EL VIAJE
Zsigmond, Vivéka y yo iniciamos el viaje alrededor de las cuatro de la madrugada. Hacía bastante frío y, por fortuna, nos habíamos asegurado de llevar buenos abrigos y varias mantas.
Las calles estaban desiertas cuando salimos de Budapest rumbo a las montañas, y confiaba en que nadie nos hubiese visto subir los baúles al coche. La hija de Zsigmond había quedado encargada de la casa. Si se presentaba István, le diría que yo había tenido que adelantar mi viaje a París y que regresaría a Budapest en un mes. No dejé ningún nombre o dirección de contacto: bastaría con que él y sus secuaces viajaran a París mientras que Vivéka y yo realizábamos otro recorrido. Recé para que nuestro viaje fuese seguro y sin percances y, sobre todo, para que nuestros enemigos no pudiesen rastrearnos tendríamos que atravesar las montañas para llegar al campamento de los gitanos y estaríamos en una posición de gran vulnerabilidad. Zsigmond estaba nervioso. A pesar de que el clima había mejorado bastante en la ciudad y de que la primavera estaba a punto de llegar, no sería igual en las montañas de los Cárpatos. Estaríamos a merced del clima, y esto no era algo que agradara mucho a mi cauteloso cochero.
Era un día oscuro. Aunque no parecía que fuese a llover, el cielo estaba nublado y el aire bastante húmedo. Me acurruqué en mi rincón de la parte posterior del coche y traté de dormir un poco. El ritmo con que Zsigmond guiaba a los caballos era estable, Vivéka estaba a cargo de mostrarnos el camino y, a pesar de los nervios que sentía, la fatiga acumulada de los días anteriores se había apoderado de mí. Lo último que vi antes de cerrar los ojos fueron las casas de Budapest haciéndose cada vez más pequeñas detrás de nosotros.
Soñé que estaba en Sainte-Marie-des-Bois. Tenía puesto un vestido blanco que había pertenecido a mi madre en otras épocas, caía una tempestad de los mil demonios y mi ventana estaba abierta de par en par. Aunque estaba mojándome con el agua que el viento arrastraba hacia dentro del edificio, no me inmutaba: continuaba de pie frente al ventanal, con las manos apoyadas en el alfeizar y la vista clavada en el bosque. De repente lo veía, su silueta oscura se recortaba contra la maleza. Era un jinete vestido de negro. Estaba emparamado y tenía la mirada clavada en mí. Súbitamente, un relámpago iluminaba su rostro.
—¡Vampyr! —grité, despertando.
—¿Qué ocurre? —preguntó Vivéka, aterrorizada, desde el otro extremo del coche.
—¡He soñado con él, Vivéka! —exclamé, temblando de pies a cabeza.
—¿Con quién? —preguntó ella, con los ojos desorbitados.
—¡El merodeador de Sainte-Marie! ¡El amante de Erzsébet Strossner! —dije, sintiendo que las palabras se me helaban en la boca.
—¿Johannes Ujvary? —preguntó ella, dándose la bendición.
—No, Vivéka —balbucí—. No era Ujvary. Era otro Vampyr… ¡Vi su rostro! ¡Me estaba mirando! Vivéka, tengo un mal presentimiento.
Afuera caía una tormenta igual a la de mi sueño. El pobre Zsigmond estaba empapándose y varias goteras se filtraban adentro de la calesa.
—¡Dios mío! —dije—. ¡Ha caído la noche!
Vivéka estaba lívida. Mi sueño la había dejado verdaderamente asustada.
—No quise despertarte, Martina —dijo—. Dormías tan plácidamente… Zsigmond y yo comimos algo hace un par de horas.
—Pero ¿cuánto tiempo he dormido? No puede haber sido tanto… apenas si he cerrado y vuelto a abrir los ojos…
—Martina… Ya estamos en los Cárpatos.
No bien Vivéka hubo terminado de pronunciar aquellas últimas palabras, un rayo cayó muy cerca de donde estábamos, haciendo temblar la tierra y, con ella, también al coche. ¡Doce horas! ¡Los Cárpatos! Mi corazón dejó de latir por unos instantes.
—¡Zsigmond! —grité, pegándome al vidrio que nos separaba de él—. ¿No sería mejor que parásemos? ¡Debes meterte al coche con nosotras!
—¡Sería una locura detenernos ahora, señorita! —respondió el anciano cochero desde su asiento—. ¡No tendríamos dónde amarrar los caballos! ¡Con lo asustados que están, arrastrarían el coche a su merced podríamos caer por un precipicio!
Tirité dentro de mis cobijas. El aire frío se colaba por entre las rendijas del coche, calándome hasta los huesos. Tomé un trago del brandy que había puesto en el cesto de los víveres y, abriendo la pequeña ventana delantera, saqué la mano para ofrecerle la botella a Zsigmond.
—¡Ahora no, señorita Martina! —dijo él, tratando de mantenerse erguido en su puesto—. ¡Si aflojo las riendas perderé el control!
El camino era extremadamente escarpado y miles de pequeñas rocas se deslizaban debajo de nosotros. El coche dio dos saltos bruscos, lanzándome de vuelta a mi asiento. Tuve que incorporarme para cerrar la ventana de nuevo.
—¡Tengo miedo, Vivéka! —dije.
Estaba sufriendo en especial por Zsigmond. Sus viejos huesos no estaban para soportar tales penurias.
—Recemos para que amaine esta tempestad —dijo Vivéka. Traté de elevar una plegaria en voz alta, pero me fue imposible: los dientes me castañeteaban; estaba tiritando de pies a cabeza. Vivéka tomó varios sorbos de Brandy y me devolvió la botella.
—Bebe —me dijo—. Lo necesitas. ¡Estás temblando más que ninguno de nosotros!
Era cierto. La pesadilla que había tenido me había dejado aterrada y a esto se sumaba el frío en medio del que había despertado. Recibí la botella de manos de Vivéka y bebí largamente, sintiendo que el alcohol me quemaba por dentro. Me sentaba bien.
—¿Mejor? —preguntó Vivéka.
Yo asentí con la cabeza.
—Entonces bebe un poco más —me aconsejó.
La obedecí sin reparos. Cuando menos lo pensé, me di cuenta de que había acabado con casi todo el licor.
—¡Pero mira nada más cuánto he bebido! —exclamé, mientras el coche daba otro tumbo.
—No importa —dijo Vivéka, sonriendo—. Tenemos dos botellas más. Poco a poco el alcohol comenzó a calentarme, al tiempo que el miedo que sentía menguaba. Aunque no podía borrar de mi mente la pesadilla que había tenido, el brandy había hecho su efecto: me había embriagado, dejándome bastante aturdida. Descorrí la cortina y miré hacia fuera: todo estaba oscuro, exceptuando las cumbres más elevadas de las montañas que nos rodeaban, que quedaban iluminadas intermitentemente por los relámpagos.
Avanzamos más o menos una hora más hasta que, finalmente, empezó a escampar. La lluvia había dejado un buen charco dentro del coche y Zsigmond estaba emparamado. Me incliné hacia delante y abrí la ventana que nos comunicaba con él.
—¡Zsigmond! —dije—. ¿Quieres parar ahora?
—¡No, gracias, señorita! —respondió él, sin desacelerar—. ¡Quiero salir de esta zona lo antes posible!
—¡Pero debes secarte! —grité.
—¡Ya me secará el viento! —dijo él.
Una ráfaga de aire helado me azotó el rostro.
—Además… —continuó él—, ¡quién sabe qué clase de bestias hambrientas pueda haber en estos parajes! ¡No es un buen lugar para detenernos!
—Zsigmond tiene razón —dijo Vivéka—. ¡Los Vampyr podrían estar cerca!
