HISTORIA DE VIVÉKA KAMÉNY

Cuando cumplí los doce años de edad, mi tía liona me hizo un regalo muy especial. En ese entonces, yo era sólo una niña y no sabía nada de la vida ni de la maldad que hay en la tierra.

—Estoy muy enferma, Vivéka —dijo mi tía—. Siento que me queda poco tiempo.

Las palabras de mi tía hicieron que los ojos se me llenaran de lágrimas.

—No te preocupes —agregó—. Es necesario que deje este mundo. Ya he cumplido mi ciclo. El tuyo, en cambio, apenas comienza.

Yo le dije que no quería que me dejara nunca. Quería que mi tía liona viviera para siempre.

—Escúchame, Vivéka —prosiguió ella—. He tenido una vida muy feliz. Sé que Dios me espera, y algún día tú y yo nos reuniremos de nuevo. Pero pasará mucho tiempo antes que eso ocurra. Sé que eres joven, pero confío plenamente en la sabiduría de tu corazón. No sufras, pequeña. No tienes por qué. Todos tenemos nuestro destino, y el mío está a punto de consumarse. Es por ello que tengo que hacerte entrega de algo. Aquí donde termina mi destino, comienza el tuyo.

Las palabras de mi tía me desconcertaron profundamente, pero sabía dentro de mi alma que encerraban una gran verdad. Mi tía se incorporó del asiento que ocupaba y se inclinó para sacar algo de debajo de su cama. Cuando se puso de pie, pude ver que sostenía en sus brazos un precioso cofre de plata.

—Este es mi regalo para ti, Vivéka —dijo—. No hay ninguna otra persona a quien pueda dárselo porque es a ti a quien pertenece… Al menos de momento.

—¿Qué es, tía liona? —pregunté, secándome las lágrimas.

—Es algo tan importante que sólo alguien como tú sabría cuidarlo como es debido —dijo, depositándolo sobre mis piernas.

Lo observé llena de curiosidad y traté de abrirlo de inmediato.

—Está cerrado, tía liona. ¿Dónde está la llave?

—No la tengo, así que no puedo dártela. Sin embargo, a su debido tiempo sabrás qué contiene.

—¡Dímelo, por favor, tía!

—Es parte de tu destino que lo descubras por ti misma. Debes mantener este cofre muy bien guardado. La vida te guiará para que sepas qué hacer con él.

—¡Al menos dime por qué debo guardarlo yo!

—Hace mucho tiempo que he sido su guardiana. Mi padre me lo entregó antes de morir, y a él su mejor amigo. Ha pasado secretamente por muchas manos a través de los años. Aquello que encierra en su interior debe ser protegido a toda costa y por eso el cofre es, en sí, indestructible. Hay un grupo de seres malignos que han estado buscándolo por siglos. Es menester que su lugar de escondite cambie con relativa frecuencia para confundirlos. Ahora es tu turno, Vivéka, lo he visto en un sueño. El cofre te llevará a encontrar la felicidad, pero debes mantener siempre una mente clara y un corazón abierto… y, sobre todo, debes tener mucho cuidado. El enemigo siempre está al acecho.

—¿Qué enemigo, tía? —pregunté, fascinada y aterrorizada a la vez.

Mi tía liona me miró con seriedad y dijo:

Vampyr.

Nunca olvidaré el impacto que esa palabra tuvo sobre mí. Desde que era muy pequeña, había tenido frecuentes pesadillas con seres de largos y afilados colmillos que me perseguían para beber mi sangre. Mis padres se habían esforzado por borrar de mi mente lo que ellos consideraban una superstición que había desarrollado por escuchar historias de fantasmas de labios de mis primos mayores. Que mi tía liona estuviese no sólo hablando de vampyr sino refiriéndose a ellos como «el enemigo» confirmaba mis más profundos miedos… Siempre había intuido que mis pesadillas tenían una base muy real y, aunque deseaba creer que los vampyr no existían, nadie había logrado convencerme de ello completamente. Esperé que mi tía riese de repente y me dijera que tan sólo estaba jugándome una broma, pero mantuvo su expresión de gravedad.

—Entonces… ¿los vampyr sí andan tras de mí?

—Los vampyr siempre están al acecho de todo aquel que sea bueno, querida niña mía, y los niños son más sensibles a las intenciones de tan terribles criaturas. De allí tus pesadillas. Como sé que la amenaza es real, he insistido reiteradamente en que no te quites el crucifijo del cuello.

—Pero, tía liona, ¿no correré un peligro aún mayor al convertirme en la guardiana del cofre? —pregunté, atemorizada.

—No. Su sagrado contenido es, de hecho, una maravillosa protección para quien sea el guardián. Además, es tu destino, Vivéka… y, como ya te lo he dicho, recibirás muchas bendiciones llevando a cabo la misión que se te ha conferido.

En ese momento sentí que me llenaba de una inmensa confianza en Dios, y comprendí que no había ser humano que pudiese explicar con palabras la magnitud del honor que constituía el ser la protectora del cofre.

—Lo estás experimentando, ¿verdad? —preguntó mi tía liona.

—Sí —dije.

—Yo sentí lo mismo cuando mi padre me lo entregó —dijo sonriendo.

Poco tiempo después, el alma de mi tía liona dejó el mundo para reunirse con el Dios de bondad que le había dado la vida. El día de sus funerales no lloré porque tenía la absoluta certeza de que su presencia me estaría acompañando siempre. Nuestra alianza había, además, quedado sellada con el secreto que compartiríamos hasta que nos reuniéramos de nuevo.

