CSEJTHE

Adrien se puso de pie y tomó su maletín. Unos segundos después, extrajo de él una pistola que puso en mis manos, diciendo:

—No dudes en usarla contra mí. Yo no soy un inmortal como Erzsébet, y una de estas balas consagradas bastará para acabar con mi vida. Te ruego, Martina, que les prendas fuego a mis restos para que mi alma pueda tener descanso eterno.

Mis manos temblaban al contacto con la pistola de Adrien; no podía concebir la idea de acabar con su vida.

—Me pides demasiado —le dije, con los ojos llenos de lágrimas.

—Por favor… —dijo él, apretando con sus manos las mías, que aún acunaban el frío metal del arma.

En ese momento escuchamos movimientos provenientes de la maleza que nos rodeaba. Adrien se interpuso rápidamente entre aquello que se acercaba y yo.

—¡Martina! ¡Almos! —escuché que llamaba Vivéka.

—¡Vivéka! —exclamé, respondiéndole.

Unos segundos después mi pequeña amiga apareció ante nosotros, acompañada por un gitano de inigualable apostura. Se veían tan hermosos juntos, tomados de las manos, que me sentí llena de la más viva emoción. Vivéka y János eran uno y siempre habían sido uno; de ello no cabía la menor duda.

Antes que pudiese saludarlos, János se postró a mis pies y, abrazando mis rodillas, dijo:

—Juro por mi sangre, señora mía, que no habrá cosa que no haga por usted hasta que la madre de Cristo me extienda sus divinas manos para guiarme al paraíso. Hasta entonces, será usted la santa Virgen ante cuya bondadosa mirada me postre una y otra vez, pues me ha devuelto la vida misma al devolverme a mi Vivéka. Que nuestro Salvador la bendiga, señora mía, eternamente, como yo la bendigo desde ahora y para siempre, y que me permita aun cuando sea en parte pagar esta, la más hermosa deuda que mi corazón gitano hubiese podido adquirir.

El moreno rostro del gitanillo estaba bañado en lágrimas, y no pude hacer menos que arrodillarme frente a él y, llorando a mi vez, jurarle ser su hermana de alma como ya lo era de su esposa. Sabiéndome indigna de sus fervientes palabras y profundamente conmovida por tan inmerecido agradecimiento, hube de repetirle varias veces que sólo me había ayudado a mí misma al haber sacado a Vivéka de casa de sus padres. János y Vivéka habían desenterrado los maderos de la cruz Patriarcal que él había escondido, y los habían envuelto en una manta. Vivéka se los entregó a Adrien.

—Debemos viajar a Csejthe de inmediato —dije.

—¿A Csejthe? —preguntó Adrien—. ¿Con qué propósito? Jamás podríamos abrir la puerta sin la clave.

—Yo conozco la clave… —dije, observando la maravillosa transformación del rostro de Adrien. Sus ojos grises se iluminaron, llenos de sorpresa y esperanza—. La he memorizado.

—¿Qué hay en Csejthe? —preguntó János, quien abrazaba a Vivéka con dulzura.

—El tercer cofre de plata, amigo mío —respondió Adrien, dirigiéndole una franca sonrisa al gitano. Es decir, la salvación de mi alma.

—Os acompañaremos —dijo Vivéka—. Podríais necesitar de nuestra ayuda.

—Creo que ya te has expuesto a suficientes peligros, Vivéka —dije—. Debes regresar al campamento de los gitanos en compañía de tu esposo.

—Y tú has de quedarte con ellos, Martina —dijo Adrien—. Los gitanos son hábiles y sabrán cuidar de ti en tanto que regreso —y, dirigiéndose a János y Vivéka, agregó—: Cuidaréis de mi Martina, ¿verdad que si?

Los vivaces ojos de János brillaban al tanto que nos observaba al uno y a la otra.

—Me temo, señor mío, que mi señora Martina no aceptará nuestra hospitalidad en esta ocasión. La luna que se refleja en su mirada me lo ha dicho. Lo que el destino ha unido nada puede separarlo, y el de ella es seguirlo a usted así como el suyo es seguirla a ella.

