VENGANZA

(HISTORIA DE ADRIEN ALMOS)

Desde que Erzsébet me atacó, he tenido que romper todos mis lazos con el mundo. No puedo darme el lujo de tener amigos, no sólo porque ella trataría de destruir a todo aquel que estuviese cerca de mí, sino porque yo mismo me he ido convirtiendo en un ser al cual cada vez le es más difícil controlar instintos que le son totalmente ajenos. Vi a Erzsébet Báthory por primera vez una noche sin luna en la que había salido a cabalgar solo por las praderas que rodeaban la casa de mis padres. En ese entonces, solía dejar que mi caballo galopara libremente hasta que ambos quedásemos felizmente agotados, para después tumbarme sobre el prado a mirar las estrellas. Esa noche me había alejado de la propiedad bastante más de lo habitual, y me había detenido al lado del bosque a descansar. Había notado que mi caballo estaba algo inquieto; había algo diferente en el aire aquella noche, el 7 de septiembre de 1877. Me acerqué a un riachuelo que estaba a unos pocos pasos de nosotros para refrescarme un poco. Me quité la chaqueta y me incliné sobre sus aguas para beber. Estaba acalorado y bebí largo tiempo, salpicándome el rostro con agua.

El relincho de mi caballo me hizo elevar la vista. Se había levantado sobre sus dos patas traseras, pateando en el aire con los cascos delanteros. Me incorporé rápidamente y me acerqué a él para revisarlo pero no cesaba de saltar y sacudirse. De repente, un viento frío llegó hasta mí, calándome los huesos. Una densa bruma apareció de la nada y, en unos pocos segundos, el bosque, mi caballo y yo quedamos envueltos en su blanca espesura. Mi caballo se aquietó de un momento al otro y sólo se escuchó el rumor de las hojas agitándose en el viento. Una extraña sensación de miedo me invadió. Sentí que tenía que irme de allí de inmediato, pero no podía hacer nada. No entendía qué me ocurría; era como si mi espíritu presintiese que algo muy siniestro estaba ocurriendo sin que mi cuerpo pudiese reaccionar. No sé cuánto tiempo pasó hasta que vi que algo se movía entre las ramas de los árboles.

Al principio, creí que se trataba de mi imaginación jugándome una mala pasada, pero después de cerrar los ojos y volverlos a abrir, comprobé que, efectivamente, la silueta de una mujer estaba acercándose a mí. Era una visión terrorífica: Erzsébet Báthory jamás podría haberme parecido bella. Su vestido negro se perdía entre las sombras y su rostro entre la niebla, pero sus ojos brillaban en la oscuridad. Sus labios entreabiertos esbozaban una sonrisa macabra.

—Feliz cumpleaños —dijo, y yo no pude responder nada. Estaba paralizado del terror—. He estado esperando este momento largo tiempo. Anna tenía razón: eres igual a él. Tal vez, incluso, más bello.

No sabía quién era esa mujer cuya voz me helaba la sangre, pero hubiese preferido que la tierra se abriese en ese momento a seguir viendo esos ojos llenos de crueldad. Se me ocurrió que podía tratarse del mismísimo Lucifer que hubiese tomado la forma de una mujer para venir a llevarse mi alma. Mis pensamientos no se alejaban mucho de la realidad.

—Ven conmigo —prosiguió—. Te daré todo lo que hayas deseado.

Dio otro paso hacia mí y me rodeó con sus fríos brazos, clavando su mirada de muerte en la mía.

—No deseo nada… —balbucí—. Sólo quiero irme a casa con mis padres. Por favor…

—¿Te gusta la oscuridad, Adrien? —preguntó y, acercándose a mí, me besó. Estaba tan aterrorizado que, al comienzo, no pude moverme, pero el desagrado que me producía era violento. En un impulso, pude zafarme de su abrazo y corrí a esconderme detrás de un árbol. Entonces la niebla se hizo tan densa que ya no pude ver nada.

Yo jadeaba en silencio, rogando para que no pudiese encontrarme, pero no conocía el tipo de criatura que me acosaba. Le pedí a Dios que me protegiese, pero mi fe se había debilitado a causa del miedo.

Busqué en vano el pequeño crucifijo que solía llevar alrededor del cuello a petición de mi madre: había olvidado ponérmelo aquel día.

—¿Por qué huyes? —preguntó la mujer, apareciendo ante mí—. ¿Es que no soy bella? Puedo darte más placeres de los que jamás hayas soñado.

Yo temblaba de pies a cabeza.

—¡Respóndeme! —exclamó ella, cambiando de tono. Sus ojos habían adquirido un color rojo intenso.

Hice un esfuerzo por hablar, pero nunca había estado tan asustado en mi vida.

—¡Tengo miedo! —dije, por fin—. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?

Entonces la expresión de su rostro se suavizó, pero todo lo que yo podía percibir de ella era falsedad y podredumbre.

—Mi nombre es Erzsébet Báthory y he venido a reclamar lo que es mío. Me perteneces, Adrien… aunque aún no lo sepas —respondió.

Todo lo que te ofrezco es placer. Sería mejor que lo aceptaras voluntariamente. Estuve seguro de que sí era el demonio que había emergido de los infiernos para tentarme, aunque yo no me sentía tentado en lo absoluto.

—¿Por qué me atormentas? ¡No deseo los placeres que prometes! —exclamé—. ¡No te pertenezco y nunca te perteneceré! Jamás te invoqué, Lucifer, ¡te ordeno que te vayas en el nombre de Dios!

Ignoraba de dónde había sacado el coraje para pronunciar esas palabras, pero no esperé a ver su reacción: emprendí una ciega carrera en medio de la niebla hacia donde creía que había dejado mi caballo, con tanta suerte que lo encontré. En menos de un segundo ya estaba sentado sobre él, y lo hice cabalgar en dirección al riachuelo. No me importaba a dónde llegásemos, sólo sabía que tenía que salir de esa niebla y alejarme de esa aparición demoníaca. Mi caballo y yo cruzamos el riachuelo y, cuando estuvimos al otro lado, seguimos cabalgando hasta que estuvimos fuera de la niebla. No me atreví a mirar hacia atrás hasta que encontramos el camino de vuelta a casa: no había mujer o niebla.

Estaba cubierto de sudor y temblaba de pies a cabeza. Mis padres estaban disfrutando de la que para ellos seguía siendo una plácida noche de verano cuando me vieron entrar.

—¡Dios mío, Adrien! —exclamó mi madre, levantándose y dejando su labor de tejido sobre la mesa—. ¿Qué te ha ocurrido? ¡Por tu palidez, se diría que ha vuelto An Gorta Mór!

Aunque la hambruna había terminado hacía más de dos décadas y mis padres gozaban de relativa prosperidad en Irlanda, morir de hambre me parecía un prospecto menos aterrador que regresar al bosque.

Me fue difícil hablar, aun creyéndome en un lugar seguro.

—El demonio… —balbucí, apoyándome contra la puerta—. ¡He visto al demonio!

Mi padre puso su vaso de whiskey a un lado y se incorporó de su silla.

—Pero ¿qué dices, muchacho? —preguntó, con expresión asustada—. ¿Cómo que has visto al demonio?

—Una mujer… la niebla espesa… quería llevarme con ella… —dije.

Mi padre me sirvió un vaso de licor y me obligó a sentarme.

—¡Habla pronto, Adrien! —dijo mi madre, poniendo su mano temblorosa sobre la mía—. ¡Me tienes muy asustada!

Tomé un trago de visce beatha y procedí a narrarles lo que acababa de vivir. Era obvio que mi madre estaba horrorizada con lo que había escuchado, y los ojos de mi padre habían adquirido una expresión de desconsuelo absoluto que yo jamás había visto en ellos hasta entonces. Ninguno de los dos dijo nada por unos segundos que parecieron eternidades.

Al fin mi padre rompió el silencio:

—Son ellos —sentenció.

Un terror helado se apoderó de mí. Mi padre sabía muy bien de quiénes hablaba, y él jamás bromeaba.

—¿Quiénes, padre? —pregunté, aunque apenas me sentía capaz de hablar.

—Los vampyr —respondió. El tono de su voz era tan pesado como una lápida—. ¿Sabes qué es un vampyr, Adrien?

Yo asentí. Mi madre puso su frágil mano sobre la mía, y vi que las lágrimas se asomaban a sus ojos.

—¡Que Dios se apiade de nosotros! —dijo—. ¿Qué vamos a hacer?

—Tendremos que irnos de aquí —respondió mi padre.

Yo hubiese querido llorar al escuchar a mis padres hablar de esa forma, pero el miedo que sentía no me lo permitió.

—Los vampyr han perseguido a nuestra familia durante siglos, Adrien —dijo mi padre—. Pensé que no nos encontrarían, pero veo que me he equivocado. ¡Qué desgracia la nuestra! Debo contártelo todo, hijo. Tendré que hablar pronto, que Dios me ayude a hacerlo con claridad. Lo que voy a decirte me lo refirió tu abuelo en su lecho de muerte, y él mismo jamás tuvo ningún encuentro con ellos…

Las palabras de mi padre han permanecido grabadas en mi memoria a través de los años. Esa fue la noche en que conocí la historia de Erzsébet Báthory… la noche en que descubrí que mi destino estaba marcado con el sello de la oscuridad mucho antes que mi madre me diera a luz exactamente veinte años atrás.

—Erzsébet Báthory es un vampyr —dijo mi padre—. Esa criatura maldita fue una condesa magyar en su tiempo… En su tiempo de vida, quiero decir, antes de convertirse en el ser inmortal que es. Murió en 1614, encerrada en una celda sin ventanas, como castigo por sus crímenes: ella y sus cómplices, Anna Darvulia y Johannes Ujvary, raptaban jovencitas para torturarlas y asesinarlas… pero no sólo gozaban infligiendo dolor a sus víctimas, sino que también bebían su sangre.

»—¡Sí! ¡Eran demonios antes de transformarse en vampyr! Al parecer, Erzsébet gustaba especialmente de bañarse en la sangre de dichas doncellas pues creía que esto preservaría su belleza y juventud… —mi padre tragó en seco y continuo—: Erzsébet Báthory estaba casada con el Héroe negro del ejército húngaro, el conde Ferenc Nadasdy. Como este pasaba largas temporadas fuera de casa peleando contra los turcos, ella aprovechaba su ausencia para llevar a cabo sus abominables prácticas. La condesa siempre tuvo gran cantidad de amantes, entre ellos la misma Anna Darvulia. Tendrás que perdonarme, hijo, por afligirte con tan repugnantes historias, ¡creí que jamás llegaría el día en que tendría que hacerlo!

Limpiándose con el pañuelo el sudor que empapaba su frente, prosiguió:

—Erzsébet era considerada una mujer extraordinariamente bella y poderosa. Nadie jamás la había rechazado… hasta el nefasto día en que se le antojó seducir a un joven de la nobleza menor. Su nombre era Laszló Almos. Como podrás adivinar, es tu antepasado. Pues bien: el joven Laszló no sólo era apuesto sino también valiente y de noble corazón. Según me contó tu abuelo, que en paz descanse, la voz de Laszló jamás tembló cuando de oponerse a alguna injusticia se tratara. El pueblo de Csejthe lo amaba y, aunque su carácter compasivo no fuese muy apreciado por los otros miembros de la nobleza, estos no podían evitar quererlo también. Fue sólo cuando Laszló se presentó en un baile ofrecido en casa de la familia Majorova que Erzsébet se percató de su apostura. Para entonces, ella ya había adquirido la reputación de ser una mujer cruel y, aunque nadie sabía cuáles eran los verdaderos horrores que se cometían dentro de las paredes de su castillo, todos aceptaban su comportamiento como típico de una dama de su rango. Todos menos Laszló, quien despreciaba a todo aquel que no tratase a sus siervos con dignidad y respeto, y ya había escuchado algunas quejas de boca de los campesinos acerca del brutal proceder de Erzsébet: la condesa hacía que sus trabajadores fuesen fustigados al desnudo por la parte delantera de sus cuerpos si alguno de ellos cometía la falta más insignificante, mientras ella observaba el espectáculo divertida. También solía enterrar alfileres en los cuerpos de sus doncellas cuando estaba de mal humor. Tales historias le habían arrancado lágrimas de dolor a Laszló, quien se había colmado de ira contra Erzsébet desde ese momento.

»Cuando supo que Erzsébet se encontraba entre los comensales del baile al que había asistido, Laszló quiso partir de inmediato, pero tuvo la mala suerte de que Erzsébet ya lo hubiese visto desde el balcón y se hubiese prendado de él. En ese entonces, Laszló era un joven de diecisiete años de edad y ella tenía al menos unos veinte más que él, pero esa diferencia de edad, en vez de desalentar a la condesa, había enardecido su deseo de cautivar la atención de aquel muchacho a quien nunca antes había visto y que se había marchado de la casa de los Majorova sin siquiera haber bailado una pieza con ella.

»A partir de esa noche, Erzsébet comenzó a dar baile tras baile en su castillo, enviando siempre una invitación a Laszló y a sus padres, quienes se guardaron muy bien de asistir a ellos sin sospechar el resentimiento que estaban desatando en la orgullosa condesa.

»Un buen día la paciencia de Erzsébet llegó a su límite y se decidió a ir personalmente al encuentro del joven Laszló. Los padres del muchacho estaban en Viena cuando Erzsébet se hizo anunciar en casa de los Almos, y Laszló no tuvo más remedio que recibirla, tratándose de quien se trataba y desconociendo las intenciones de la condesa.

»Cuando Erzsébet se despojó de su vestido frente a Laszló y le ordenó que la hiciese suya, el joven quedó perplejo. Al principio, Erzsébet creyó que el muchacho había enmudecido de admiración, pero cuando Laszló le pidió con toda seriedad que se vistiera y regresara a su castillo, la condesa montó en cólera y se marchó jurando venganza.

»Pasados unos cuantos días, Laszló supo que Erzsébet había estado inquiriendo entre sus allegados si había alguna joven a quien él pretendiese: como no había tal mujer, Erzsébet había quedado desprovista de una víctima a quien culpar por el desdén de Laszló, lo que había incrementado su ira. Siendo Erzsébet una dama tan prominente, se propuso arruinar a la familia de Laszló, cosa que habría logrado si los padres de este último no hubiesen decidido vender sus propiedades y mudarse lejos de allí en cuanto supieron que la condesa les había declarado su enemistad. Nadie quería caer en desgracia con los Báthory, una de las familias magyar más influyentes en aquel entonces. La condesa trató de hallar a Laszló sin éxito, pero jamás olvidó la forma en que el miembro más joven de la familia Almos la había rechazado.

»Varios años después, los más de seiscientos cincuenta asesinatos que la condesa había cometido fueron descubiertos y tuvo que comparecer ante la ley. Dada su posición, no fue sentenciada a la horca como el resto de sus cómplices sino condenada a pasar el resto de sus días encerrada en su habitación del castillo de Csejthe. Erzsébet murió en la oscuridad de su celda sin que sus crímenes fuesen dados a conocer públicamente: todos los registros de la corte fueron escondidos y un edicto real prohibió la mención de su nombre.

»Sólo al escuchar que Erzsébet había muerto se atrevió Laszló a volver a su amado pueblo de Csejthe. Para ese momento ya tenía una esposa y un hijo pequeño, y estaba por cumplir los 35 años de edad.

No sabía que la condesa había hecho un pacto con el demonio antes de morir y que había regresado de la tumba convertida en una criatura infinitamente más poderosa de lo que jamás hubiese podido serlo en vida. Erzsébet Báthory se había transformado en un ser inmortal que se alimentaría de la sangre de incontables víctimas a través de los siglos a partir de ese momento. Laszló había vuelto a comprar la que había sido la casa de su infancia y se había instalado en ella con su familia, ignorando las fuerzas siniestras que se cernían a su alrededor. Erzsébet aún no había perdonado la ofensa que había recibido de su parte y estaba ya saboreando el dulce sabor de la venganza.

»Un día Laszló regresó de su acostumbrado paseo vespertino para encontrar a su esposa sobre un enorme charco de sangre y a Erzsébet alimentándose de ella. Profiriendo gritos de horror, Laszló se lanzó sobre el que creyó se trataba del fantasma de la difunta condesa de Csejthe, pero esta demostró ser tan real como el mismo Laszló. Erzsébet estaba muy interesada en que Laszló supiera que la muerte no había sido un impedimento para vengarse y, entre carcajadas demoníacas, le contó que había hecho un pacto con el diablo en vida para poder regresar en la forma de un inmortal vampyr después que su cuerpo humano fuese inhumado. Al parecer, Laszló tuvo la suerte de que Erzsébet siguiera deseándolo a pesar de sí, porque se detuvo antes de matarlo para darle la opción de convertirlo en un vampyr igual a ella si accedía a ser su amante. Laszló fingió aceptar el ofrecimiento de Erzsébet y ella se hizo una herida en la muñeca para darle de beber.

»En vez de alimentarse de la infernal sangre de la condesa, Laszló se apoderó de una de las antorchas que colgaban del muro y le prendió fuego a su enemiga. Mientras esta aullaba de dolor e intentaba extinguir las llamas que la envolvían, Laszló hizo lo posible por reanimar a su esposa moribunda, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Sabiendo que la condesa iría tras él, tomó a su hijo en brazos y huyó del lugar en su caballo, no sin antes jurar regresar a Csejthe para darle muerte al vampyr. “Unos buenos campesinos socorrieron a Laszló y le dieron posada, pero él temía por su vida y partió al día siguiente. Pensando que tanto su hijo como él estarían más seguros en medio de hombres de Dios, optó por refugiarse en un antiguo monasterio que no estaba muy lejos de la región. Estando allí, Laszló tuvo la oportunidad de conocer a un anciano monje que había seguido los pasos de Dorotea Szentes, una antigua empleada de Erzsébet que había sido ejecutada por su complicidad en los crímenes de la condesa y a quien algunos aldeanos habían acusado de ser bruja. Después de escuchar la historia de Laszló, el monje se había alarmado tanto que había decidido viajar inmediatamente a Asís, donde vivía un buen amigo suyo a quien no veía hacía más de veinte años: la última vez que había tenido la oportunidad de hablar con su amigo, un viejo fraile franciscano, este le había advertido acerca de la existencia de maléficas criaturas que. Se alimentaban de la sangre de los humanos. El monje recordaba que su amigo también las había llamado vampyr, confirmando así la historia que Laszló le había referido. Laszló y el monje supusieron que habría sido Dorotea Szentes quien había iniciado a Erzsébet en las artes negras y quien la había ayudado a realizar el pacto con Lucifer para convertirse en vampyr”. A su regreso de Asís, el monje se había encontrado con que una extraña peste había invadido el pueblo de Csejthe y sus alrededores: varios habitantes habían muerto desangrados en sus lechos a causa de las mordeduras de algún animal que aún no había podido ser identificado. Las víctimas sufrían de violentos ataques de rabia y horribles alucinaciones antes de expirar maldiciendo la cruz de Cristo y el nombre de Dios. Instruido por el fraile franciscano, el monje se aseguró de seccionar las cabezas de todos aquellos que habían muerto a causa de la peste que azotaba la región, sabiendo que se trataba, en realidad, de los ataques del vampyr en que se había transformado la condesa de Csejthe.

»Laszló y el monje buscaron el escondite de Erzsébet durante meses antes de encontrarlo. Cuando al fin descubrieron el ataúd en que la condesa dormía, que era, por supuesto, uno muy distinto al que se creía contenía sus restos y que había sido enviado a la cripta familiar de los Báthory en Nyírbátor, Laszló y el monje seccionaron su cabeza y les prendieron fuego a sus restos, pero los ataques en la región no cesaron: Erzsébet Báthory era, en verdad, inmortal, tal como había proclamado serlo… O, al menos, era invulnerable a los métodos que estaban empleando para dar descanso eterno a sus víctimas.

»Un mes después, las muertes de Csejthe cesaron repentinamente: al regresar al lugar de descanso de Erzsébet, el monje halló su ataúd vacío. Así continuó estándolo a partir de ese momento. Laszló y el monje supusieron entonces, y no se equivocaban, que el vampyr de Csejthe había partido a otro lugar donde pudiese obrar sin interferencias. Laszló intentó encontrar a la asesina de su esposa sin ninguna suerte; no había registros de extrañas muertes por ataques que pudiesen adjudicárseles a los vampyr en ningún lugar del reino.

