L’AMOUR

Toda la situación era muy delicada. Si mis primos y Éva tenían vínculos tan estrechos con el enemigo, sería prudente seguirles el juego por un tiempo para confundirlos. Después de haberle contado a Vivéka todo lo que me había ocurrido con los vampyr, llegamos a la conclusión de que sería estúpido irnos de Budapest sin que yo hablase con István, pues esto despertaría sospechas. Le haría creer a mi primo menor que estaba interesada en él, ya que su plan era hacerme su esposa, y le diría que iba a ir a visitar a mis amigos en París por un tiempo. En vez de esto, Vivéka y yo iríamos en busca de János.

Me pasé toda la tarde empacando para nuestro viaje. Vivéka decía poder encontrar el campamento gitano con relativa facilidad y, como el tiempo había mejorado tanto, era posible que lográsemos alcanzarlo en un día de viaje.

Al caer el crepúsculo, sonó la campana de la puerta. Intuí que debía tratarse de István y Vivéka corrió a refugiarse en su habitación. Traté de esconder el odio que sentía por él y miré por la ventana antes de abrir la puerta. No me había equivocado: allí estaba el despreciable István Székely, sosteniendo un pesado ramo de flores. Bajé las escaleras y, después de tomar una honda inhalación, abrí la puerta.

—¡István! —exclamé, forzando una sonrisa—. ¡Por fin vienes! ¡Te he esperado todo el día!

István me miró con la cara de un párvulo que se ha comportado mal. Tuve que controlar un impulso de abofetearlo por su falsedad, pero recordé que yo también podía fingir. Veríamos quién ganaba el juego.

—No podría estar demasiado tiempo lejos de ti, Martina —respondió, ofreciéndome el enorme arreglo floral y mirándome con ternura.

«Ya verás cómo sí eres capaz…», pensé, pero dije:

—Sigue, por favor, cuéntame qué ha pasado con la novia de Gábor, ¿la han encontrado?

István se aclaró la garganta y entró a la casa, siguiéndome por el pasillo.

—No —dijo——. Pero no tardará en aparecer. Sus padres están buscándola por todo Budapest. Han ofrecido dinero a quien la lleve de vuelta a casa. Mucho dinero.

—Creí que el señor Kamény les había dicho a todos que Vivéka se había enfermado —dije, sentándome en mi poltrona favorita, aún con el ramo de flores en los brazos.

István ocupó el asiento del frente.

—Cierto —dijo—. Esa es la historia que se les ha dado a los invitados de la boda. Pero hay mucha gente en las calles de esta ciudad que haría lo que fuera por unas cuantas monedas, y ninguno de ellos piensa en nombres de familia o apariencias. La encontrarán, Martina. El hambre hace milagros.

—Eso es cierto —respondí, pensando en los pobres pordioseros de Buda Pest y en cómo se las apañaban para sobrevivir. La frialdad con que István hablaba de ellos me hizo detestarlo más. Me puse de pie, depositando las flores cuidadosamente sobre la mesa.

—¿Tienes hambre? —le pregunté, deseando herirlo aunque fuera un poco.

István se sonrojó visiblemente y respondió:

—Sólo un poco…

—Podríamos ir a cenar —sugerí, esperando que aceptara.

Deseaba sacarlo de mi casa cuanto antes. La noche estaba muy callada no quería que escuchase ningún ruido proveniente de la planta alta de la casa, donde estaba escondida Vivéka.

—Haremos lo que tú quieras —dijo al fin, sonriendo.

Zsigmond nos llevó al hotel de Margo. Ahora que sabía quiénes eran los amigos de mi primo, no iba a arriesgarme a ir con él a ningún sitio solitario u oscuro.

—¡Qué hermoso lugar! —dijo cuando llegamos.

Era cierto, el hotel estaba espléndidamente decorado y los coloridos trajes de la clientela destacaban su magnificencia. István insistió en que nos sentásemos en una de las mesas de la primera planta que podían ser vistas desde el exterior, y sólo entonces noté que estaba mejor vestido que de costumbre. ¿Se habría hartado tan pronto de aparentar sencillez conmigo?