Mi tía me había contado, antes de partir, que los vampyr codiciaban el cofre porque su contenido era lo único que podía darles muerte eterna. Siempre fui una niña muy asustadiza, pero desde que puse el cofre debajo de mi cama mis pesadillas cesaron y me sentí más a salvo que nunca. El poder que emanaba de él era tan palpable que difícilmente podía pensar en algo diferente cuando estaba en mi habitación, y la curiosidad que había sentido por conocer su contenido había sido prontamente reemplazada por una profunda reverencia hacia el mismo. Intranquila ante el hecho de que alguien pudiese encontrarlo, decidí ponerlo bajo llave en una gran arca que tenía al pie de la cama. Comprobaba varias veces al día que el cofre estuviera en su lugar, y llevaba la llave del arca que lo albergaba alrededor del cuello, junto con el crucifijo que jamás me quitaba. Todas las noches rezaba a Dios para que los vampyr jamás supiesen dónde estaba el indestructible cofre de plata. Ya no temía que me pudiesen hacer algo a mí sino que se adueñasen del objeto que custodiaba. Dos años después, mis padres me enviaron a pasar una temporada a casa de mis primos en la primavera. Llevé, junto con varios baúles más, el arca en la que guardaba el cofre. Mis primos y yo jugábamos a las escondidas en el bosque desde la mañana hasta el anochecer sin que nadie nos interrumpiese. Sólo nos acordábamos de merendar cuando volvíamos a casa exhaustos, llenos de hojas y ramas. Una tarde me alejé del grupo más de lo habitual. Mi primo mayor era el encargado de buscarnos y, como él era tan hábil y rápido, puse gran empeño en hallar un escondite que nadie hubiera usado antes.

Me metí dentro de unos arbustos y esperé a escuchar las risas de mis primos cuando la primera persona fuese descubierta. No me di cuenta de que el sol estaba poniéndose hasta que se hizo muy difícil ver más allá de las ramas que me ocultaban. Salí de entre los arbustos y emprendí el camino de vuelta hacia la casa creyéndome la feliz ganadora del juego, pero me estaba costando mucho reconocer los familiares árboles en la oscuridad. Caminé varios minutos convencida de que estaba avanzando en la dirección correcta. Aun así, me extrañé de no percibir las luces de la casa ni las voces de mis primos. Muy pronto me asusté y comencé a llamarlos, pero nadie respondió. Tuve que admitir que me había extraviado. En vez de quedarme esperando a que me encontrasen en donde estaba, el miedo me hizo seguir adentrándome en el bosque hasta que la oscuridad lo invadió por completo. Los únicos sonidos que percibía eran los emitidos por los animales nocturnos y el rumor de las hojas de los árboles. Gritar sólo me asustaba más, así que hice un esfuerzo por calmarme y me senté sobre una gran piedra. Respiré profundamente y elevé una oración, pidiéndole a mi tía liona que me ayudase a encontrar el camino de regreso.

Unos segundos después, escuché una melodía indistinta. Sacudí la cabeza para asegurarme de no estar imaginándola, pero cada vez se hacía más clara: alguien tocaba un violín. Tenía que ser un violín mágico, porque nunca había escuchado acordes tan rápidos ni tan perfecta ejecución. Su música invitaba a danzas desenfrenadas, y sentí que mi cuerpo quería moverse a pesar del miedo de estar perdida en el bosque. Tuve que ponerme de pie y seguir el curso de la melodía. Me abrí paso entre los arbustos y las ramas de los árboles, acercándome cada vez más al asombroso instrumento que me había tocado con su embrujo. Llegué a un punto del bosque bañado por la luz de la luna llena. Lo que vi me dejó boquiabierta.

Un joven gitano tocaba el violín. Saltaba y bailaba girando al compás de la música. Estaba poseído por la pasión que ardía en su sangre, lo supe, y me quedé observándolo embelesada: su danza era una ofrenda de adoración a la luna que era, a la vez, su madre, su amiga y su amante. Su brazo se movía con vertiginosa velocidad sin perder precisión mientras la blanca camisa que lo cubría se pegaba a su cuerpo empapado de sudor. Su tez morena brillaba bajo las estrellan que parecían haberse reunido sobre su negra cabellera para atestiguar aquel sublime instante, tan arrobadas como yo. Sentí que una hoguera se encendía en mi pecho y que mi espíritu se unía al suyo.

Él, mientras tanto, no abría los ojos, pero eso no importaba: mi ser bailaba dentro de ese joven, venerando la luna de plata, golpeando la tierra con frenesí, haciendo un llamado a todos los ancestros de una raza tan misteriosa como la noche. Cuando hubo terminado cayó de rodillas sobre el suelo y me pareció ver que los árboles se inclinaban hacia él, rindiéndole sus respetos. El universo que lo acompañaba se había detenido mientras él respiraba calurosamente, apoyando la frente sobre la palma de la mano. El violín encantado yacía inerte junto a él, felizmente agotado. Yo no podía siquiera parpadear. Había vivido una vida en un momento y no recordaba ni quién era.

Fue entonces cuando levantó el rostro y sus ojos encontraron los míos. Más negros que la más negra de las noches, hablaban mil lenguajes y ninguno. Lo sabían todo, y todo acerca de mí. Comprendí dónde había nacido la idea de que los gitanos raptaban a los niños: ese joven gitano acababa de raptar mi corazón para siempre. Sentí que las rodillas me temblaban cuando se incorporó y avanzó hacia mí, pero no podía hacer nada más que mirarlo a él mirándome a mí. Su mano tibia tomó la mía sin decir una sola palabra y me condujo al centro del claro donde estaba el violín. Elevando su mirada hacia las estrellas y sin soltar mi mano, sonrió. No necesitaba hablarme para que yo comprendiese lo que me estaba diciendo con su alma: el destino nos había reunido. Esa fue la noche que conocí al padre de mi hijo, la noche que conocí el verdadero amor. Yo le pertenecía a él, y él a mí. Así había sido desde siempre y lo sería para siempre; no había ninguna otra posibilidad. Habíamos sido uno desde el inicio de los tiempos, y uno seríamos eternamente, aunque habitásemos dos cuerpos diferentes. Me reconocí en su mirada y él se reconoció en la mía. No podía, pues, ni quería regresar, pero sabía que tenía que hacerlo. Aunque aquella noche no cruzamos una sola palabra, estaba claro que me esperaría en el mismo lugar al día siguiente. Él me condujo hasta el comienzo del bosque que estaba frente a la casa de mis primos y, tomando mi mano, se la puso sobre el pecho a manera de despedida. Mis tíos y primos estaban muy preocupados cuando regresé y tuve que decirles que me había extraviado en el bosque pero que un amable campesino me había conducido de vuelta.