—¿Cómo ha dicho la señorita? —preguntó Zsigmond, volteando la cabeza hacia atrás.
—¡He dicho que los vampyr podrían estar cerca! —respondió Vivéka, acercándose a la ventana para que Zsigmond pudiese escucharla.
—¡Vampyr! —gritó Zsigmond, con el rostro desfigurado por el terror—. ¡Señorita! ¿Por qué los menciona usted?
Quise que Vivéka guardara silencio, pero ya era muy tarde para detenerla.
—¿Qué no lo sabe? ¡Los vampyr andan tras nosotros!
En ese momento, el coche tropezó con algo. La fuerza del impacto lo sacudió con violencia, haciendo que la portezuela contra la que había estado recostada se abriera. El coche se meneaba de un lado al otro con tal ímpetu que me arrojó primero contra la ventanilla del lado opuesto del compartimiento y luego de nuevo hacia la puerta que se abría y cerraba a merced del movimiento. Traté de asirme del asiento pero el coche dio un salto aún más brusco que el anterior y salí despedida del vehículo. Lo último que escuché fue la voz de Vivéka gritando mi nombre.
Volé por los aires y luego caí sobre el suelo, pero el impulso me arrastró montaña abajo sin que yo pudiese hacer nada al respecto.
Todo ocurrió tan pronto que no tuve tiempo de reaccionar: rodaba a merced de la inclinación del terreno, golpeándome con cuantas rocas y ramas me encontraba. Por más que trataba de detener el curso de mi caída, la tierra estaba tan resbalosa que todos mis esfuerzos eran inútiles. Al fin las viejas raíces de un árbol frenaron mi descenso con un estrellón y, por instinto, me agarré de ellas. Sentí el vacío debajo de mis pies. Mis brazos, extendidos por encima de mi cabeza, estaban cediendo.
Cuando me atreví a abrir los ojos, tuve que volver a cerrarlos de inmediato: mi cuerpo había quedado colgando sobre un abismo, y mi única salvación eran las gruesas y húmedas raíces que mis manos sujetaban. Una muda exclamación salió de mi boca. Enfoqué la mirada en las raíces y me balanceé intentando impulsarme hacia arriba, pero mi mano derecha resbaló y por poco pierdo mi único soporte. Me aferré a la madera mojada de nuevo y me concentré en no soltarla. Estaba demasiado lejos de la pendiente como para tratar de buscar cualquier otro punto de apoyo, ya fuera con las manos o con los pies. Volví a mirar esa oscura infinidad que se extendía debajo de mis pies y gemí, allá abajo me esperaba una muerte segura. Mis dedos comenzaron a aflojarse y una pesada resignación se apoderó de mí, en pocos segundos caería dentro de las entrañas de aquel precipicio que me tragaría, haciéndome suya para siempre. Cerré los ojos y entregué mi alma a Dios, deslizándome un par de centímetros hacia ese fondo invisible. Al fin tuve que soltarme. Sentí el tirón del vacío y lancé un grito.
Entonces algo me agarró del brazo, impidiendo que cayese en las profundidades del despeñadero. Por el mismo terror del momento tardé en darme cuenta de lo que estaba pasando. Sólo supe que algo me halaba hacia arriba con rapidez, tomándome primero del brazo y luego envolviendo mi torso. Yo me aferré a ese algo sin siquiera pensarlo y, en menos de una fracción de segundo, mis pies estaban tocando la tierra. ¿Estaría viva de verdad? Inhalé con dificultad y dejé salir el aire lentamente, confirmando lo que tanto trabajo me costaba creer: estaba a salvo. En ese momento supe que lo que me estaba sujetando era una persona. Mis párpados se abrieron y vislumbré un abrigo negro.
—¿Zsigmond? —balbucí débilmente.
—No —respondió una voz masculina y profunda.
Elevé la mirada, recorriendo poco a poco la alta figura del hombre que me había sacado del abismo. Cuando mis ojos se encontraron con los suyos, por poco me desmayo: allí, ante mí, estaba el vampyr de mi pesadilla. Era hermoso y temible a la vez. Su mirada me atravesaba como un puñal ardiente, hiriendo y encendiendo mi alma. Era el ser más fascinante con el que me hubiese encontrado jamás. Estaba jadeando, fuese ya a causa del pánico, ya por una avidez hasta entonces para mí desconocida o por una mezcla de ambas. Me retenía contra su cuerpo con ambos brazos y podía percibir su sed, sus ansias de clavar en mi piel los colmillos que aún no me había enseñado. Sus labios estaban cerrados, insinuando una sonrisa. Presentí que podía saborear mi sangre antes de haberla probado.
Aquello que me estaba ocurriendo era inexplicable. Si no se hubiera acercado a mí, yo misma le habría ofrecido el cuello para que bebiese de mí cuanto deseara. Quería sentir esa fusión de pasión y dolor, estar aún más cerca de él, unirme a él, que mi sangre corriera por sus venas.
Deslizó una mano hasta la parte posterior de mi cabeza y se inclinó sobre mí, acercándose a mi sien, inspirando hondamente y recorriendo con sus labios el contorno de mi rostro sin apenas tocarme. Anticipé el momento en que por fin sentiría el contacto de su boca férvida contra la curva de mi cuello, rindiéndome ante él. Estaba tan perdida en el momento que no hizo gran diferencia para mí que hubiera posado sus labios sobre los míos. Su presencia me dominaba por completo. Mis ojos permanecieron cerrados; estaba flotando en una masa de aire denso e incandescente que no sólo me envolvía sino que también me llenaba. Su cadencia era lenta, su beso era profundo. Me sentía invadida de calor, no podía hacer otra cosa que responder a lo que él hacía de la misma forma. Mis brazos abarcaban el contorno de su cuerpo mientras que los suyos me ceñían contra él. Estaba suspendida en la eternidad del tiempo y no comprendía ni quería comprender, sólo quería dejarme ir y seguir experimentando esa maravillosa sensación, hasta entonces desconocida para mí. Había pasado largo rato cuando sus labios se separaron de los míos y el frío aire de la noche me acarició el rostro. Dejé escapar un suspiro y abrí los ojos, aún en un estado quimérico.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él, mirándome.
Su voz me trajo de vuelta a la realidad. ¿Qué había pasado? ¿Qué había hecho? ¿Por qué me había besado el Vampyr? ¡Vampyr! La palabra retumbó en mi mente como un rayo. Inmediatamente lo solté y di dos pasos hacia atrás, aterrorizada. Perdí el equilibrio y caí sobre la tierra mojada. El abismo estaba a pocos metros de distancia. Traté de incorporarme pero el miedo había entorpecido mis movimientos de tal forma que volví a caer. El Vampyr me miraba con lo que interpreté como sorpresa al tiempo que hacía ademán de acercarse de nuevo, extendiéndome su mano. Yo así mi crucifijo.
—¡Atrás! —grité, elevándolo hacia él.
Él pareció confundido. Inclinó la cabeza hacia un lado y la luna creciente iluminó su bello rostro pálido.
—¿Quién supones que soy? —preguntó. Estaba tan asustada que no podía hablar.
—¿Crees que quiero matarte? —preguntó.
—Se lo suplico… —balbucí con lágrimas en los ojos, sin poder terminar mi frase. El vampyr me dirigió una extraña mirada y soltó una risa sonora cuyo eco reverberó largo tiempo en las montañas que nos rodeaban.
De repente pude ver algo que no había notado antes: un enorme crucifijo esmaltado colgaba de su cuello. Me quedé muy quieta, sin saber cómo reaccionar. ¿Sería real lo que estaba viendo? Él seguía riendo con soltura. No había afilados colmillos. Yo no entendía qué pasaba. ¿No era, pues, el merodeador de Sainte-Marie? Un largo mechón de oscuro cabello ondulado cayó sobre su rostro, rozándolo a la altura del mentón. Luego me miró fijamente y, sonriendo, me preguntó:
—¿Para qué perdería el tiempo rescatándote una y otra vez si quisiera matarte, Martina Székely?