»El anciano monje se propuso documentar la crónica de la vida y transformación en vampyr de Erzsébet Báthory y comenzó a escribir un libro en minucioso detalle. Más adelante serían agregadas al libro ilustraciones realizadas por otro joven y talentoso monje que conocía muy bien los rostros de Erzsébet y sus cómplices pues a menudo había sido comisionado por la nobleza para hacer sus retratos. Después de hacer una extensa investigación entre los habitantes de la región, Laszló y el monje llegaron a conocer todos los crímenes que la condesa había cometido durante su vida. Sin embargo, no había rastros de ella: parecía haberse esfumado de la faz de la tierra. En 1630, Laszló y su hijo conocieron al gitano que les revelaría la historia de la cruz Patriarcal. En aquel entonces, los gitanos no eran menos despreciados entre los húngaros que hoy en día y, cada vez que acampaban cerca de alguna población, no faltaba quien los agrediera.

»Una mañana en que Laszló y su hijo caminaban a las afueras del bosque, escucharon unos gritos de mujer que provenían del interior de la espesura y se apresuraron a socorrer a quien estuviese pidiendo ayuda. Pronto hallaron a dos muchachos que se entretenían golpeando a una joven gitana. Después de darles a los jóvenes una paliza, llevaron a la gitana a la casa que habían comprado en el pueblo, donde cuidaron de ella hasta que se repuso. Cuando la acompañaron de vuelta al campamento para asegurarse de que nadie pudiese hacerle daño, el padre de la joven se mostró tan agradecido que, derramando lágrimas de amistad, les ofreció hermanarse con ellos por medio de un pacto de sangre. Laszló no deseaba unir su sangre con la de ninguna otra persona, menos aún después de su experiencia con la condesa. Temiendo ofender al amable gitano, decidió narrarle su historia. El gitano lo escuchó con toda atención y, cuando Laszló hubo terminado, procedió a contarle a su vez cómo los suyos habían sido atacados por los vampyr desde hacía dieciséis años. Los gitanos habían supuesto que los vampyr andaban tras tres cofres de plata que ellos custodiaban hacía cinco siglos y, como el contenido de los cofres era en extremo sagrado y valioso, habían decidido dividirlos entre la familia y tomar caminos separados. Laszló intuyó que los cofres debían ser de gran importancia en la lucha contra los vampyr y se atrevió a preguntarle al gitano cuál era su contenido. El gitano entonces le reveló que los cofres escondían en su interior cinco pedazos de madera que habían conformado en tiempos remotos la cruz Patriarcal.

»Esa noche, al regresar a su casa, Laszló no durmió. No podía dejar de preguntarse para qué los demoníacos vampyr querrían apoderarse de algo tan sagrado como las cinco piezas del madero en el que Cristo había muerto. Entonces, Laszló le pidió a Dios que lo iluminase y elevó una plegaria. De repente escuchó una voz proveniente de su interior. Era una voz hermosa y poderosa que le decía:

Cinco son los pedazos que evocan su sufrimiento.

Grande fue el tormento que encerraba su pasión.

Al reunirse los cinco acabarán los lamentos.

Si atravesaran el fondo de su oscuro corazón.

»Conmovido, Laszló se apresuró a escribir lo que había escuchado: sabía que Dios acababa de señalarle la única forma en que podía dar muerte a su enemiga, y comprendió que la razón por la que los vampyr deseaban adueñarse de los cofres era la necesidad de destruir lo único que podía enviarlos definitivamente al infierno. Al día siguiente muy temprano regresó al campamento de los gitanos para contarles lo que había descubierto, pero se encontró con que estos se habían marchado. Nunca los volvería a ver. El buen Laszló murió de viejo sin hallar a su enemiga ni tampoco a los gitanos que le habían ayudado a conocer el modo de acabar con ella.

»El poema fue transcrito al libro que el anciano monje había comenzado a escribir acerca de Erzsébet. Para ese entonces Laszló ya había fallecido y el libro estaba en manos del joven monje que se había dispuesto a ilustrarlo en memoria de su tutor. Al terminar de decorar las cubiertas, el joven monje le obsequió el libro al hijo de Laszló y le deseó suerte en su propósito de destruir a la Condesa sangrienta. El hijo de Laszló fusionó el emblema familiar de los Almos, la flor de lis, con el de la cruz Patriarcal, haciendo honor a la divina revelación que su padre había tenido. Desde ese entonces, el escudo de los Almos ha sido una cruz Patriarcal entre cuyas líneas se enredan pequeñas flores de lis. Aunque el hijo de Laszló no volvió a saber de la asesina de su madre, cuidó con su vida el libro que le había obsequiado el monje, legándoselo más adelante a su propio hijo, junto con el recuento de todo lo que sabía acerca de los vampyr.

»El nieto de Laszló, Andras Almos, no era físicamente parecido a su abuelo aunque si tenía los mismos rasgos de personalidad que habían caracterizado a este último: era bondadoso, compasivo, y tenía una genuina aversión hacia cualquier tipo de injusticia. Por desgracia, Andras era un hombre incrédulo y había preferido pensar que su abuelo había imaginado todo lo relacionado con los vampyr. Había crecido en París pero, después de cumplir los cuarenta años de edad, había tenido el deseo de conocer la tierra de sus padres. Andras Almos se había casado con una mujer francesa y había tenido dos hijos con ella, Matilde y Francisco. Aunque su familia no lo había acompañado en este viaje, Andras estaba muy entusiasmado por conocer la región donde su abuelo Laszló se había criado. La esposa e hijos de Andras recibieron una carta de su parte en la que decía haber llegado a Csejthe y estar complacido con el lugar. Eso fue lo último que supieron de él: Andras jamás regresó a Francia. Cuando su esposa fue en busca de él, nadie supo darle razón de su paradero.

»Fueron Matilde y Francisco quienes encontraron el cofre en que su padre había guardado el libro de la crónica de la vida de Erzsébet Báthory y un manuscrito redactado por su bisabuelo que narraba la historia de su vida y cómo esta se había visto truncada por el odio de un vampyr. Ambos dedujeron que la desaparición de su padre debía estar ligada a la malvada condesa y lamentaron profundamente el hecho de que su progenitor se hubiese tomado tan a la ligera las múltiples advertencias que Laszló hacía en su carta a las generaciones venideras.

»Matilde y Francisco comisionaron a un escribano para que hiciese una copia fiel del libro que habían heredado de su bisabuelo y cada uno guardó una de ellas. Francisco se estableció finalmente en territorio magyar, y es de él que ha surgido nuestra rama de la familia.

»Matilde se casó con Zoltán Bakócz y tuvo varios hijos. Sé que tenemos un pariente de nombre Bakócz que vive en Csejthe. El libro que le correspondió a Francisco fue el original escrito por el monje, y es el que tenemos escondido aquí mismo en nuestra casa, en un lugar seguro. Aunque está escrito en una mezcla de húngaro y latín, lo que dice puede descifrarse con paciencia si se tiene un buen conocimiento de ambas lenguas.

»Aún conservo el manuscrito que Laszló Almos escribió, hijo, y lamento tanto no habértelo enseñado antes. Me temo que el escepticismo de Andras Almos fue lo único que heredé de mis ancestros, además del libro y el manuscrito. Tú, en cambio, eres igual a Laszló… Tu madre encontró un retrato suyo metido entre las páginas del libro. Debe haber sido sacado del marco. Si lo vieras, pensarías que estás mirándote al espejo. Desdichadamente, creo que este es el motivo por el que el vampyr de Csejthe anda tras de ti, hijo mío querido…

»Erzsébet Báthory aún debe estar obsesionada con la imagen del único hombre que se atrevió a rechazarla… y tú eres su viva imagen.

El terror que sentí al escuchar la historia de mi padre fue tal que creí haberme petrificado. No había visto al demonio por coincidencia: me había buscado y encontrado a propósito. Mi madre había cerrado todas las puertas y ventanas de la casa, y mi padre había ido a buscar el libro y el pergamino para enseñármelos. Reconocí a Erzsébet Báthory de inmediato, horrorizándome con las láminas que ilustraban sus actividades y también al comprobar que no había cambiado desde el siglo XVI.

—Es ella —balbucí, devolviéndole el libro a mi padre.

—El libro es tuyo ahora, Adrien —dijo mi padre.

Pude ver en sus ojos que estaba tan asustado como yo.

—¿Cómo vamos a proteger a nuestro hijo? —preguntó mi madre, llorando calladamente a su lado.

—No lo sé, mujer —dijo mi padre, poniendo su mano sobre la de ella—. Creí que la historia de nuestra familia con la condesa había terminado hacía mucho tiempo. También había pensado que, si algún día hubiera existido algún vampyr, se habría limitado a atacar en Csejthe… ¡Erzsébet Báthory nos ha seguido hasta Irlanda! ¿Cómo nos ha encontrado?

—Debemos partir en cuanto despunte el alba… —dijo mi madre.

—Pediré a Ruairi que tenga el coche listo —dijo mi padre.

Dicho esto, salió de la casa sosteniendo el crucifijo que colgaba de la pared del comedor. Mi madre se abrazó a mí. Podía sentir sus lágrimas tibias derramándose sobre mi hombro.

—¡Sólo podemos rezar! —dijo, en medio de sollozos.

Yo hubiese querido unírmele pero sentía como si un pesado bloque de hierro me detuviese.

—Debo ir por mi crucifijo —dije. Mi madre se puso de pie y me dijo:

—Espera. Te traeré uno que tiene la forma de la cruz Patriarcal. Era de tu bisabuelo.

Yo tenía miedo de estar solo. Me acerqué a la ventana para ver si mi padre ya regresaba de hablar con Ruairi, el peón que entonces trabajaba para nuestra familia, pero no vi nada. La noche estaba muy oscura. Pasaron varios minutos hasta que distinguí movimientos a través del grueso ventanal. Me pareció ver la delgada silueta de mi padre por unos instantes, pero después todo estaba negro de nuevo.

Mi madre aún no volvía con el crucifijo prometido y mi pecho a duras penas si podía contener mi corazón. No me atrevía a moverme de la ventana.

—¿Madre? —llamé sin darme la vuelta, pero no obtuve respuesta.

Fue entonces cuando algo azotó el ventanal por el que miraba hacia fuera con tal fuerza que lo rajó de arriba abajo. El terror que el impacto me produjo hizo que me cayese hacia atrás.

—¡Madre! —grité de nuevo. Sólo el silencio me habló.

Temblando, me puse de pie. Algo terrible estaba ocurriendo, lo sabía. Me acerqué a la ventana. Aunque no quería saber qué había golpeado el vidrio, necesitaba asomarme. Lo que me hizo proferir un grito que inmediatamente se heló en mi garganta: afuera, en el suelo, yacía el cuerpo inerte de mi padre. Su rostro estaba bañado en sangre. Quería seguir gritando, pero había perdido la voz. Corrí hacia la parte posterior de la casa, golpeando todo lo que hubiese a mi paso. Tenía que ver a mi madre. Cuando alcancé el corredor, me detuve en seco: la puerta trasera de la casa estaba abierta de par en par. El viento aullaba, arrastrando consigo las largas y livianas cortinas del ventanal. El pánico se había apoderado de mí y no podía ni siquiera moverme. No fui capaz de hablar, tampoco. Me quedé de pie frente al pasillo, quieto como una estatua, esperando a que algo ocurriera.

—Adrien…

Era la voz de mi madre que me llamaba débilmente desde la última habitación. De inmediato, mi cuerpo reaccionó y mi miedo cedió ante el amor que sentía por mi madre. Este era superior a todo para mí. Atravesé el corredor, sintiendo que un sudor helado me cubría de pies a cabeza. Pronto llegué a la habitación y entré, atemorizado de lo que pudiese encontrar. El aroma de una vela encendida seguía allí, aunque no había ninguna llama que alumbrase la estancia.

—¿Madre? —pregunté con un hilo de voz.

El viento zumbaba en mis oídos. Agucé la vista, tratando de distinguir las siluetas de los muebles en la oscuridad. Intenté concentrarme lo mejor que pude aunque la cabeza me daba vueltas. ¿Dónde estaba mi madre? A tientas, di dos pasos hacia delante. Sólo entonces sentí su infernal presencia y reconocí su olor nauseabundo: supe que Erzsébet Báthory estaba dentro de la habitación conmigo. Súbitamente, el viento cesó de soplar y mi respiración entrecortada se hizo aún más evidente. Mi corazón estaba palpitando con tanta violencia que creí que iba a estallar dentro de mi pecho. Dos ojos incandescentes aparecieron frente a mí y su rostro cruel se dibujó en medio de la nada, ostentando una sonrisa triunfal.

—¿De veras creíste que podrías escapar tan fácilmente de mí, Adrien Almos? —preguntó, enseñándome sus dientes ensangrentados y haciendo una larga pausa—. Nadie rechaza a Erzsébet Báthory sin que haya consecuencias. Es una lástima que no lo hayas comprendido antes… una lástima para ti, por supuesto. Si hubieras aceptado mi generosa invitación, tus padres aún estarían vivos.

No puedo recordar lo que sentí cuando Erzsébet pronunció aquellas últimas palabras. A partir de ese momento, la luz de mi universo se extinguió, dejando sólo un vacío desgarrador que no ha hecho más que crecer con el paso del tiempo, alimentándose del deseo de venganza que me consume. Es todo lo que queda dentro de mí: odio y vacío.

Antes que pudiese reaccionar a la noticia de la muerte de mis padres Erzsébet ya se había abalanzado sobre mí, abriendo sus sangrientas fauces para clavar sus colmillos afilados en mi carne. Unos brazos que parecían estar hechos de hierro me habían sujetado por detrás, inmovilizándome mientras Erzsébet bebía mi sangre lentamente, hiriendo a la vez mi cuerpo y mi alma. Su inmunda esencia me sofocaba; el contacto con su boca fétida me producía espasmos de repulsión. La condesa maldita dejaba escapar jadeos de placer cada vez que interrumpía el aborrecible acto de alimentarse de mí. Sentí que mis fuerzas se desvanecían en tanto que el dolor aumentaba, haciéndose cada vez más insoportable. Al fin, cuando supe que ya no podría sufrirlo un segundo más, mi conciencia abandonó mi cuerpo.

Desperté en el interior de una celda cuyos húmedos muros quedarían grabados, piedra por piedra, en mi memoria. Traté de moverme y descubrí que gruesas cadenas sujetaban mis extremidades. No había ventanas, sólo una puerta de rejas que daba a algún lugar inescrutable.

La cabeza me pesaba y me costaba muchísimo mantener los ojos abiertos. No sabía dónde estaba, ni tenía las fuerzas suficientes para formular teorías. Tenía imágenes vagas de lo que había ocurrido antes de llegar ahí, pero volví a perder el conocimiento casi de inmediato a causa de la debilidad. Una helada ráfaga de viento volvió a traerme de vuelta a mis sentidos. Era tan fría que me traspasaba. Al abrir de nuevo los ojos me encontré con la figura de la asesina de mis padres. La acompañaban un hombre alto y una mujer rubia. No sabía cuál de los tres tenía una expresión más malvada. Fue Erzsébet quien habló:

—Cometiste un grave error al provocar mi ira como tu antepasado. Laszló Almos logró escapar pero, mucho después, tuve la suerte de que uno de sus descendientes, Andras Almos, se presentara en Csejthe. No me agradó, así que le di muerte. Ahora que te he encontrado a ti, he podido comprobar que la insensatez es hereditaria en tu familia: eres tan necio como Laszló. Aun así, eres tan hermoso que no deseo acabar con tu vida antes de hacerte mío. Anoche recibiste un justo escarmiento por tu conducta en el bosque. Quizá tal escarmiento te haya hecho reconsiderar mi propuesta. He decidido darte una segunda oportunidad, si te unes a nosotros, vivirás para siempre, Adrien Almos.

Hice uso de las escasas fuerzas que tenía para balbucir:

—Prefiero morir, maldita esclava de Lucifer.

Los ojos de Erzsébet se encendieron de ira.

—Mátenlo —sentenció.

Los otros dos se abalanzaron sobre mí, sus rostros transformándose en los de dos criaturas demoníacas de largos colmillos.

—¡Esperen! —exclamó la condesa cuando ya sentía la respiración de la mujer rubia sobre mi rostro y el hombre se disponía a clavar sus colmillos en una de mis muñecas—. Tengo una idea mejor. Ábrele la boca, Johannes. Asegúrate de que no pueda cerrarla.

Sabía lo que Erzsébet planeaba hacerme. Apreté los dientes tan fuertemente como pude, pero la mujer rubia tiró de mi cabeza hacia atrás tomándome por los cabellos y el hombre me abrió la boca haciendo uso de ambas manos. No podía hacer nada contra ellos. Erzsébet se hizo un corte en la muñeca con los dientes y su sangre comenzó a brotar.

—Si prefieres morir a ser mi amante, Adrien Almos, así será. Pero tendrás que encontrar la muerte tú mismo… después que te haya convertido en vampyr —dijo, y puso su brazo justo sobre mí de forma que su sangre cayese dentro de mi boca. Al sentir el contacto con el líquido caliente, contuve la respiración e hice lo posible por no tragar casi hasta asfixiarme. Luché contra las reacciones naturales de mi cuerpo largo tiempo, pero al fin mi garganta se abrió involuntariamente y la sangre de Erzsébet Báthory se adentró en mi cuerpo para convertirse en la mía, maldiciendo mi existencia a partir de ese momento.

—Sentirás la necesidad de alimentarte de sangre —sentenció Erzsébet—. Tarde o temprano, la urgencia será superior a tu tenacidad. Cuando así sea, tu alma y tu voluntad me pertenecerán. Entonces, Adrien Almos, te haré venir a mí, y tú mismo no querrás nada diferente a hacerme tuya porque yo te lo ordenaré así. Me servirás para siempre, a menos que logres matarte… lo que, como bien has de saber, hará que tu alma quede condenada a repetir el mismo acto una y otra vez por el resto de la eternidad.

Sentí que mi corazón dejaba de latir como lo había hecho hasta ese momento. Era como si mi sangre estuviese circulando al revés, como si todas las funciones de mi cuerpo se invirtieran. Horas enteras sentí que el dolor más intolerable me sacudía desde adentro. Mis ojos cesaron de ver, mis oídos de escuchar y ya no pude respirar. Un maléfico vacío se había apoderado de mí sin que yo pudiese hacer nada por impedirlo. Sentía que lloraba, pero no había lágrimas: era mi espíritu el que sufría el irremediable hecho de haber dejado de ser yo mismo para transformarme en maldición: la sangre de Erzsébet Báthory me había convertido en vampyr. De repente, todo el dolor cesó. Todo estaba muy silencioso. No tenía frío ni calor. Sólo la herida en mi cuello palpitaba. Ya no estaba en aquella celda: mis enemigos me habían abandonado en medio de un bosque. Creí que amanecía, pero los rayos del sol jamás llegaron. Mis ojos, simplemente, podían verlo todo en la más absoluta oscuridad. Supe instintivamente en dónde estaba: era el mismo bosque en el que había conocido a Erzsébet. Sin pensarlo, me puse de pie y me dirigí a casa de mis padres. Estaba corriendo pero no corría: me deslizaba por encima de las hojas con gran facilidad; nunca había experimentado ese tipo de movimiento. El trayecto que me habría dejado exhausto en otro momento a duras penas si me había cansado. El cadáver de mi padre me esperaba junto a la puerta principal. Parecía haber sido devorado por fieras, pero yo sabía muy bien qué le había ocurrido. Tomé su cuerpo en mis brazos y, abriendo la puerta de un solo golpe, me dirigí a la habitación principal, donde Erzsébet me había atacado. Allí, sobre la cama, había estado tendido el frágil cuerpo de mi madre todo el tiempo. La sangre se había secado en el sencillo vestido blanco que llevaba la última noche que la había visto con vida, así como en las ropas de la cama. Tenía heridas en el cuello, las muñecas y los tobillos.

