ENEMIGA MÍA

El sábado desperté con un escalofrió que me recorría el cuerpo. Me había quedado dormida con la ropa puesta mientras rezaba el doceavo rosario de la noche metida dentro de las cobijas sin retirar la mirada de la puerta. No había podido dejar de pensar en el incidente de las escaleras y al final no me había quitado el crucifijo, pues se me ocurría que debía haber sido precisamente este el que me había salvado tanto del demonio como de Susana.

Había llegado a la conclusión de que, al tratar de arrancármelo, el demonio se había herido, lo que explicaba la mágica desaparición de la sangre. Quizás el crucifijo había transmutado la sangre infernal y se había purificado solo… o al menos eso habría dicho el libro de alquimia de Carmen. Había pensado también que Susana quería acabar conmigo ella misma, y se había enfurecido con el demonio por quitarle su presa. Tal vez el demonio la había tocado, haciéndola gemir de dolor. Pero a la luz de estas simples explicaciones, tres grandes incógnitas quedaban sin resolver. La primera: ¿Cómo era que el contacto con el demonio no me había hecho daño a mí? La segunda: ¿Por qué me había dejado libre el espanto cuando Susana se había marchado? La tercera: ¿Qué diablos era Susana Strossner? De las tres preguntas, la última era la que más me atormentaba. Todos saben de sobra que en la noche del 31 de octubre sale de los infiernos un sinfín de espíritus malignos y que los muertos se levantan de sus tumbas. Por lo tanto, no era de extrañarse que un espanto me hubiera salido al encuentro estando sola con semejante oscuridad… pero Susana no era un espanto, no señor. A ella la habíamos visto todas. Susana Strossner no era una aparición momentánea y tampoco era una chica común. Había gente muy sensible a los olores, gente con un oído muy aguzado y gente que veía con especial nitidez desde muy lejos pero ¿ver perfectamente bien en la más insondable oscuridad? ¿Y qué decir de la habilidad de desaparecer cosas? Además, Susana había dado muestras de ser bestialmente impúdica, y también comía pajarillos ¿Quién comía pájaros vivos, por Dios? ¡Nadie, nadie, nadie en el mundo! Susana era muy mala, esto lo sabía yo con todo mi ser y lo habría sabido aunque sus actos fuesen los de una persona normal. Es más, ahora estaba segura de que lo había notado en el primer instante en que la vi. ¿Era Susana humana? Lo parecía, y sin embargo.

Me incorpore de la cama para abrir la cortina y me estire. Estaba bastante adolorida. Me revise las rodilla y descubrí que las tenía amoratadas. Vaya caída estúpida. Note al mirar hacia la puerta que había un diminuto sobre asomándose justo por debajo del marco. Me apresure a recogerlo y lo observe antes de abrirlo. Estaba sellado con será escarlata sobre la que se apreciaba un emblema especial: una cruz que consistía en una línea vertical cruzada por dos líneas horizontales en la porción superior de la vertical. De las líneas horizontales, la inferior era un poco más larga que la superior en ambos extremos. En la cruz se enredaban varias flores de lis. Me dio una buena sensación. La cruz me era bastante familiar, pues era una símbolo ampliamente utilizado por la nobleza magyar y la había visto por todas partes cuando vivía en Pest. Hacia parte del escudo, la corona y las armas reales desde tiempos remotos, y mi tía Verónika me había contado que ya aparecía en las monedas en el siglo XII. Lo que me parecía extraño era verla en el sello de un sobre y no en alguna lámina o en los calados de la túnica de algún obispo. ¿Quién me escribía?

Fui a mi escritorio y tome mi cortapapeles para abrir el sobre por uno de sus lados son arruinar el sello. Ni sabía por qué, pero quería conservarlo intacto. De el saque un papel fino que despedía un sutil aroma a lavanda. Decía:

No se quite el crucifijo. La sangre que lo ungió lo ha convertido en una protección más poderosa contra su enemiga.