Su frase resonó en mis oídos una y otra vez.
—¿Almos? —balbucí, al fin.
Él dio un par de pasos hacia mí y volvió a ofrecerme su mano. Le pasé la mía. Estaba temblando.
—Adrien Almos —dijo él, mientras me halaba hacia arriba—. Al fin nos vemos… frente a frente.
Yo había perdido la voz. No podía ser cierto. No podía dar crédito a lo que mis oídos escuchaban ni a lo que mis ojos veían.
—¿Adrien Almos? —pregunté torpemente, al tiempo que él volvía a ceñirme contra sí.
—El mismo de siempre —respondió él—. Por Dios, estás temblando de pies a cabeza…
—Hace mucho frío —respondí, bajando la mirada. Estaba muy nerviosa. Habían pasado demasiadas cosas, demasiado pronto.
¡Adrien Almos! ¡Así que ese era su nombre! ¡Estaba frente a Almos, mi protector! ¡Y lo había besado! Sentí que los colores se asomaban a mi rostro. No podía pensar en otra cosa que no fuera ese beso… Él pareció adivinar mis pensamientos.
—Dime, Martina, ¿acostumbras besar así a todos los vampyr que conoces?
Me sentí desfallecer de vergüenza. Indignada, me solté de su abrazo.
—Yo… —comencé a decir.
Él se cruzó de brazos, sonriendo. Sus ojos habían adquirido un brillo particular.
—Tú… —dijo.
—¡Sólo te besé para salvar mi vida! —exclamé, virando el rostro hacia otro lado. Quería que la tierra se abriese y me tragase. Adrien volvió a reír con fuerza.
—¡No me digas! —respondió. ¡Y yo que pensé que tal vez te agradaba aunque fuera un poco!
—¡Acababa de caer del coche y rodar precipicio abajo! —alegué—. ¡No estaba en mis cabales!
—¡Tú nunca estás en tus cabales! —exclamó Adrien, haciendo un esfuerzo por parecer serio, pero era obvio que estaba disfrutando de la situación—. Aun así… tengo que reconocer que, si hubiese tenido la intención de matarte, ese beso me habría hecho reconsiderar mis planes.
—¡Fuiste tú quien me besó a mí! —me defendí.
—No parecías estar demasiado enfadada cuando lo hice —contestó.
—¡Nunca he besado a nadie antes! —exclamé, desesperada—. ¿Cómo se supone que supiera qué ibas a hacer? ¿Sueles tú besar a todas las mujeres que conoces?
Adrien Almos abrió la boca pero no dijo nada. Luego frunció el ceño y preguntó:
—¿Nunca has besado a nadie antes?
—¡No! —respondí.
De repente comprendí el error que había cometido. ¿Por qué le había contado eso?
—¡No en estas circunstancias! —agregué.
Él apoyó el mentón en su dedo pulgar y, cubriéndose parcialmente los labios con el índice, subió las cejas.
—Claro… —dijo. No había creído una sola de mis palabras.
—¡Es la verdad! —dije, pero él ya estaba sonriendo con plena satisfacción.
Necesitaba cambiar el tema de conversación pronto.
—¡Vivéka! —exclamé, recordando a mi amiga y a Zsigmond.
—Tu amiga y el cochero están bien —dijo él—. ¿Venía alguien más en el coche con vosotras?
Negué con la cabeza.
—¿De veras están bien? —pregunté.
—Sí —respondió Adrien—. ¿Cómo estás tú? ¡Llegaste hasta aquí rodando desde el camino!
—La verdad es que no siento nada —dije, tratando de moverme y verificar que no me hubiese roto ningún hueso.
—Ya veremos en un par de horas. Es posible que aún no te duela nada por la misma conmoción —dijo él.
—Al menos puedo estar de pie —dije—. ¿Qué ocurrió con mis acompañantes?
—El coche perdió una rueda. Se pararon al lado del camino. Están buscándote como locos.
—¡Llévame con ellos, por favor! —le pedí.
—Vamos —dijo, y me tomó por la cintura, impulsándome colina arriba.
Hubiera querido soltarme por simple orgullo pero estaba demasiado nerviosa como para hacer nada. Me dejé guiar.
—¿Qué haces aquí, Martina? —volvió a preguntar.
—Buscamos al esposo de Vivéka. Los vampyr andan tras él y otro de los cofres de plata… como el que le robaste a Lorenzo Rossi.
Estaba hablando sin pensar. Me costaba trabajo concentrarme en tales circunstancias. De repente, mil preguntas acudieron a mi mente.
Temí que Almos fuese a desaparecer de nuevo sin contestar una sola de ellas, y me aferré a él.
—¿Qué haces tú aquí? —le pregunté, elevando el rostro.
—Busco otro cofre de plata.
—¿Cómo es que siempre me salvas? —le pregunté, deteniéndome y mirándolo a los ojos. Eran ojos indescriptibles, claros y oscuros a la vez, que cambiaban de tonalidad dependiendo de la luz. En ese momento tenían un matiz que se acercaba más al azul cobalto que a ningún otro color. No supe explicarme a mí misma qué era eso que sentía cuando mis ojos se cruzaban con los suyos.
—Los gitanos dirían que es… el destino —respondió.
Respiré profundamente.
—Y tú, ¿qué dirías? —le pregunté. Aún en medio de mi confusión, necesitaba escuchar de sus labios cómo era que siempre estaba tan cerca cuando yo me encontraba en peligro.
—Yo diría que es… No dijo nada más.
—¿Sí? —insistí.
—Eso mismo. El destino —dijo él. ¿Había pensado en decir algo diferente?
—¿Buscamos a tus amigos? —preguntó.
—Sí —respondí—. Pero… por favor… no vayas a desaparecer de nuevo. Al menos no antes que hayamos conversado. Te lo suplico.
Él pareció pensarlo, pero al fin dijo:
—Está bien.
—¿Me lo aseguras? —pregunté, dudando de sus palabras.
—Te lo prometo, Martina Székely.
—Gracias… Adrien Almos —respondí con timidez.
Era extraño pronunciar su nombre. «Adrien Almos», pensé. La luna nos bañaba con su luz. Al fin conocía a mi protector. La cabeza me daba vueltas. Almos, el autor de las notas misteriosas, me guiaba a través de esas agrestes montañas llenas de peligros… y yo no hubiese querido estar en ningún otro lugar.
—¿Quién eres, Adrien Almos? —me encontré preguntándole.
—Esa es una larga historia. Será mejor que te la cuente una vez hayamos salido de aquí.
—Cómo… ¿Cómo me encontraste? —balbucí.
—Cuando tus acompañantes comenzaron a gritar tu nombre, me dije que no era posible que otra vez se tratase de ti. De todos modos, corrí montaña abajo. Al parecer tienes la habilidad de meterte en apuros cada vez que yo estoy cerca. Hubiese querido bromear pero ese momento era tan importante para mí que sólo podía ser sincera:
—No tengo palabras para agradecerte todo lo que has hecho por mí, Almos…
Deseé haber podido decir más, pero la verdad era que siempre me quedaría corta en agradecimientos en lo que a Almos concerniera.
—Llámame Adrien —respondió—. No hay nada que agradecer. Creo que, en el fondo, lo he disfrutado.
—¿Qué has disfrutado? —pregunté, desconcertada. Si mal no recordaba, él había estado bastante enfadado conmigo en su última carta por haber tenido que salvarme.