No pude evitar hacerle un comentario.

—Qué traje más fino traes. Puesto esta noche, István. Te ves guapísimo.

István tartamudeó un poco y luego musitó:

—Gracias.

Adiviné que había ido a mi casa con la intención de que lo invitase a cenar fuera y estuve a punto de lanzarle en la cara el contenido de la copa de agua que sostenía en la mano, pero decidí esperar a que me trajeran el vino para tener un pequeño accidente y arruinar su traje. Pedimos nuestra comida y miré dentro de los ojos de István. Eran preciosos. Aun así, pude vislumbrar un dejo de lo que antes no había podido descifrar: envidia. Sí, István me envidiaba.

De repente sentí frío.

Era comúnmente sabido que las mujeres se imitaban unas a otras, y que los hombres tendían a la rivalidad entre sí… pero nunca se me había pasado por la mente la posibilidad de que un hombre me envidiase. Menos aún un hombre que, a pesar de todo, se sentía atraído hacia mí, porque era innegable que en verdad sí le parecía hermosa. Este nuevo descubrimiento me pareció escalofriante y fascinante a la vez. Tal vez podía ser el secreto mejor guardado de los hombres del mundo, y acababa de revelárseme a mí. En definitiva, la envidia no tenía fronteras de ninguna índole. Me pregunté cuántas personas creían estar enamoradas cuando, en realidad, lo que sentían por el otro era una mezcla de envidia y entusiasmo. ¡Horror! ¡Tal vez jamás me había enamorado porque nunca había envidiado a nadie! El amor, ese loco anhelo de acercarse a la otra persona, no debía ser otra cosa que el afán de adueñarse de sus mejores atributos, esos aspectos calladamente codiciados. Esa debía ser la razón por la que ese mismo amor se esfumaba al cabo del poco tiempo, ya fuese al darse cuenta de que la otra persona no era ese inasequible dechado de virtudes que se había pensado en un comienzo o ya porque su semilla, la envidia, terminara por despertar el más profundo resentimiento al no poder el enamorado convertirse en alguien exactamente igual al objeto de su admiración.

—¿En qué piensas, Martina? —preguntó István, interrumpiendo mis cavilaciones.

—En que acabo de descubrir el amor en tus ojos, István —contesté con una sonrisa de triunfo.

István pareció turbarse un poco, pero al fin respondió, sonriéndome a su vez.

—Has adivinado mis sentimientos…

—Sí, István. Los he adivinado —dije, sin dejar de mirarlo directamente.

—Me alegra, Martina —dijo, poniendo su mano sobre la mía—. La verdad, no sabía cómo abordar el tema contigo. Me has quitado un gran peso de encima…

En ese instante, fuimos interrumpidos por una voz vagamente familiar:

—¡Martina Székely! ¡Qué gusto verla de nuevo!

Al levantar la mirada me encontré con la bonita cara de la prima de Regina Bailey. Había olvidado su nombre pero me puse de pie y la besé en ambas mejillas. Había venido con la que asumí era su madre.

—El gusto es mío —dije—. ¿Gustarían acompañarnos?

Los ojos de István se llenaron de ira pero esta se desvaneció en cuanto la prima de Regina se volvió hacia él para hablarle:

—István Székely, ¿verdad? ¿Me recuerda usted? Nos conocimos en la boda de su hermano.

István se inclinó sobre su mano extendida, diciéndole:

—¿Cómo olvidarla, señorita Herrington?

Me sorprendí. István tenía una memoria prodigiosa para todo lo que pudiese resultarle de alguna utilidad. Camila Herrington. El nombre regresó a mí al escuchar a István pronunciar su nombre de familia.

—Madre —dijo Camila—, estos son Martina e István Székely. Martina fue compañera de Regina en Sainte-Marie.

—Jane Herrington —dijo ella, sonriéndonos—. Es un placer. ¡Lástima que la novia de su hermano se haya puesto mal justo el día de la boda! —agregó, mirando a István, quien ni se inmutó ante el comentario.