Deposité el cuerpo de mi padre junto al suyo y los besé a ambos en la frente. Caí de rodillas y dejé que todo el dolor que llevaba en mi corazón escapara en un lamento desgarrador que hizo que toda la casa temblara. Esa fue la última vez que lloré. Antes que el sol saliese, tomé el pequeño maletín de viaje de mi padre y en él metí el libro de la vida de Erzsébet y el manuscrito de Laszló. Junto a estos encontré el hermoso crucifijo esmaltado que mi madre había ido a buscar para mí. Lo reconocí por el doble travesaño horizontal y las flores de lis que en él se enredaban. Aunque el contacto con él hizo que las manos me ardieran, me lo colgué alrededor del cuello. Tomé todo el dinero y las notas bancarias y enterré los títulos de propiedad y las joyas que encontré en la casa dentro de un cofre al pie del gran árbol que había en el jardín. Acto seguido, ensillé mi caballo y, después de liberar a todos los animales de los establos, le prendí fuego a la casa. Ruairi no estaba por ninguna parte. Me alejé galopando sin mirar atrás. Sólo tenía un propósito en mente: enviar a los vampyr a los más profundos abismos del infierno. No sabía qué hacer ni a dónde dirigirme: mi vida entera había sido destruida en una sola noche. Cabalgué sin rumbo hasta quedar sin aliento, y paré para darle de comer y beber a mi caballo en las cercanías de un pueblo. En ese momento el sol se puso y sentí que todas mis fuerzas regresaban. También sentí mucha sed. Traté de beber agua, pero mi cuerpo la rechazó. Me tumbé sobre el pasto seco deseando poder pensar en algo que no fuese todo lo que había vivido, pero el rostro de Erzsébet Báthory aparecía en mi mente cada vez que cerraba los ojos. Cuánto la odiaba. Hasta ese entonces, jamás había conocido tal sentimiento. Había tenido una vida sana y feliz en compañía de mis padres… ¡Mis amados padres! Al pensar en ellos creí por un momento que las lágrimas iban a asomarse a mis ojos, pero ya no podía llorar: mi corazón se había secado, como el campo en el verano.

Entonces divisé la cruz de la iglesia del pueblo elevándose por encima de los techos de las casas. No sé qué me hizo levantarme e ir hacia ella. La puerta de la iglesia estaba cerrada, así que amarré mi caballo y caminé hasta la puerta trasera. Golpeé varias veces, pero nadie contestó. Cuando estaba a punto de darme la vuelta, el cura párroco se asomó. Al verme, el delgado hombre soltó una ahogada exclamación y trató de cerrar la puerta. Entonces caí en la cuenta de que mi camisa estaba manchada de sangre y me apresuré a hablar, sosteniendo la puerta mientras el padre forcejeaba conmigo para cerrarla:

—¡Padre! ¡Necesito de su ayuda! ¡En nombre de Dios, por favor, escúcheme!

—¡Vampyr! —exclamó el cura, dejándome atónito—. ¡Márchate ahora mismo! ¡Deja esta población en paz! ¡Te lo ordeno, en el nombre de san Patricio y Cristo Jesús!

No pude contenerme y abrí la puerta en contra de su voluntad, despidiendo al cura contra la pared: tenía muchas más fuerzas de las que jamás hubiese soñado tener.

El pobre cura palideció y tembló, elevando su crucifijo hacia mí.

—¡Aléjate de mí, hijo de Lucifer!

—¡No voy a hacerle daño, padre! He sido atacado por los vampyr —dije, mostrándole la herida en mi cuello—. Necesito que me escuche, ¡por favor!

Le enseñé la cruz que llevaba alrededor del cuello.

—¿La cruz Patriarcal? —preguntó.

Yo asentí. No era común que alguien la llevase puesta en Galway.

—Los vampyr han matado a mis padres. He perdido a mi familia… Necesito de su ayuda —dije.

Él me observó con detenimiento. Parecía ver algo en mí que iba más allá de mi apariencia.

—Ha habido varios ataques en los alrededores en el último mes —dijo al fin el cura—. El galeno dice que es un animal salvaje. Pero yo sé que son ellos. Ya habían venido antes y se habían marchado. Ahora han vuelto… ¡Quién sabe qué estarán buscando!

—Me buscaban a mí —dije—. Y me han encontrado. Tengo que matarlos, padre. Tengo que matarlos antes de… convertirme en uno de ellos. Noté que el cura luchaba por contener su pánico.

—Hay un médico en el pueblo. No el recién llegado doctor Goldberg, sino otro que se hace llamar homeópata —balbuceó.

—¿Qué hay con él? —pregunté.

—Hace tres años hubo ataques similares a los de ahora. Las pocas personas que acudieron a él se salvaron de experimentar las dolorosas muertes que las otras víctimas sufrieron. Algunas incluso sobrevivieron. Tal vez el homeópata pueda ayudarlo a usted.

—Le suplico que me lleve a casa de ese hombre ahora mismo —pedí.

—No me atrevería a salir de esta parroquia con usted. Lo siento, tengo muchísimo miedo —tartamudeó el cura.

—¿Es mi apariencia tan temible en realidad? —pregunté, asustado.

—Mírese usted mismo en el espejo, muchacho —dijo el cura, señalándome uno con marco de plata.

Le obedecí. Al ver mi reflejo, di un salto hacia atrás: no era mi imagen la que había visto sino la de Erzsébet Báthory.

—¿Lo ve? —preguntó el padre.

—¡Dios mío! —exclamé.

Volví a pararme frente al espejo y entonces sí pude ver mi propio reflejo. Aunque me sentí aliviado, pude entender perfectamente al cura: mi rostro había cambiado. No eran sólo la palidez espectral de mi tez ni las profundas ojeras purpúreas que ostentaba. Era la expresión de mis ojos la que asustaba al padre. Me veía malvado. Giré hacia él y le dije:

—Ayúdeme.

—No sé cómo hacerlo sin arriesgar mi vida —dijo él.

—Podría leerme el evangelio, para empezar —le dije, perdiendo la poca paciencia que me quedaba. ¿No se suponía que los hombres de Dios debían ser fuertes en su fe? Comprendía que el padre me temiese, pero no que tuviera que ser yo, el vampyr, quien sugiriese el uso de los textos sagrados.

—¿Una misa? —preguntó el cura.

—¿Por qué no? —pregunté, poniendo los ojos en blanco.

Mientras el cura fue en busca de los implementos para la misa, me acerqué a la pila bautismal y sumergí mi mano en ella. Al igual que cuando había tocado el crucifijo que ahora llevaba sobre el pecho, sentí que la piel me ardía. Recogí un poco de agua en la palma de mi mano y bebí, quemándome un poco por dentro: su efecto en mí era el que antaño habría producido la más fuerte de las bebidas alcohólicas.

Presentí que sería bueno obligarme a beber un poco más y así lo hice. Con cada sorbo que bebía sentía, además de algo de dolor, una leve sensación de paz.

—¿Qué hace? —preguntó el cura, asomándose de nuevo a la capilla.

—Intento limpiarme por dentro —respondí—. ¿Qué creía usted? ¿Qué iba a darme un baño?

—¡En lo absoluto! —se apresuró a responder él. Era obvio que seguía estando asustado—. Acérquese. Vamos a iniciar la misa.

Me puse de rodillas y me di la bendición. Aunque me había dado la espalda, como es la tradición, el pobre cura volteaba la cabeza hacia atrás con frecuencia para mirarme. Llegado el momento de la comunión, le pedí a Jesús con toda mi alma que se hiciese uno conmigo.

El contacto con el cuerpo de Cristo me arrancó un gemido tan espantoso que el cura se cayó hacia atrás y luego corrió a esconderse tras la estatua de santa Brígida. Cuando me hube recuperado de la espantosa quemazón, lo observé mirándome desde su escondite.

—El vino, padre —le pedí.

—Toma tú mismo de la copa, hijo —dijo, temblando.

Tomé la plateada copa de la mesa de la comunión entre mis manos y bebí, experimentando un efecto similar al anterior. El dolor era tanto que tuve que aferrarme a la barandilla que separaba la nave del ábside para no caer al suelo. De repente, me sentí muchísimo mejor. Unos segundos después, el padre se acercó a mí y me ayudó a enderezarme.

—¿Por qué el súbito cambio, padre? ¿Es que ya no lo asusto? —le pregunté, muy asombrado.

—Sinceramente, hijo… en cuanto recibiste la comunión, tu apariencia se transformó. ¡Pareces otro! ¡Todo por la gracia de Dios!

Al terminar la misa volví a mirarme en el espejo: el padre tenía razón. Mis ojos habían recuperado, en gran parte, su expresión habitual, y mi tez había adquirido un poco de color que, si bien no era muy notorio, era un poco más humano que el anterior.

—Gracias, padre —le dije—. Sé que no desea acompañarme a casa del médico. Sólo dígame cómo llegar a ella, por favor. Yo la encontraré.

—Está bien, hijo —respondió—. Pero antes, ven conmigo. Te daré una camisa limpia. Le agradecí al padre su gentil obra de caridad y partí siguiendo sus indicaciones. Me había lavado el rostro y las manos, y le había advertido al cura que me vería de nuevo, necesitaba que me diese la comunión al día siguiente también.

Aquel era sin duda alguna uno de esos pueblos que parecían abandonados después de la puesta del sol. Sus calles estaban vacías y lo único que se escuchaba eran los cascos de mi caballo golpeando las piedras. Me tomó algo de tiempo encontrar la casa del homeópata, pues estaba casi al otro lado del pueblo y dos grandes árboles la ocultaban. Aunque no era muy tarde, no parecía que nadie en casa estuviese despierto. Aun así, llamé a la puerta rezando para que el médico la atendiese; no quería asustar a alguna débil mujer. Mis súplicas fueron atendidas: un hombre joven y robusto que llevaba una vela en la mano abrió la puerta.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, después de haberme mirado de arriba abajo rápidamente y con tal discreción que ninguna otra persona lo habría notado. Mis sentidos, empero, se habían aguzado a un punto tal que ningún detalle se me escapaba.

—He sido atacado —respondí, haciendo a un lado el cuello de mi camisa. Los ojos del doctor parecieron salirse de sus órbitas por un segundo, pero pronto se recuperó y me invitó a pasar:

—Venga conmigo —dijo, mostrándome el camino. No sabía que yo podía ver cada objeto en la oscuridad.

—Muchísimas gracias, doctor… —comencé a decir.

—McGraw —dijo él, sonriendo. Tenía el pelo rubio y bigotes del mismo color. Sus facciones eran regulares y tenía un aire de bondad y practicidad entremezcladas. Me ofreció una silla y se sentó, a su vez, frente a mí.

—¿Qué lo atacó? —preguntó, mirándome directamente a los ojos.

Su mirada era inteligente y perceptiva. Sus ojos eran color verde pálido.

—Un vampyr —respondí, esperando que el buen hombre me creyese.

—Eso pensé —dijo el doctor, poniéndose de pie y examinando mí herida de cerca, sin inmutarse—. Por favor, señor…

—Almos —respondí.

—Señor Almos, cuénteme todo lo que está sintiendo. Hágalo despacio, si es posible, para que pueda yo tomar nota.

El doctor tomó papel y pluma y yo procedí a explicarle todas las sensaciones que había experimentado a partir del ataque de Erzsébet sin que él me interrumpiese una sola vez. Sólo cuando terminé de hablar, el doctor me hizo algunas preguntas específicas acerca de mis síntomas físicos. Luego, me examinó la lengua y las pupilas.

—Ensayaremos un remedio que me ha sido de cierta utilidad con las otras víctimas y que mi padre obtuvo directamente del doctor Hering en América —dijo, dirigiéndose a un gran armario que estaba cerrado y tomando un diminuto frasco en el que estaba escrito Lyssin 200C. De este tomó una pastilla que disolvió en un frasco con agua. Después de darle siete golpecitos, me dio a beber un solo trago.

—Beberá un trago de esta solución cada hora —dijo—, hasta que veamos si hay algún progreso. Me gustaría que se quedase aquí para poder observarlo, señor Almos. Me sentí mal con el doctor McGraw. Él no sabía que yo era, en realidad, un vampyr, pues yo había omitido en mi narración todo lo ocurrido con Erzsébet exceptuando el hecho específico de haber sido mordido por ella… Y ahora él estaba ofreciéndome su hospitalidad.

—Se lo agradezco, doctor, pero la verdad es que preferiría dormir en… mi casa —mentí—. ¿Podría decirme cuánto le debo por su consulta y el remedio?

—No me debe nada —dijo el doctor, sonriendo de nuevo—. Sé que usted no vive en este pueblo. ¿A qué casa va a ir? Se ve cansado y débil. Le suplico que pase la noche aquí.

La bondad del doctor McGraw era superior a mi determinación de guardar en secreto lo que Erzsébet me había hecho. Necesitaba hablar con alguien y él parecía ser una persona íntegra y lo suficientemente fuerte como para escuchar mi historia, por más horrible.

—No le he contado toda la verdad, doctor McGraw… —le confesé al fin, soltando una honda exhalación—. Hay más. Mucho más.

—No se preocupe —dijo, y pude ver que era sincero—. Cuéntemelo todo. No tengo nada mejor que hacer que escuchar todo lo que usted tenga para decir.

Así pues, le referí a McGraw todo lo que ya te he contado a ti, Martina. El doctor me escuchó, como tú, con toda su atención y sin decir una sola palabra. Sólo se levantó para darme un trago del remedio cuando habían pasado sesenta minutos exactos. Lo supe porque, de alguna forma, había adquirido un perfecto sentido del tiempo.

—No sabes cuánto lo siento, muchacho —dijo el buen hombre cuando terminé de narrarle mi historia. Supe que en verdad estaba conmovido.

Había amanecido y yo todavía no tenía hambre.

—El Lyssin aún no ha hecho efecto, por lo que veo. Debemos ensayar otro remedio. Por favor, quédate aquí hasta que encontremos una cura —pidió.

—¿Es que acaso no me teme, doctor McGraw? —pregunté asombrado.

—Mi deseo de librarte de tu tormento es superior a cualquier temor que pueda tener, Adrien. Y, por favor… llámame William de ahora en adelante. Puedes contar conmigo para lo que necesites.

Desde ese día, William se convirtió en mi único amigo y confidente.

Pasé muchos días en su casa durante los que ensayamos gran variedad de remedios sin éxito. No dejé de visitar al cura párroco todas las noches para que me diese la comunión y, aunque no sentí apetito en ningún momento, tampoco sentía tanta debilidad que no pudiese moverme durante el día. Además, siempre experimentaba algo de calma interior después de beber la sangre de Cristo, por más que seguía quemándome por dentro cuando la consumía. William estaba francamente sorprendido de ver que, al cabo de veinte días, yo no había perecido sin probar bocado.

—Tengo que admitir que Dios sigue siendo superior a toda ciencia, Adrien —dijo.

Ambos estábamos seguros de que el vino consagrado estaba logrando que yo no muriese ni desease beber sangre.

—Deseo que intentemos algo nuevo, Adrien —sugirió William una noche—. Quiero preparar un remedio a partir de tu propia sangre y administrártelo. ¿Me darías tu permiso?

Yo habría intentado lo que fuese que él pensara apto para ayudarme. La herida aún estaba abierta y William tomó una diminuta muestra de sangre.

—¿Crees que eso será suficiente? —le pregunté, extrañado de que tan poca cantidad pudiese servir de algo.

—Necesitaré aún menos, muchacho —dijo él—. Es una de las grandes diferencias entre la medicina a la que la humanidad se ha acostumbrado y esta gran nueva ciencia, la homeopatía, nosotros utilizamos sustancias en diluciones infinitesimales.

Una vez el doctor hubo preparado el remedio batiendo una gota de mi sangre en agua y diluyéndola tantas veces en más agua y alcohol que perdí la cuenta, me dio a beber una cucharadita de la concentración final. Tuve una reacción espantosa casi de inmediato; fue casi como revivir el ataque de Erzsébet. El pobre William estaba tan angustiado que terminó hundiendo la cara en las manos y echándose a llorar, pero mi agonía pasó y me sentí igual a como me había sentido antes de consumir el remedio.

—Cometí un gran error, Adrien —dijo William—. No debí haber utilizado un nosode de tu propia sangre para esto. Al parecer, sólo la sagrada comunión es de alguna utilidad en tu caso.

Un par de días después, una muchacha fue atacada al otro lado del pueblo. Su familia había llamado al ya mencionado doctor Goldberg y la pobre criatura estaba con un pie en la tumba cuando alguien envió por William. Mi amigo salió a toda prisa llevando consigo varios remedios. La luz del sol me agotaba, así que durante el tiempo que pasé en casa de William jamás lo acompañé a ningún lugar. Sólo salía en las noches para ir a la iglesia. Ese día, William regreso a casa con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡La salvaste, muchacho! —exclamó.

—¿Cómo? —pregunté, levantando la vista del libro de la vida de Erzsébet, a cuya lectura me había dedicado por completo con la esperanza de encontrar algún indicio que me sirviese para destruirla.

—¡Tu sangre! ¡El remedio que preparamos! ¡Se lo administré a la víctima!

Sus síntomas eran exactamente iguales a los que experimentaste tú cuando te lo di a beber… ¡Sus heridas se han cerrado, incluso! ¡Ahora la muchacha está perfectamente bien! Adrien… ¡Hemos hallado el Simillimum!

—¿Simillimum? —pregunté, contagiándome del entusiasmo de McGraw.

—¡El remedio que es capaz de curar todos los síntomas del ataque de un vampyr! Similia similibus curentur es el principio de la homeopatía, e implica que una enfermedad debe ser curada por medio del remedio que le sea similar. Simillimum, como adivinarás, se refiere al remedio que es capaz de engendrar síntomas similares a aquellos de la enfermedad y, por lo tanto, curarla. ¡Adrien! ¡No puedes imaginar cuánto he buscado el Simillimum a los ataques de los vampyr! ¡Los pocos remedios que tengo jamás produjeron en mis pacientes el efecto que este logró! ¿Sabes lo que quiere decir? ¡No habrá más muertes por ataques de vampyr si este remedio se distribuye de forma apropiada!

—Eso es magnífico, William —dije, haciendo un esfuerzo por no bajar la mirada. Me alegraba sinceramente que otros pudieran salvarse gracias al remedio que William había preparado a partir de mi sangre, pero no podía evitar tener muy presente que no había ningún remedio que pudiese salvar mi alma.

—No te preocupes, Adrien —dijo él, adivinando mis pensamientos—. Sé que encontraremos un Simillimum para ti también.

Sonreí, tratando de parecer optimista, pero lo cierto era que no creía que tal remedio existiera. Llevaba dentro de mí la sangre de un demonio, y sabía que la única cura para mis tormentos era darle muerte.

Esa noche, después de la comunión, me quedé dormido bastante temprano en la cama provisional que William había acomodado para mí en la parte posterior de su casa. Soñé que me levantaba de la cama e iba a su habitación. Lo miraba dormir, y mi atención se iba hacia las venas que surcaban su piel translúcida. De repente, sentía que necesitaba beber su sangre desesperadamente. Tenía hambre y sed, tanta que no podía contenerme. Me abalanzaba sobre mi amigo y clavaba mis dientes en la coyuntura de su brazo, bebiendo su sangre hasta la saciedad. Desperté en la mitad de la noche, sobrecogido, sin saber si mi sueño había sido real o no. ¿Habría sido capaz de atacar a mi único amigo?

Corrí hacia su habitación gritando su nombre repetidamente por el pasillo. Cuando entré en ella, me encontré con un William desorientado que trataba de encontrar su lámpara de aceite.

—¿Qué ocurre? —preguntó. Él no podía verme pero yo a él sí: mi amigo estaba bien. Aliviado, dejé escapar un hondo suspiro. Alcancé su lámpara y la encendí.

—Tuve el sueño más terrible, William —dije, parándome frente a él—, soñé que te atacaba.

William se quedó mirándome unos segundos y dijo al fin:

—No te preocupes, amigo. Fue sólo un sueño. Vuelve a dormir.

—No, William —respondí—. No fue sólo un sueño. Es la verdad.

Tengo sed de sangre ahora mismo. Ya no me fío de mis impulsos. Debo partir.

Pude ver la tristeza en su rostro.

—Aún podemos ensayar otros remedios, Adrien —dijo, pero mi decisión era irrevocable.

—No tengo cómo agradecerte todo cuanto has hecho por mí, William —respondí—. Te juro por mis padres que volveré en cuanto acabe con mi enemiga.

