecho y me miraba con ojos de lo que interpreté como espanto.
—¡Dios mío! —gritó Tomás, agitando sus manos y elevando los ojos.
—¿Cómo has podido hacer algo así?
—Supongo que hace parte de mi naturaleza —respondió Adrien sonriendo y encogiéndose de hombros, aunque me pareció notar que tenía una expresión de asombro, como si él mismo estuviese saliendo de un sueño.
Sentí que la sangre se me helaba en las venas.
—Santa María, madre de Dios… —comencé a decir, temblando.
No podía apartar mis ojos de Adrien, quien seguía sonriendo de forma tan descarada, como si hubiese hecho alguna travesura de la que en el fondo se enorgulleciera.
—¡No hay ninguna herida! —exclamó Tomás, sin dejar de mirarme.
—¿Cómo? —balbucí, sin comprender lo que ocurría, llevándome los dedos al cuello. No sólo no sentía dolor sino que la piel de mi cuello estaba perfectamente lisa.
—¡Este es un milagro! —gritó Tomás, inclinándose sobre mí—. ¡Ven, Adrien, acércate!
Adrien se sentó a mi lado y, elevándome el mentón con las puntas de los dedos, dijo alegremente, enseñándome su blanca dentadura:
—Perfecta… efectivamente, es un verdadero milagro.
Acto seguido, se puso de pie y se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas? —le pregunté, sin haber dejado aún de temblar.
—Creo que es hora de mi cena —dijo y, guiñándome un ojo, salió de la habitación. Me pareció escucharlo reír por lo bajo en tanto que se alejaba por el corredor.
—Asombroso… —no cesaba de decir Tomás Bakócz, sin dejar de mirar el lugar donde había estado mi herida.
Tenía que verificarlo con mis propios ojos. Me puse de pie y me dirigí al pequeño tocador que estaba situado en la esquina del dormitorio para verme en el espejo: no tenía ni un rasguño.
—Por un momento creí que… —dijo Tomás, cuya expresión de asombro parecía haberse quedado fija en su rostro.
—Lo entiendo —dije—. Yo igualmente.
Necesitaba hablar con Adrien y que me explicase lo que había ocurrido.
Salí de la habitación con Tomás Bakócz pisándome los talones y comencé a recorrer los pasillos de la casa como si supiese en dónde encontrar a Adrien. Al final llegué a una puerta arqueada que estaba entreabierta y la empujé gradualmente, adentrándome en la estancia.
Allí estaba Adrien, de rodillas sobre el suelo, orando frente a la cruz Patriarcal en la pequeña capilla de la casa. El impacto de la visión me empujó hacia atrás; tanto era el poder que emanaba de la cruz.
—Es magnífica, ¿verdad? —murmuró Tomás, contemplando el divino madero—. Acércate a ella. Recibe su gracia.