—Sacarte de precipicios, arrancarte de las garras de los vampyr… Ya sabes, todas esas pequeñas cosas del diario vivir. Creo que he llegado a acostumbrarme. Quizás, incluso, lo extrañaría si no siguiese ocurriendo. Ya me preguntaba cómo era que nuestros caminos no se habían cruzado de nuevo. Me sorprendía que estuvieras siendo en verdad tan prudente.
Tuve que sonreír.
—Entonces… ¿casualmente te paseabas por los Cárpatos en esta hermosa noche de tormenta, justo en este lugar, cuando viste mi coche? —pregunté, tragando en seco.
Adrien rio, pero sentí que su espalda se ponía tensa.
—Estaba dándole de comer a mi caballo cuando escuché un coche acercándose. Me hice a un lado, escondiéndome entre los árboles, y esperé con la mirada fija en el camino. De repente, el coche perdió el control y… ya sabes el resto de la historia.
—¿Cómo es que sabes tantas cosas? ¿Cómo sabías el camino a seguir para encontrar el campamento gitano? —pregunté.
Adrien inhaló profundamente.
—No conozco el camino. Voy siguiendo a los vampyr —respondió.
—Entonces, ¿nos llevan ventaja? —pregunté, súbitamente aterrorizada. ¿Qué ocurriría si encontraban a János antes que nosotros?
—Me temo que sí —dijo.
Instintivamente, ambos apuramos el paso. No tardamos mucho en llegar de vuelta al camino. Podía escuchar a Zsigmond y a Vivéka llamándome a lo lejos.
—¡Aquí estoy! —grité, y comencé a correr hacia el lugar de donde provenía el sonido de sus voces. Adrien seguía a mi lado.
Noté que era muy ágil, sus movimientos eran rápidos y armónicos, como los de un lobo. No parecía correr sino más bien deslizarse sobre el suelo.
—¡Martina! —gritó Vivéka en cuanto me vio aparecer. Nos echamos la una en brazos de la otra.
—¡Gracias a Dios! ¡Qué susto nos has dado! ¿Estás bien? ¿Dónde estabas? —preguntó.
—Después de caer del coche, rodé montaña abajo. ¡Quedé colgando del abismo, Vivéka! Pero estoy bien, no me duele nada. Creo que no me he hecho ningún daño gracias a… Adrien —dije, mirándolo y sintiendo que me sonrojaba un poco.
—¡Abismo! Martina, ¡pudiste haber muerto! —exclamó Vivéka—. ¿De veras estás bien?
—Sí, eso creo —respondí.
—¡Estás completamente cubierta de barro! —dijo ella, sonriendo y llorando al tiempo—. ¡Gracias a los cielos! No sé qué ocurrió, el coche dio un salto y de repente tú ya no estabas allí… ¡No sabes la angustia que hemos pasado! ¡Gracias por rescatar a mi amiga, señor…!
—Almos. Para servirle —dijo él, inclinando su cabeza hacia Vivéka. Se veía hermoso.
Hubo un breve silencio. Mi amiga estaba atónita.
—Vivéka, este es Adrien Almos… la persona que se empeña en rescatarme de las situaciones más peligrosas —dije.
—¿Almos? —balbució Vivéka.
—Encantado —dijo Adrien, tomando su mano y besándola.
—¿El Almos de las cartas misteriosas? —preguntó ella, estupefacta.
—Veo que soy famoso —dijo Adrien, sonriendo.
—Pero… ¿cómo…? —comenzó a preguntar mi amiga.
—Es una larga historia… —dijimos Adrien y yo al unísono.
—Debemos darnos prisa. Los vampyr van rumbo al campamento —dijo Adrien a Vivéka.
La pequeña palideció.
—Tenemos que ponernos en marcha de inmediato —agregó él—. ¿Saben cómo llegar?
—Sí —dijo Vivéka—. Conozco el camino de memoria.
—Maravilloso —dijo Adrien.
Adrien ayudó a Zsigmond a ponerle la rueda de nuevo al coche y se acomodó en el asiento del cochero, enviando a Zsigmond a descansar en el compartimiento. El anciano aceptó a regañadientes pero yo sabía que en el fondo se alegraba de poder refugiarse del viento un rato.
Adrien había traído su caballo, un corcel azabache de crines plateadas, y lo había sujetado al coche después de cargar su equipaje junto con el nuestro en la parte trasera del vehículo. Pronto emprendimos la marcha. Vivéka seguía siendo nuestra guía y le daba instrucciones a Adrien a través de la ventana.
Yo tomé mi pañuelo, que se había emparamado con la lluvia y las sacudidas, e intenté limpiarme el barro de la cara lo mejor que pude. No podía dejar de mirar a Almos a través de la pequeña ventana que nos separaba. ¡Así que él era el merodeador de Sainte-Marie! ¡Todo el tiempo había pensado que el hombre que había visto desde mi habitación del internado esa tarde de lluvias torrenciales era el amante de Erzsébet Strossner, nada menos y nada más que un vampyr!, ¡y ahora resultaba que se trataba de Almos! Y yo que llevaba años creyendo que jamás había visto el rostro de mi protector. Tenía tantas preguntas… Lo veía de medio perfil cuando se volvía para escuchar a Vivéka.
En verdad era guapísimo, pero su belleza residía más en sus gestos y en su expresión que en sus facciones, siendo estas de por sí regulares y armónicas. Más allá de todo, era atrayente y masculino. Su nariz tenía un pequeño desnivel después del puente; un arco sutil que le daba carácter. Sus cejas se elevaban ligeramente en la mitad y luego volvían a descender, haciéndose más delgadas al final. El contorno de su rostro era angular; los músculos de sus mejillas permanecían tensos, acentuando la firme línea del mentón. Aunque estaba rasurado, una sombra de barba poblada se percibía a través de la piel translúcida. Su rostro quedaba parcialmente cubierto con las suaves ondas de pelo que el viento de los Cárpatos revolvía. Lo llevaba por debajo de la barbilla; parecía que hubiese crecido al natural. El color de su cabello, al igual que el de sus ojos, era indefinible, oscilando entre un marrón muy oscuro y un castaño rojizo que adiviné podía llegar a verse bastante claro a plena luz del sol. Noté que tenía una cicatriz casi imperceptible sobre el extremo izquierdo de los labios, que eran más bien delgados. Tal cicatriz no era defecto alguno, sólo una pequeña marca blanca vertical que destacaba el tenue tinte rosa de su boca.
Sus ojos profundos brillaban como plata cuando la luz de la luna de tormenta los tocaba. Eran ojos perspicaces e inteligentes; los ojos de un hombre de percepciones rápidas y precisas. Sólo sus ojeras y la palidez de su tez daban muestra de algún cansancio: la apariencia de Adrien Almos era la de un ser vivaz cuyo temperamento se veía reflejado en cada uno de sus gestos. Su espalda era amplia a la altura de los hombros, pero luego se hacía estrecha al descender hacia la cintura. Aunque el abrigo que llevaba era bastante grueso, la delgadez de Almos era evidente: era un hombre de constitución fuerte que, de no llevar un estilo de vida muy agitado, habría sido un poco más robusto. A pesar de ser tan alto, sus movimientos tenían una cualidad suelta que hacían ver su cuerpo cómodo y relajado todo el tiempo. Sus manos blancas y bien formadas llevaban las riendas de los caballos con maestría a gran velocidad; no había dudas de que era un hombre sumamente hábil.
A pesar de que era Vivéka quien le indicaba qué rumbo tomar, Adrien parecía conocer esos remotos parajes a la perfección, como una criatura de la noche. Me pregunté cuántas veces los habría recorrido siguiendo al enemigo. Estaba fascinada. Me pregunté si, una vez pasado el impacto de haberlo conocido, sería capaz de hablarle sin timidez, y supe que sería difícil… más aún después de haberlo besado.