Me senté sobre la cama y lo releí varias veces. ¿Quién lo habría escrito? No estaba firmado. No había iníciales. Tampoco tenía fecha. ¿Quién tendría conocimiento del incidente de crucifijo? No eran ni la letra de Carmen ni su sello, y ella me escribía siempre en nuestro lenguaje secreto. La idea de que fuese la señorita Krumlauf era impensable. Marie jamás sellaba sus cartas y ni siquiera utilizaba sobres. Además, conocía bien su escritura y distaba mucho de parecerse a la que tenía frente a mí. La única persona que fuera de Carmen y Marie que sabía de Susana y yo éramos enemigas y que podía haber estado al tanto del incidente de la noche anterior era, precisamente, Susana.

Todas las alumnas y maestras de Sainte-Marie sabían que yo llevaba siempre el crucifijo colgado por fuera del vestido. Ese no era ningún secreto y, por tanto, no hacía parte del misterio de la nota. Pero ¿Quién podía saber que había quedado ensangrentado la noche anterior? La única de mis compañeras que había estado en las escaleras era Susana. ¿Habría escrito Susana la carta? A menos que estuviese jugando a confundirme, no tenía sentido que se refiriese a sí misma como su enemiga ni que me diese consejos. Aun así, no podía descartar la posibilidad de que ella fuese la autora de la nota. Después de todo, ya me había dejado una al lado del pupitre el día anterior y tampoco la había firmado. Trate de recordar la letra de la nota anterior, pero no podía hacerlo con exactitud. ¡Si tan solo la hubiese tenido! Luego pensé en las extrañas palabra de Susana al respecto de la desaparición de aquella nota. No me gusta dejar lo que me pertenece por ahí, había dicho. ¿Querría esto decir que, de ser ella la autora de la nota que venían en tan singular sobrecito, la haría desaparecer también? No, algo me decía que otra persona me la había dejado. Tenía una caligrafía indefinible que me hacía sentir bien. Además, su presentación era hermosa, demasiado como para ser una nota de Susana, quien cada vez daba una impresión más salvaje. Era como si fuese una bestia que tuviera que adoptar un papel humano entre los demás. Me quede un rato admirando el bonito sello.

Me pregunte, si lo que decía era alguna forma de cierto, como el hecho que hubiese estado ungido de sangre me protegería de Susana. Si Susana era, en realidad, peligrosa, ¿quién más tenía conocimiento de ello? ¿Quién, fuera de Carmen y Marie, compartían mi enemistad con Susana? Me pregunte a quien pertenecía la sangre. Al menos sabía que no era la mía. ¿Por qué se había hecho invisible? ¿Sería posible que el crucifijo hubiese sangrado, como lo hacían algunos iconos religiosos en ocasiones? ¿Habríamos presenciado un milagro? ¿Quién, fuera de la señorita Krumlauf, podría saberlo? Nunca había tenido tantos interrogantes como esa gris mañana. ¡Cuántas cosas raras habían pasado en el transcurso de un solo día! ¡Cuánto miedo había tenido! Lo peor era que no temía solo por mí, sino por mis dos más queridas amigas. Sin embargo, el pequeño sobre me habría proporcionado cierta calma.

A la luz del día el crucifijo se veía tan limpio como a la luz de la lámpara de la señorita Krumlauf. Habría pensado en la posibilidad de que Carmen y yo hubiésemos visto lo que no era como producto del terror, pero la nota corroboraba lo que habíamos visto. Tuve que agradecerle a los cielos que Marie hubiese sido testigo de las rarezas de Susana, pues de lo contrario habría llegado a creer que me había vuelto loca (posibilidad que no descartaba aún). Si lo estaba, al menos el autor de la pequeña nota también lo estaba… y era mucho más reconfortante sentirme acompañada en mis desvaríos.