Adrien abrió los labios como para decir algo pero volvió a cerrarlos en cuanto me vio a los ojos.

—Ven —dijo, extendiéndome su mano.

—Id con Dios —dijo Vivéka— y regresad cuanto antes.

Antes de partir, recité la clave para abrir la puerta Székely en voz baja ante mis tres acompañantes.

—En caso de que algo me ocurra —dije.

—Nada va a ocurrirte mientras estés conmigo… y estés dispuesta a utilizar esa pistola —dijo Adrien, quien dio algo de vino consagrado a nuestros amigos en caso de que tuviesen que enfrentarse con los vampyr.

Adrien y yo alcanzamos el carruaje en cuyo interior Zsigmond nos esperaba aterrorizado, escondido hasta los ojos detrás de una manta, aferrando su crucifijo con ambas manos.

—Creo que deberíamos dejar a Zsigmond en el pueblo más cercano —dije a Adrien, quien se instalaba ya en la banca del cochero.

—Pienso de igual forma —respondió él, iniciando la marcha. Por suerte, la noche estaba despejada y ya habíamos pasado la parte más escarpada de las montañas, por lo que pudimos llegar al poblado más cercano al amanecer.

—De haber sido yo más valiente, señorita —dijo Zsigmond, despidiéndose de mí—, puedo asegurarle que la habría acompañado hasta el fin del mundo.

—Lo sé, Zsigmond, lo sé —respondí, acariciando su blanca cabeza gacha.

Adrien y yo preparamos dos caballos para emprender nuestro viaje a Csejthe y partimos de inmediato, dejando la berlina y los tres caballos restantes al cuidado de Zsigmond. Adrien había insistido en que yo descansara unas cuantas horas, pero yo ya había descansado y comido lo suficiente en el coche. Me había cambiado de ropas en la posada en la que habíamos instalado a Zsigmond y también me había hecho de una alforja de cuero en la que había metido varias hostias consagradas, un frasco con vino de misa y la pistola que sólo pensaba usar en contra de otros vampyr mortales o algún otro de los odiosos aliados de Erzsébet, Ujvary y Darvulia. Adrien había preparado algunas provisiones para mí, lo que me enterneció sobremanera, teniendo en cuenta que él no iba a probar ninguno de los alimentos.

Cabalgamos hasta la tarde haciendo breves paradas para descansar y dejar que nuestros caballos bebiesen agua.

—Aún no logro comprender cómo es que tienes tantas fuerzas, Adrien —le dije, preguntándome cómo podía verse tan saludable a pesar de no haber comido en años—. Es increíble que tu único alimento en tanto tiempo haya sido la sangre de Cristo.

—Soy vampyr, Martina —dijo, con una sonrisa melancólica—. Mi cuerpo no ha estado regido por las mismas leyes que se aplican a los otros seres humanos desde que Erzsébet me obligó a beber de su sangre… Pero, como no me he alimentado de ningún mortal, las leyes de los vampyr tampoco se me aplican enteramente.

Pensé en que Adrien tenía todas las facultades de nuestros enemigos y una sola de sus debilidades, el deseo de beber sangre. Sólo él podría haber resistido una tentación tan angustiante.

—Los vampyr pueden conocer muchas cosas acerca de una persona con sólo verla a los ojos… —continuó Adrien—. Estoy convencido de que esta es la verdadera razón del odio que Erzsébet te ha profesado desde que te vio por primera vez en Sainte-Marie. Los seres humanos deberían ser igualmente capaces de reconocer el bien o el mal que habita dentro de aquellos que los rodean. Es una lástima que insistan tan empecinadamente en cerrarse a tan útil y maravilloso instinto.

—Es difícil enceguecerse ante la verdad cuando se trata de alguien tan malvado como Erzsébet —respondí, recordando los ojos de granate de la condesa.

—Humano o vampyr, me habría sido imposible no reconocer la verdad que hay en ti, Martina. Es por esto mismo que eres la única mujer a la que he querido mirar en toda mi vida, y la única a la que he estrechado entre mis brazos. De no haberme besado Erzsébet por la fuerza, tus labios serían, con toda seguridad, los únicos que habría besado. Serán, a partir de este momento, y esto te lo juro, los únicos que bese, pase lo que pase.