¡Adrien Almos me había dado mi primer beso! Hubiese deseado poder mentirme a mí misma; decirme que le había correspondido de tal forma por la confusión del momento, pero lo cierto era que Adrien Almos ejercía una atracción mágica sobre mí, superando todas las fantasías que hubiese tenido acerca de él antes de conocerlo. Esa sombra de mis sueños, ese ser borroso que creía presentir en todos los lugares adonde iba durante años había tomado la forma de un hombre real, tan magnífico como lo había imaginado, pero aún más interesante: estaba vivo, moviéndose con fiereza y respirando frente a mí.
Bendije la buena fortuna que había tenido al salir despedida fuera del coche. De no haber sido así, tal vez nunca lo habría conocido. Tuve la certeza de que Almos habría seguido evitando hablarme o mostrarme su rostro si hubiese podido hacerlo. Sólo una situación tan extrema como la que acabábamos de vivir lo habría forzado a presentarse ante mis ojos. ¿Por qué? Quise pasarme al asiento del conductor junto a él y preguntárselo de inmediato, pero para eso tendríamos que parar el coche y no había tiempo que perder. Zsigmond se había quedado dormido junto a mí. Yo había puesto una frazada seca sobre él, y ahora roncaba plácidamente. Me sentí culpable por haberlo arrastrado a un viaje tan peligroso; debía haber contratado a un cochero más joven y fuerte. El pobre había estado a punto de tener un ataque al corazón cuando se había enterado de que los vampyr estaban tras nosotros…
Y luego, al saber que en realidad nos llevaban la delantera y nos dirigíamos al mismo lugar que ellos. Vivéka estaba concentrada en la oscuridad del camino: parecía saber exactamente a dónde nos llevaba y su seguridad me tranquilizaba. En realidad, el hecho de que Almos estuviese con nosotros me hacía sentir casi invulnerable. Más allá de que hubiese sido capaz de sacarme de las situaciones más peligrosas en ya tres ocasiones, estaba la profunda confianza que me inspiraba. Era como si su presencia protegiese a quienes estuvieran con él. Además, tenía dominio sobre las circunstancias, o al menos esa era la impresión que daba. ¿De veras era él, Almos, la persona que tanto había anhelado conocer?
De vez en cuando giraba la cabeza y sus ojos, entonces grises, me alcanzaban. Parecían decir: «Yo también sé que tú estás allí». Me ponía nerviosa y feliz. También me sentía en extremo consciente de lo mal que debía verme, con el vestido hecho jirones y cubierta de barro de pies a cabeza:
Si bien Almos era mi héroe, yo definitivamente no debía ser su princesa encantada, sino más bien su rana de pantano. Intenté peinarme con los dedos, procurando que él no lo notase. Era inútil: el lodo seco no me permitía separar un mechón del otro.
Al final me rendí y traté de recogerme todo el pelo en la parte posterior de la cabeza con varias horquetillas que habían quedado pegadas a algunas hebras a pesar de la caída. Me había limpiado la cara, el cuello y las manos, pero de todas formas me sentía espantosa, como debía ser una criatura salida de algún cuento de fantasmas… Bueno, en realidad, lo era. Todos estábamos viviendo una pesadilla.
Me puse la capucha de la capa sobre la cabeza para tapar lo que pudiera de mi pelo y rostro. Deseé tener a mano mi hábito de monje para ponérmelo encima de la ropa. Las mangas de mi vestido se habían roto, dejando al descubierto un hombro y parte del brazo. Las faldas se habían descosido y ahora ostentaban una apertura que subía hasta la altura de la rodilla. Las demás cobijas estaban mojadas, así que me acomodé lo mejor que pude y esperé.
Pasaron varias horas en las que Adrien no paró más que para dejar que los caballos bebieran algo del agua que había quedado recogida en algunos baches del camino, hasta que al fin amaneció. Habíamos iniciado el descenso hacía rato ya, y una planicie se divisaba muy a lo lejos.
—Pronto llegaremos —dijo Vivéka, sonriendo.
Almos aceleró el paso y seguimos andando. Zsigmond se había despertado y entre él y yo dispusimos algunas cosas para comer. Adrien dijo no tener hambre, así que no nos detuvimos. Aceptó algunos tragos de vino, nada más. Sólo Vivéka y Zsigmond comieron porque yo tampoco fui capaz de probar bocado.
Cuando el sol estaba justo sobre nosotros, Vivéka anunció que habíamos alcanzado el lugar donde debíamos dejar el coche. Adrien frenó los caballos, metiendo la calesa adentro del bosque para que quedase oculta a la vista.
—Tendremos que caminar desde aquí pues la maleza es muy espesa —dijo Vivéka.
—¿Les importaría si me quedo aquí, cuidando del coche y los caballos? —preguntó Zsigmond, tartamudeando.
—Creo que es una muy buena idea, Zsigmond —respondí.
El buen hombre suspiró aliviado: quería estar tan lejos de los vampyr como fuese posible. Adrien tomó su equipaje, que no consistía en más que un pequeño maletín, y yo saqué un chal ligero de mi baúl.
Vivéka tomó uno de los tres cestos de víveres que habíamos llevado y emprendimos la marcha.
—¿Cuánto tardaremos en llegar al campamento? —preguntó Adrien, y por primera vez noté que tenía un acento húngaro diferente.
—Llegaremos en unas cuatro horas si nos damos prisa —respondió Vivéka.
—¿Ambas tienen fuerzas suficientes? —nos preguntó.
—Sí —dijo Vivéka.
Yo asentí. No quería que Adrien me mirara ni de casualidad.
—Continuemos, entonces —dijo él—. Espero que nuestros enemigos, hayan tomado el camino más largo.
—No creo que nadie que no sea gitano conozca el camino por el que os he traído hasta aquí. Debemos tener la ventaja dijo Vivéka.
Recé porque así fuera. Los tres nos internamos en el bosque. Vivéka llevaba la delantera, haciendo de guía una vez más. Adrien la seguía muy de cerca y yo a él.
—¿Te duele algo, Martina? —me preguntó él.
—No, nada —respondí—. Creo que todo ocurrió tan rápido que ni siquiera me hice daño. Por fortuna, el terreno estaba blando por las lluvias e hizo las veces de colchón.
—Sí. Por fortuna. Si no hubiese llovido, dudo que hubieras sobrevivido semejante caída… —dijo él.
Habíamos caminado ya un par de horas y el calor y la humedad se hacían sentir dentro del bosque. No tuve otro remedio que quitarme la capa que me cubría para refrescarme un poco.
—Necesito parar a tomar agua —dijo Vivéka—. Hay un río muy cerca de aquí. Seguidme.
Ambos la obedecimos sin rechistar. Vivéka hizo un giro hacia la izquierda y, después de atravesar dos pequeñas colinas, llegamos hasta el río. Sus aguas eran cristalinas y no parecía ser muy caudaloso.
Sentí la imperiosa necesidad de meterme en él y, mientras Adrien y Vivéka bebían de sus aguas, yo me quité las botas y las medias y me zambullí, vestida como estaba. Cuando saqué la cabeza de nuevo me encontré con las miradas de mis acompañantes, quienes tenían los ojos abiertos de par en par.
—¡Por Dios, mujer! ¿Qué haces? —gritó Adrien desde la orilla.
—¡Necesitaba lavarme! —respondí.
Mis pies tocaban las piedras del fondo. No era muy profundo.
—¡Estas corrientes son traicioneras! —dijo Adrien—. ¡Será mejor que salgas ahora mismo!
Pude soltarme los cabellos y sacudirlos dentro del agua para desprender el barro que se les había pegado mientras me movía de nuevo hacia la orilla. Salí del río regando agua por todas partes. Vivéka no.
—¡Vamos! ¡Debemos seguir! —dijo.