Acerque mi silla a la ventana y me senté a contemplar el lúgubre paisaje que se extendía ante mis ojos. Espere no ver a Susana paseándose por los jardines de Sainte-Marie. No quería otra de sus visitas. ¿Cómo podía alguien enfadarse porque otro lo viese desde su ventana? Y, aunque así fuese, ¿por qué confrontarme por semejante tontería? ¿Iba a amenazar a cada persona de Sainte-Marie que la observase de lejos? Podía apostar que había algo más que eso entre los motivos de si visita a mi habitación. Se me ocurrió que tal vez era Susana la que había visto algo en mi desde allá abajo, algo que la hiciera detestarme con todas sus fuerzas. De lo contrario, ¿por qué tomarse la molestia de escribirme una nota de advertencia y de venir personalmente a darme un susto y un regaño? Susana deseaba intimidarme. ¡Vaya momento que había escogido para salirme al encuentro la noche anterior! ¡Y en qué lugar! Podría haberme abordado en el salón cuando estábamos todas reunidas pero había preferido hacerlo a su modo, como el demonio que era. ¿De qué le serbia comportarse conmigo de semejante forma si pretendía pasar desapercibida? Lo único que había logrado era que no pudiese dejar de pensar en ella un segundo… y estaba segura de que ella lo sabía muy bien. Cuando más adentrada estaba en mis pensamientos, escuche la llave girar desde afuera. Me levante de un brinco, asiendo el crucifijo y elevándolo con el brazo extendido por si trataba de Susana.

—¿Quién está ahí? —pregunté.

—¡Soy yo, Marie!

Suspire con alivio mientras Marie entraba sosteniendo una bandeja con mi desayuno.

—La señorita Krumlauf me explico que la señorita Carmen y usted están castigadas y me envió a traerles el desayuno —dijo sonriendo, al tiempo que ponía la bandeja sobre la mesa de noche. La abrace.

—¡Qué alegría que te haya enviado a ti! ¿Has visto ya a Carmen?

—Sí, ¡claro que la he visto! Vengo de su habitación, de hecho, —y agrego, bajando la voz—: ¡Ya me contó todo! ¡Qué terrorífico!

—Lo es, Marie, lo es. ¿Tienes tiempo de conversar? —pregunté.

—La verdad, me tarde demasiado poniéndome al tanto de los asuntos en la habitación de la señorita Carmen y creo que debería marcharme antes que la señorita Krumlauf sospeche algo. Pero si le contare una cosa: he visto a la señorita Susana esta mañana muy temprano. ¿Recuerda usted que se supone que está muy enferma y por lo tanto debe tomar sus alimentos en cama?

Yo asentí con rapidez, instándola a que continuase.

—Pues bien —prosiguió—, le lleve su bandeja y, en cuanto vio los alimentos. Hizo una mueca de repulsión tal que procuré no acercárselos demasiado. ¡Con lo buena que estaba la comida! Deje la bandeja sobre la mesa en el otro extremo de la habitación para que no me reprendiese y solo entonces se dignó a hablarme. Me pidió gasa, presumo que para cubrirse una pequeña marca que tiene en la frente. ¡Parece una quemadura! Se la cubrió con la mano en cuanto entre pero yo alcance a verla. A la hora de la merienda volveré. Piense en esto que le he dicho. Ah, y si quiere enviarle alguna nota a la señorita Carmen conmigo, téngala lista para el mediodía.

—¡Gracias, Marie! Oye, antes que lo olvide —me dirigí al escritorio y tome el sobrecito que había recibido, enseñándoselo—: ¿Has dejado tu esto debajo de mi puerta?

—No, no he sido yo. ¡Vaya! ¡Esto sí que está bueno! —exclamo, leyendo la nota.

—Cuéntale a Carmen que la he recibido y pregúntale si me la ha enviado ella por medio de Amalia, ¿podrías?

—La señorita Krumlauf ha transferido a la señorita Amalia a otra habitación el fin de semana para que la señorita Carmen no tenga con quien conversar durante su castigo.

—Es decir ni tú ni Carmen me la han enviado… bueno, ya lo suponía. Querida Marie, ¡gracias por todo lo que haces por nosotras! Por favor, cuídate mucho. Y note desprendas de tu crucifijo —le pedí.

—No se preocupe, señorita Martina. La veré más tarde y le contare que hay de nuevo allá fuera, ¿le parece?

—¡Perfecto!