Sentí que me sonrojaba bajo la directa mirada de Adrien, quien me hablaba con tanta certeza y naturalidad. Adrien me inspiraba emociones tan contradictorias que yo misma no lograba comprenderlas: por una parte, sentía que la timidez más abrumadora se apoderaba de mí cada vez que mis ojos se cruzaban con los suyos y, por otra parte…

—Bendita seas, Martina Székely —dijo él, tomando mis manos entre las suyas y besándolas con lo que me pareció el más vivo dolor para soltarlas enseguida. Ignoraba qué le había ocurrido en ese instante a Adrien, pero preferí no preguntárselo.

Si el amarme lo hería, a mí también me dolía el amor que sentía por él.

—Debemos continuar —dijo, apartando su mirada—. Atardecerá pronto y entonces podremos descansar un poco más.

Aún no me sentía cansada al atardecer y decidimos seguir nuestro camino.

Un par de horas después, Adrien pidió que parásemos unos instantes para que él pudiese beber algo de sangre de Cristo. Llevando la botella consigo, se ocultó a mi vista entre los árboles y yo me limité a pedirle a Dios que menguase su sufrimiento en lo posible. Sabía que haber acompañado a Adrien hacía que el viaje se prolongase aun cuando fuese algunas horas, pero, de no haberme permitido ir con él, lo habría seguido de todas formas. Al regresar, Adrien lucía pálido. Una fina capa de sudor le cubría el rostro y sus manos temblaban un poco.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté, atemorizada.

Adrien asintió débilmente y, antes que yo pudiese acercármele, me estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que tuve que hacer un gran esfuerzo por elevar mi rostro para mirarlo.

—Estoy bien… —murmuraba, una y otra vez, con los ojos cerrados—. Estoy bien…

Por unos instantes creí que Adrien iba a desfallecer, pero él insistió en que volviésemos a montar nuestros caballos.

—Llegaremos a Csejthe al amanecer —dijo, después de haberme ayudado a montar el mío—. Muy pronto tendremos el tercer cofre.

Sabía que Adrien agradecía cada segundo que Dios le permitía seguir alimentándose sólo de sangre de Cristo y que debíamos continuar cabalgando hasta Csejthe sin parar.

Cuando llegamos al castillo que Erzsébet Báthory había habitado durante su reinado del terror, me estremecí. Adrien se había quedado corto describiendo la espantosa sensación que sólo mirarlo de lejos producía. Aquel no era un castillo común; tenía vida propia, o muerte propia, para ser más precisa. Un aire sombrío rodeaba sus murallas empedradas, y tuve la impresión de que las nubes que se cernían sobre él habían llegado hasta allí con el propósito de acentuar su nefasta imponencia. Comprendí que los habitantes de Csejthe evitasen mencionarlo; su aspecto era, en sí, una advertencia para todo aquel que hubiese contemplado la posibilidad de acercarse a él.

—¿Estás segura de que quieres entrar? —preguntó Adrien—. Podría ir yo solo a buscar el cofre. Adentro se está aún peor que mirándolo desde aquí.

—Eso puedo imaginarlo con facilidad —repuse.

—No, no puedes dijo Adrien.

—Iré contigo —dije—. Me daría pavor quedarme sola aquí fuera… Ni qué decir si no regresaras pronto.

—Vamos, entonces —dijo él, estrechando mis dedos cariñosamente entre los suyos. Entrar en ese lugar que por alguna broma del destino había terminado por pertenecerme era como adentrarme en el alma de Erzsébet.