Dicho esto, salí de su habitación y recogí mis cosas a toda velocidad. En menos de un minuto ya estaba sobre mi caballo.

—¡Espera, Adrien! —gritó William desde la puerta—. ¡Lleva contigo una botella del Simillimum! Así, si algún día atacas a alguien, ¡al menos podrás curarlo!

«Si es que no lo he matado antes», pensé, pero sabía que William tenía razón. Debía llevar conmigo una botella.

Aunque no quería acercarme a él de nuevo, pues en verdad temía no poder controlar mi hambre y sed de sangre, quería también darle un fuerte abrazo por brindarme su amistad y su generosidad. Lo esperé montado sobre mi caballo.

—Aquí tienes, amigo —dijo, extendiéndome el frasco—. Cuando esté por acabarse, sólo debes llenarlo de nuevo con una mezcla de agua y brandy. Trata de repartirlo entre todas las personas que puedas, diluyendo unas gotas en un frasco de agua… Este remedio ha de salvar muchas vidas. Recuerda que tú no eres el único vampyr.

William sonreía. Yo hubiera querido poder llorar. Me ofreció su mano y la estreché, deseándole de corazón toda la felicidad del mundo.

—Prométeme que me escribirás, Adrien —me pidió.

—Te lo prometo, William McGraw.

Después de ese episodio, decidí que lo mejor sería que me alejase de la humanidad para siempre. Le pedí al cura que me diese una botella de vino consagrado, que me entregó a regañadientes y sólo tras explicarle que, sin ella, terminaría por matar a varias personas, tal vez a él mismo, muy pronto. Me interné en uno de los bosques cercanos y, desde aquel entonces, me convertí en una criatura que operaba de noche. Sólo cuando se ponía el sol me atrevía a visitar el mundo de los humanos, siempre en busca de pistas que pudiesen ayudarme en el propósito de destruir a mi enemiga. Revisé una por una cada biblioteca de Irlanda hasta que me convencí de que los libros no contenían ninguna información que pudiese serme útil para acabar con ella de forma diferente a la única que conocía. Tampoco había cura para el mal que se había apoderado de mí que no fuese la muerte, y yo no deseaba morir. Por más que trataba de borrar el rostro de Erzsébet Báthory de mi cabeza, no podía: estaba siempre en mis sueños y, cada noche, cuando ella estaba alimentándose, lo sabía y sentía sed de sangre.

Sabía también cuándo dormía, cuándo viajaba y si estaba más lejos o más cerca de mí, pero no cuál era su paradero exacto. Aunque así lo hubiese deseado, aún no tenía armas para enfrentarme con ella y los suyos.

Los meses pasaban y con ellos crecían mi angustia y desesperación. Necesitaba darle muerte a Erzsébet antes que mi propia necesidad de beber sangre me venciese; no había probado bocado o bebido nada que no fuese sangre de Cristo desde que la condesa me había hecho vampyr: sabía que era sólo gracias al vino consagrado que aún no había matado a nadie, y siempre que estaba por acabar la botella lo robaba de alguna iglesia si el cura no aceptaba dármelo voluntariamente, pero mi naturaleza humana parecía escapar de mí a pesar de todos mis esfuerzos por retenerla, mientras mis nuevos instintos infernales ganaban fuerza.

Luego, pasé alrededor de un año vigilando los campamentos gitanos de Irlanda, Inglaterra y Escocia con la esperanza de encontrar los restos de la cruz Patriarcal sin ningún éxito. Sin embargo, una noche en la que había estado a punto de ceder ante mis inclinaciones asesinas y me había quedado dormido rogándole a Dios que evitase que cayera en tan casi irrefrenable tentación, tuve un sueño en el que veía a Erzsébet hablando con su aliada rubia acerca de su castillo de Csejthe; decían no poder entrar en una celda en cuyo interior estaba un cofre de plata. Al despertar, supe que este era uno de los cofres de los que necesitaba apoderarme. Debía viajar a Csejthe: estaba decidido a llegar allí y robarlo antes que mis enemigos lo hicieran. Me embarqué con mi caballo en un buque que transportaba ganado equino de Irlanda a Europa continental y, después de dormir en la cubierta unas quince noches, arribé a Francia. Cabalgué hacia la tierra de mi padre, deteniéndome sólo para alimentar a mi caballo y permitirle reponerse. Una vez en los Pequeños Cárpatos, seguí el viejo mapa trazado por el monje en el libro hasta llegar a los feudos de Erzsébet el 18 de octubre de 1879.

No me fue muy difícil encontrar el castillo: dominaba el poblado desde una colina, y pude oler desde lejos los restos de sangre que habían manchado sus empedradas paredes. El lugar estaba deshabitado y pude entrar en él fácilmente. Las imágenes que llegaron a mi mente en cuanto puse un pie en su suelo me horrorizaron. Los gritos de las más de seiscientas jóvenes que habían sido torturadas y asesinadas por Erzsébet y los suyos habían quedado atrapados en el interior de la que fue su morada tantos años. Todos los crímenes de la Condesa sangrienta desfilaron ante mis ojos en cuestión de minutos.

Pude ver también cómo había entregado su alma al demonio en el más sangriento ritual que alguien pudiese haber imaginado. El castillo de Csejthe tenía un aura casi tan negra como el alma de la que había sido su dueña.

Cuando llegué a la única habitación que estaba cerrada, supe que allí adentro había muerto Erzsébet. Esta habitación no tenía una puerta común: la resguardaba una puerta estilo Székely. Traté de abrirla ensayando mil combinaciones diferentes, pero me fue imposible hacerlo.

Revisé cada rincón del castillo en busca de algún documento que contuviese la combinación correcta: no había un solo libro o papel en toda la propiedad. Todos sus tesoros debían haber sido saqueados o transportados a otro lugar. No quería perder más tiempo, así que traté de tumbar la puerta con un hacha que encontré en una de las estancias vacías: la herramienta se deshizo en pedazos contra la impenetrable madera sin dejar ninguna hendidura. Lo intenté todo, incluso prenderle fuego: la puerta seguía estando intacta hiciera yo lo que hiciese. Comprendí entonces por qué Erzsébet y sus aliados no habían podido entrar y, rendido, caí sobre el suelo hundiéndome en el abismo de la desesperanza: las paredes eran tan gruesas que tomaría años tratar de derrumbarlas para entrar a la celda. La única solución sería encontrar la combinación para abrir la puerta antes que mis enemigos lo hiciesen. Pero, si Erzsébet era la dueña del castillo, ¿por qué no podía abrir esa habitación? Había tenido tiempo de sobra para demoler los muros que la separaban del cofre… Entonces caí en la cuenta de algo importante: Erzsébet no debía ser la dueña legal del castillo puesto que estaba muerta para el resto del mundo. Un rayo de luz entró por la apertura de una de las ventanas en ese momento, cayendo sobre mi frente. Había amanecido.

Me compuse tan bien como pude y me dirigí al pueblo. Necesitaba averiguar quién era el actual propietario del castillo de Csejthe: esa persona podía conocer la clave para abrir la puerta Székely.

Decidí abordar a un campesino que estaba sentado en el camino sobre una piedra.

—Buenos días —dije—. ¿Podría usted decirme quién es el dueño de aquel castillo abandonado que está sobre la colina?

El hombre me miró de pies a cabeza con desconfianza, y al fin dijo:

—Ese castillo no le pertenece a nadie más que al demonio. El último propietario prácticamente lo regaló con tal de deshacerse de él. Desde entonces, ha permanecido deshabitado. Ese lugar está maldito. No debe hablar de él; es de mala suerte.

—¿Sabría usted de casualidad quién lo adquirió? —pregunté.

—Lo ignoro… y, créame, es mejor así. No debería hacer preguntas, forastero.

Dicho esto se levantó y, dándome la espalda, se alejó rápidamente.

Antes de desaparecer detrás del soto, se dio la vuelta para echarme una última ojeada. Era obvio que se había asustado con mi simple interrogatorio. Esperé que los habitantes del pueblo fuesen más informativos, aunque entendía el miedo del campesino, pues lo que decía era cierto: el castillo de Csejthe estaba maldito.

Ya en el poblado, pensé que la taberna sería el mejor lugar para buscar información, sus clientes estarían borrachos después de haber bebido toda la noche y tal vez eso me sería de provecho. Me había equivocado: la amabilidad natural de los aldeanos se veía bruscamente interrumpida al mencionar yo el castillo de la colina. Todos, sin excepción, se levantaban y se marchaban en cuanto me atrevía a sacarlo a colación.

Descorazonado, tomé mi maletín y me levanté para salir.

Sabía que no sería más fácil fuera del bar. Si los borrachos se habían mostrado tan atemorizados, las gentes sobrias saldrían corriendo.

—Vaya a ver al notario —dijo una voz femenina.

Me giré para encontrarme con la camarera, quien había estado sirviendo los tragos a mí alrededor sin que yo me percatara de su presencia.

—Él puede darle la información que necesita —terminó de decir, bajando la mirada.

—Muchísimas gracias, señorita —dije—. ¿Sabe usted dónde podría encontrarlo?

—La notaría es la casa pintada de amarillo que está al frente de la plaza, pero es muy temprano aún. El notario no atenderá a nadie hasta después de las nueve de la mañana… aquí cada quien tiene su propio horario. Sin embargo, si usted lo deseara… —dijo ella, sonrojándose ligeramente—, podría pasar unas cuantas horas en mi compañía. Se nota que no ha estado con una mujer en mucho tiempo.

Yo sabía muy poco acerca del mundo en el que vivimos, Martina, y no comprendí el verdadero significado de sus palabras.

—Es cierto —dije, sin siquiera saber lo que estaba admitiendo—. No he hablado con nadie hace varios años.

Entonces ella se acercó a mí y, rodeándome con sus brazos, me dijo:

—Yo no estoy sugiriendo que hablemos…

De repente, entendí a qué se refería y me zafé de su abrazo rápidamente.

—Lo siento muchísimo, señorita —balbucí—. Debo marcharme ahora… gracias por su ayuda.

La escuché reír por lo bajo cuando tropecé con uno de los taburetes en medio de mi precipitada salida de la taberna. Me sentí tonto, pero sé que no lo soy, Martina. Aun si no fuese renuente a la idea de utilizar a alguien para mi propio placer, nunca había pensado en mujer alguna hasta que… Perdona, me estoy desviando de mi relato.

Esperé a las afueras del pueblo a que fueran las nueve de la mañana y fui a buscar al notario. Tiré de la campana de la puerta pero nada ocurrió. Insistí varias veces hasta que perdí la paciencia y decidí asomarme por una de las ventanas laterales de la casa. Mi corazón se detuvo: dos cuerpos bañados en sangre yacían inertes sobre el suelo de mosaicos. Los vampyr habían estado allí. Sin pensarlo dos veces, rompí el cristal y entré a la casa por la ventana.

Fue demasiado, Martina. El aroma de la sangre fresca llegó hasta mí y se me hizo agua la boca. Aunque ambos estaban muertos, el ataque había sido reciente. Yo no había probado bocado en más de dos años.

Mi instinto me llevó al cuerpo del hombre; sabía que aún quedaba algo de sangre dentro de él. Sentí que mi rostro se transformaba: por primera vez, mis colmillos habían crecido y toda mi voluntad se había desvanecido.

Estaba a punto de beber la sangre de un mortal cuando la risa de Erzsébet llegó hasta mis oídos. Me detuve en seco: su voz provenía de la otra habitación. El odio que sentí fue superior a mi hambre y sed. Hacía años que no me encontraba con mi enemiga, y ahora estaba en la misma casa que yo. Seguí el sonido de su voz y la hallé en la habitación contigua: estaba de espaldas a mí, inclinada sobre una pila de papeles en compañía de la rubia a quien ya había visto durante mi corto cautiverio. Instintivamente, tomé a cada una por los cabellos y las golpeé la una contra la otra antes que ellas siquiera supiesen qué había ocurrido. Lo hice una y otra vez, mientras trataban de defenderse en vano. Erzsébet sacó sus garras filudas y me arañó el rostro; de allí la cicatriz que surca mis labios. Aun así, sus esfuerzos por soltarse de mí fueron inútiles. Comprendí que ser vampyr me había dotado de increíbles fuerzas físicas cuyo potencial hasta entonces aún no había utilizado para mis propios fines: era mucho más poderoso que mis dos enemigas juntas así sólo me hubiese alimentado de vino consagrado desde mi conversión.

Ver sus rostros transformados me llenó de más odio e incrementó la violencia de mi ataque. Lancé a la rubia con tanta fuerza contra la pared que sus huesos crujieron. Cayó al suelo, perdiendo el sentido a causa del brutal impacto. Sostuve a Erzsébet contra la alfombra, sentándome sobre ella y sujetándola por las muñecas con una sola de mis manos mientras la golpeaba repetidamente con mi puño libre.

No había descubierto lo que era sentir placer con el dolor ajeno hasta ese momento. Sabía que no iba a poder matarla, pero iba a dejarla tan mal malherida que tardaría mucho tiempo en recuperarse… Al menos eso creía yo. Erzsébet intentó morderme varias veces, volteando la cabeza hacia el brazo con que la estaba sosteniendo y enseñándome sus enormes colmillos.

—¿Se te olvida que soy vampyr, Erzsébet Báthory? —grité.

—¡Maldito! ¡Tu ser me pertenece, Adrien Almos! —chilló.

—Aún no, Erzsébet —dije.

Entonces mi crucifijo se deslizó con el movimiento de mi cuerpo hasta su rostro y algo maravilloso ocurrió: su piel enrojeció, quemándose y ampollándose al contacto con el objeto sagrado.

Erzsébet lanzó un grito de sorpresa y terror.

—¿Cómo puedes llevar…?

—Soy católico, Erzsébet… —contesté—. Espero que puedas apreciar la ironía de la situación.

Tomé el crucifijo y se lo estampé contra la otra mejilla, haciéndola proferir un aullido de dolor. Sostuve el crucifijo contra su piel mientras ella chillaba debajo de mí hasta que perdió el conocimiento. La otra vampyr ya estaba despertándose. Inmediatamente me incorporé e, inmovilizándola, esperé a que abriera sus ojos para enseñarle el crucifijo.

—Buenos días —le dije.

La sentí temblar del terror al ver el crucifijo.

—¡Suéltame, maldito! —gritó.

—No —dije—. Y, si no quieres correr con la misma suerte de tu señora, vas a tener que cooperar.

El rostro de Erzsébet había quedado desfigurado con las quemaduras que el crucifijo le había dejado.

—Se recuperará en cuanto se alimente de nuevo, idiota —dijo su amiga, escupiéndome en la cara—. Además, yo no soy la sirvienta de nadie. ¡Soy Anna Darvulia!

—Pues a mí me pareces sumamente obediente —dije, esperando obtener más información—. ¡Se diría que eres su criada! Tanto tú como el otro vampyr seguís siendo sus vasallos.

—Johannes Ujvary fue un criado de Erzsébet hace mucho tiempo… pero mi sangre es tan noble como la de Erzsébet —dijo ella, desafiándome con la mirada y adoptando una actitud tan digna que me arrancó una carcajada.

—Pues ambas sois tan salvajes que parecéis haber sido criadas por lobos… aunque, en realidad, los lobos tienen mejores modales. Además, por lo que veo, la condesa ha perdido su propiedad. ¡Debe ser difícil estar en la miseria después de haber sido tan rico en vida!

—¡Iluso! Los tres tenemos muchísimo dinero. En cuanto al castillo, ya lo recuperaremos. Será tan fácil como darle muerte a su propietario… tan fácil como fue matar a tus padres.

Le estampé el crucifijo en plena cara, pero no era suficiente para calmar la ira que sentía. Darvulia se retorcía del dolor, tanto o más que Erzsébet, lo que se me antojó curioso. Se me ocurrió que el crucifijo debía haber adquirido poderes especiales al haber herido a Erzsébet.

Las arrastré a ambas a la habitación en la que había dejado mi maletín al lado de los cuerpos de los que asumí eran el notario y su esposa. Erzsébet seguía estando inconsciente.

—Johannes no tardará en llegar y ¡te hará pagar por lo que nos has hecho! No sabes cuán poderoso es… ¡Te destruirá, maldito! —dijo Darvulia.

Abrí mi maletín y extraje la botella en la que llevaba la sangre de Cristo. Si un crucifijo era capaz de hacerles tanto daño, me pregunté cuál sería el efecto que el divino líquido ejercería sobre ellas. Sólo acercar la botella a Darvulia hizo que se estremeciese de pavor.

—¿Qué hay en esa botella? —balbució.

—Pronto lo sabrás —le dije, sonriendo.

Hice con Darvulia como ella había hecho conmigo la noche en que me habían convertido en vampyr, tiré de sus cabellos hacia atrás, la forcé a abrir la boca y derramé un chorro de vino consagrado dentro de sus fauces.

—La sangre de Cristo —dije.

No me esperaba que fuese a estallar en llamaradas entre chillidos de agonía. La solté antes que el fuego me alcanzase e, igualmente, derramé una buena cantidad de vino dentro de la boca de la condesa, quien despertó de inmediato para unirse a Darvulia con sus alaridos, quedando envuelta en llamas a su vez. Corrí a la habitación donde habían estado revisando documentos cuando las encontré y metí en mi maletín todos los papeles que estaban sobre la mesa. En ese momento escuché la voz del otro vampyr, quien seguramente acababa de entrar a la casa del notario y estaría tratando de apagar las llamas que consumían a sus aliadas.

—¡Almos está en la otra habitación! —gritó Erzsébet—. ¡Alcánzalo, Johannes, que no se escape!

Sabía que podría hacer muy poco contra Ujvary. Era en verdad corpulento, muchísimo más que yo, y no tenía dudas de que sí se había alimentado de sangre humana constantemente. No estaba en condición de medir mis fuerzas contra las suyas. Abrí la ventana para escapar por ella, pero Ujvary llegó a la habitación antes que yo pudiese salir. Tomándome por los hombros, me atrajo hacia sí y, acto seguido, me lanzó volando contra la chimenea. Los contenidos de mí maletín de dispersaron por el suelo. Vi cómo la botella que contenía la sangre de Cristo se rompía en mil pedazos.

—No sabes a quiénes te enfrentas, Almos… —dijo Ujvary, dirigiéndome una mirada apocalíptica.

—Te equivocas, maldito —dije, limpiándome la sangre que sentí correr por mis labios como consecuencia del golpe. Siguiendo un impulso, me puse de rodillas y me mojé las manos con los restos del vino consagrado que habían quedado sobre el suelo.

—¿Qué diablos haces? —preguntó Ujvary, riendo y abalanzándose sobre mí. Lo esperé con los brazos en alto.

Cuando estaba a punto de agarrarme, amasé su rostro frío y blando con mis manos húmedas. El olor de carne quemada llegó a mí de inmediato. Volví a meter los documentos al maletín tan velozmente como pude mientras él se cubría el rostro, gritando y maldiciendo. Salí por la ventana y me deslicé por las calles del pueblo esperando que mis enemigos no hubiesen podido seguirme, aunque no se los veía por ningún lado.

Después de eso, me escondí en el bosque durante horas. Necesitaba abastecerme de más vino consagrado: esa mañana había estado muy cerca de beber sangre humana; mi fuerza de voluntad estaba menguando precipitadamente. También pensé en tratar de encontrar el escondite de mis enemigos; no quería perderles el rastro, pues sólo ellos podrían llevarme a encontrar los restos de la cruz Patriarcal. Decidí revisar los papeles que había tomado de casa del notario: estaba seguro de que debían contener información valiosa tanto para mí como para los otros vampyr. Al abrir mi maletín, noté que el libro de la vida de Erzsébet había desaparecido, y maldije por lo bajo. Debía haberse salido junto con los demás documentos cuando Ujvary me había atacado. Ahora Erzsébet sabría que yo conocía la forma de matarla y esto la haría obrar con mayor presteza. Traté de leer con atención a pesar de lo molesto que estaba por haber perdido mi libro. Los documentos que tenía ante mí eran copias de las escrituras del castillo de Csejthe. Los títulos habían sido transferidos a una Verónika Székely al morir el último propietario. No había ningún registro del domicilio de Verónika Székely en los documentos, pero hallé una dirección correspondiente al bufete del abogado que había firmado los papeles en su nombre, estaba situado en Pest. No sabía si partir a Budapest de inmediato o si quedarme en Csejthe para obtener nueva información relacionada con el paradero de los cofres por medio de mis rivales. Al final me decidí por la primera opción.