Marie se fue y yo me senté a desayunar. Me había traído pan, un huevo duro, mermelada de moras, queso de cabra y té caliente. Yo estaba famélica y comí con ganas. Pensé que, a pesar de mis suplicas, tal vez Marie nunca iba a tutearme. En cierta forma ya me había rendido, aunque conservaba la esperanza de que se desprendiese la idea que me debía alguna consideración especial fuera de su amistad. Había notado que tenía puesta su falda de los fines de semana y recordé que solía ir a la granja vecina a traer queso, leche y mantequilla los sábados. Allí, trabajaba su Juanito, como ella lo llamaba. Era una granja muy grande que nos abastecía de gran parte los alimentos que necesitábamos en Sainte-Marie-des-Bois. Todos los domingos los trabajadores organizaban pequeñas celebraciones con baile y cantos después de la misa, y allí Marie y Juanito tenían la ocasión de hablar mirándose a los ojos durante horas. Yo habría deseado de todo corazón poder asistir a las celebraciones dominicales de la granja, ¡sonaban tan divertidas! En cambio, todos los días del internado eran iguales: estudiar, bordar o leer. Lo más entretenido que podía ocurrir era que alguien tocara el piano durante la hora de lectura, y siempre eran las mismas piezas. Yo anhelaba poder escuchar esa música alegre de la que Marie tanto me hablaba y ver esas danzas coloridas y desparpajadas. Los muchachos campesinos también parecían ser mucho más entretenidos que los pocos que había conocido en los contados banquetes a los que había asistido: ¡eran todos tan pretenciosos! Me parecía imposible que fuese capaz de enamorarme alguna vez en la vida. El solo hecho de imaginarme hablando con alguno de esos mentecatos me hacía sentir aletargada. ¡Ni que pensar en el espanto que sería besar algunos de ellos! A pesar de las maravillas que hablaba Marie de los besos, yo no podía concebir que estar tan cerca de un chico pudiese traer nada bueno. Carmen había besado a Giovanni y él se había transformado en un necio inmediato. O podía menos que concluir que nos habían contado el cuento al revés, y que los apuestos príncipes se transformaban en sapos con el primer beso de amor.

En muy pocas ocasiones organizaba Sainte-Marie algún evento al cual pudiesen asistir personas que no fuesen sus internas, maestras y el capellán Molinari. Y así pasaban los años, uno tras otro, entre lecciones de aritmética, plegarias y paredes frías. Mi única ilusión era la llegada de verano, cuando podía irme de vacaciones con Carmen. Me pregunte si el abogado de mi padre habría transferido la herencia a mi nombre ahora que había cumplido dieciocho años, como estipulaba el testamento. Esperaba que así fuese, y de esa forma tener independencia cuando partiera de Sainte-Marie al terminar la siguiente primavera. Lo único que iba a extrañar del internado era la presencia de Marie. A través de sus historias conocía el mundo real. Aun si tenía que trabajar, Marie gozaba de bastante libertad. Ella y su hermana mayor compartían un cuarto en la parte trasera del edificio central; sus padres y sus cinco hermanos varones vivían en una pequeña granja a dos días de camino, más cerca al valle. Marie y Natalie habían ingresado a trabajar en Sainte-Marie en una época en que la familia se había visto en varias dificultades. No podían alimentar tantas bocas con lo poco que producían, así que la madre había llevado a sus dos hijas hasta Sainte-Marie para ofrecer sus servicios. Solo había una plaza, pero como Marie era tan pequeña, la señorita Ricci le había permitido quedarse con su hermana. De cierta forma, Natalie había sido como la madre de Marie, quien era siete años menos que ella. El día en que Marie había llegado al internado tenía nueve años de edad, y nos habíamos conocido tres años después.

Mi tía Verónika se había ocupado de mí desde la muerte de mis padres. Fueron años bastantes felices. Mi tía era una mujer llena de alegría que había enviudado y nunca se había vuelto a casarse. Solía decir que el matrimonio era un acuerdo que solo servía para que ambas partes se hiciesen desdichadas. Vivíamos juntas en su casa en Pest, y juntas nos pasábamos todo el día. Nos sentábamos frente al Danubio a pintar acuarelas o leíamos novelas de aventuras en la casa. Mi tía Verónika me enseñó a leer, a escribir y a pintar. Tenía el pelo gris en cuyo tocado procuraba llevar siempre alguna flor silvestre, y una sonrisa dulce y sincera. Era más una maravillosa amiga que una madre para mí. Había muerto cuando yo tenía solo once años, e inmediatamente mi tío Eduardo me había enviado a Sainte-Marie sin siquiera llevarme a pasar un tiempo de luto junto a él, a su esposa y a mis primos. Cabe mencionar que al único de ellos a quien conocía era a mi tío, quien iba de vez en cuando a vernos a la tía Verónika y a mi si estaba de visita en Pest. La tía Verónika decía que se había convertido en un hombre gruñón y avaro desde que se había casado con Éva.