Toda la noche soñé con el joven gitano, contando los segundos para verlo de nuevo. La tarde siguiente, fue él quien me encontró a mí: estaba esperándome muy cerca del lugar donde el juego de escondidas comenzaba. Nos alejamos con rapidez antes que alguien pudiese descubrirnos y volvimos al claro del bosque donde nos habíamos visto por primera vez. Descubrí que hablaba un lenguaje diferente, el lenguaje de los gitanos, pero podía entender lo que yo decía aunque yo no pudiese entenderle bien a él. Le dije mi nombre y aprendí que el suyo era János. Por medio de señas me explicó que los suyos acampaban en el bosque y que él solía alejarse del grupo para tocar el violín. Le pedí que volviese a tocar para mí, pero él quería tener mis manos entre las suyas mientras pudiésemos estar juntos.

Durante dos meses nos reunimos de la misma forma. Para ese entonces, habíamos desarrollado una forma de comunicación que nadie más habría podido comprender. Era una mezcla del lenguaje de los gitanos con el húngaro, acompañada por señas, expresiones faciales y dibujos sobre la tierra. Esa tarde de verano, János me dio mi primer beso de amor, que era su primer beso también. Me estrechó largamente contra su pecho y me pidió que me fuese con él. Aunque lo deseaba más que nada, yo era aún muy niña y la idea de no volver a ver a mis padres me asustaba. Estaba, también, el cofre de plata que debía guardar con mi vida. No sabía qué tan seguro podía estar en un campamento gitano, siendo transportado de un lugar a otro. Le expliqué a János lo mejor que pude la misión que mi tía liona me había legado y él se quedó muy pensativo, mirando al firmamento. Al fin se puso de pie y, tomando su violín, entonó la canción más triste que yo hubiese escuchado jamás.

Las cuerdas del instrumento lloraban con sagrada pasión y comprendí que János quería decirme algo acerca del cofre que me había dado mi tía liona. El vaivén de su cuerpo volvió a arrebatarme el corazón una vez más, llevándome a una época en la que yo no había nacido. La melodía hablaba del dolor del alma más pura y llena de misericordia en medio de un gran clamor de masas. La arena recibía las lágrimas de quienes lo amaban, mientras un madero se teñía de sangre; la sangre de aquel que sufría, la sangre de aquel que estaba libre de pecado. El canto del violín nos arrancaba lágrimas tanto a János como a mí: contaba la historia de la crucifixión de Nuestro Señor a través del sentir de los gitanos. Con los negros ojos humedecidos, János me mostró las palmas de las manos. Ambas tenían marcas de heridas que ya habían sanado. Como yo lo miraba con tal asombro me explicó, esmerándose en ser claro, que los suyos se las hacían como parte de un juramento de fidelidad a Cristo con los mismos clavos que lo habían sujetado al madero. Yo le pregunté cómo podía ser que alguien aún conservase los clavos y él me contó que, movido por el amor más profundo hacia Cristo, un gitano los había robado después que su cuerpo hubiese sido retirado de la cruz. Los gitanos habían guardado los clavos durante siglos con reverencia y adoración.

Entonces János se sacó un largo cordón de cuero de dentro de la camisa. Tal cordón siempre colgaba de su cuello y permanecía oculto por su ropa, de él colgaba una llave de hierro cuyo extremo inferior era tan afilado como la punta de un clavo. El extremo superior tenía forma de cruz, pero no era una cruz cualquiera: era la cruz Patriarcal, la misma que ostenta el escudo de nuestros reyes húngaros.

—Esta es la llave del cofre —dijo él.

Yo lo miré atónita. Era incomprensible y, aun así, tenía todo el sentido de mundo. La magia que nos envolvía a János y a mí lo hacía todo posible. Mi destino había estado cumpliéndose desde aquella noche en que me había extraviado y continuaría desarrollándose junto a mi amado. János procedió entonces a relatarme una serie de eventos de su conocimiento que habían venido acercándonos poco a poco durante diecinueve siglos.

Después de robar los clavos de Cristo, el gitano había regresado a casa llorando por la muerte de su Señor y, en medio de su dolor, se había quedado dormido con los clavos en la mano. Mientras dormía, el gitano había tenido un sueño en el que una voz le decía que Cristo había de resucitar tres días después. La misma voz le advirtió que por tal motivo el demonio desearía vengarse cobrando la sangre de sus seguidores. Después de decirle eso, le pidió que fundiese los tres clavos con cuatro partes iguales de hierro y que, de tal mezcla, fabricase tres llaves afiladas con cabecillas en forma de cruz.

—Esas llaves os protegerán tanto a ti como a tu familia a través de los siglos. Sin embargo, habréis de desplazaros constantemente por el mundo. Vuestra raza será perseguida e injustamente acusada, pero tú y los tuyos seguiréis siendo fieles a Cristo Jesús. Veréis el mundo entero y la luna será vuestra acompañante. Seréis los primeros en conocer el gran plan siniestro de la oscuridad y seréis los encargados de guardar las llaves hasta que sea necesario usarlas.

El buen gitano obedeció el mandato de la voz y fabricó las tres llaves que, desde ese día, serían pasadas de generación en generación entre los miembros de su familia. Aun así, el propósito ulterior de tales llaves no le sería revelado a nadie hasta mucho después.