—Sí, lo es —respondió, encogiéndose de hombros.

—Pero, tomen asiento, por favor —insistí—. István y yo apenas hemos ordenado hace unos minutos…

—¿Están seguros de que no los importunamos? —preguntó Camila Herrington.

—¡En lo absoluto! —les aseguré. Sabía que István quería estar a solas conmigo para hacerme una indecorosa propuesta de índole matrimonial y yo no quería darle el gusto aún.

—¡Maravilloso! —dijo Jane Herrington—. Estamos de visita y no conocemos mucha gente. Será un honor acompañarlos.

—El honor es todo nuestro —respondí.

Jane y Camila se sentaron a la mesa con nosotros y pocos segundos después nos trajeron la botella de vino que habíamos ordenado. Pedí que nos llevaran dos copas más y, cuando las cuatro copas estuvieron llenas, propuse un brindis:

—¡Por las nuevas amistades!

—¡Por las nuevas amistades! —dijo Camila mirando a István de reojo.

—Hacen una pareja muy guapa, ustedes dos —dijo Jane Herrington. Dirigiéndose a István y a mí después de haber ordenado pórkólt para ella y Camila.

—Oh, no —me apresuré a decir—. István y yo no estamos casados. Somos primos.

—¡Ah! —dijo Jane Herrington sonrojándose un poco—. ¡Lo siento! Como ambos comparten el mismo nombre de familia asumí que…

—No se preocupe —le dije—. ¡Es apenas natural!

Esperé que István estuviese iracundo detrás de esa fachada de jovialidad.

—Entonces… disculpen mi indiscreción, pero… ¿ninguno de los dos se ha casado aún? —preguntó Jane Herrington.

—No. Aún no —dijo István poniendo su mano sobre la mía a través de la mesa y sonriendo con cara de querubín de Botticelli.

«Touché», pensé.

Pude sentir la incomodidad de Camila.

—Yo jamás me voy a casar —anuncié con ímpetu—. István, en cambio, será un esposo maravilloso.

Todos lucían confundidos. Jane Herrington estaba escandalizada.

—¿Cómo es eso de que no piensa usted casarse nunca? —preguntó trémulamente, con los ojos abiertos como platos.

—Así como lo oye, Jane —respondí—. Jamás me casaré.

—¡Martina! —exclamó Camila, conmocionada—. ¿Y el sagrado deber de cuidar de una familia? ¿Y el amor por los hijos?

—Yo creo que el único deber que tengo en la vida es cuidar de mí misma… —respondí—. Además, ¿cómo puedo sentir amor por unos hijos que no existen?

István se había puesto pálido.

—Es usted… ¡muy superficial! —dijo Jane Herrington, aunque yo sabía que quería decir que era un monstruo.

De repente, Camila Herrington se echó a reír.

—¿De qué se ríe usted, Camila? —preguntó István, enfadado.

—¡No lo sé! —exclamó ella—. ¡Nunca había escuchado algo tan… insólito!

Camila Herrington no paraba de reír.

—¡Hijos que no existen! ¡Brillante! —agregó.

Camila Herrington me estaba resultando agradable. Después de todo, no había sido un completo error haber brindado por la amistad. Pronto su madre esbozó una sonrisa y, al cabo de unos minutos, las tres estábamos riendo a carcajada batiente ante la mirada sombría de István.

—¡Mi esposo me saca de casillas! —decía la señora Herrington—. ¡Y qué decir de Camila y sus hermanos! ¡Todos fueron unos pequeños demonios! De no haber sido por las nanas… ¡habría terminado en un hospital para enfermos mentales!

—¡Basta! —estalló István—. ¡Su comportamiento es escandaloso, señoras!

—Ignórenlo —les dije riendo, antes que pudiesen volver a la realidad—. Mi primo es un romántico incurable que no puede soportar la idea de que alguien no comparta sus nobles ideales. ¡Brindemos por István, para que algún día pueda verse rodeado de diablillos en la compañía de una esposa sumisa y obediente!