Cuando llegue a Sainte-Marie pase un año de aburrimiento y soledad hasta que llego Carmen. Ese día mi vida se ilumino, y no paso mucho tiempo que nos hicimos amigas de Marie, una niña risueña y desenfadada a quien le encantaba hablar de las montañas y los duendes. Tenía mejillas rojas y trenzas rubias, y revelaba en su figura los cuantiosos robos de chocolate que le hacía a la despensa cada vez que tenía que ayudar en la cocina. Marie nos había contado que había muchísimas brujas en la región y decía que debíamos procurar no jugar en los bosques después de las cuatro de la tarde. Con el paso de los años, claro está, todas habíamos perdido el miedo a que la bruja nos robase en la noche para comernos al día siguiente, pero si no hubiese sido por Marie, nunca había estado en contacto con las supersticiones locales y habría dado igual viviese en Inglaterra o en Suiza, pues Sainte-Marie se hacía todo lo posible por eliminar de nuestras mentes cualquier creencia que fuese considerada pagana y por inculcarnos lo que la señorita Ricci llamaba una educación europea tradicional.

Solía sacarme de quicio que Marie me llamase señorita, pero me había explicado que su hermana se lo exigía, pues se perdía esa costumbre llegaría un día en que me llamaría Martina delante de la señorita Ricci y la reprenderían por impertinente, o incluso podrían correrla. Siempre era igual. No podíamos hacer esto o lo otro por el constante temor que corrieran a Marie. Cuando partiera del internado iba a proponerle que viniese conmigo para que no tuviese que volver a trabajar un solo día de su vida. Marie y Carmen eran las únicas dos verdaderas amigas que tenía, y eran tan divertidas que no necesitaba otras.

Abrí mis cuadernos para adelantar mis deberes del lunes antes que el cielo se pusiera más oscuro. Bostece y, luego de escribir una página, me distraje mirado hacia afuera. Mire el árbol caído a través de la ventana. Parecía querer decirme algo, y desee no estar encerrada y poder salir y acercarme a él. No había tenido tiempo de hacerlo el día anterior y me parecía que le debía una visita urgente en vista de lo que le había ocurrido. Moverlo de allí iba a tomar el trabajo de muchos hombres; estaba segura de que querrían usarlo para hacer muebles o para tener leña, pero no creían que fuesen a poder transportarlo a ningún lugar antes que la madrea se pudriese. Seguía lloviendo, aunque con menos fuerza que antes que la mañana anterior. Presentía que no iba a escampar en muchos días. De repente tuve mucho sueño y me levante del escritorio para hacer una pequeña siesta. Quería escribirle algo a Carmen para enviarlo con Marie antes que esta volviese a la hora de la merienda, pero estaba demasiado cansada y me tendí en la cama cuan larga era. Las emociones del día anterior me habían dejado exhausta y necesitaba recuperarme. Soñé que era primavera en Sainte-Marie y mi tía Verónika estaba parada debajo del árbol, que estaba plantado en la colina como en épocas anteriores. Desde allí, mi tía me hacía señas de acercarme y yo bajaba corriendo y recorría el jardín hasta encontrarme con ella. Nos abrazábamos y, sin decir nada, ella me mostraba una porción del tronco del árbol. Yo lo miraba y veía que la madera estaba tallada con un dibujo peculiar: una cruz con dos líneas horizontales, en la que se enredaba una planta de flor de lis. Mi tía Verónika, el árbol y yo estábamos llenos de vida y alegría. Los pájaros cantaban y una brisa suave y tibia mecía la hierba y los pliegues de mi vestido.