Habían pasado casi doce siglos cuando, una noche, el hijo primogénito de la familia de gitanos que cuidaba las llaves salió a dar un paseo. El muchacho había sido elegido por ambos padres como el portador oficial de los sagrados clavos y, sintiéndose muy honrado, fue a hacer una oración al templo del Santo Sepulcro, pues estaban quedándose muy cerca de él. Al entrar el muchacho al templo y postrarse ante la cruz, sintió que las llaves que colgaban de su cuello se elevaban solas, acercándose al madero ante el que oraba. El muchacho se retiró el cordón de cuero en que llevaba las llaves para que estas pudiesen seguir su curso, sorprendiéndose aún más al ver que el cordón flotaba por encima de su cabeza para ensartarse en el extremo superior de la cruz. El muchacho lo bajó con cuidado y volvió a ponérselo, pero lo mismo volvió a ocurrir una y otra vez. El joven gitano por fin comprendió que las llaves querían estar cerca del madero y, no sabiendo qué hacer al respecto, se quedó orando un buen rato en el mismo lugar. De repente sintió que una fuerte vibración se apoderaba de él y tuvo una hermosa visión. Su antepasado gitano, el buen ladrón de los clavos, se le aparecía diciéndole:

—Los tres clavos y la cruz deben estar juntos, pero no separados de ti. Yo fui un buen herrero y tú eres un buen carpintero. Te llevarás el madero y de este sacarás cinco piezas que, después de tallar, en tres cofres meterás. Las dividirás de esta forma: la pieza más grande irá sola en un cofre y, en cada uno de los otros dos cofres, meterás dos piezas.

El muchacho gitano tomó la cruz del Santo Sepulcro y salió corriendo del templo, llevando consigo los tres clavos y la cruz. Al llegar a su casa, su padre le contó que también había visto al antepasado gitano y que, por lo tanto, ya sabía que él traería la preciada cruz. Su antepasado le había pedido también que fuesen al monte que estaba detrás del campamento. Allí hallarían tres cofres de plata en cuyo interior debían meter las cinco piezas de madera. Sin perder tiempo, ambos caminaron en compañía del hijo menor hasta lo más alto del monte sin detenerse.

Su ancestro no les había mentido: bañados en el resplandor de la luna llena, dos cofres de plata del mismo tamaño y uno más largo los estaban aguardando. Cada uno de los hombres tomó un cofre y lo llevó de regreso al campamento. Esa noche, el joven primogénito dividió la cruz de madera en cinco pedazos que labró ante la madre luna y, llegada el alba, los metió en los cofres como su antepasado se lo había indicado. Después, cerró cada uno con la llave que encajara en su cerradura.

A partir de ese momento los gitanos se convirtieron en los custodios de la dividida cruz Patriarcal. No sabían que, poco más de quinientos años después, los cofres tendrían que ser repartidos y escondidos para que el demonio, sediento de sangre, no los pudiese encontrar. János me contó que alrededor del año 1614 de la era de Nuestro Señor, sus y ancestros gitanos comenzaron a ser atacados por demoníacas criaturas de largos y afilados colmillos que llegaban a los campamentos en la mitad dela noche dejándolos desangrados y moribundos. Recordando la historia del buen ladrón de los clavos, que ya se había transformado en leyenda, los antepasados de János dedujeron que debía tratarse de la venganza del demonio que le hubiese sido anunciada al noble herrero el día de la crucifixión de Cristo. Intuyendo que sus agresores deseaban apoderarse de los cofres, la familia se dividió en tres, partiendo en direcciones diferentes. Cada rama se quedó con uno de los cofres, asegurándose de quedarse con la llave que le correspondiera otro, así, en caso de que los vampyr los encontraran, no podrían abrirlos. János ignoraba qué había sido del cofre que le correspondía cuidar a los suyos hasta que le hablé del regalo que me había hecho mi tía liona. El último miembro de su familia que lo había tenido había sido su bisabuelo, que nunca había querido decirle al abuelo de János a quién se lo había entregado, posiblemente con la intención de protegerlo. Mi amado estaba convencido de que la llave que acababa de enseñarme abriría el cofre que yo guardaba dentro de mi arca, y yo era de la misma opinión.

Acordamos que esa noche me esperaría a la entrada del bosque. Yo acudiría a su encuentro llevando el cofre de plata cuando todos en la casa se hubieran dormido. Así fue: esperé con impaciencia a que reinase el silencio en la casa para salirme de las cobijas; saqué el cofre del arca y, envolviéndolo en un chai, me escabullí por la puerta trasera y corrí a través del jardín sin mirar atrás hasta alcanzar el bosque. Allí estaba aguardándome mi gitano, con los ojos brillantes de emoción. Sentí que su corazón palpitaba violentamente dentro de su pecho cuando me acercó a él para abrazarme.

—Cásate conmigo esta noche, Vivéka —me dijo, besándome las manos amorosamente—. Yo te amo y tú me amas.

—Sabes que tendré que regresar de todas formas —le dije, hallándome casi al borde de las lágrimas.

—¡No importa! —respondió—. Yo te seguiré a donde quiera que vayas. Mi alma te pertenece, niña. Dime que serás mi esposa. Di que sí, por favor.

¿Cómo rehusarme a ser eternamente suya cuando ya lo era? János y yo partimos rumbo al campamento gitano llevando el cofre de plata con nosotros.

—Mi familia nos espera —dijo él—. Están ansiosos por conocerte.

Caminamos alrededor de cuarenta minutos esquivando la maleza en medio de la oscuridad. János conocía el bosque palmo a palmo, era obvio. Me guiaba con una facilidad que sólo habría tenido un espíritu de la naturaleza.

—¿Cómo es que no pierdes el rumbo? —le pregunté.

—Un gitano nunca se pierde, niña —respondió, riendo.