—Tú sí que estás loca, Martina Székely —dijo Adrien—. ¿Alguna vez piensas en lo que haces?
—Siempre —le respondí, escurriendo las faldas de mi vestido. Podía estar emparamada, pero al menos estaba limpia.
Recogí mis botas, la capa y el chal, y me dispuse a seguir a Vivéka.
Adrien tenía la mirada fija en mí. Sus ojos tenían una tonalidad gris muy clara en ese momento.
—¿Sí? —le pregunté.
—Nada —dijo él—. Iba a sugerir que te calzaras de nuevo, pero no sé qué utilidad tendría que lo hicieras, ahora que lo pienso bien. Ya se te ocurrirá hacer alguna otra cosa que te ponga en un peligro mayor que andar descalza por el bosque.
Yo me detuve y suspiré.
—¿Sabías que eres como un viejo regañón, Adrien Almos? —le pregunté, mirándolo de frente.
La sangre acudió a sus pálidos labios haciéndolos ver muy rojos de repente, resaltando la pequeña cicatriz que los surcaba.
—¿Viejo regañón? —preguntó, abriendo los ojos y arqueando las cejas.
—Sí —dije yo, reprimiendo una sonrisa.
—Veremos si dices lo mismo cuando tengas a Johannes Ujvary cerca —respondió, fingiendo hablar muy en serio, pero era evidente que sólo estaba un poco fastidiado.
—Eso no va a ocurrirme —respondí.
—¿Cómo puedes estar tan segura de ello? —preguntó.
—Porque tú estás conmigo —dije, y en verdad lo creía así. Me pareció que Adrien se había sonrojado un poco.
—No te fíes demasiado de mis habilidades, Martina —dijo él, y de nuevo su acento me pareció especial—. Nuestros enemigos son muy poderosos.
—Estoy consciente de ello. Oye… ¿De dónde eres, Adrien? —le pregunté, esperando no estar siendo indelicada. Quería saciar pronto mi curiosidad en todo lo que a él se refiriese.
—Soy irlandés —respondió. Bueno, nací en Irlanda, aunque mi padre era húngaro. Eso explicaba su acento.
—Mis padres también eran húngaros —dije—. Ambos murieron cuando yo era aún muy pequeña.
—Lo sé —dijo él.
—¿Lo sabes? —pregunté, extrañada. ¿Cómo iba a saber algo semejante?
—Yo… —dijo él.
—¿Sí? —pregunté.
Nuestra conversación estaba poniéndose interesante.
—Sé algunas cosas acerca de ti, por supuesto —dijo, aclarándose la garganta—. Conozco tu nombre de familia… Sé quiénes son tus amigos… Sé que vives en Pest… Comprenderás que era necesario que hiciese algunas averiguaciones acerca de ti, pues el enemigo parece estar rondándote siempre. Ha sido por los vampyr que me he enterado de tantas cosas que de otra forma te concernirían sólo a ti…
—Comprendo —dije.
Me sentí algo decepcionada. Hubiese querido que Adrien tuviese algún interés en mí aunque los vampyr no estuviesen de por medio.
Pero me dije que, tristemente, jamás habría sido el caso. La prueba estaba en que sólo hasta ahora se había dignado a hablarme.
—¿Por qué sólo hasta ahora te dejas ver? —le pregunté, al fin.
—Eso no es cierto… Me viste una vez en Sainte-Marie… Y cuando te saqué de la fiesta de Ujvary habríamos podido conversar largamente si yo no hubiese tenido que salir corriendo tras él y los suyos.
—Sí, pero ¿dónde estuviste todos estos años? Si sabías dónde vivía, ¿por qué nunca viniste a hablarme?
Adrien guardó silencio unos instantes. Apartó una rama para que yo pudiese pasar, y dijo:
—No quería hacerlo.
Me arrepentí de habérselo preguntado. Por supuesto que no quería hacerlo. Habían pasado cuatro años y no había recibido ni siquiera una nota de su parte. Además, ¿por qué tendría que haberlo hecho?
Él tenía una vida de la que yo nada sabía, y en la que yo no era más que otra de las personas atacadas por los vampyr que él perseguía.
—No porque no hubiese sido agradable para mí… —continuó, de repente—, sino porque… pensé que estaría exponiéndote a un peligro aún mayor al hacerlo.
El corazón me latió con fuerza. ¿Sería cierto?
—¿Cómo habrías podido ponerme en peligro tú a mí? —pregunté—. ¡No has hecho más que salvarme!
—Erzsébet —dijo él.
—¿Sí? —pregunté, instándolo a continuar. Adrien hizo una larga pausa.
—Puede olerme. Sabe en dónde he estado —dijo, al fin.
Tuve que parar para mirarlo de frente. Era, en verdad, muy alto.
—¿Cómo es eso? —le pregunté, asustada.
—Mi sangre corre por sus venas —dijo, haciendo a un lado el cuello de su camisa para enseñarme la cicatriz rosácea de dos colmillos en su piel. No pude evitar estremecerme.
—Tiene sus ventajas… —dijo él, sonriendo con sarcasmo—. Yo también sé dónde ha estado ella. Es gracias a eso que puedo seguir a los malditos vampyr.
—¡Almos! ¡Martina! —gritó Vivéka—. ¡No se detengan! ¡Aún nos falta un buen trecho por recorrer!
—Pero… ¿entonces tú no eres…? —pregunté, reanudando la marcha Adrien guardó un silencio sombrío que fue mucho más explícito que cualquier respuesta. Sentí que un escalofrío me recorría. Tuve que detenerme de nuevo.
—¡El Simillimum del padre Anastasio! —exclamé, de repente—. ¡Esa es la solución!
—¿El Simillimum? —preguntó él—. No sirve, Martina. Ya lo he tomado en todas las diluciones posibles. Mi única esperanza es darle muerte a Erzsébet Báthory.
—Un momento… —dije, sintiéndome débil—. ¿Quién es Erzsébet Báthory? ¡Creí que nuestra enemiga era Erzsébet Strossner!
Adrien sonrió, pero su sonrisa era triste.
—Strossner es uno de los nombres que emplea para vivir entre los mortales. Su verdadero nombre de familia es Báthory. ¿Acaso no lo sabías?
—¡No! —respondí—. ¡Por supuesto que no lo sabía! No podría terminar de explicar cuánto me ha costado reunir cada pieza de información que he obtenido acerca de los vampyr… ¡y siento que aún no sé nada!
—Algunos conocen a Erzsébet Báthory como la Condesa sangrienta.
Asesinó a más de seiscientas mujeres en Csejthe antes de convertirse en vampyr en 1614 dijo Adrien, por toda respuesta.
La condesa sangrienta. Erzsébet Báthory. El libro que Carmen y yo habíamos encontrado en su baúl…
—Csejthe —dije.
—El castillo de Csejthe —dijo él—. Tu castillo.
En ese momento sentí que mi corazón dejaba de latir.
—Mi… ¿Mi castillo? —pregunté, balbuciendo.
—Por lo que veo, estás aún menos enterada de la situación de lo que pensé… —dijo él. Tuve que buscar apoyo contra un árbol.
—¿Por qué creías que Erzsébet andaba tras de ti? —preguntó Adrien. Sus ojos se veían anormalmente claros, casi plateados.
—Creí que, simplemente, me odiaba —respondí.
—Bueno, eso es bastante cierto. Erzsébet te odia. Pero, en realidad, te ha seguido todos estos años porque el castillo de Csejthe le pertenecía. Ha tratado de recuperarlo sin éxito durante más de dos siglos. Si no estoy mal, incluso contactó a tu abogado para quitártelo —dijo Adrien.
¡Así que ella era la señorita misteriosa cuyo abogado había llevado al señor Locke a la corte para quedarse con una de mis propiedades!
—¡No sabía que el castillo de Csejthe estuviese entre mis propiedades! —exclamé.