Carecía del valor suficiente para enfrentar las tenebrosas ráfagas de aire helado que recorrían sus paredes, por lo que tuve que caminar lentamente, ocultándome detrás de Adrien. Habría sido inútil tratar de disimular el terror que sentía a cada paso que daba: me parecía que la condesa se asomaba tras cada doblez de los muros, enseñándonos su sonrisa macabra e instándonos a acompañarla en su danza de muerte y putrefacción. Adrien sabía, sin embargo, exactamente a dónde ir, y me conducía con seguridad a través de los oscuros pasillos de los que yo habría preferido no ver una sola piedra. Mis ojos se acostumbraron pronto a la oscuridad, muy a mi pesar. Pronto me vi caminando por un estrecho corredor en cuyas paredes había un par de retratos que habían sido destrozados por la humedad. El suelo estaba cubierto con una alfombra delgada que podría haber sido muy hermosa de no haberse desintegrado casi en su totalidad con el paso del tiempo.

De repente, reconocí el lugar que había visto en mi sueño y supe que la puerta Székely estaba muy cerca. Llegamos a una escalinata de estrechos peldaños y Adrien murmuró:

—Tenemos que bajar.

La atmósfera se ponía más densa a medida que descendía y tuve que hacer acopio de todo mi valor para no pedirle a Adrien que saliésemos de allí de inmediato. Aferrándome a él, bajé todos los peldaños a tientas, sintiéndome incapaz de abrir los ojos.

—¿Puedes ver algo? —preguntó Adrien.

Me di cuenta de que el lugar donde estábamos era tan oscuro que no habría visto nada así hubiese mantenido mis ojos abiertos de par en par.

—No veo absolutamente nada —respondí con voz temblorosa.

Adrien encendió una de las velas que llevaba en la alforja que había preparado para su propio uso y me encontré con una pesada puerta ornamentada con muchísimos detalles geométricos de flores y pájaros de arriba abajo. Era igual a la de mi sueño.

—He aquí la puerta que tiene el honor de llevar tu nombre de familia, Martina —dijo Adrien, guiando mi mano hasta el peculiar cerrojo—. Me atrevería a decir que sólo tú puedes abrirla.

Moví la palanca de la cerradura por los surcos de la cuadrilla de hierro en cuyo centro descansaba el mango, mientras recitaba la clave que había memorizado:

Tres hacia arriba, dos hacia abajo, dos hacia la izquierda, dos hacia la derecha, dos más hacia la derecha, dos hacia la izquierda, uno hacia abajo, tres hacia la izquierda, tres hacia la derecha, tres más hacia la derecha, tres hacia la izquierda, tres hacia abajo, tres hacia arriba.

—¡La clave! —dijo Adrien, exaltado—. ¡Es la cruz Patriarcal!

—¿Cómo dices? —pregunté.

—¡Las líneas de la clave, Martina! ¡Si las dibujásemos con tinta sobre un papel, nos encontraríamos con el esquema de la cruz Patriarcal!

En ese instante, la puerta cedió y la celda de Erzsébet quedó abierta ante nosotros. La plata del cofre reflejaba la luz de la vela que Adrien sostenía.

—Gracias a Dios… —dije, exhalando.

—¡Gracias a Lucifer! —dijo una voz detrás de mí.

Antes que pudiese reaccionar, unos brazos se habían cernido entorno a mí.

—Ni un movimiento en falso, Martina —dijo la voz masculina de la persona que me aprisionaba—. Tú, Almos, alcánzame el cofre o despídete de ella para siempre.

Descubrí con espanto que quien hablaba era mi primo István.

Estaba respirando en mí oído al tiempo que empuñaba un afilado cuchillo contra mi cuello.

—István… —comencé a decir.

—¡Tú cállate! —gritó él.

Adrien levantó el cofre y, sin dudar, se lo extendió a István.

—Suéltala, Székely —dijo Adrien por entre los dientes. Sus ojos brillaban con odio en la oscuridad.

—Entrégale el cofre a Anna —respondió István.

Sólo entonces distinguí la silueta de la inmortal vampyr que había visto por última vez dándose un baño de sangre en el castillo de Salles. István apoyó su espalda contra el muro que estaba tras él y, ejerciendo un poco de presión con el cuchillo, agregó:

—No vayas a intentar nada de lo que puedas arrepentirte, Almos. Sigue nuestras instrucciones cuidadosamente.