Al despertar, me costó reconocer la habitación y sus entornos. ¿Por qué hacía frío? ¿Dónde estaba mi tía? Corrí a la ventana, aún somnolienta. El cielo estaba encapotado y mi árbol yacía inerte sobre la tierra. Mi tía Verónika no estaba por ninguna parte. Solo había sido un sueño. ¡Cuánto quería volver a ese lugar de paz! En vano trate de dormirme de nuevo. Recordé que Marie no tardaría en venir y se me ocurrió una idea: tome mi cuaderno de dibujo y copie el sello de la carta con tanta fidelidad como pude.

Arranqué la hoja y escribí en código:

Querida Carmen:

Este es el diseño del sello que tiene el pequeño sobre que recibí esta mañana. Marie ya te habrá explicado cuál es su contenido. Soñé que mi árbol lo tenía inscrito en el tronco, y me preguntaba si tal vez halaras uno similar en algunos de tus libros ¿Qué significara? ¿Lo has visto antes? La cruz la conozco, pero el sello no. Vi a mi tía Verónika en mi sueño. Era primavera.

Espero recibir noticias tuyas pronto. No te despegues del crucifijo, amiga.

Presiento que la cruz de Cristo nos protege.

Tuya.

M. S.

Tome algo de té del desayuno que me quedaba. Ya se había enfriado pero tenía buen sabor. Cuan feliz había estado al ver a mi tía Verónika. Estaba radiante, al igual que mi árbol. Supuse ambos vivían eternamente en algún lugar hermoso y me consolé con esta idea. Yo estaba encantada de haber visto el sello de la carta en mis sueños y más que fuese mi tía la que me lo señale. Que mi árbol lo llevase grabado el mejor indicio de las buenas intenciones del autor de la nota. Esperaba que Carmen supiese darme razón del sello. Mi amiga tenía libros muy interesantes de simbología y heráldica. Claro está que tenía que esconderlos bajo llave en su baúl, de lo contrario le serian decomisados por la señorita Ricci hasta que saliese de Sainte-Marie. Algunos eran libros muy antiguos que habían estado en la familia de Carmen por generaciones y otros habían sido adquiridos para su padre en sus múltiples viajes. El padre de Carmen era comerciante, y así tenía la ocasión de visitar lugares remotos y exóticos. Como sentía una excesiva debilidad par su única hija, la complacía haciendo peripecias para obtener los raros libros que habrían sido ocasión de que la quemasen viva en la hoguera de haber nacido unos cuantos siglos atrás.

—Yo estoy segura de que así me ocurrió en una vida pasada —solía decir Carmen, riendo.

No me era difícil imaginarla parada frente a los tribunales eclesiásticos profiriendo mil insultos y gritando que los hechizos gitanos no eran ni jamás serian herejía.

Escuche de nuevo el ruido de la llave girando en la puerta y supe que había llegado Marie.

—¿Cómo le va en su encierro, señorita Martina? —pregunto.

—No tan mal, Marie —le contesta sonriendo, y recibí la bandeja de sus manes.

Olía bien.

Me habían enviado sopa caliente, pan y una generosa porción de raclette, un platillo típico de la región que consistía en una mezcla de queso y patatas. Había también una taza de chocolate derretido, una galleta y una taza de leche caliente. Solo nos daban postres con las meriendas de los fines de semana, y ese no era una excepción.

Se me hacía agua la boca con el chocolate fundido de la cocina de Sainte-Marie.

—La señorita Carmen le manda a decir que continua sin novedades para reportarle, pero que se asombró muchísimo con la historia del sobre y le solicita que obedezca usted el consejo que allí se le da. También me pidió que le contara que ya se puso un crucifijo grande, pero que el de ella no está ungido de sangre, así que no sabe hasta qué punto la pueda proteger.

Solté una carcajada. Ese comentario era típico de mi amiga.

—Tengo una nota para ella, Marie —le dije, refiriéndole mi sueño y entregándole mi carta.