Al caer la noche me introduje silenciosamente dentro de la pequeña iglesia del pueblo y tomé los restos del vino consagrado que había en la urna de oro, mezclándolos con una nueva botella de vino: había descubierto que era igualmente efectivo y así lo hacía durar de forma indefinida. Beber la sangre de Cristo me era cada vez más difícil, e intuí que llegaría el día en que me prendería en llamas como mis enemigos al hacerlo. Sabía que sólo el hecho de no haberme alimentado de sangre humana me permitía realizar mi comunión diaria y estar en contacto con objetos sagrados sin que ello me hiciese daño.

Busqué mi caballo. Me había esperado fielmente a las afueras de Csejthe sin que yo tuviese necesidad de amarrarlo y, después de darle de comer, monté sobre él y me dispuse a viajar Budapest. Mi caballo sabía cuándo era menester que alcanzásemos algún lugar lo más pronto posible y cabalgaba con fuerza e ímpetu para ayudarme en mis propósitos. Sentía que me alejaba de Erzsébet al alejarme de Csejthe por lo que, después de unos días de viaje, supuse que ella y los otros dos vampyr aún no habían emprendido el camino hacia Budapest.

Ignoraba si habían podido inspeccionar todos los documentos que estaban en mi poder, pero no podía fiarme de mi suerte.

Era de noche cuando llegué a Pest, y recé para que el abogado hubiese partido a su casa para entonces. Al menos desde el exterior, el lugar parecía estar vacío. Me colé por la puerta trasera e inicié la extenuante labor de revisar sus archivos. Para cuando salió el sol aún no había encontrado nada referente al castillo de Csejthe. Sin embargo, la dirección del domicilio de Verónika Székely estaba en su libro de contactos y eso era lo que realmente necesitaba. Cambié el nombre de la calle en el papel en caso de que Erzsébet tuviese una idea similar y encontrase el libro con su dirección. Salí dejándolo todo tal como estaba antes; no quería que mis enemigos descubriesen que me les había adelantado.

El palacete estaba deshabitado. El césped del jardín había crecido y la correspondencia se había acumulado en una enorme pila al otro lado de la ranura que había en la puerta principal. Aunque había ropas en los armarios y las bibliotecas estaban llenas de libros, los muebles estaban cubiertos con sábanas y había polvo y telarañas por todo el lugar. Era obvio que nadie había entrado en esa casa en años. Me pregunté si Verónika Székely se habría mudado a algún otro lugar, pero me temí algo mucho peor. Algo me decía, al mirar sus cosas, que Verónika Székely había dejado el mundo hacía muchísimo tiempo. Me pregunté si tendría familiares vivos y, si la corazonada que tenía acerca de su muerte era acertada, cuál de ellos habría heredado el castillo de Csejthe. Quienquiera que fuese, esa persona corría gran peligro. Encontré un atado de cartas en el cajón de la mesa de noche de la alcoba principal. Varias de ellas eran cartas de un señor Székely con dirección en Szentendre. Yo estaba exhausto, no había dormido en varios días y el cansancio acumulado estaba comenzando a empañar mis facultades mentales. Decidí subir al ático y dormir allí algunas horas antes de ir en busca del pariente de Verónika Székely. El ático estaba lleno de antigüedades y objetos extraños de todo tipo; tuve que abrirme espacio en un rincón para poder extenderme sobre el suelo.

Me quedé dormido casi de inmediato y empecé a soñar con un enorme edificio de piedra rodeado de montañas. Parecía ser un antiguo monasterio, aunque remodelado y adaptado a condiciones de vida presentes. Caía una espantosa tormenta y yo estaba montado sobre mi caballo, mirando hacia él desde el bosque. Entonces, una de las ventanas del tercer piso se abría y una mujer vestida de blanco se asomaba por ella. El agua le caía sobre el rostro y el vestido. De repente, sus ojos se clavaban en los míos.

No sabía si podía verme o no, pero yo no podía dejar de mirarla: era la mujer más hermosa que hubiese visto en mi vida. Una voz desconocida que provenía de mi interior me habló en ese momento: «Ella te mostrará cómo abrir la puerta», dijo, o al menos eso creí escuchar. Esa mujer eres tú, Martina.

Mientras cabalgaba a la mañana siguiente hacia la casa del remitente de las cartas que había hallado, repetí mentalmente el sueño que había tenido hasta estar seguro de no olvidarlo. No cesaba de preguntarme quién sería la mujer que había visto y qué conexión tendría con los vampyr, los cofres de plata o el castillo de Csejthe. Sabía que nunca había estado en aquel lugar de mi sueño, y me pregunté si existiría en la vida real. La casa del señor Székely estaba rodeada por un pequeño jardín, y me acerqué a ella escondiéndome entre las sombras. Me pareció ver varias siluetas a través de una de las ventanas y me pegué a la pared adyacente, aguzando el oído para escuchar su conversación. Distinguí tres voces masculinas y una aguda voz femenina que me resultó verdaderamente desagradable.

—¡No, no, y mil veces no! —exclamó la mujer—. ¡Esa tonta jamás creería que queremos acogerla en nuestro hogar después de haber entablado semejante disputa legal por los bienes de Verónika con su abogado! ¡Es la peor idea que he escuchado, István!

—¿Qué sugieres que hagamos entonces, madre querida? Tú fuiste quien sugirió que papá la enviase a Sainte-Marie-des-Bois… —dijo uno de los hombres.

—¿Y qué querías que hiciese? —replicó ella—. ¡No tenía tiempo de ocuparme de esa mocosa! Además, con lo pesados que me resultaban sus padres en vida, no podía menos que suponer que tenerla cerca a diario habría sido poco menos que una tortura…

—¡Te he pedido que no te expreses así de mi sobrina, Éva! —dijo otro de los hombres.

—Tú cállate, Eduardo. No has hecho más que malgastar el poco dinero que logré sacarle a su abogado… ¡Tú y tus ridículas ideas de negocios! ¡Habríamos podido adquirir una propiedad que nos diese alguna renta con ese dinero!

Noté que se había hecho un silencio incómodo en la estancia.

—¿Y bien? —preguntó otro de los hombres—. Nuestra primita está por cumplir los dieciocho años y papá tendrá que hacerle la entrega oficial de todos sus bienes a su abogado. ¡Ese hombre me tiene harto! No ha aceptado ninguna de las propuestas que le he hecho. No sé qué ridícula lealtad le profesa a la memoria de mi difunto tío pero, si pudiese hacerlo, les aseguro que no sentiría remordimiento alguno enviándolo a reunirse con él en el más allá.

—Cálmate, Gábor, querido —dijo la mujer cuyo nombre, según había escuchado, era Éva—. Ya se nos ocurrirá alguna forma de quedarnos con esas dos propiedades.

—Esas dos propiedades han quedado inhabilitadas gracias al patético manejo que tu querido Gábor les ha dado, madre —dijo la voz masculina que adiviné pertenecía al hombre más joven de los tres, al que habían llamado István—. Necesitaríamos mucho tiempo para ponerlas a producir de nuevo. Tiempo y dinero.

Me pregunté si alguna de las mencionadas propiedades sería el castillo de Csejthe.

—Por más pequeñas que sean esas dos propiedades, son nuestra mejor opción de supervivencia por el momento. Al menos su venta nos proporcionaría algo de dinero mientras algo mejor cae en nuestras manos —dijo Éva.

Así que no estaban hablando del castillo de Csejthe. Aunque estuviese abandonado, nadie podría haberlo calificado de pequeño.

—A mí me parece que nada perdemos con ir a visitarla —dijo István—. Tal vez si voy solo pueda lograr algo.

—¿Crees que vas a deslumbrarla con tu apostura, hermanito? —rio el hombre a quien habían llamado Gábor—. Aun si hicieras uso de tus más sofisticados trucos de seducción, el estigma que debemos tener con Martina Székely sería demasiado difícil de borrar.

—Olvidas que nuestra prima Martina es apenas una adolescente.

—Olvidas también que no hay obstáculo inamovible para… el amor de verdad —dijo István con tono de burla.

—Yo opino que no debemos precipitarnos. Si aparecemos en su vida ahora, nuestras verdaderas intenciones resultarían evidentes. Será mejor que tratemos de postergar la entrega de sus bienes en vez de que István juegue a enamorarla —dijo Gábor.

—Me pregunto si su abogado estará planeando ir a verla pronto —dijo Éva.

—Lo dudo —respondió Gábor—. El acceso a ese internado es casi imposible en esta época del año. Tratar de llegar a Sainte-Marie en el otoño equivaldría a un intento de suicidio, y no creo que Stuart Locke quiera dejar viuda a su señora… aún.

—Si no hemos logrado llegar a ningún acuerdo que nos favorezca con su abogado para cuando llegue la primavera, tomaremos la idea de István en consideración —dijo Éva.

—Espero que no le hayamos perdido el rastro para entonces —dijo István.

—Si tanto quieres ver a nuestra primita, ¿por qué no vas a Suiza ahora mismo? —dijo Gábor.

—Tengo mejores cosas que hacer de momento —replicó este. Una dama fabulosamente rica acaba de llegar al pueblo. Ya sé cuál es su nombre y dónde se está quedando… Planeo propiciar un encuentro casual con ella esta noche.

—Por Dios, hermanito, ¿cómo haces para encontrar los peces más gordos? —preguntó Gábor.

—Sé invertir bien mí tiempo. Mientras tú malgastas lo poco que tenemos jugando a las cartas, yo estoy haciendo averiguaciones… Trabajando, si deseas llamarlo así. Deberías intentarlo alguna vez.

Ya había escuchado suficiente. Era muy improbable que los horribles parientes de Verónika Székely estuvieran enterados de la importancia que tenía la propiedad de Csejthe, si es que tenían conocimiento de su existencia. Según lo que habían dicho, la heredera de Verónika Székely debía ser la chica cuyos bienes codiciaban. Me pregunté si Martina Székely tendría en su poder la clave para abrir la puerta del castillo.

En ese momento supe que debía dirigirme cuanto antes al internado donde la habían enviado. Los malvados Székely tenían razón: viajar a Sainte-Marie-des-Bois en el otoño era una labor increíblemente arriesgada para cualquier ser humano. En mi caso, el mal tiempo no hacía diferencia. Supongo que ser vampyr tiene sus ventajas. No me costó demasiado averiguar dónde estaba exactamente el internado más famoso de Europa, por supuesto, y sabía que tampoco lo sería para Erzsébet y los suyos una vez llegasen a las mismas deducciones que yo. Estaba simplemente siguiendo una fuerte corazonada cuando atravesaba esas escarpadas montañas en medio de tan terribles tormentas. No sabía si mi viaje me llevaría a hallar pistas de alguna utilidad… Sólo sabía que tenía que llegar a Sainte-Marie-des-Bois lo más pronto posible. Cuando alcancé el pueblo más cercano al internado tuve que detenerme para dejar que mi caballo se repusiera del arduo viaje. Ese pueblo no tiene una posada, como habrás de saber, así que me dirigí a la pequeña iglesia pues noté que tenía un establo vacío en cuyo interior mi caballo y yo podríamos descansar. Una vez adentro, me tumbé sobre el suelo y pronto me quedé dormido.

Unos golpecitos en el hombro me despertaron. Me encontré con unos ojos enormes que me observaban en la oscuridad. No creo haber dado un salto tan rápido en años.

—¡Dios mío! —gritó el hombrecillo que me había estado observando. ¡No me haga daño, por favor! ¡Soy sólo el cura párroco!

Me tomó un segundo recuperarme del susto que me había llevado.

—No voy a hacerle daño, padre —dije, más tranquilo al ver que se trataba de un frágil hombre de edad—. Discúlpeme por no haberle consultado antes de utilizar los establos; está muy tarde y sólo quería dormir algunas horas.

Podía verlo claramente aunque él no a mí. Aun así, sabía que el anciano cura presentía que había algo diferente en mí por su expresión de terror.

—¿Qué busca en estas tierras, viajero? —preguntó.

Yo sabía que lo más probable era que mis enemigos llegaran muy pronto a Suiza en busca de la heredera de Verónika Székely. Habría víctimas y el horror se expandiría por toda la región.

Decidí fiarme de mis instintos y hablar con el cura. Parecía ser un hombre diferente.

—¿Hay algún lugar en el que podamos hablar, padre? —pregunté—. Es de suma importancia.

Él tenía una lámpara de aceite en la mano cuya luz a duras penas me iluminaba.

—Sígame, por favor dijo al fin.

Era un hombre muy ágil a pesar de su avanzada edad. Lo seguí a través del jardín hasta el interior de la iglesia. Su rostro expresaba gran preocupación.

—Sé que esto no puede ser nada bueno —dijo, meneando la cabeza y colocando la lámpara sobre una mesita de madera—. Mis predecesores me advirtieron que ellos regresarían.

—¿Ellos? —pregunté, extrañado. ¿Quiénes?

—¡Los vampyr! —dijo, dejándome atónito—. Lo supe en cuanto vi tu rostro, muchacho. Llevas sobre ti un gran tormento. Has sido atacado, ¿verdad?

Yo asentí. No deseaba mentirle pero tampoco quería hablar más de la cuenta.

—¿Han estado aquí recientemente? —pregunté, temiéndome lo peor.

—No recientemente —dijo él, acomodándose las antiparras—. La última vez sí que hubo ataques en Valais fue hace más de dos siglos.

Me sentí aliviado. Al menos no se me habían adelantado.

—Pues debe estar preparado, padre —le dije—. Sospecho que no pasará demasiado tiempo antes que haya ataques en la región.

—¡Siempre he estado preparado! —dijo el cura—. Aunque nunca he tenido que abrir una tumba, sé muy bien lo que ha de hacerse en esos casos. Aquellos que tuvieron que enfrentarse a los vampyr hace 264 años dejaron instrucciones muy específicas.

—¿De veras? —pregunté, intrigado. Quizá el padre sabía algo que yo no—. ¿Cómo cuáles?

—La tumba de un vampyr puede ser sellada con el símbolo de la cruz Patriarcal y una oración especial. Esto impedirá que el vampyr en cuestión pueda salir de ella.

—Interesante… —respondí—. Si no es mucho pedir, ¿podría usted enseñarme la oración?

—Claro que sí, hijo. Pero antes… cuéntame qué te trae a Valais, por favor.

—Unos vampyr mataron a mis padres —respondí—. Estoy buscando la forma de darles muerte a mis enemigos y enviarlos al infierno para siempre.

—¿Buscas vengarte? —preguntó el padre.

—Sí —respondí.

—Tal vez deberías dejarlo en manos de Dios, hijo… —dijo él.

—Imposible —respondí—. No tengo tiempo que perder. Mis esperanzas residen, por el contrario, en que Dios me ayude activamente en mis propósitos de venganza.

Aunque no estaba de acuerdo con mi actitud, me enseñó los textos acerca de los vampyr que sus predecesores le habían legado, pero no encontré ninguna información adicional que pudiese serme de utilidad. El sol despuntaba cuando aún estaba revisándolos y, aunque estaba indescriptiblemente cansado, decidí partir a Sainte-Marie de inmediato. No quise contarle al padre a dónde me dirigía ni qué buscaba, pues temía incriminarlo. Le dejé, sin embargo, un frasco con algo del Simillimum que William había preparado a partir de mi sangre y le expliqué cómo utilizarlo, aunque no me adentré en detalles en cuanto a su contenido pues no quería predisponerlo en contra de la efectividad del remedio.

—Pero… ¿no has tomado tú este… Simillimum? —preguntó el padre—. Hay algo extraño en tu presencia… Es claro para mí que la marca del vampyr no se ha borrado aún de tu ser… ¡Y tú tienes que sentirlo!

Iba a ser muy difícil engañarlo. Aun así, no quería confesarle que yo mismo era un vampyr. Aunque no dudaba de su inteligencia y buen corazón, temía que me delatase ante los habitantes de la región o que decidiera encerrarme en una tumba para evitar que atacase a alguien. Era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

—En algunos casos el remedio se tarda un poco más en actuar —mentí—. Estoy seguro de que pronto me recuperaré.

—¿Sabes que los vampyr pueden rastrear fácilmente a sus víctimas después del primer ataque, verdad? —preguntó él, clavando su astuta mirada en la mía.

—Lo sé. Es precisamente por eso que he decidido advertirle acerca de la posibilidad de que lleguen a Valais en cualquier momento —respondí—. Puede que estén siguiéndome, pues saben que deseo darles muerte a cualquier costo.

—¿Qué es lo que buscas aquí, hijo? —volvió a preguntar el padre.

—He viajado extensamente en busca de cualquier información que me ayude a destruir a mis enemigos —dije. No pensaba ser demasiado específico por las razones que ya mencioné—. Esta es sólo una de las rutas por las que el destino me ha conducido. Rece por mí, padre.

—Lo haré, hijo —respondió él.

—Una cosa más, padre: le suplico, a modo de secreto de confesión, que no le cuente a nadie que me ha conocido. No quisiera poner al enemigo sobre alerta. Los vampyr parecen tener informantes en todas partes.

—Descuida, hijo. Tienes mi palabra de que mis labios permanecerán sellados: puedo guardar un secreto.

—Gracias, padre —respondí.

Él me ofreció algo de comer y, para no despertar sus sospechas, acepté llevar conmigo algo de pan y vino. Poco después, monté en mi caballo y cabalgué bajo la lluvia hacia el internado. Recuerdo que el cielo estaba tan oscuro que parecía que fuese de noche. Tuve un mal presentimiento. Esa madrugada tenía un aura tenebrosa y me temí lo peor, estaba sintiendo la proximidad de Erzsébet a medida que avanzaba hacia Sainte-Marie-des-Bois. No concebía que mis enemigos se me hubiesen adelantado. Aun así, la triste realidad era que ellos eran tres, lo que les daba una gran ventaja sobre mí. Debía obrar con gran cautela y no bajar la guardia. Cabalgué hasta alcanzar el bosque que rodea el internado y, escondiéndome entre sus árboles, observé la fachada del edificio: por más increíble que fuese, aquel era el mismo que había visto en mis sueños hacía apenas una semana.

Estaba cayendo una tormenta de los mil demonios; el denso follaje de los árboles sobre mi cabeza nada podía hacer para resguardarme de la lluvia. Un enorme árbol parecía haberse caído por la fuerza del vendaval. Entonces vi que un coche se acercaba al edificio y el corazón me dio un vuelco. Extrañamente, cuando el coche se detuvo frente al internado, la tormenta cesó. Unos minutos después, una dama salió del internado y la vi intercambiar algunas palabras con el cochero, cuyo rostro no pude ver pero cuya figura se me antojó demasiado familiar para que no se tratase del mismísimo Johannes Ujvary. Entonces este abrió la puerta del coche y el rostro de Erzsébet Báthory se asomó.

—Maldita sea —me dije—. ¿Qué se traerán entre manos? ¿Por qué se presentan en público?

Erzsébet elevó, su mirada hacia una de las ventanas del edificio, la misma por la que se había asomado la mujer de mi sueño. La cortina estaba ligeramente descorrida y no pude ver quién estaba detrás de ella. Sí pude, sin embargo, escuchar a Erzsébet susurrar algo sin apenas mover los labios, a pesar de estar yo muy lejos de ella:

—Martina Székely —dijo—. Prepárate a morir.

Quise atravesar el bosque y abalanzarme sobre ella, pero sabía que no sacaría nada con ello. Tendría que vigilarla, esperando que no me encontrase así percibiese la cercanía de mi presencia. Ujvary estaba sacando varios baúles del coche, y me acerqué en cuanto Erzsébet hubo entrado al edificio. Un sirviente estaba dándole indicaciones al primero:

—Llevaremos las pertenencias de la señorita Strossner hasta su habitación en el tercer piso —dijo.

De manera que Erzsébet estaba utilizando un nombre de familia diferente… ¿Estaría haciéndose pasar por una visitante extraviada? ¿Qué diablos estaría tramando? Muy pronto el coche estaba perdiéndose de vista por el camino principal y no pasó mucho tiempo hasta que escuché el tañido de varios contundentes campanazos: las muchachas que asumí debían ser las alumnas del internado salieron por las puertas de los dos edificios laterales y atravesaron los jardines hacia el edificio central, pero Erzsébet no estaba entre ellas. Aproveché para colarme en el interior del edificio dentro del que la había visto desaparecer.