La felicidad que sentía a cada instante junto a János hacía que cualquier miedo que pudiese tener se desvaneciera por completo. Sabía que, mientras estuviera a su lado, estaría segura. Iba a convertirme en su esposa y la dicha me embargaba. Desde que lo había conocido, mi vida se había convertido en un fantástico relato que ningún cuento de hadas podía igualar.

Cuando alcanzamos el lugar del campamento, János puso el cofre sobre la tierra y, tomándome de la mano, anunció:

—Este es mi hogar, Vivéka. Bienvenida seas.

Una fogata iluminaba la carreta que estaba sujeta a un árbol. Dos caballos pastaban tranquilamente entre las sombras y una hermosa mujer se peinaba frente a la gran tienda que habían levantado.

—¡Madre! —exclamó János—. ¡Hemos llegado!

La mujer elevó sus ojos negros hacia nosotros y se incorporó, abriendo los brazos y sonriendo con expresión de amor. János me tomó de una mano, llevando el cofre bajo el otro brazo, y ambos corrimos hacia donde ella estaba.

Pronto nos vimos rodeados de varias personas que hablaban en ese lenguaje gitano que yo apenas comenzaba a aprender. Todos me daban la bienvenida con sus hermosas sonrisas blancas, elevando las manos hacia el cielo. János me tomó por la cintura y los demás escucharon con atención:

—Esta es Vivéka; mi amor, mi único amor. Esta noche nos casaremos y seremos uno para siempre.

Los gitanos lanzaron exclamaciones de júbilo y volvieron a rodearnos, entonando una alegre canción y palmeando con las manos. Tres mujeres me tomaron por los brazos y me llevaron al interior de la tienda, sin dejar de cantar. Una de ellas era la madre déjanos, quien, hablando una rústica lengua húngara, me dijo riendo:

—Serás mi hija desde esta noche. Empezaremos los preparativos para la boda.

La tienda era amplia y estaba bien amoblada. Había hermosos cojines bordados de colores por todo el marco interior; varias alfombras mullidas cubrían el suelo y los acolchados lechos que habían dispuesto de forma hexagonal evocaban imágenes de sueños mágicos y sabias premoniciones. Un sinfín de campanillas de todos los tamaños colgaba del techo de la tienda, completando con sus sonidos la atmósfera de un hechizo que era a la vez fantástico y cotidiano. Las tres mujeres me instalaron sobre un taburete tallado que estaba colocado frente a un amplio tocador y procedieron a peinarme y perfumarme en medio de cantos y rezos gitanos. La más joven de las tres, que más adelante descubrí era la hermana menor déjanos, encendió un trozo de madera aromática y lo paseó por todos los contornos de mi cuerpo.

—Para la buena suerte —explicó en un húngaro un poco mejor que el de la madre.

Yo estaba embelesada con el mundo al que había sido transportada. El embrujo gitano flotaba en el ambiente y me contagiaba de su apasionada belleza. Me pusieron sobre la cabeza un velo bordeado de diminutas monedas que cascabeleaban con mis movimientos, y me amarraron alrededor de las caderas un chai de suave lana multicolor, Después de esto, me empujaron entre juegos fuera de la tienda, donde los hombres nos aguardaban cantando y tocando el violín alrededor del fuego. Al verme, los ojos de János se encendieron con amor.

—Esta es la hija de la luna que el destino te regala, János —cantaban las mujeres.

—Este es el hijo de la noche que el destino te regala, Vivéka —cantaban los hombres.

János y yo quedamos parados el uno frente al otro junto al fuego. Las mujeres se hicieron detrás mío y los hombres detrás de mi amado, y se dio inicio a la ceremonia. El padre de János se paró entre nosotros con un saco de cuero del que extrajo algo que echó a la fogata pronunciando una oración. El olor que llegó hasta mí confirmó que una mezcla de hierbas dulces y amargas estaba siendo ofrendada al fuego en nombre de nuestra unión. Luego, la madre de János esparció cenizas de algo que jamás supe qué era sobre ambos y, tomando una mano de János y una mía, las sostuvo con las palmas hacia arriba mientras el padre nos hacía un corte a cada uno con un puñal de plata que había puesto sobre los carbones de la hoguera unos minutos antes. No sentí miedo ni me dolió. No podía dejar de sentir ese amor y esa pasión por mi amado. La madre déjanos unió nuestras palmas heridas elevando un rezo a los cielos, y él, acercándose, me besó ante todos sus familiares, convirtiéndome así en su esposa y su hermana de sangre. Los gitanos soltaron una exclamación de gozo al unísono y, aplaudiendo, comenzaron a cantar, bailar y tocar sus violines, János me envolvió en sus brazos y una vez más sentí el palpitar de su pecho contra mi rostro. No cabía en mí misma de la felicidad. Así nos quedamos un largo rato regalándonos el más dulce amor. Luego me elevó en sus brazos y me llevó al interior de la tienda, mientras los demás continuaron adornando la noche con su algarabía. Un par de horas antes que amaneciera, János me despertó besándome en la frente.

—Es hora de que regresemos, esposa —me dijo.

Yo no quería separarme de él y se lo dije. La dicha que vi en los ojos de mi amado gitano aún me duele, porque mi miedo me obligó a partir de todos modos.

—Todas las noches estaré esperándote en el mismo lugar hasta que tú aparezcas —me dijo, bajando la mirada.

Nos vestimos en silencio. Aún podía escuchar el alegre canto de los gitanos en el exterior de la tienda.

—Antes de llevarte de vuelta a casa de tus primos, hay algo que debemos hacer —dijo János, y acercó el cofre de plata hasta el lecho donde yo estaba recostada—. Ábrelo —dijo, entregándome la llave.

Los dedos me temblaban mientras insertaba la llave en la pequeña cerradura.