—Hace parte de la herencia que tus primos han estado tratando de arrebatarte. Sabes que están aliados con los vampyr, ¿verdad?
—Sí, lo sé —respondí.
—Bueno, pues… tu familia quiere tu dinero y los vampyr quieren el mencionado castillo.
Ahora entendía aquella conversación de mis primos que Vivéka me había reportado. En ella hablaban de una propiedad de Csejthe y de una posible boda entre István y yo…
—Por mí, ¡los vampyr pueden quedarse con lo que se les venga en gana con tal de que me dejen vivir en paz!
—No sabes lo que dices, Martina —dijo Adrien, apretando la mandíbula—. Ese lugar es muy importante. En él hay una habitación a la que los vampyr no pueden entrar, es la celda donde murió Erzsébet. Está resguardada por una puerta Székely que ni yo mismo he podido abrir.
—Y… ¿para qué querrías tú abrir esa celda? —pregunté, pero comencé a intuir la respuesta antes que Adrien hablase.
—El tercer cofre de plata —dijo él, tal como lo había supuesto—. Necesito darle muerte a Erzsébet —continuó—. Debo reunir los cinco maderos de la cruz Patriarcal. Si no lo hago pronto, me convertiré en uno de ellos… para siempre.
Dicho esto, bajó la mirada. La cicatriz en su cuello palpitaba. Adrien Almos estaba sufriendo intensamente. Recordé el poema que el padre Anastasio había logrado traducir del libro que narraba la crónica de la vida de Erzsébet:
Cinco son los pedazos que evocan su sufrimiento.
Grande fue el tormento que encerraba su pasión.
Al reunirse los cinco acabarán los lamentos.
Si atravesaran el fondo de su oscuro corazón.
Quise llorar. Gracias a las palabras de Adrien, el acertijo al fin cobraba sentido para mí: el madero de la crucifixión había quedado impregnado del sufrimiento de Cristo… y había sido transformado, por medio de un buen gitano, en cinco estacas que ahora debían ser reunidas para enviar a los vampyr al infierno.
—La cruz Patriarcal debe ser restablecida a su forma original. Una vez sea así… debo atravesar con ella el corazón de Erzsébet —dijo Adrien.
La expresión de su rostro era inescrutable, pero sus ojos se habían oscurecido, y estaba transpirando profusamente.
—Adrien… ¿qué buscaba Erzsébet aquella vez que revolvió mi habitación en Sainte-Marie? —pregunté.
—La clave para abrir la puerta Székely del castillo de Csejthe —dijo él, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Tal fue el motivo de que Erzsébet se presentara en el internado. Supuso que la propietaria legal de su castillo también tendría en su poder la famosa clave. Por cierto, esta debe estar escondida en algún lugar… en alguna de tus propiedades.
—Pero, si lo que desea en realidad es la clave para abrir la celda, ¿por qué se ha empeñado con tanto ahínco en adueñarse del castillo de nuevo?
—Digamos que el castillo de Csejthe tiene para ella un valor… sentimental. Fue allí donde le entregó su alma al demonio.
—Adrien, yo… —comencé a decir. Quería contarle que conocía la clave para abrir la puerta. Sabía que tenía que tratarse del papel que había encontrado dentro de aquel libro de cubierta roja en el palacete de Pest.
—¿Sí? —preguntó él, pero su mente no estaba conmigo. Estaba luchando contra algo que era casi superior a sus fuerzas.
—¿Qué tienes? —le pregunté, asustada.
—¡Nada! —dijo él, ahogando un grito. Estaba temblando.
—¿Necesitas beber agua? Podemos volver al río… —sugerí.
—¡Cúbrete el cuello, por Dios, mujer! —exclamó.
Entonces lo comprendí. Adrien tenía sed. Sed de sangre. Aterrorizada, deshice el chal tan pronto como pude y me lo puse alrededor del cuello y los hombros. Adrien había caído de rodillas. El pelo le cubría el rostro. Estaba asiendo su crucifijo con ambas manos mientras todo su cuerpo se sacudía con violencia.
—Sangre de Cristo —dijo convulsamente—. Aquí dentro… ¡por favor! Estaba enseñándome su maletín.
Lo abrí velozmente. Había varios frascos y botellas. Adrien metió su mano y sacó una botella de vidrio verde oscuro que se deslizó de entre sus dedos, cayendo sobre el césped. La tomé y la destapé, temblando a mi vez, mientras Adrien sumía el rostro en los cuencos de sus manos. Me arrodillé a su lado para darle de beber. Intenté hacer sus manos a un lado, pero él esquivó el contacto conmigo con violencia.
—¡No! —gritó—. ¡No me mires! ¡Date la vuelta!
Sabía que sería una visión escalofriante. Aun así, Adrien estaba perdiendo todo dominio sobre sí y yo no podía hacer otra cosa que tratar de ayudarlo. Me puse de rodillas detrás de él y lo aferré por debajo del rostro con uno de mis brazos. Antes que él pudiese hacer nada, puse la botella contra sus labios con la otra mano. Sentí que un espasmo recorría su cuerpo y me abracé a él con fuerza sin dejar de darle de beber de la botella. Adrien lanzó un rugido que me estremeció hasta lo más profundo. Era un grito de verdadero dolor, como no había oído otro antes. El calor que surgía de él mientras se sacudía era tanto que me dio una idea de lo que estaba sintiendo. Pasaron vanos minutos en los que supe que Adrien estaba experimentando lo que era quemarse en las llamas del mismísimo infierno.
—¡No me sueltes! —gimió—. ¡No me sueltes!
Lo rodeé con ambos brazos asiendo aún la botella y me quedé pegada a él sin saber qué esperar, rezando para que Dios aplacase su sufrimiento. Pasados varios minutos, sentí que sus músculos se aflojaban.
Adrien exhaló antes de dejar que el peso de su cuerpo cayese sobre mí. Yo había hecho uso de todas mis fuerzas para sostenerlo todo ese tiempo. Estaba agotada. Puse la botella a un lado y apoyé las manos sobre la tierra, sentándome y permitiendo que el cuerpo de Adrien se deslizara hasta mi regazo. Aparté los mechones húmedos de pelo castaño que le cubrían el rostro y al fin me atreví a mirarlo: estaba bañado en sudor y lucía tan pálido como la muerte misma, pero respiraba. Abrió los párpados lentamente y sus lánguidos ojos grises encontraron los míos.
—Gracias, Martina… No queda mucho tiempo —dijo en un murmullo apenas audible. Unos segundos después escuché la voz de Vivéka, llamándonos a través de la espesura.
—¡Martina! ¡Almos! ¿Dónde estáis?
—¡Vivéka! —grité—. ¡Aquí!
Hubo un rumor de pasos acercándose hacia donde nos encontrábamos. El espeso follaje se abrió y Vivéka apareció ante mí.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, corriendo hacia nosotros y arrodillándose a mi lado.
—Almos fue atacado por Erzsébet, Vivéka —respondí—. Debe haber sido hace mucho, porque el Simillimum del padre Anastasio no ha podido ayudarle. Se está transformando en uno de ellos poco a poco, como le ocurrió a Amalia de Piñérez.
—¡Dios mío! —exclamó ella con expresión de pánico, apartándose de Adrien con rapidez—. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé, Vivéka. Estaba teniendo uno de esos ataques, tal como le ocurría a Amalia y… me pidió que le diese sangre de Cristo, pero creo que su estado sólo ha sido aplacado de forma temporal. Dice que su única salvación es matar a Erzsébet, el vampyr que lo atacó, y no queda mucho tiempo. ¡Está sufriendo tanto! ¿Crees que puedas encontrar el campamento y después venir a buscarnos con János o alguien de su familia? No creo que Almos pueda seguir andando…
—Claro que sí, Martina —respondió. Noté que miraba a Adrien con temor—. Regresaré por vosotros con János.