Podía sentir claramente su presencia. Me deslicé hasta el tercer piso, donde se hacía más palpable, hasta que descubrí la habitación de cuyo interior provenían sus vibraciones. No quise acercarme demasiado, en caso de que aún no se hubiese percatado de que yo estaba allí.

Acto seguido, decidí buscar a la dama a quien había visto hablando con Ujvary. Imaginé que debía ser una institutriz del internado o algo por el estilo. Ella debía tener las respuestas que andaba buscando en cuanto al arribo de Erzsébet a Sainte-Marie. Aunque era algo arriesgado, me acerqué al edificio central. A través de una de las ventanas se veía uno de los salones de clase. Supuse que pasaría al menos una hora antes que las alumnas salieran a receso, así que decidí entrar en el edificio. La suerte estaba de mi lado: hallé un aula vacía que daba a un largo corredor y me interné en ella. Entonces vi pasar a la dama que había estado hablando con Ujvary. Otra institutriz la acompañaba.

—¡Qué revuelo ha causado la llegada de Susana Strossner! —le decía la otra institutriz—. Cómo se nota que hace rato no teníamos novedades en estos parajes…

—Es natural que el arribo de una nueva alumna cause curiosidad a las chicas —repuso la dama que había recibido a Erzsébet—. Aunque, bueno, Susana Strossner no es cualquier alumna. Su familia es increíblemente rica y célebre. ¿No le había dicho yo que estábamos esperando su llegada para la primavera? Sus padres me habían escrito el año pasado para asegurar la plaza de su hija entre nuestras alumnas… —tuve que seguirlas con sigilo, pues comenzaban a alejarse—. Enviaron una nueva carta con el cochero, han tenido que partir a América.

Así que Erzsébet se hacía llamar Susana Strossner y se había internado en Sainte-Marie haciéndose pasar por una de las alumnas…

Había algo que no encajaba. ¿Cómo era que ya había hecho planes de viajar al internado aun antes de saber que la heredera de Verónika Székely se encontraba allí? Si lo hubiese sabido antes, hacía mucho que habría llegado a Sainte-Marie. ¿Por qué les habría escrito un año atrás? Tuve la certeza de que Erzsébet Báthory estaba tomando el lugar de otra persona que, efectivamente, habrían estado esperando para la primavera. Era la única explicación lógica que se me ocurría, y resultó ser cierta: después pude comprobar que Erzsébet y los suyos habían asesinado a la verdadera Susana Strossner y a sus padres, quedándose no sólo con la identidad de la primera sino con todas sus propiedades. Nunca supe cómo se habían enterado de que la joven iba a ser enviada a Sainte-Marie en algún momento, pero teniendo en cuenta el poder que poseen los vampyr, decidí que ese detalle carecía de importancia: según descubrí después, Erzsébet había adoptado el nombre de muchas mujeres en los últimos siglos después de asesinarlas y apropiarse de sus riquezas. Esto era lo que, muy probablemente, había planeado hacer contigo también… y quizá lo habría logrado, de no haber sido tú tan perspicaz.

Esa tarde, después de las clases, revisé el despacho de la rectora y comparé las cartas que los supuestos padres de Susana Strossner habían enviado a Sainte-Marie: tal como lo había sospechado, la caligrafía era diferente en ambas notas, y las firmas que correspondían al señor Strossner carecían de similitud. Escuché un clamor de risas proveniente de la planta inferior del edificio y pensé que podría tratar de identificar a la heredera de Verónika Székely entre las alumnas si me escondía entre las sombras del pasillo, ya que todas parecían estar reunidas en el salón de piano. Vi que Erzsébet entraba en la estancia sin reparar en mi presencia; toda su atención estaba enfocada en una chica que estaba declamando un poema ante las demás internas… supongo que recordarás esa noche claramente.

Cuando la rectora presentó a Erzsébet formalmente te vi por primera vez. Mi corazón se detuvo al reconocer el rostro de la mujer que había visto en mi sueño cuando dormía en el ático del palacete de Pest. Por más acostumbrado que estuviese a vivir las más extrañas ocurrencias, el hecho de que existieras era más fascinante para mí que la más descabellada de mis fantasías. Poco después, la rectora te llamó por tu nombre. Yo estaba anonadado ante la posibilidad de que la chica de mi sueño fuese la heredera de Verónika Székely.

Cuando tú y tu amiga Carmen se dirigieron a la capilla las seguí para asegurarme de que estuviesen a salvo, y no pude evitar escuchar las plegarias que elevaron. Me sorprendió que hubiesen adivinado la maldad de la recién llegada Erzsébet, y no pude menos que admirarlas por este hecho. Luego, decidí escoltarte hasta tu habitación después que Carmen se quedó en la suya. De repente, sentí la presencia de Erzsébet muy cerca. Pasaron sólo unos segundos hasta que la distinguí, agazapada sobre la parte superior de las escaleras, esperándote. Sin pensarlo dos veces, atravesé la distancia que me separaba de ti y te sostuve con uno de mis brazos mientras le estampaba tu crucifijo a Erzsébet en la frente con mi mano libre.

Hubiese deseado que Erzsébet no se enterara tan pronto de que yo también estaba en Sainte-Marie, pero no tenía otra opción que actuar con rapidez. Al verme, la condesa me lanzó una maldición antes de correr a refugiarse en su habitación. Comprendí que Erzsébet me temía: nuestro encuentro anterior le había enseñado que el haberme convertido en vampyr había resultado contraproducente para su causa. Corrí gradas arriba y me escondí en una habitación vacía del tercer piso. Poco después escuché los alaridos provenientes de tu habitación y llegué justo después que una institutriz abriese la puerta. Temí que Ujvary hubiese regresado e intentado atacarte, pero por fortuna sólo habías descubierto que tu crucifijo estaba ensangrentado. También habías llegado a la comprensible teoría de que el diablo te había tomado en brazos en las escaleras. No había reído en años, Martina, hasta que escuché las explicaciones que le dabas a la institutriz. Me sentí aliviado de saber que se te había impuesto un confinamiento de dos días a raíz del escándalo que tú y tu amiga habían hecho: saberte bajo llave me quitaba un peso de encima.

Pasé la noche vigilando la habitación de Erzsébet desde el pasillo; sabía que había caído en un estado de extrema debilidad al haber sido quemada por tu crucifijo. En la mañana te dejé una nota diciéndote que no te lo quitaras y me dispuse a encontrar el paradero de Ujvary.

Busqué en vano durante todo el día. Cuando regresaba a Sainte-Marie, tuve la mala suerte de que una de las empleadas y un chico campesino me viesen. Supuse que alertarían al resto del personal y tuve que alejarme de nuevo. Entonces me pareció ver la distante silueta de otro jinete y, pensando que podía tratarse de Ujvary, lo seguí a través del bosque a una distancia prudencial. Por desgracia, le perdí el rastro poco después.

Ya en la mañana observé que un grupo de campesinos se había congregado en una de las granjas adyacentes al internado y me acerqué para escuchar lo que decían: no me sorprendió que estuviesen mencionando la ocurrencia de recientes ataques extraños en la región.

Todos estaban muy alarmados y me alegré de haberle dado la botella de Simillimum al cura párroco. Entonces el cielo se ennegreció aún más: otra gran tempestad amenazaba con caer y me apresuré a volver al bosque de Sainte-Marie: tu castigo terminaría ese día y Erzsébet seguramente trataría de atacarte de nuevo. A pesar de que aún no había caído la noche, la oscuridad se cernía sobre el edificio. Elevé la vista hacia tu ventana y me quedé pasmado al ver que la abrías y tu figura vestida de blanco aparecía tal y como la había visto durante mi sueño. No pude reaccionar lo suficientemente rápido cuando clavaste tus ojos en los míos; perdí la noción del tiempo.

Pude saber muchas cosas acerca de ti en esos pocos segundos… nunca había tenido una experiencia similar con nadie; fue como conocerte sin necesidad de hablar contigo. Los ladridos de los perros me hicieron salir de mi ensueño: se había organizado un equipo de búsqueda y los trabajadores de Sainte-Marie podían encontrarme en cualquier momento. Espoleé mi caballo hasta el otro extremo del bosque y allí me quedé escondido durante horas, pensando en el significado de mi sueño y en lo que acababa de ocurrirme contigo. Supe que tratar de encontrar la clave para abrir la puerta Székely entre tus pertenencias sería una espantosa afrenta que no sería capaz de llevar a cabo. Si en verdad la clave estaba en tu poder y de ti dependía que pudiese acceder al cofre del castillo de Csejthe, tendría que dejar que esto ocurriera a su tiempo y en tus propios términos.

No podía explicarme qué me había ocurrido en los pocos segundos que te había visto a los ojos pero, de alguna forma, mi intención de adueñarme de la clave había pasado a segundo plano. Más que nada, quería hablar contigo. Cuánto hubiese deseado ser tu amigo y poder acercarme a ti. Sin embargo, recordé mi condición de vampyr y me prometí marcharme en cuanto mis enemigos lo hicieran. Sentí terror ante la posibilidad de hacerte daño, Martina. Apesadumbrado, me quedé dormido mientras las torrenciales lluvias caían sobre mí. No había dormido en varios días y el cansancio había logrado vencerme.

Un rayo me despertó. La oscuridad se había hecho más palpable en el bosque y supe que debían ser más de las siete de la noche.

Atemorizado, recé para poder llegar hasta el edificio antes que Erzsébet pudiese hacerte daño. Atravesé el bosque tan pronto como pude; aunque aún escuchaba los ladridos de los perros circundándome logré burlar la vigilancia de los hombres e introducirme en el edificio. No tuve tiempo de planear mis actos, sólo subí las escaleras que llevaban hasta tu habitación preso de la más terrible angustia. Cuando estaba por alcanzar el vestíbulo escuché un espantoso chillido y supe que Erzsébet estaba allí. Franqueé la distancia que había entre el rellano de las escaleras y tu habitación en cuestión de segundos y, al ver que tu puerta estaba entreabierta, temí lo peor: la empujé y encontré que los muebles de la habitación estaban revueltos.

Pronto descubrí tu frágil figura debajo del marco de la ventana. Tus ojos estaban cerrados y aún sostenías tu crucifijo en alto. Corrí a tu lado al tiempo que te llamaba por tu nombre, pero no hubo ninguna reacción de tu parte. Asustado, te revisé el cuello y las muñecas pero no tenías mordeduras. Te puse sobre la cama y salí a buscar a Erzsébet. No sabía qué había ocurrido en tu habitación, pero estaba claro que yo había llegado demasiado tarde para defenderte y habías tenido que hacerlo todo tú sola. Escuché los aullidos de la condesa al acercarme a sus aposentos. Lleno de ira, abrí la puerta con violencia para encontrármela tendida sobre su lecho, gimiendo de dolor. Su mejilla ostentaba la carne viva de una quemadura que deduje había sido producida por el contacto con tu crucifijo, y su cara estaba llena de hoyuelos sangrantes. Tornándola por el cuello, la azoté contra la cabecera de la cama y la retuve así mientras me miraba con expresión de pánico.

—No tienes tino para escoger a tus enemigos, Erzsébet Báthory —le dije—. Prepárate a vivir una nueva experiencia.

Metiéndome la mano al bolsillo, extraje la única hostia consagrada que tenía en mi poder mientras Erzsébet temblaba de terror.

—¡Maldito! —dijo, con lágrimas en los ojos—. Juro que os mataré… ¡A ti y a esa cría intratable que te empeñas en defender!

Antes que pudiese cerrar los labios, introduje la delgada hostia en su boca. Entre los pocos trucos que había aprendido de los textos del padre Anastasio estaba la antigua costumbre de introducir un pedazo de hostia consagrada en la boca del vampyr después de seccionar su cabeza. Erzsébet es, por supuesto, inmortal, pero yo presentía que, si la sangre de Cristo había hecho que estallase en llamaradas, el cuerpo de Cristo tendría un efecto muy interesante en ella.

—¡No quiero dormir! —fue lo último que musitó antes que todos sus miembros se aflojasen y sus ojos se cerraran.

Al soltarla, cayó desplomada sobre la cama. No respiraba ni tenía pulso, al punto que casi creí que había muerto. Me pregunté cuánto tiempo permanecería la condesa en tal estado. Quise entonces asegurarme de que en verdad estuvieses bien, volví a tu habitación y, después de comprobar que, en efecto, respirabas, te cubrí con las mantas y revisé la habitación en busca, de pistas que me ayudasen a comprender el enfrentamiento que habías tenido con Erzsébet. Después de poner los muebles en su lugar, hallé un frasco casi vacío sobre la alfombra. Reconocí el poder del agua bendita que aún quedaba en su interior y supe que habías volcado su contenido sobre Erzsébet.

Dejé el frasco sobre tu mesa de noche, en caso de que pudieras volver a necesitarlo. Entonces, siguiendo un impulso, me asomé por las cortinas: allá fuera, detrás de la colina, me pareció reconocer la distante silueta de Johannes Ujvary. No pensaba permitir que se me escapara una vez más.

Cerré la puerta de tu habitación apresuradamente y salí del edificio en dirección del lugar donde lo había avistado. Cuando monté en mi caballo, aún podía escuchar los cascos del suyo alejándose por el camino: seguramente se disponía a hacerse de una nueva víctima en el vecino poblado. Espoleé mi caballo para darle alcance. Había humedecido un puñal con vino consagrado y pensaba enfrentarme con él de ser necesario. Él cabalgó largo rato, tanto que por un momento creí que pensaba marcharse de Valais. De repente, dio un giro abrupto hacia la derecha y, para mi sorpresa, desmontó frente a un camposanto que me había pasado desapercibido hasta aquel entonces.

Descendí de mi montura y seguí a Ujvary con sigilo. Él avanzaba tranquilamente por entre las tumbas; era obvio que sabía a dónde se dirigía. Pocos minutos después, se detuvo frente a una lápida y la acarició. La lápida se descorrió sola y una cabeza rubia emergió de la tumba: era Anna Darvulia.

—¿Has descansado? —creí escuchar a Ujvary preguntarle en un húngaro bastante antiguo al cual yo no estaba acostumbrado.

—Sí —respondió Darvulia con un tono de voz casi inaudible—. Estoy lista para partir.

—El coche está listo —dijo Ujvary.

—¿Erzsébet? —preguntó Darvulia.

—Aún tiene asuntos por resolver —dijo él—. Nos verá en Florencia o París.

—¡París! Maldita sea, Johannes, esto tarda demasiado… ¿Y Csejthe?

—Aún no tenemos la clave. Tendremos que dedicarnos a Lorenzo Rossi y a su heredero mientras Erzsébet se encarga de las niñas de Sainte-Marie.

Darvulia dejó escapar una risa que me heló la sangre.

—Te divertiste con la rubita, ¿verdad?

—No estuvo mal… —dijo Ujvary, al tiempo que Darvulia se incorporaba de la tumba—. Ahora será tu turno de jugar con los chicos.

Tendrás que hacerlo tú sola mientras Erzsébet se nos une. Quisiera conservar al más joven, es tan guapo… ¿Sabes si las cartas que le enviamos de su parte a la chica Bailey surtieron efecto?

—Puedes estar segura de que Carmen Miranda no volverá a hacer parte de su vida sentimental. Al parecer lo desprecia por otras razones.

—No estaría de más matarla. No quiero sorpresas desagradables en el futuro —dijo Darvulia.

—Descuida —dijo Ujvary, ahogando una risotada—. Mi… apasionada amante se encargará de ello.

Asumí que hablaba de Erzsébet y me alegré de que pensara que la condesa estaba aún despierta y lista para llevar a cabo sus diabólicos planes. Después comprendí, con gran tristeza, que Ujvary estaba refiriéndose a la infeliz Amalia de Piñérez, de cuyo dolor se burlaba. Me estremeció descubrir que los vampyr habían estado jugando con la correspondencia de Sainte-Marie desde tiempos anteriores por motivos que poco tenían que ver contigo. Aparentemente, estaban tratando de impedir que tu amiga Carmen se acercase a algún joven a quien posiblemente querían hacer lo mismo que a mí.

—¿Cuál de los dos crees que tenga la clave? —preguntó Darvulia a Ujvary, mientras se encaminaban hacia el otro lado del camposanto.

—Me inclino a creer que la tiene Lorenzo Rossi. Es lógico que sea él quien tenga acceso a su propiedad. Por tal motivo debemos viajar a Florencia antes que a París, si el segundo viaje es necesario. Esperemos que no.

¿De qué clave hablaban? ¿No creían, pues, que la clave para abrir la puerta del castillo de Csejthe estaba en Sainte-Marie-des-Bois?

—Aunque logremos tomar el cofre de la propiedad del tío, voy a hacer mío al chico —susurró Darvulia.

¡Así que mis enemigos habían hallado un segundo cofre! Tendría que seguirlos a Florencia y adelantármeles. Bendije la buena suerte que estaba teniendo. No podía permitir que mis enemigos se apoderaran del segundo cofre antes que yo. Aun así, un sentimiento fuerte me ataba a Sainte-Marie y la posibilidad de que la condesa despertase de repente me asustaba demasiado: decidí regresar al internado y asegurarme de que Erzsébet quedase inhabilitada. Después de eso, buscaría a Lorenzo Rossi en Florencia.

Al volver a acercarme a Sainte-Marie, hallé que habían dado por muerta a la condesa y la habían puesto en un ataúd en la capilla. Quise sellar su ataúd con la cruz Patriarcal y, al descubrir que alguien se me había adelantado, me sentí confundido y esperanzado a la vez: ¿habría sido el buen cura párroco quien confinara a Erzsébet a su cajón? Cuando me disponía a buscarte en tus aposentos, escuché a dos de las alumnas hablando acerca del supuesto ataque de locura que habías tenido durante la misa de velación de Susana Strossner y de este modo me enteré de que, una vez más, te habían encerrado en tu habitación. Supuse entonces que debías haber tramado alguna estratagema para sellar el ataúd tú misma. Con el relativo consuelo de saber a la condesa atrapada en la cripta de la capilla, emprendí el viaje a Florencia de inmediato. Hubiese deseado poder verte una vez más, pero los hombres de Sainte-Marie buscaban tanto al lobo como al misterioso merodeador quien, por supuesto, era yo, y no quería tentar al destino más de lo que ya lo había hecho.

Lorenzo Rossi era toda una personalidad en Florencia: soltero, rico, reconocido comerciante y coleccionista, era una presencia obligada en todos los salones que se preciaban de ser entretenidos. Todos sabían cuál era su casa, aquella donde transcurrían las veladas más estrambóticas e interesantes de la ciudad. Con sólo verlo de lejos, supe que era un hombre inteligente cuya personalidad no estaba cercada por inútiles dogmas, y me arriesgué a dejarle una nota advirtiéndole acerca de la verdadera naturaleza de Darvulia y Ujvary. En ese caso, me fue mucho más fácil vigilar su casa y esperar a que mis enemigos apareciesen que infiltrarme en su despacho y revisar todos sus archivos. Me había guarnecido de más hostias consagradas y había comprado una pistola cuyas balas había hecho bendecir. Había ungido varios alfileres con agua bendita y sangre de Cristo: me sentía así más preparado para enfrentarme a los dos vampyr. Esto, sin embargo, no fue necesario: Lorenzo Rossi demostró ser valiente y astuto, y pude atestiguar la forma en que vació una cuba de agua bendita sobre Darvulia.