Entonces János levantó la tapa y un sublime sentimiento nos embargó. Allí, en el interior del cofre, estaban los dos pedazos de madera tallada, despidiendo aún después de tantos siglos todo el amor y el sufrimiento de la divina sangre que los había tocado. Cuando por fin se encontraron nuestros ojos, noté que ambos habíamos llorado por igual.

—Guárdalo tú, János —le dije—. Siento que este cofre ha encontrado en ti su verdadero guardián.

Cerré suavemente la tapa sobre las dos afiladas estacas de madera bendita y retiré la mano. Mi amado tomó el cofre sin decir una sola palabra y lo depositó con cuidado dentro de su baúl de pertenencias. Después de echarle llave, me ayudó a incorporarme y me guio fuera de la tienda. Los gitanos estaban muy apesadumbrados con mi inminente partida, pero les prometí que regresaría todas las noches a partir de ese momento. János y yo nos despedimos al frente de la casa de mis tíos sintiendo aún más amor del que hubiéramos sentido jamás.

—Hasta mañana en la tarde, esposa —dijo él, despidiéndose.

—Hasta mañana en la tarde, esposo —respondí. Aquel que no haya conocido el verdadero amor no podrá comprender jamás la fuerza que me movía desde lo más profundo del alma. No hay mancha en mí ni jamás la habrá, porque el amor que sentí por mi esposo desde el primer momento en que lo vi es el más sagrado y hermoso de todos los sentimientos, y así es el suyo por mí. ¡János! ¿Dónde estás, esposo mío?

Mi gitano y yo seguimos pasando juntos cada tarde en el claro del bosque, y cada noche en el interior de la tienda del campamento de los gitanos. Nadie descubrió mis andanzas secretas en ningún momento hasta el día en que tuve que regresar a casa de mis padres en el otoño. János seguiría el coche que me llevaba de vuelta a Buda y yo escaparía de casa noche tras noche para estar con él donde estuviese acampando.

Así pasamos más de un año. Mi amado se ganaba el pan tocando el violín en las calles de Buda y en las noches yo llevaba al bosque una canasta con alimentos para que pudiésemos cenar juntos antes de acostarnos a dormir unas pocas horas el uno en brazos del otro, aun cuando siempre regresaba a mi cama antes del amanecer. Creo que desde que uní mi sangre a la de János tuve que convertirme en gitana porque, si antes era hábil para escabullirme dentro y fuera de la casa, después de eso había casi adquirido el don de la invisibilidad.

Un día János me dijo que iba a poner un pequeño bazar en la ciudad; allí adivinaría la suerte de los transeúntes y vendería las artesanías de madera que tallaba con tanta maestría. A mí me pareció una gran idea, sobre todo porque podría pasar a visitarlo alguna que otra tarde cuando mis padres me permitieran acompañar a Úrsula a comprar víveres. Sabía que la intención de János era ahorrar algo de dinero para construir su propia tienda y así ofrecerme más comodidad en las frías noches de invierno. Mi corazón sufría pensando en el frío que mi amado debía pasar mientras yo estaba cada madrugada calentándome en la tibia casa de mis padres. Por fin había reunido el valor suficiente para huir con él, pero no teníamos dinero para sobrevivir si nos íbamos. Tendríamos, al menos, que esperar a que llegase la primavera para marcharnos de Buda y reencontrarnos con su familia. ¡Cuánto deseaba no haber regresado nunca a casa! Aun así, ya era muy tarde para dar marcha atrás y sólo podíamos consolarnos en el hecho de estar juntos. Mis padres son en extremo cuidadosos con el dinero y nunca tuve oportunidad de tomar una sola moneda de sus arcas. Si hubiera podido hacerlo, János y yo nos habríamos fugado en ese preciso instante y jamás habríamos conocido al malvado Gábor Székely. Una noche encontré a János muy preocupado. Ya había instalado su pequeño puesto en las calles de Buda y había vendido algunas piezas de madera. Había logrado reunir una módica suma de dinero, pero aún no era suficiente para adquirir los materiales con los que armar una tienda de buena calidad.

—Hoy recibí una visita extraña, Vivéka —me dijo—. Debían ser las dos de la tarde cuando un hombre alto comenzó a mirar una por una las artesanías que había puesto en venta. Su semblante mezquino me puso sobre aviso, y sentí que algo no andaba bien.

»El hombre al fin me preguntó cuánto costaba una de las piezas y, al decirle yo el precio, se echó a reír.

»—No eres muy sagaz para ser un gitano… —me dijo—. Aunque, pensándolo bien, eres muy joven aún. ¿Cuántos años tienes, muchacho?

»—Diecisiete —contesté yo, queriendo ponerle fin a la conversación.

»—Podrías hacer mucho dinero si así lo quisieras —dijo él, tratando de picar mi curiosidad—. Claro está, si pudieras ayudarme a encontrar lo que busco.

»Yo fingí afinar mi violín tranquilamente, pero lo cierto es que el hombre me estaba poniendo muy nervioso sin que yo supiese por qué.

»—¿Y qué busca el señor? —le pregunté, deseando parecer casual.

»El hombre me miró y dijo, sin poder evitar que una sonrisa torcida surcara su rostro:

»—Busco un par de trozos de madera antigua.

»Fue como si me hubiese dado un golpe en medio del pecho.

»—Los hay por todas partes, señor —atiné a contestar.

»—Estos son especiales. Fueron tallados por un gitano hace mucho tiempo. Estaría dispuesto a pagar lo que fuera por ellos. Te daría incluso una buena suma de dinero por cualquier información que pudieras darme acerca de su paradero —dijo él, escudriñándome con mirada fría. Estoy seguro de que lo que deseaba era descubrir si yo sabía de lo que hablaba o no.

»—Tendrá que ser más específico si quiere que lo comprenda, señor. ¿Podría darme una descripción más detallada de los artículos que desea adquirir? ¿Tal vez el nombre del artesano que los talló? —le pregunté.