Esperé que Vivéka pudiese, en efecto, reunirse con su amado.
—¿Qué ocurrirá si el campamento ha sido levantado?
—Si es así, volveré de inmediato —dijo—. Pero sé que los gitanos aún están allí. Siento la presencia de mi esposo muy cerca de aquí.
—Parte entonces —le dije—. Y trata de recordar el lugar en donde estamos…
—No te preocupes. No puedo extraviarme, llevo el hijo de un gitano dentro de mí, ¿recuerdas? —dijo sonriendo, pero súbitamente se puso muy seria de nuevo—. Martina… ¿crees que sea posible que Almos trate de atacarte? ¿No sería mejor que lo dejásemos aquí y vinieras conmigo?
Tuve que considerar lo que mi amiga me decía. Sabía el riesgo que corría estando cerca de Adrien. Aun así, no tenía la fuerza de voluntad para separarme de él.
—Estoy viva gracias a él, Vivéka. No puedo dejarlo solo. Se halla en un estado muy vulnerable.
—Te entiendo… —dijo—. Pero ten cuidado, Martina.
—Lo tendré —respondí, aunque en realidad no sabía qué podría hacer en el caso de que Adrien no pudiese contenerse e intentase atacarme.
—Vivéka —pedí, antes que desapareciera de nuevo entre los árboles—, no regreséis sin el cofre, si es que aún lo conserva tu esposo. Temo que tendremos que partir de inmediato a buscar el tercer cofre.
Almos sabe dónde está. Sólo reuniendo todos los maderos de la cruz Patriarcal de nuevo podremos darles muerte a nuestros enemigos y liberar a Almos de su tormento.
—Así lo haremos, Martina —respondió—. Te lo prometo.
Y, diciendo esto, partió en busca del padre de su hijo. El sol se movía por el cielo, filtrándose en el bosque a través de las copas de los árboles. Me pregunté si Erzsébet y los suyos estarían cerca y si lograrían rastrear a Adrien. Improvisé una almohada con mi capa y acomodé la cabeza de Adrien sobre ella lo mejor que pude. Vivéka había dejado el cesto de los víveres conmigo, llevándose un pequeño atado con pan y queso. Saqué un pedazo de pan del cesto y comí en silencio mientras cuidaba de Adrien. Esperé que la sangre de Cristo tuviese sobre él un efecto parecido al que la comunión solía tener sobre Amalia, según lo que ella había escrito en su diario, permitiéndole comer y sentir algo de paz. Sacudí las migajas que habían caído sobre mis faldas rotas y oré a Dios con toda la devoción de mi alma para que nos protegiese de los vampyr y nos ayudase a recobrar todos los maderos de la cruz Patriarcal. El maletín de Adrien había quedado abierto y la botella que contenía la sangre de Cristo estaba aún destapada sobre el suelo. Después de buscar un buen rato, encontré la tapa entre las briznas de hierba y la cené de nuevo para meterla en el maletín de Adrien. Habría deseado no sentir curiosidad por saber qué tanto había dentro de dicho maletín, pero no pude resistir la tentación de echarle una ojeada cuando introduje en él la botella de vidrio verde. Sus contenidos habían quedado revueltos y varios frasquitos de diferentes tamaños habían rodado por todas partes. Por fortuna, nada parecía haberse regado. Encontré un par de libros, un saco de terciopelo y dos cajas de madera, la una más grande que la otra. En el fondo del maletín distinguí unas varas talladas que llamaron mi atención. Las palpé con mi mano temblorosa y una extraña sensación se apoderó de mí. Supe entonces que se trataba de dos de las estacas de madera que en otros tiempos habían conformado la cruz Patriarcal, el poder que se desprendía de ellas era tan intenso que comprendí que sólo algo de tal magnitud pudiese destruir a nuestros enemigos. Todos mis temores se disiparon, dando paso a una verdadera confianza en Dios. Me sentí tan feliz que, cuando Adrien me habló, no supe qué me decía. Se había sentado y me miraba desde donde estaba pero su voz sonaba muy lejana, como si proviniese de algún remoto sueño que fuera mucho menos real que el mundo en que, por unos instantes, me había adentrado.
—¿Lo harás? —preguntó.
—¿Hacer qué? —pregunté, aún en estado de ensoñación.
—Matarme.
Sus palabras me trajeron de vuelta a la lúgubre realidad. Miré a mi alrededor y recordé las circunstancias en las que nos hallábamos.
Comencé a sentir que retornaba a mis percepciones habituales.
—¿Matarte? —balbucí, sacudiendo la cabeza.
—Si llego a transformarme en vampyr. Necesito que me des tu palabra —dijo Adrien.
Pensé en lo que me pedía y supe que me sería imposible llevarlo a cabo. La belleza de su alma se reflejaba en sus ojos y en su voz.
—Jamás —dije.
Adrien me miró extrañado.
—¿Jamás? —preguntó, frunciendo el entrecejo.
—Eso no va a pasar —respondí—. Vamos a destruir a los vampyr y tú vas a estar bien.
—Martina —dijo—, has sido testigo de lo que me ocurre. Si el tiempo pasa y Erzsébet sigue viva… ya no podré luchar contra la fuerza maligna que se está apoderando de mí. Ya no seré yo mismo. Prefiero morir a perder mi alma.
—No vas a perder tu alma, Adrien —dije, poniéndome de pie y acercándome a él. Me senté a su lado sobre la hierba.
—¿De veras eso es lo que crees? ¿Es que no los has visto? ¡Por Dios, Martina! ¡Recuerda lo que hicieron con tu amiga Amalia! ¡Recuerda la fiesta de Ujvary! ¡Tú mejor que nadie sabes las cosas de las que son capaces! ¿Has mirado a Erzsébet a los ojos? ¿Has visto el mal que su mirada encierra?
—Sí —respondí—. Pero también te he visto a ti a los ojos. Tú nunca serías como ellos.
—Mis fuerzas menguan, Martina. Cada día siento más deseos de… —Adrien tragó en seco y bajó la mirada—. No podrías comprender por lo que estoy pasando. Llegará el momento en que la sangre de Cristo tampoco podrá hacer nada por mí. Al comienzo, era sólo como quemarme un poco por dentro. Ahora es un dolor infinito… Ya lo has visto tú misma. Finalmente no servirá de nada… y seré suyo.
—¿Suyo? —pregunté—. ¿De quién?
—De Erzsébet —respondió por entre los dientes—. Eso es lo que ella desea. Si me transformase definitivamente en vampyr, ella tendría poder absoluto sobre mí… y yo prefiero morir a ser su amante.
—¿Su amante? —pregunté, alarmada.
—Sí —dijo él—. Erzsébet está… encaprichada conmigo. Por ello me estoy convirtiendo en vampyr. De no haber sido así, tal vez sólo me habría matado… lo que no habría distado mucho de vivir exclusivamente en función de salvar mi alma y vengarme de esa maldita concubina del demonio. No existen palabras que puedan expresar el odio que siento por ella. Sólo mientras mi sed de venganza sea superior a mi sed de sangre seguiré siendo mi propio dueño.
—¿Alguna vez has…? —pregunté, sin atreverme a terminar la frase. Temía escuchar la respuesta.
Sus ojos plomizos se detuvieron en los míos. Había tanto dolor en ellos que no tuvo que responder a mi pregunta.
—¿Deseas saber cómo ocurrió, Martina? —pregunto.
Su voz revelaba un vacío abismal, el tipo de vacío que sólo surge de un corazón que ha albergado demasiado tiempo la más profunda desesperanza. Asentí, tragando en seco. Hubiese querido poder consolarlo, pero sabía que era imposible.