—Lo único que yo podría decirle al respecto de su sueño es que he escuchado muchas veces que es de muy buena suerte soñar con árboles… —me dijo, y agregue—: Mi abuela Renata decía que siempre que soñaba con un árbol las cabras daban más leche o la piropeaban en el pueblo. Ambas cosas muy buenas, en mi opinión.

Volví a reír y le pregunte si iba a ver a su Juanito esa tarde.

—Sí —me contesto—. Voy a la granja ya mismo para regresar antes del anochecer.

—¿Vas acompañada? —le pregunto, un poco preocupada.

—No. Natalio no puede venir conmigo hoy así que tendré que ir sola, pero no se preocupe: tendré los bolsillos llenos de flores silvestres, un rosario en cada mano a ya zambullí la cara en la pila bautismal de la capilla.

—Está bien pídele a Juanito que te acompañe de vuelta, ¿lo harás por mí? —le pedí.

—Eso no lo dude. Además, es en el camino cuando más poético se pone, y suele regalarme Canciones tan dulces que me arranca lágrimas de los ojos.

—Que divertido quisiera verlos en una escena semejante, ¡sé que me reiría hasta que me doliera el estómago!

—Búrlese nada más, señorita Martina.… ya la veré a usted suspirando de amor y se acordara de lo mucho que se reía de su Marie —dijo, poniéndose un poco más roja. Ella sabía que me encantaba que me contara sus historias de romance y que si me burlaba un poco era solo en son de amistad.

—Por poco lo olvido —agregó Marie cuando estaba a punto de irse—, la señorita Susana no ha querido levantarse de la cama en todo el día. Está visiblemente indispuesta aunque halle su bandeja vacía. Dudo que las otras señoritas vayan a contar con su compañía hoy día.

—Dichosas de ellas.… —replique.

Una vez se hubo ido Marie con la nota para Carmen, me dispuse a tomar mis alimentos. Me comí hasta la última gota de chocolate y desee tener más. Se notaba que Adelaide, la rubicunda cocinera, lo había derretido a fuego lento pues estaba especialmente cremoso. Seguí trabajando en mis deberes. Me sorprendió que pudiese concentrarme en la asignatura con tantas distracciones. El pequeño sobrecito y el sueño que había tenido me habían proporcionado alivio y esperanza.

Estudie un par de horas más y me levante del escritorio para tomar un corto descanso.

Volví a acercar la nota misteriosa a mi nariz y aspire con fuerza. El aroma que percibía era lavanda, sin lugar a dudas. La letra era ordenada y elegante, pero tenía je-ne-sais-quoi que revelaba carácter. Me gustaba mucho. Era imposible que fuese de Susana. Por una parte, no había desaparecido. Por otra parte, la nota de Susana me había producido nauseas con solo tocarla.

Todo lo que se relacionaba con Susana me ponía mal. Que mujer más desagradable. Mirarla a los ojos era como mirar dentro de los abismos de la muerte, pero no de la muerte que precede a la vida eterna, sino de la muerte que precede a otra muerte, y a otra muerte más, ad infinitum.

Con que Susana estaba enferma… ¿sería acaso por la confrontación de la noche anterior? Era muy probable; después de todo, se había alejado chillando de dolor. Pero yo no le había hecho daño, de eso estaba segura. Ni siquiera la había tocado. Entonces, ¿qué la había herido? La única posibilidad que se me ocurría era que el ser que me sostenía se lo hubiese hecho. Recordé el olor a carne quemada seguido del grito de Susana y repase la escena detenidamente una vez más. El crucifijo era la pieza central de todo el dilema. El ser que me detenía lo había tornado, y toda la situación había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. De repente, recordé un momento de la visita de Susana al que no le había prestado mayor atención. La tarde anterior, cuando había entrado a mi habitación, no había tenido ningún problema en acercarse a mí con la mayor libertad… hasta que yo había retirado los dedos del crucifijo. En ese preciso instante, la cruz de Cristo había quedado expuesta, y ¡era esto lo que había causado que Susana diese un salto atrás, con franca repulsión! La sangre que habíamos visto en el crucifijo debía ser sangre de Susana. ¿No decía Marie que tenía una quemadura? Tan descabellado como sonaba, era lo más coherente que se me había ocurrido desde la noche anterior. Ya no me cabía la menor duda de que Susana era una especie de demonio, solo un ser de la oscuridad podía tenerle aversión a un crucifijo al punto de no poder tocarlo sin proferir un alarido y retorcerse de dolor. Todo encajaba.