—¡Salud! —dijeron Camila y su madre, uniendo sus copas a la que yo había elevado.

—No te enfades, István —le dije con aire de inocencia—. Sólo bromeo. Si no puedes soportar una broma, ¿cómo podrás tolerar un matrimonio?

Jane Herrington soltó una carcajada y Camila lo miró, a la espera de una respuesta. István tensó todos los músculos de su rostro simétrico y dijo, procurando calmarse:

—Tienes toda la razón, Martina. Debo aprender a ser más… tolerante.

—Dime, Martina —dijo Camila, tuteándome—: ¿No crees entonces en el amor?

—¡Por supuesto que sí! —exclamé—. De hecho, estaba pensando en el amor antes que ustedes llegaran… —miré a István simulando estar embelesada con él, cosa que lo desconcertó. Magnífico—. Simplemente, la idea de cuidar de alguien más me atemoriza —continué, pensando en los vampyr.

—Y entonces, ¿qué harás si un día llegas a sentir amor verdadero por un hombre maravilloso? —preguntó Camila.

—No lo sé —respondí, mirando a István para confundirlo aún más—. Creo que eso dependerá más de él que de mí.

—Interesante, Martina —dijo Jane Herrington—. Creo que lo que ocurre Y usted es que no se ha enamorado aún. Ya verá como, cuando se enamore, querrá unirse a ese hombre para siempre y tener una familia.

—Eso lo veremos… —respondí, sonriendo. Sabía que nunca llegaría a tales extremos de locura, pero quería dejarle creer a István que aún tenía las puertas abiertas para convencerme de lo contrario. Mi primo pareció aliviado.

—Y… cuéntenos, István, ¿a qué se dedica usted? —preguntó Camila Herrington.

—¡Mi primo István es carpintero! —respondí antes que él pudiese abrir la boca—. Tiene un pequeño taller en Szentendre. ¿No es fascinante que un hombre tan guapo sea, a la vez, tan… sencillo?

István había enrojecido hasta las orejas. Noté que Camila se había decepcionado inmediatamente de él, y la señora Herrington sólo se atrevía a mirar el humeante plato de comida que acababan de poner al frente suyo.

—¿Carpintero? —balbució Camila.

—Fui un huszár de la Armada Real durante un largo tiempo —respondió István, tartamudeando en tonos de voz desiguales. Se había erguido en su silla pero se veía tan tieso como una lápida—. ¡Casi pierdo la vida! Después de eso, me he dedicado a la carpintería como… un pasatiempo.

—¡Ah! —suspiró Camila, aliviada.

—No seas modesto, István —dije, regodeándome para mis adentros—. Cuéntales a nuestras nuevas amigas cómo lograste abrir un taller con tus ahorros de soldado. Cuéntales, así como me lo contaste a mí, cuan austero a sigues siendo y cuan arduo es tu trabajo. ¡Es tu temple lo que más admiro de ti, primo mío! —mentí.

Si István no hubiese estado interesado en mi fortuna, me habría matado allí mismo. Se hizo un silencio incómodo. Yo estaba feliz.

Camila Herrington, sintiéndose superior, se tomó la libertad de comentar, al fin:

—¡Vaya! ¡Me sorprende que puedan darse el lujo de cenar en un lugar como este!

—Lo que ocurre, Camila, es que yo soy inmensamente rica —respondí—. Puedo satisfacer todos mis caprichos… por ejemplo, cenar con István en el lugar de mi preferencia cuando lo desee.

István estaba mortificado y Camila también. Jane Herrington comía en silencio, mirando hacia otro lugar. Yo sabía que había dicho muchas cosas que no eran socialmente permitidas y que ellos habrían preferido no escuchar. Me alegré en lo más hondo de mi alma de haber podido hacerlo.

Saboreé el delicioso gulyás que tenía al frente mío, brindando a mi salud para mis adentros. Sí estaba enamorada: enamorada de mí misma, de mis ideas y de mi maravillosa falta de tacto. Cuando terminamos de cenar, la conversación se había tornado monótona pero yo estaba de muy buen humor. Insistí en pagar la cuenta, y nadie puso mayor oposición: sentí que, en cierta forma, estaba comprando sus almas. Había pasado una velada encantadora. István subió al coche en silencio y yo me senté a su lado, sonriendo.