Para la noche siguiente, Rossi había instalado guardias en todos los costados de su propiedad. Sonreí cuando, al pasar, noté que todos llevaban sobre sí enormes crucifijos. No pude menos que sentir gran simpatía por el excéntrico personaje, y supe que estaría tan a salvo como cualquier mortal podía estarlo cuando de vampyr se tratase. Yo ya había descubierto el escondite de mis enemigos y estaba esperando a que partiesen para seguirlos. Había tenido un par de días para observar detenidamente a Lorenzo Rossi antes que mis enemigos lo atacasen ante los frustrados planes de conquista que Darvulia tenía con él. Cuando los vampyr me guiaron sin siquiera sospecharlo hasta la propiedad de Rímini donde se hallaba escondido el segundo cofre, yo les llevaba una enorme ventaja a otros niveles: esperé a que intentasen abrir la puerta, que también era estilo Székely, con mil combinaciones diferentes. Al final, cuando mis enemigos se rindieron y decidieron partir a París en busca de la anhelada clave, yo la abrí en unos segundos. Había advertido que Lorenzo Rossi tenía un pequeño tatuaje en la parte inferior del antebrazo izquierdo que sólo los ojos de un brujo o un vampyr muy observador hubieran podido detectar. Era un símbolo chino cuyas líneas memoricé. Así pues, repetí las líneas del tatuaje de Rossi en la cerradura de la puerta Székely y me apoderé del cofre de plata.

Antes de partir, escribí con tinta negra mis iniciales sobre la pared. Quería dejarles saber a los vampyr quién se les había adelantado. El cofre, por desgracia, estaba cerrado con llave. Perdí un mes y medio consultando cerrajeros y herreros a lo largo de Italia: abrirlo por la fuerza era imposible. Fue espantoso regresar a Sainte-Marie y ver que, en vez del cuerpo de Erzsébet, estaba uno nuevo, el de una pequeña dama rubia y menuda. La condesa había escapado; asumí que Darvulia y Ujvary habían regresado por ella en alguno de sus viajes. Les había perdido el rastro a los tres. Consideré un milagro que estuvieras a salvo y supuse que, si Erzsébet se había marchado de Sainte-Marie por el momento, tendría una nueva víctima en mente, y debía tratarse del sobrino de Lorenzo Rossi. Cuando iba camino de París, encontré un campamento de gitanos en uno de los bosques. Gemían y lloraban; creí estar presenciando el rito del sepelio de uno de los suyos. Al acercarme, escuché que se mencionaba la palabra vampyr, y opté por presentarme ante ellos.

Una muchacha había sido atacada por nuestros enemigos y estaba a punto de morir; los demás entonaban rezos y cantos compungidos a su alrededor. Antes que la joven gitana expirase, le administré el Simillimum, aplicándolo también a sus heridas. Los gitanos creían haber presenciado un acto de magia al ver restablecida su salud en contados minutos, pero les expliqué que tan sólo se trataba de un remedio homeopático. Fue entonces cuando ellos me confiaron que los vampyr le habían robado a la chica las llaves que abrían dos antiguos cofres de plata. Traté de obtener más información pero fue en vano.

Al llegar a París, hablé con un hombre de negocios que estaba muy bien enterado de las compras de propiedad que se realizaban en la cuidad y en sus alrededores, y me asombré al descubrir que Anna Darvulia y Johannes Ujvary habían adquirido tantos inmuebles utilizando sus nombres verdaderos. Los vampyr parecían haber escogido a París como su lugar de residencia permanente y, según mis impresiones, estaban obrando de forma demasiado descuidada, cosa que me era en extremo conveniente. No se equivocaban al pensar que el paso de los siglos había hecho que sus nombres fuesen olvidados, pero debían estar planeando algo muy grande para atreverse a actuar abiertamente.

Poco después me enteré de que una Erzsébet Strossner se había hecho gran fama en París por ofrecer maravillosos bailes, banquetes y soirées a los que era convidada sólo la creme de la creme de la sociedad parisina, y no pude menos que adivinar que era la malvada condesa quien organizaba tan renombrados eventos. Me dediqué a seguir sus movimientos y a investigar a aquellos que componían su círculo de allegados: todos tenían altas posiciones en la ciudad, fuesen ya banqueros, exitosos comerciantes o ricos terratenientes. Decidí dormir en diferentes albergues de la periferia para no ser rastreado.

Cierta tarde observé que un hombre bajo de anteojos y atuendo sencillo salía caminando de casa de Erzsébet con prisa. Me subí el cuello del abrigo y bajé la cabeza de forma que mi rostro quedase oculto a los demás transeúntes, y fui tras el hombrecillo pelirrojo por las calles de París hasta que llegamos a la morgue.

—Buenas tardes, doctor Goldberg —escuché al encargado saludarlo antes que desapareciese tras las pesadas puertas.

El nombre Goldberg me resultaba familiar. ¿Podría, acaso, tratarse del mismo doctor Goldberg que había asegurado que los ataques de los vampyr en aquel pequeño poblado de Irlanda no eran más que manifestaciones de peste de rabia? Estaba casi seguro de haber escuchado mencionar a otro doctor Goldberg en Valais durante mis inspecciones clandestinas del pueblo cuando Erzsébet estaba en Sainte-Marie. Una corazonada me dijo que no se trataba de una simple coincidencia; el galeno debía ser una pieza importante del rompecabezas que estaba tratando de armar. Lo esperé agazapado entre las sombras de los muros exteriores de la morgue hasta que salió. Goldberg parecía intuir mi presencia, pues miraba hacia atrás constantemente mientras caminaba hacia su residencia, que no quedaba muy lejos de ahí. Lo observé por la ventana: Goldberg escribía sentado en su escritorio, acomodándose los anteojos continuamente. Al cabo de un rato, se levantó de su asiento y subió las gradas. Decidí jugarme la suerte y entrar a la casa mientras Goldberg estuviese en la segunda planta. Lo primero que hice fue echarles un vistazo a los papeles que estaban sobre el escritorio: Goldberg había estado llenando varios certificados de defunción. Los nombres de las personas a quienes estos correspondían eran los mismos de algunos de los invitados habituales a las fiestas de Erzsébet Strossner, y la causa de sus muertes era la misma: peste de rabia. Yo sabía, porque había estado investigándolas de cerca, que todas esas personas estaban vivas. Antes de haber revisado todos los certificados, escuché los pasos de Goldberg acercándose al rellano de las escaleras y me deslicé detrás de una de las cortinas.

—¿Ujvary? —preguntó Goldberg con voz temblorosa al tiempo que comenzaba a descender los peldaños.

Una de las ventajas de mi condición de vampyr es que tengo control absoluto sobre las funciones de mi cuerpo. Minimicé, pues, mi respiración, y me quedé tan quieto como una roca mientras Goldberg tomaba los papeles y volvía a salir de su casa llevando un pequeño maletín en la mano. En cuanto se hubo marchado, me dispuse a revisar su casa palmo a palmo. Las bibliotecas de Goldberg estaban repletas de libros, muchos de ellos de medicina galénica, por supuesto, aunque también tenía varios tomos de la autoría de Renato Descartes, Aristóteles e Isaac Newton entre otros. Por lo demás, no hallé nada que pudiese delatar a Goldberg como un hombre diferente a aquellos que se precian de ser racionales en nuestros tiempos. La pequeña casa de Goldberg estaba sucia y llena de polvo. Su habitación tenía cortinas viejas y raídas, y apestaba a orina vieja. Miré debajo de la cama y me encontré con un par de ratas que se entretenían mordisqueando una zapatilla de mujer. No había mayor cosa en sus cofres; Goldberg no parecía tener gran afición por los bienes materiales o al menos no los guardaba en casa.

Cuando ya me marchaba, pisé uno de los escalones en falso y observé que la madera se levantaba con el peso de mi pie. Al intentar acomodarla para que Goldberg no sospechase que alguien había estado merodeando por su casa, advertí que el pedazo de madera que cubría el escalón estaba flojo. Lo levanté y, para mi sorpresa, palpé un pequeño saco de terciopelo contra el margen interior del hueco peldaño. No podría describir la dicha que me embargó cuando, al vaciar los contenidos del saco sobre la palma de mi mano, encontré dos pequeñas llaves cuyas empuñaduras tenían la forma de la cruz Patriarcal: supe que estas eran las llaves que había estado buscando. Bendije mi buena fortuna y, dando las gracias a Dios por haberme conducido hasta allí, metí un par de llaves viejas de las que ya no tenía necesidad dentro del saco de terciopelo y salí de la casa de Goldberg.

Tenía sentido que fuese él quien tuviese las llaves. Los vampyr difícilmente podrían acercárseles demasiado, pues ostentaban el símbolo de la cruz Patriarcal. Lo primero que hice fue abrir el baúl de plata; lo había enterrado en uno de los tantos bosques que rodean la ciudad.

No podía cargar el baúl de un lado al otro, así que lo dejé con llave en el mismo lugar después de haber metido las dos estacas labradas que había dentro de él en mi maletín. Ya has experimentado por ti misma cuán sublime es el sentimiento que se despierta en el alma al entrar en contacto con los maderos de la cruz Patriarcal. Confieso que, siendo vampyr, temía muchísimo reaccionar de forma violenta al estar frente a ellas. Lloré lágrimas de alivio cuando comprobé que mi alma aún no se había ennegrecido tanto que no pudiese acercármeles y me consolé pensando que, de cierta forma, Cristo estaba allí conmigo.

Hacía bastante que no veía a Anna Darvulia por ningún lado. Sabía dónde estaban Erzsébet y Ujvary, pero la tercera vampyr inmortal parecía haber desaparecido de la ciudad. Había encontrado la casa de Giovanni Rossi, y ninguno de mis enemigos parecía estar frecuentándola. Ignoraba que Darvulia estaba ya quedándose en ella y que, simplemente, jamás salía por la puerta principal. Una noche vi que el joven heredero de Lorenzo Rossi llegaba a casa de Erzsébet en compañía de Darvulia. Esta se deshacía en caricias con él, desagradable espectáculo que me causó la más profunda repulsión. Sabía que Giovanni Rossi no había sido convertido en vampyr; esas cosas se sienten en la sangre. Me pregunté qué tan blando de carácter podía ser para permitir que Darvulia se le acercara de modo tan insinuante.

Inmediatamente me decepcioné de Rossi, las gentes que carecen del invaluable instinto del asco nunca me han inspirado simpatía.

Ya había obtenido el cofre de plata que solía guardar su tío y, por lo tanto, no pensaba perder un segundo de mi tiempo tratando de protegerlo o de salvarlo de un destino similar al mío, eventualidad a la que parecía estar entregándose voluntariamente. Te codeso que me costó entender que tu amiga Carmen se hubiese fijado en él en algún momento, pero luego comprendí que el ingenuo de Giovanni sólo trataba de ahogar sus penas en las atenciones de Darvulia y que nunca había intimado realmente con ella, lo que me dio gran alivio.

De otra forma, no podría estrechar su mano en el futuro cuando… bueno, si es que algún día logro salir de esta pesadilla.

Temía que nuestros enemigos matasen a sus invitados o los convirtiesen, a su vez, en vampyr, ya que Goldberg había preparado sus certificados de defunción de antemano, pero ni lo uno ni lo otro ocurría.

No sabía qué estaba retrasando lo inevitable: Erzsébet y Darvulia seguían llevando el mismo ritmo de vida, dando fantásticas fiestas noche tras noche. Ujvary parecía ser más reservado y tenía un círculo social diferente, pero ninguno de sus contactos de negocios había muerto. Uno de los notarios que frecuentaban la casa de Erzsébet se presentó una mañana en compañía de Goldberg; eso me puso sobre aviso. Mientras estaban allí, tomé un coche hasta su oficina al otro lado de París y me colé en ella por la ventana. El hombre era, a diferencia de Goldberg, pulcro y ordenado, cosa que facilitó mi trabajo. Encontré en su escritorio los legajos correspondientes a las mismas personas cuyos certificados de defunción había estado preparando Goldberg: en los últimos meses, el notario había legalizado el traspaso de bienes de las mencionadas personas a sus más jóvenes familiares. No fue menester que hiciese uso de todas mis facultades para percatarme de que todos los documentos eran falsos. Los planes de mis enemigos comenzaban a bosquejarse ante mí: con la ayuda de Goldberg, el notario y seguramente otras cuantas personas influyentes de la sociedad francesa, Erzsébet, Ujvary y Darvulia planeaban asesinar a varios de los personajes más acaudalados de París para quedarse con sus bienes.

Lo más interesante que hallé en el despacho del notario fueron los documentos oficiales de la verdadera Susana Strossner. Sus padres habían muerto el año anterior poco después de dejar todas sus propiedades en Francia y Polonia a nombre de su única hija. La muerte de la chica había sido acallada para que Erzsébet pudiese tomar su identidad, según mis deducciones. Aquello explicaba que tres muertos como Ujvary, Darvulia y la condesa pudiesen mantener sus riquezas y sus posiciones de poder a través de los siglos. Aun si mi prioridad era adueñarme de los cofres de plata antes que mis enemigos lo hiciesen, pensé que me resultaría inmensamente satisfactorio frustrar sus diabólicos planes al menos en aquella ocasión.

Nunca imaginé que fueses a presentarte en casa de Giovanni Rossi una tarde en que Darvulia acababa de salir de ella. Yo había estado siguiéndola hasta ese momento, pero el terror que sentí cuando te vi bajar del coche y tocar la campana hizo que me quedase paralizado en donde me hallaba oculto. A pesar de la felicidad que me producía verte una vez más, aun cuando fuese de lejos, tu presencia en París en momentos tan críticos me resultó sumamente inquietante, mucho más cuando estabas acercándote a los vampyr de modo tan inusitado.

Cuando logré sacudirme la impresión que tu repentina aparición había producido en mí, ya estabas dentro de la residencia de Rossi.

Escalé el muro que me separaba de la casa pero todas las cortinas de la casa estaban cerradas. Sentí un alivio indescriptible al verte salir intacta de casa de Rossi y seguí tu coche a casa del que descubrí era tu abogado, el señor Locke. Por desgracia, seguir a tantas personas a la vez me distrajo tanto que no me percaté de que Ujvary estaba dando un baile en su recién adquirido castillo de Salles hasta el mismo día en que se ofrecía. Esta era una propiedad que no había vigilado como las otras puesto que nuestros enemigos parecían no frecuentarla jamás. Ujvary había convidado, como sabrás, a gran cantidad de gente a su baile, y yo opté por camuflarme entre la servidumbre… Todos, Martina, todos ellos eran vampyr. Por fortuna, todos llevaban disfraces y varios llevaban máscaras, por lo que pude mezclarme con ellos sin ser reconocido por la condesa, Darvulia o Ujvary. Antes de abrir las puertas del castillo, Ujvary nos reunió a todos en los jardines para darnos instrucciones, y fue así como no sólo pude confirmar mis sospechas sino enterarme de lo que planeaba llevar a cabo aquella velada:

—Calma… —dijo, acallando al séquito de vampyr que se había agrupado frente a él—. Calma, mis pequeños. Sé que todos estáis muy entusiasmados; yo también lo estoy. Erzsébet, Anna y yo nos sentimos muy satisfechos con todas las preparaciones que habéis llevado a cabo durante los días anteriores. Os aseguro que seréis recompensados por vuestros esfuerzos. Sólo os ponemos una condición: no toquéis a las doncellas. Nos pertenecen a nosotros y deben ser conducidas a las mazmorras sin excepción. Una vez cerremos las puertas al amanecer, podréis hacer lo que os plazca con los selectos concurrentes restantes, quienes se quedarán a disfrutar de lo que se les ha hecho creer será un exclusivo déjeuner ofrecido en su honor. Debéis dejar que los demás partan sin importunarlos. Aquellos que han de ser iniciados esta noche se encuentran descansando en sus aposentos, en donde Anna y Erzsébet se reunirán con ellos para prepararlos antes de darles su bienvenida oficial en las mazmorras. Nuestra familia parisina continúa expandiéndose, queridos míos, y muy pronto tendremos tanto poder que seremos intocables, tanto en lo material como en lo espiritual.

Los chillidos de excitación de los vampyr me pusieron los nervios de punta, pero tuve que seguirlos cuando se dispersaron. Estaba esperando la oportunidad de encontrar el camino a las mazmorras, donde supuse, según el discurso de Ujvary, se preparaba el verdadero banquete de mis enemigos. En cuanto pude hacerlo, me interné en el castillo. Este tiene tantos pasadizos secretos que perdí el rumbo varias veces antes de encontrar una puerta accesoria que daba a una celda en que no había más que un estrecho colchón. La celda tenía otra puerta que estaba hecha de hierro, y me acerqué a ella para mirar a través de su cerradura: vi paredes de piedra y lo que parecía ser un gran baño. Estaba casi seguro de haber llegado a las mazmorras, pues el aire estaba frío y húmedo, y había descendido mucho para llegar ahí. Sin embargo, la puerta de hierro estaba cerrada con llave y no pude forzarla. Tuve que tomarme unos momentos para decidir qué hacer en esa ocasión. Los vampyr eran demasiados, aun si los inmortales eran la condesa, Ujvary y Darvulia. La única estrategia en la que pude pensar fue en prenderle fuego a todo el edificio después de sacar de él a las personas que planeaban asesinar, si lograba hacerlo. Para ello tendría que hallar otra entrada a las mazmorras. Por desgracia, era demasiado tarde y, siendo la primera vez que entraba al castillo, terminé por extraviarme de nuevo al tratar de hallar otra forma de acceso al recinto.

Cuando al fin pude salir de los pasadizos subterráneos, la fiesta ya había empezado. Desesperado, decidí ensayar una nueva ruta a las mazmorras, pero en aquella ocasión me hice con un barril de brandy y comencé a derramarlo a mi paso por todos los corredores secretos. Las víctimas de los vampyr morirían de una u otra forma si el tiempo no estaba de mi lado y el fuego sólo evitaría que quedasen vagando como almas en pena. Las únicas puertas a las que llegué estaban fuertemente selladas y la ira se apoderó de mí cuando escuché los gemidos de dolor que provenían de su interior. Tuve que admitir mí derrota: era demasiado tarde.

Corrí por los pasadizos de vuelta a la única celda abierta que había encontrado. Al acercarme, escuché tus gritos y sentí pánico; luché contra la idea de que en verdad pudieses ser tú quien estuviese prisionera pero el corazón me decía lo contrario. Fue entonces cuando abrí la puerta para hallar que el maldito de Ujvary estaba a punto de atacarte. Sin pensarlo dos veces, le clavé en la espalda una aguja ungida con vino consagrado que llevaba en la solapa y te saqué de allí como pude, con las llamas dispersándose rápidamente por todo el edificio y pisándonos los talones. Sabía que los invitados tendrían tiempo suficiente para huir; sólo esperaba que algunos de los vampyr mortales pereciesen en el incendio.

Robé el primer coche que encontré fuera del castillo y te llevé a la pequeña habitación que había tomado en la taberna hacía casi dos semanas. Aunque no tenías marcas de ataques visibles, habías sufrido tal conmoción que no volvías en ti, y no me atreví a correr el riesgo de dejarte sola hasta que no hubieses despertado. ¡Estaba francamente asustado, Martina! Aunque debo confesar que estaba enfadado contigo por lo que juzgué una falta de prudencia de tu parte, era un milagro que hubiese podido sacarte intacta del nicho de los vampyr. Al ver que no despertabas, tuve que partir en la mañana dejándote una nota.

La meta de nuestros enemigos había sido hacer de París un lugar en el que pudiesen actuar a su antojo y sin interferencias de nadie, por lo que decidí escribir una carta anónima a la policía acusando a Ujvary de rapto y tortura. Sabía que encontrarían pruebas de sobra en las mazmorras de su castillo. Mencioné también los extraños documentos que había hallado en el despacho del notario y los falsos certificados de defunción que había preparado Goldberg. Por desgracia, estos últimos nunca fueron hallados y el galeno no pudo ser inculpado por nada. El notario pereció en el incendio, y con él las posibilidades de los vampyr de adueñarse de los bienes de algunas de las personas más acaudaladas de Francia. El cuerpo de Ujvary estaba en la morgue y mi mejor opción para seguir los pasos del enemigo consistía en esperar a que Goldberg lo sacase de allí, ya que Erzsébet y Darvulia habían desaparecido del panorama. Vi al malvado galeno entrar y salir de la morgue en varias ocasiones en los días que siguieron, pero jamás lo hizo acompañado. Ignoro cómo salió Ujvary de allí, el caso es que tuve que enterarme por medio de los periódicos de que su cuerpo había desaparecido. No podía dejar que el doctor se me escapara.