—¡Déjala ir, maldito! —repitió Adrien.

—¿Ya te has convertido en vampyr? —le pregunté a István, casi sin poder respirar.

—¿Qué cosa pregunta esta mortal inoportuna? —preguntó Darvulia. Su voz revelaba que estaba gozando inmensamente con la situación.

István aflojó el cuchillo, a duras penas lo suficiente para permitirme hablar.

—¡Habla! —me ordenó István, sacudiéndome con violencia.

—Te preguntaba… —dije, sintiendo que comenzaba a llorar sin poder evitarlo si ya has sido convertido en vampyr.

—En cuanto le llevemos el cofre a la condesa ella sabrá recompensarme de la forma que tanto he anhelado… —dijo István—. Pronto seré iniciado.

—¿Adrien? —pregunté.

—Aún no es vampyr —confirmó Adrien, temblando de ira.

—¿Por qué la pregunta? —inquirió Darvulia, extendiendo los brazos hacia Adrien para recibir el cofre.

—Sólo porque.… —comencé a decir, y me detuve para tomar una honda inhalación. Sabía que István había estado aguardando que Adrien le entregara el cofre a Darvulia para matarme. Hice uso del aire que había inspirado para soplar la vela que Adrien sostenía en su mano derecha… y quedamos sumidos en la más absoluta oscuridad. Mi única esperanza residía en que Adrien actuara con presteza.

Darvulia profirió un espantoso chillido que me hizo estremecer desde lo más profundo.

—¿Qué diablos has hecho, estúpida? —balbució István, trepidando. Él, al igual que yo, sólo estaba adivinando qué ocurría en las tinieblas que nos rodeaban.

Yo no me atrevía a moverme ni un milímetro.

—¡Dile que la suelte ahora mismo! —escuché decir a Adrien.

—¡Suéltala, István! —gimoteo la voz de Darvulia.

—Pero… —dudó István, quien me había estado apretando con tanta fuerza que pensé que, en realidad, me había herido de gravedad.

—¡Si no haces lo que te mando en este instante te mataré yo misma, maldito! —aulló ella.

Sólo entonces retiró István el cuchillo de mi garganta y me soltó, haciéndose a un lado. Yo caí de rodillas sobre el suelo, tosiendo y a la vez palpando la humedad que brotaba de mi cuello con mis dedos. István me había hecho un corte cuya profundidad no pude evaluar.

—¡Martina! —gritó Adrien—. ¿Estás bien?

—Perfectamente… —mentí, sin saber si él podía ver la sangre que yo sentía con mi mano.

Me arrastré a tientas hasta el interior de la celda para alejarme de mi primo y de la mirada de Adrien mientras Darvulia continuaba gritando.

—Lo que quiera que este maldito haya estado a punto de hacerle vas a pagarlo tú también, Darvulia —escuché a Adrien decir por lo bajo mientras yo abría mi alforja. El conocido olor a carne quemada de vampyr llegó hasta mí, produciéndome más náuseas de las que ya sentía: Adrien tenía a Darvulia bajo control. Tomé la pistola que Adrien me había dado y una cerilla, y me puse de pie tras el marco de la puerta. Conté hasta tres en la mente y encendí la cerilla. En cuanto vi a István, apunté a una de sus piernas y disparé el arma. Mi primo soltó un alarido y, aunque mi cerilla ya se había extinguido, supe que la bala había dado en el blanco. Adrien me tomó en sus brazos y me sacó de la celda, cerrando la puerta tras nosotros. Los gritos de Darvulia e István quedaron aislados detrás de la pesada puerta Székely. Adrien había logrado encerrarlos a ambos.

—¡Dios mío, Martina! —exclamó Adrien de repente—. ¡Estás herida!

—No siento dolor, Adrien —dije, y era cierto. No sentía nada.

—No te creo, Martina —gimió él—. ¡Estás sangrando muchísimo! ¿Por qué me ocultaste que ese maldito te había hecho daño?

—De veras, no siento nada… —dije. Las fuerzas se me escapaban. En cuanto pronuncié esas últimas palabras, perdí el conocimiento.