—¡Qué mujeres más amables son las Herrington! —exclamé. Los labios de István no se abrieron.

—Te dejaremos en el albergue, István —proseguí—. Dile a Zsigmond cómo llegar.

—No, gracias, Martina, caminaré desde tu casa.

—Tonterías —dije—. Hace frío y no tienes un buen abrigo. ¿Dónde está el albergue?

—De veras, Martina —dijo él en un tono de voz que no admitía réplica—. Deseo caminar para aclarar mis pensamientos.

—Está bien —dije, sonriendo casualmente.

Sospeché que István estaba quedándose en casa de los Kamény pero no quería admitirlo. Había encontrado una nueva y estupenda entretención atormentando a ese ser insignificante y mezquino que buscaba aprovecharse de mí, y continuaría haciéndolo cada vez que se me presentara la oportunidad. Cuando llegamos al palacete, István me acompañó hasta la puerta. Era el momento de darle el toque final a la velada.

—István —dije—, olvidaba mencionar que planeo ir a visitar a mis amigos en un par de semanas. ¿Considerarías venir conmigo?

István pareció franco en su sorpresa.

—¿De veras? —preguntó.

—Por supuesto que sí —respondí—. ¿Qué mejor compañía podría tener? Es un viaje largo y además quisiera presentarte a mis amigos.

—¿A dónde iríamos? —preguntó, entusiasmado.

—A París.

—¡París! —exclamó, dichoso—. Nunca he estado allí. Me encantaría ir contigo, Martina.

—Magnífico —respondí—. Ve haciendo los preparativos necesarios. Imagino que tendrás asuntos pendientes en el taller y con tu familia…

—Nada que pueda anteponerse a algo tan maravilloso como acompañarte a París —dijo—. ¿Cuánto tiempo nos quedaríamos allá?

—Al menos un mes —respondí—. ¿Crees que puedas venir?

—¡Claro que sí! Esto es estupendo, Martina. Ir de viaje contigo… Me haces muy feliz —dijo él, sonriendo y dándome un abrazo.

«Hipócrita», pensé.

Nos despedimos besándonos en ambas mejillas y entré. Subí a la segunda planta para asegurarme de que István se hubiese marchado. La próxima vez que viniese por mi casa no hallaría respuesta y continuaría siendo así hasta mi regreso, después que Vivéka y yo hubiésemos encontrado a János. Cuando vi a István doblar la esquina, me di la vuelta y avancé por el corredor. Vivéka estaba esperándome en su habitación.

—¿Qué tal la cena? —preguntó. Había estado empacando los vestidos que le había dado. Como era tan pequeña y menuda, le quedaban perfectamente bien a pesar de su embarazo.

—Satisfactoria —respondí—. István cree que voy a llevarlo conmigo a París en dos semanas. Eso lo tendrá confundido unos cuantos días. Para ese entonces, tú y yo ya estaremos muy lejos.

—Espero que eso distraiga también a los vampyr —dijo Vivéka—. Son muy sagaces y parecen saberlo todo.

—Estamos obrando lo mejor que podemos —dije—. Y tenemos que ir en busca de János.

—Dios quiera que podamos encontrarlo pronto…

—Así será —dije, poniendo mi mano sobre su hombro—. No regresaremos sin él.

—No tengo cómo agradecerte todo lo que estás haciendo por mí, Martina —dijo.

—Y yo tampoco tengo palabras para expresar hasta qué punto conocerte ha sido una bendición para mí, Vivéka —dije—. No tienes nada qué agradecer.

Vivéka estaba dichosa de poder ir en busca de su amado gitano. Nos dimos las buenas noches con un abrazo y nos fuimos a dormir. Aunque estaba algo inquieta por nuestra salida a la madrugada, no me tardé mucho en conciliar el sueño. Todo estaba preparado.