Oculto en el edificio vecino a su residencia, observé que se preparaba para salir de viaje y supe que tendría que ir tras él. Sabía que la nota que te había dejado al lado de la cama en aquella habitación de la taberna había sido algo dura, aunque sólo pretendía evitar que siguieras metiéndote en la boca del lobo. Hubiese querido despedirme de ti antes de partir. Pasé cuatro largos años siguiendo a Goldberg de un lado al otro de Europa. Aunque interceptaba cada una de sus cartas, buscando en ellas cualquier tipo de pista que pudiese conducirme a nuestros enemigos, estos parecían haber roto toda comunicación con él. Vencido, regresé a Irlanda para entrevistarme con William y enfrentar los recuerdos que habían quedado perdidos en la propiedad de mis padres. La maleza cubría las ruinas del que había sido nuestro hogar, y todas las tierras habían quedado inhabilitadas por el paso del tiempo. Entonces se me ocurrió que William podría abrir una maravillosa clínica en ese lugar y decidí proponérselo. Mi buen amigo no podía creerlo cuando me vio aparecer frente a su casa tantos años después.

—¡Adrien! —exclamó, antes de darme un fuerte abrazo—. ¡Me había temido lo peor, amigo!

William me hizo pasar sin perder un segundo; aún no me temía en lo absoluto y estaba feliz de verme. Después de ponerlo al tanto de todo lo que había ocurrido desde la última vez que le había escrito, le entregué los títulos de propiedad de mis tierras. William se rehusó terminantemente a aceptarlos, pero al menos logré convencerlo de abrir su clínica en ellas.

—¡Pienso casarme en la primavera, Adrien! —dijo, conmovido—. Será maravilloso tener una pequeña granja en tu propiedad para que mi futura esposa se ocupe de ella mientras yo me encargo de la clínica. ¿Asistirías a nuestra boda?

—Pides demasiado de mí, amigo —le dije—. Sin embargo, espero poder conocer a tus hijos algún día.

Visité al notario del pueblo para autorizar la libre utilización de mis tierras por parte de William y fui a darle un pequeño susto al cura antes de partir.

No puedo evitarlo, Martina. Aunque he entablado amistad con unos cuantos sacerdotes, los pobres me tienen pavor y esto hace que la tentación de aparecérmeles de repente sea irresistible para mí.

—Buenas noches, cura —dije a las espaldas del pobre hombre que había sido el primero al que había visitado después de haber sido atacado por Erzsébet.

—¡Jesús, María y José! —exclamó él, dándose la vuelta en el aire mientras yo reprimía una carcajada.

—¿Así recibe a un viejo amigo? —le pregunté.

—¿Qué haces aquí? ¡Pensé que ya nos habíamos librado de ti y los tuyos! —dijo él, alejándose de mí.

—¿Los míos? Ya sé que no me profesa gran simpatía, padre, pero tampoco tiene por qué insultarme. Me ha resultado algo difícil establecer estrechos vínculos afectivos con los asesinos de mis padres; no soy tan buen cristiano como usted.

—¿Qué quieres de mí, Almos? —preguntó, sonrojándose un poco.

—Sólo pasaba a… saludarlo, y a pedirle algo de vino consagrado.

—¿Es que no conoces otros sacerdotes? —preguntó, dirigiéndose a la capilla.

—Más de los que quisiera, cura… más de los que quisiera —respondí.

—Imagino que te habrás enterado de la nueva oleada de ataques que ha habido en Hungría… si es que no has tenido parte en ellos, claro está —dijo, extendiéndome el cáliz.

—¿Hungría? —pregunté, alarmado. ¡Qué bueno que vine por aquí!

No sabe cuánto le agradezco la información… Y, no, no he tenido parte en ningún ataque hasta el día de hoy, gracias a Dios.

El padre me ojeó con sospecha y yo le devolví una mirada sarcástica.

—El que pueda entrar en su iglesia significa que nunca he tomado la sangre de ningún mortal; se lo aclaro en caso de que no hubiese usted reparado en este pequeño detalle. Mi presencia debería, pues, producirle inmensa alegría —dije.

—Qué irónico… —dijo él, sin creer totalmente en mis palabras—. Un vampyr que no se alimenta de sangre humana.

—Linda historia, ¿verdad? —respondí—. Le advierto que no carezco del instinto para hacerlo, cura.

El padre dio un salto atrás, como sabía que lo haría.

—Gracias por el vino —dije, y desaparecí entre las sombras.

Debía embarcarme hacia Europa continental de nuevo. En aquella ocasión no tenía pistas para encontrar a Erzsébet; tendría que guiarme por los registros de ataques de peste de rabia en Hungría. Por fortuna, los campesinos y gitanos aún se permiten aceptar la existencia de fantasmas y de vampyr. Fue gracias a sus reportes y observaciones que pude seguir el rastro de mis enemigos de pueblo en pueblo hasta llegar a Budapest, pues hallé más incidencias de ataques cuando hube llegado a dicha ciudad. A pesar de que los casos de supuesta peste de rabia no eran muchos, me enteré de la desaparición de algunas jóvenes de familias de renombre en Buda.

Como habrás de imaginarlo, me habría sido imposible vigilar las casas de todas las familias prominentes del área, así que me concentré en las tres más importantes. Una noche en que rondaba la residencia de los Kamény, observé movimientos en el pequeño bosque colindante y, al acercarme, descubrí que un joven gitano se despedía de la pequeña dama de la casa besando sus manos afectuosamente.

Esta última se introdujo breves momentos después dentro de la propiedad. No bien pasados unos minutos, escuché cascos de caballos acercándose y esperé, oculto entre la maleza, a que el coche pasara de largo. ¡Cuál no sería mi sorpresa al reconocer el coche de Erzsébet Báthory paseándose frente a la casa de los Kamény! El cochero hizo que los caballos se detuvieran y la cortina del coche se abrió, dejando entrever el rostro de mi peor enemiga.

—Esta es la casa anunció el cochero, que no era Ujvary.

Entonces Erzsébet le hizo una seña y el cochero bajó de su asiento para abrir la puerta del coche y ayudarla a salir.

—Ven, Székely —dijo esta a otra persona que estaba dentro del coche.

Por unos instantes me espantó la idea de verte salir del coche de Erzsébet, pues había mencionado tu nombre de familia, pero una figura masculina descendió del coche para seguir a nuestra enemiga.

—¿Estás absolutamente seguro de que es aquí donde vive la joven, Bernabé? —preguntó la condesa al cochero.

—Absolutamente seguro, mi señora —respondió este, inclinando su cabeza en señal de respeto.

—Bien, Gábor —dijo Erzsébet, dirigiéndose al otro hombre—: Tu trabajo será seguirla a todas partes. Tendrás que estacionarte cerca de aquí y esperar a que salga. Apuesto a que puede guiarnos al escondite del gitano. Algo debe estar ocurriendo entre esos dos para que ella vaya a verlo al mercado con tanta frecuencia, y presiento que él podría llevarnos a encontrar aquello que buscamos. Es un joven… especial.

Mi corazón latía con fuerza. ¿No era el hombre que acompañaba a Erzsébet, por azar, el mismo Gábor Székely cuya conversación al respecto de la herencia de Verónika Székely había escuchado yo varios años atrás a través de la ventana de la casa de su padre?

—Esto te costará, Erzsébet —dijo Székely a la condesa—. Es trabajo pesado… sabes cuánto detesto levantarme temprano. La condesa lo miró con desprecio y respondió:

—¿Por quién me tomas, idiota? ¿Es que no he pagado bien todos tus servicios? Considérate afortunado, Székely, y procura mostrarme el respeto que me debes: no olvides quién es tu señora.

Székely miró al suelo unos segundos y al fin respondió, no sin dificultad y con un tono que me pareció sutilmente irónico:

—Disculpe usted, señora mía. No quise ofenderla.

Era evidente que Gábor Székely era un hombre orgulloso a quien no le resultaba fácil seguir órdenes.

—A veces me pregunto cómo es que no te he matado; te permites caer en la impertinencia con excesiva frecuencia… Vámonos ya. Me has puesto de mal humor. Regresarás mañana tú solo.

Erzsébet y Gábor Székely volvieron a subir al coche, y este comenzó a alejarse. Monté entonces de nuevo en mi caballo y empecé a seguirlos a una distancia prudencial. Sabía que Dios había puesto a mis enemigos frente a mí, y me dispuse a desenredar la relación de Gábor Székely con los vampyr. Supuse que su interés en el joven gitano debía estar ligado a los cofres de plata y casi deseé haber podido seguir al gitano en vez de a la condesa, en caso de que el primero pudiese conducirme a nuevos hallazgos… La presencia de Gábor Székely, empero, me pareció en extremo peligrosa y, por otra parte, era imperativo que descubriese en dónde se hallaba el escondite de mis enemigos. Me prometí regresar al bosquecillo en donde había visto al gitano y a la joven Kamény en cuanto pudiese y recorrí las calles de Buda tras el coche de Erzsébet. Este se detuvo frente a una casa de notoria antigüedad, y Székely y la condesa descendieron para ser recibidos por un sirviente que cerró la puerta tras ellos después de haber echado una ojeada recelosa a la calle. Aguardé a que volvieran a salir de la casa hasta que llegó el amanecer, pero la puerta no volvió a abrirse, por lo que supuse que esa debía ser su residencia, si no permanente, temporal.

La tarde siguiente los seguí hasta el mercado de Buda. Aunque las calles estaban repletas de gente no tardé en reconocer los rostros del gitano y su dama enamorada, quienes parecían estar sosteniendo una conversación casual en el pequeño puesto del primero. Todo lo que ocurrió después fue muy confuso para mí. Observé que Erzsébet y Székely abordaban a los dos jóvenes y casi inmediatamente después volvían a subir al carruaje. La joven Kamény parecía estar muy asustada. Temiendo lo que mis enemigos pudiesen hacerles, seguí el coche de nuevo, dispuesto a introducirme dentro de su casa de ser necesario para informarme acerca de sus planes. Para mi sorpresa, el carruaje no volvió a la casa. La condesa y su acompañante entraron a un albergue y se sentaron en una de las mesas; no pude entrar yo también, pues me habrían visto. Unos segundos después, un hombre en quien yo no había reparado aún se les unió: era joven, tenía ojos azules, los cabellos negros y los ademanes de un gato. Besó la mano de Erzsébet después de hacer una afectada reverencia, y creí percibir un gesto de aprobación de parte de ella cuando él le dirigió una amplia sonrisa que no carecía de cierta coquetería. Los tres intercambiaron algunas palabras y, acto seguido, se pusieron de pie. El joven ofreció su brazo a Erzsébet y ella lo aceptó, dejándose guiar fuera del café por él, con Gábor Székely siguiéndolos de cerca. Me escondí tras unos arbustos y pude escuchar que Erzsébet le decía a su acompañante, cuando pasaban de largo:

—Me cuesta trabajo creer que Gábor sea tu hermano, István. No sólo es tu apostura deslumbrante sino que tienes modales exquisitos. ¡Me has tomado por sorpresa! Con lo poco que he visto, ya puedo vaticinarte grandes progresos en lo concerniente a tu prima.

—Aún no he tenido el placer de conocer a mi prima Martina, señora mía, como ya lo sabrá usted.

—Ya tendremos la oportunidad de planear tan importante ocasión con cuidado —repuso la condesa con un tono que me heló la sangre.

La verdad es que olvidé al gitano y a la joven Kamény en cuanto tu nombre fue mencionado. Había creído, erróneamente, que la malvada condesa había decidido buscar otras formas de apoderarse del cofre de Csejthe. Ahora se había aliado con tus primos para llegar a ti. Sentí una punzada de odio hacia el hombre que Erzsébet parecía haber designado para llevar a cabo sus macabros propósitos. La posibilidad de que alguien te hiciese daño hizo que todo lo demás perdiese importancia para mí. Erzsébet y sus acompañantes caminaron por la orilla del Danubio y llegaron a un sombrío parque donde la condesa se acomodó en una banca con uno de los hermanos Székely a cada lado. El frondoso follaje del parque me sirvió para ocultarme entre las ramas, desde donde pude escuchar toda su conversación:

—¿Dices entonces que tu madre pidió a tu prima que asistiese al funeral de tu padre? —preguntó Erzsébet a István Székely.

—Así es, señora mía… —respondió este—. Martina, sin embargo, ni siquiera nos envió una nota expresándonos sus condolencias; su abogado y nuestra difunta tía Verónika lograron predisponerla en contra nuestra. Pero la idea de acercarme a ella personalmente me ha dado vueltas en la cabeza durante muchos años. Sé que Martina tiene mi edad y que puedo convencerla de mis buenas intenciones para con ella.

Erzsébet rio con sorna.

—No pretendo irrespetar a mi prima, señora mía… —respondió István a la risa de Erzsébet—. Mis intenciones con ella son las más nobles: deseo hacerla mi esposa.

La condesa guardó silencio unos instantes y al final dijo:

—No pretenderás hacerme creer que amas a tu prima, ¿verdad?

—Puedo amar a cualquiera que tenga una fortuna tan inmensa, mi señora. Le aseguro que mi corazoncito se enternece ante cualquier mujer que me ofrezca la posibilidad de hacerme tan rico —repuso este.

—¡Ah! Bueno, querido mío… tu prima no está precisamente haciéndote tal ofrecimiento. De hecho, creo conocer a Martina Székely lo bastante como para aseverar que tu empresa no será una fácil y sin tropiezos —dijo Erzsébet.

—Permítame corregirla al respecto de este punto, señora condesa. No me han faltado oportunidades para desposarme con la fortuna de varias damas. Si no lo he hecho, ha sido porque tengo un interés especial en la de mi prima. Siento que ella me ha despojado de lo que me pertenece por derecho, y la odio por ello. Sin embargo, tengo plena confianza en que sabré demostrarle tanto desinterés y tanto respeto, que terminará por amarme a pesar de sí misma.

—¡Y mucho le pesará, en efecto! —dijo Gábor Székely—. Si lograses conquistar el corazón de nuestra prima, hermanito, tendrás que estar preparado para saber sobrellevar la viudez con templanza, pues te llegará muy rápido.

—Serás no sólo el viudo más guapo sino el más rico de Budapest —dijo Erzsébet—. De eso me encargaré yo. Y tú, a cambio de ello, me entregarás lo que acordamos.

—Lo haré sin ningún reparo, señora mía. ¿Qué utilidad podría tener para mí un pedazo de papel? —respondió István.

—Ninguna —dijo Erzsébet—. Sin embargo, tendrás que buscarlo en cada rincón de las propiedades de tu prima. También tendrás que ganarte su confianza para que, en caso de haberlo encontrado ella antes que tú, te lo cuente.

—Una vez sea mi esposa, tendrá que obedecerme en todo —dijo István.

—No cuentes con ello, István —dijo Erzsébet—. Tu prima es voluntariosa; lo sé por experiencia propia. No será fácil de subyugar.

—Creo poseer un talento especial para calmar los bríos de las damas más ingobernables, condesa. Usted deje a Martina Székely en mis manos y verá cómo todo se resuelve de acuerdo con sus deseos —repuso István.

—Eso espero, István, tanto por mí como por ti. De ello depende tu oportunidad de ser iniciado —dijo la condesa.

—Haría lo que fuera por ser convertido, señora mía. Lo que fuera. Permítame demostrarle que soy digno de llamarla a usted mi dueña por el resto de la eternidad —dijo István.

—¿Han escuchado eso? —preguntó Gábor Székely, interrumpiendo el curso de la conversación.

—¿Qué cosa? —preguntó István.

—Se oyen ruidos en la maleza —dijo Gábor.

—¡Almos! —dijo Erzsébet. La maldita había sentido mi presencia.

Tuve que alejarme de allí a toda velocidad. Lo que había descubierto era suficiente.

Comprendí que los hermanos Székely pretendían ser convertidos en vampyr, y que el más joven de ellos era la carnada que Erzsébet pensaba utilizar para apoderarse de la clave que abriría la puerta en el castillo de Csejthe. Comprendí también por qué no había tratado de matarte en tantos años: temía que fueses a llevarte el secreto de la clave a la tumba y había estado buscando una forma sutil de obtenerla sin despertar tus sospechas.

Pasé un mes tratando de encontrar tu lugar de residencia. La desesperación había obnubilado mis sentidos y estaba pasando por alto las más obvias posibilidades. Ignoraba si estabas aún en París o si… Podías estar en cualquier lugar del mundo y, sin embargo, presentía que estabas muy cerca. Entonces se me ocurrió volver al palacete de Pest. Cuando vi la gran cruz Patriarcal que adorna su fachada, supe que sólo tú podrías haberla hecho poner allí. Tuve que reprimir el súbito impulso de acercarme a la puerta y tocar la campana; pensar que quizá estuvieses dentro de esa casa hacía que mi corazón latiera con tanta fuerza que a duras penas podía contenerme. Sin embargo, recordé que nuestros enemigos podían estar vigilando todos tus movimientos y me obligué a detenerme: Erzsébet ya te odiaba lo suficiente como para que yo obrase de forma tan descuidada. Habían pasado largos años en que la condesa había mantenido la distancia en aras de su propia conveniencia, pero no sabía qué reacción podría esperar de su parte si llegaba a enterarse de que… Dios, Martina, no quiero ni pensar en las represalias que Erzsébet hubiese sido capaz de tomar de haber sabido que es tu rostro el que veo cada vez que cierro los ojos. Sólo tú has logrado desplazar las horribles imágenes que me han perseguido durante tanto tiempo. Si algo llegase a pasarte, la belleza del mundo cesaría de existir para mí. Apareciste entonces en el umbral de la puerta, y todas las emociones que había albergado dentro de mi alma hasta ese momento se desataron sin que yo pudiese comprender una sola de ellas.

Temblando, te seguí con la mirada mientras subías a tu carruaje y le dabas indicaciones a tu cochero con tanta dulzura que se habría pensado que le hablabas a tu propio padre. Cuánto anhelé poder convertirme por unos instantes en cualquiera de las personas que tuviesen la buena fortuna de seguir una sola de tus órdenes; cuánto hubiese querido ser yo quien pudiese sostener tu mano, y robar tu atención unos segundos para recibir la bendición de la noche de tus ojos. A partir de ese momento, me convertí en tu centinela. No he pensado en otra cosa que no sea protegerte a toda costa, Martina, porque a pesar de haber logrado vencer la oscuridad de mi propio ser cada vez que cae el crepúsculo a lo largo de los años, y a pesar del vacío que invade mi alma, jamás he podido deshacerme del amor que siento por ti. Tarde he venido a comprender la naturaleza de mis sentimientos. El odio y la sed de venganza habían sido los únicos moradores de mi corazón hasta aquella tarde en que te vi por primera vez, y no supe ponerle un nombre a aquello que sentía cada vez que invocaba tu nombre cuando la soledad y la desesperanza se apoderaban de mí.

Cuando István Székely apareció en tu vida, tuve más deseos de matarlo a él que lo que jamás he deseado enviar a Erzsébet al infierno.

No creo poseer la generosidad suficiente como para declarar que, de haber sido él bueno, yo hubiese podido resignarme a verte reír en su compañía. Los celos me consumían al pensar que tu primo István pudiese ser de tu agrado, y en una ocasión lo seguí desde tu casa hasta el albergue donde fingía estar hospedándose con la firme intención de mandarlo a la tumba. Admito, aun así, que necesitaba comprobar por mí mismo si lo amabas o no antes de vengar el daño que pretendía hacerte y tuve que dejarlo vivir. De haber seguido mis impulsos, puedo asegurarte que no sentiría el más efímero remordimiento: aun sabiendo que lo desprecias, el más negro odio toma posesión de mí cuando recuerdo su existencia, y no puedo evitar desearle el más espantoso de los destinos.

Debo, pues, confesar que te he mentido. No estaba por casualidad al pie del abismo de cuyo ápice estuviste a punto de caer. No estaba buscando el campamento de los gitanos, ni tratando de llegar al cofre de plata que tiene el esposo de Vivéka Kamény antes que los vampyr. Estaba siguiéndote, Martina, para asegurarme de que nada malo pudiese ocurrirte, y me alegro de haberlo hecho… Aunque sé que mis instintos te ponen en peligro, también haría lo que fuera con tal de defenderte. Ahora que conoces mi historia te pido, una vez más, que me prometas que tomarás la vida que me queda antes de permitir que mi alma y voluntad le pertenezcan a Erzsébet Báthory. Sé que nuestros enemigos están cerca. La noche ha llegado, y con ella se incrementan tanto mis poderes como mis debilidades.