»—Sé que están guardados en un cofre de plata, pero ignoro el nombre del gitano en cuestión. Lo que sí sé es que tú debes tener hambre y que vosotros los gitanos os guardáis las espaldas los unos a los otros. Voy a darte un consejo, muchacho: no seas necio. El invierno es largo y duro, y yo tengo mucho dinero. Averigua quién tiene el cofre del que te hablo y te haré rico. Volveré en una semana. Tal vez para ese entonces hayas conseguido alguna información en cuanto a su paradero. Te recompensaré con generosidad.

»Y, así, sin decir más, se marchó. No pude trabajar en lo que restó del día, esposa. Saber que ese hombre anda tras el cofre me ha dejado muy intranquilo.

Yo también me preocupé en extremo cuando escuché la historia de János y ambos agradecimos el haber dejado el cofre con su familia, pues habría sido muy fácil que alguien se apoderase de él en medio de la noche si lo tuviéramos en el bosque.

—No te preocupes —le dije, abrazándolo—. Ese hombre no tiene forma de saber siquiera que tú hayas visto esos dos trozos de madera alguna vez en la vida.

—No estoy seguro, Vivéka. A mí me pareció que sí lo sabía.

Esa noche ninguno de los dos pudo conciliar el sueño a causa del frío y del desasosiego. ¿Quién sería ese hombre y para qué querría apoderarse del cofre?

El hombre no había vuelto al puesto de János, lo que hizo que nuestra inquietud en cuanto al cofre aumentara. Un mes después, descubrí que estaba embarazada. Teníamos que huir cuanto antes, pero viajar hasta donde estaba la familia de János en medio de tan crudo invierno habría sido casi como ir al encuentro de una muerte segura. János no había vendido una sola pieza en el transcurso de las últimas semanas y las gentes se mostraban cada vez menos generosas con los músicos callejeros, a medida que avanzaba el invierno nuestra situación se estaba poniendo cada vez más desesperada con el paso de los días.

Una tarde fui a ver a János mientras Úrsula hacía las compras. Hablaba con él al tiempo que simulaba admirar las artesanías que había puesto en venta, cuando el cielo se ennegreció mucho más de lo habitual. Ambos miramos hacia arriba esperando ser sorprendidos por una tormenta. En vez de ello, fuimos sorprendidos por la repentina visita del hombre que había estado preguntando por el cofre de plata, Supe que se trataba de él en cuanto lo vi: llevaba el negro pelo atado en una coleta y sus cejas naturalmente arqueadas le daban una apariencia cruel. Detrás de él, una mujer de cabellera del color del vino tinto nos observaba con detenimiento. Su mirada encerraba tanta maldad que sentí que me paralizaba del terror, y no pude evitar que la pieza tallada que sostenía en la mano se me resbalara de los dedos, cayendo al suelo y rodando hasta el borde de sus negras faldas. La mujer poseía la agilidad de un felino, antes que pudiese acercarme a recoger la pieza, ella ya la había tomado entre sus manos y se había puesto frente a mí, clavando sus ojos en los míos.

—Una mujer encinta no debe esforzarse —dijo, depositando la pieza labrada sobre la mesita que sostenía las demás artesanías.

—C… ¿Cómo dice usted? —balbucí, pero sabía exactamente a lo que se refería, había adivinado mi estado nada más con mirarme a los ojos. Yo tenía poco más de un mes de embarazo y por lo tanto era imposible que alguien hubiese notado que albergaba un niño en mi vientre sólo observando mi figura, pues mi cuerpo a duras penas si había cambiado. La mujer se limitó a mirar a János, y le dijo:

—¿Qué va a hacer un pobre gitanillo como tú para alimentar una familia? La gente paga muy poco por las bonitas tallas de los artesanos en estas épocas.

János se levantó rápidamente de su taburete y se puso frente a mí, encarando a la mujer. Mi esposo temblaba y noté que hacía un gran esfuerzo por contener la rabia que sentía.

—¿Qué quieren? —preguntó. No podía verle el rostro porque estaba escondiéndome a sus espaldas, pero supe que sus ojos gitanos estaban encendidos como un par de carbones.

La mujer soltó una risa triunfal y dijo, haciéndose a un lado:

—Deseábamos saber si habías obtenido alguna información al respecto del cofre que mi amigo había mencionado en su visita anterior, pero… ya no va a ser necesario. Vámonos, Székely.

El hombre curvó sus labios en una sonrisa desagradable y ambos se dieron la vuelta, alejándose por la calle y subiendo a un coche negro de madera enlacada que desapareció antes quejarnos o yo pudiésemos decir nada. Asustada, me pegué a su cuerpo, y él me rodeó con sus brazos mientras el cielo se despejaba.

Vampyr —dijo János por entre los dientes, respirando como un toro. De repente ambos fuimos conscientes de que estábamos abrazándonos en plena vía pública y nos alejamos bruscamente antes que Úrsula fuese a sorprendernos. Sentí que mi corazón se encogía.

—Tengo mucho miedo, János —susurré.

—Yo también, Vivéka —dijo—. Nos han descubierto. ¡Temo por ti, por nuestro hijo y por el cofre de plata que es nuestro deber resguardar! No debes venir al bosque esta noche. De hecho, no creo que sea prudente que salgas de la casa de tus padres en algún tiempo.

—¡Pero, János! —dije, sintiendo que los ojos se me encharcaban. No podía soportar la idea de dejar de ver al padre de mi hijo un solo día.

—Será mejor así —dijo él, tratando de parecer fuerte, pero yo sabía que estaba sintiendo tanto dolor como yo—. Además, no quiero que te expongas más a los rigores de las noches del bosque, y menos aún en tu estado. Debo protegerte, esposa mía.

—No puedo estar sin ti, János —dije, sollozando—. Además: ¿cómo sobrevivirás?