Lo que más me alentaba de mis conjeturas era un detalle en especial: aquello que me había elevado del suelo sabía que el crucifijo le haría daño a Susana. Ese algo había llegado hasta ahí para protegerme. Ese ser poderoso, ese ser protector… ese ser era el autor de la pequeña nota. Y no era un ser sobrenatural. Era humano: los fantasmas no escriben notas articuladas, ni las meten en preciosos sobrecitos, ni las sellan con emblemas enigmáticos. El autor de la nota era hurdano y era la misma persona que había impedido que Susana me hiciera daño. Él la había herido al tocarla con la cruz. Por esto lo había maldecido ella: ¡Te destruiré, maldito! Susana lo había visto: ¿quién sería él? Los pocos hombres que había en Sainte-Marie trabajaban en los establos y no sabían leer o escribir. Marie era conocida entre los trabajadores por ser la única persona que sabía escribir su propio nombre y, aunque estaba enseñándoles a los demás, era imposible que lograsen dominar la escritura y desarrollar una caligrafía tan hermosa en tan poco tiempo. El Único hombre que podía tener una letra y un sello así en Sainte-Marie era el capellán Molinari. ¿Sería el capellán Molinari mi protector? Después de todo, el sello ostentaba una especie de cruz y no sería raro que un cura hubiese escogido ese símbolo para adornar sus cartas. Debía averiguarlo. Podía hacer muy poco desde mi habitación y Marie se había ido a la granja. ¡Marie! Eran las seis y cuarto, y todavía no había venido. Tuve miedo. ¿Y si le había pasado algo? Tenía que atravesar el bosque y caminar un largo trecho para llegar a la granja vecina. ¿Estaría bien?

«Estará Conversando Con Carmen», pensé.

También era posible que se hubiese distraído con Juanito, pero esto no era normal en ella, pues la cena se serbia a las cinco y media en Sainte-Marie y ella era muy puntual Con sus obligaciones. Hacía rato debían haber terminado de cenar las demás alumnas. Me pasee por la habitación, inquieta. Se me ocurrió que tal vez ella no había tenido tiempo de cenar antes de ayudar a servir y lo estaba haciendo en ese preciso momento. El viaje a la granja era muy fatigante para ella, sobre todo cargando queso, leche y mantequilla. Juanito la ayudaba pero ¿Y si no había podido acompañarla?

«Me estoy preocupando innecesariamente. A lo sumo, se tardara otra media hora», me dije.

La señorita Krumlauf le había dado las llaves de la habitación de Carmen y de la mía, desentendiéndose así de nosotras. Nadie recordaría que Carmen y yo estábamos sin cenar fuera de Marie. La señorita Krumlauf tocaba el piano largo rato después de la cena de los sábados y, a menos que a la señorita Ricci se le ocurriese verificar que estuviésemos haciendo los deberes, nadie sabría que era de mí o de Carmen. Natalie si notaría la ausencia de su hermana si esta se tardaba demasiado y la señorita Ricci si notaría que no estuviese poniendo la cena en el comedor. Me sosegué un poco con este pensamiento y me pare frente a la ventana Con la esperanza de divisarla en cualquier momento. Aunque habría llegado de la granja por la parte sur de Sainte-Marie, a la que yo no tenía vista, vendría por el frente a llevarnos la cena pues cerraban la puerta trasera a las cuatro.

Espere largo rato o así me lo pareció. Finalmente me di la vuelta y mire a la puerta. Nada. Me senté en la cama y rece por Marie. Le pedí a Dios que la hiciese aparecer. ¿Y si Susana había descubierto que éramos amigas y la había emprendido contra ella? ¿Y si Susana le había hecho algo porque si? Perdí toda la calma que el sueño y la nota me habían proporcionado. El hecho de que Susana estuviese en Sainte-Marie no iba a permitirme tener un segundo de verdadera tranquilidad.