—Soy gitano —dijo él, tragando en seco—. Ya me las arreglaré.

Quise echarme a llorar en sus brazos. Su mirada reflejaba la infinita tristeza que llevaba por dentro.

—¿Adónde irás, amor? —pregunté, desconsolada.

—Intentaré cabalgar hasta el campamento de mis padres. Sé que si me esfuerzo lo suficiente podré llegar en dos días. Tengo que alertarlos acerca de los vampyr y encontrar un lugar seguro para esconder el cofre.

—¡Iré contigo! —exclamé.

—¡No, Vivéka! ¡Yo soy fuerte y podré resistir el viaje, pero tú no! Te necesito viva; viva para estar conmigo siempre. ¡No podría soportar el dolor de perderte y menos por algo tan estúpido como hacerte atravesar valles y montañas escarpadas en medio de inclementes borrascas y ventiscas! No, amor mío. Tú te quedarás en casa de tus padres hasta que yo regrese por ti en la primavera. Entonces escaparemos… y seremos felices para siempre.

—¡Todo esto fue un error de mi parte, János! —dije, tratando de no llorar más, pero era imposible—. ¡Nunca debí retornar a casa de mis padres! ¡Hemos debido quedarnos con tu familia desde el día en que nos casamos!

—Lo sé, pequeña mía. Pero nada ganamos con lamentarnos ahora. Estaremos juntos en la primavera cuando regrese por ti y ya jamás volveremos a separarnos. Eso te lo juro.

—¡No te vayas, János, por favor! —le supliqué—. Tengo demasiado miedo de que algo pueda pasarte, ¡temo nunca más volver a verte!

János tomó mi mano en un acceso de amor y terror a la vez.

—Es nuestra responsabilidad evitar que el enemigo se apodere del cofre. ¡Es la misión que Dios nos ha dado y debemos cumplir con nuestro destino! Además, me matarán si me quedo, Vivéka. ¡Son vampyr! ¡Los mismos que mataron a mis ancestros, los mismos que te perseguían en tus pesadillas! Existen, amor mío, son reales. Y ahora están tras nosotros. No puedo regresar al bosque, partiré hoy mismo al atardecer.

—¿Qué comerás? —le pregunté con un hilo de voz. Sentí que las fuerzas me abandonaban ante la inminente despedida de mi amado.

—Hoy vendí una pipa. No me dieron mucho por ella, pero será suficiente como para comprar algo para el camino —dijo, enrojeciendo ostensiblemente. Estaba mintiendo—. De todas formas, estaré bien. Comeré hasta la saciedad cuando llegue al campamento.

En ese momento vislumbré la distante figura de Úrsula que se acercaba desde la esquina opuesta de la calle.

—¡János! —exclamé, sin dejar de mirarlo a los ojos. Vi que los suyos también se llenaban de lágrimas.

—Volveré, amada de mi alma. Volveré por ti —dijo—. Prométeme —agregó, sin soltar mis dedos—, prométeme que en ningún momento te quitarás tu crucifijo. ¡Júramelo!

—¡Te lo juro, János! —dije, sollozando—. ¡Júrame que serás cuidadoso! ¡Júrame que vendrás por mí y por nuestro hijo!

—Te lo juro, amor mío —dijo, apretándome la mano con fuerza—. Regresaré. ¡Que Dios te bendiga, Vivéka! Úrsula estaba ya a pocos metros de nosotros.

—¡Que Dios te bendiga, János! —dije, y me di la vuelta para limpiarme los ojos antes de ser descubierta por la empleada de mis padres. Creí que iba desmayarme. El dolor de separarme de mi amor era demasiado; no pude siquiera volver a elevar los ojos para mirarlo una vez más.

—¡Señorita! —exclamó Úrsula—. ¿Qué tiene? ¿Le ha hecho algo ese horrible gitano?

—¡No! —lloré, deseando darle una bofetada por insultar a János y su raza gitana—. ¡No me ha hecho nada! ¡Sólo me ha entrado polvo dentro de los ojos!

—¡Pero, niña! ¡Se ve usted fatal!

—¡Te he dicho que no me pasa nada! —grité—. ¡Ahora, vámonos! ¡Vámonos ya mismo!

Tenía que alejarme lo más pronto posible o mi amor por János haría que me devolviera corriendo a él para no soltarlo jamás.

—Está bien —dijo Úrsula algo molesta, pues nunca me había escuchado gritar—. Como usted diga, señorita Kamény.

Acto seguido, apuró la marcha hacia el coche y yo caminé a su lado con los ojos fijos en la calle empedrada. En cuanto nos subimos al coche no pude más, y rompí el silencio con mis ahogados sollozos.

—¡Por favor, señorita! —pidió Úrsula—. ¡Dígame qué le ocurre!

Yo hice caso omiso de sus palabras y salté fuera del coche para emprender una carrera enloquecida hacia el puesto de János. Cuando llegué al lugar donde usualmente estaba su mesita caí de rodillas, echándome a llorar sobre el pavimento. Mi amado, mi gitano, mi János había desaparecido sin dejar rastro alguno. Desde ese oscuro día de principios de enero no lo he vuelto a ver.

Úrsula corrió tras de mí y me dio alcance sólo para encontrarme sumida en el más profundo dolor. Trató de obligarme a levantarme del suelo, pero sus esfuerzos fueron inútiles, tuvo que ir a buscar al cochero para meterme al coche entre los dos. Mis padres me castigaron por mi conducta escandalosa, que les había sido referida en detalle por Úrsula, pero ya nada me importaba: János había partido. Todos los interrogatorios a los que fui sometida fueron en vano, nadie logró arrancarme una sola palabra al respecto del episodio de aquel día. Mi padre decidió que debía permanecer confinada en mi habitación hasta que les ofreciera una explicación satisfactoria, y así pasé varios días llorando ininterrumpidamente hasta que mi madre mandó a llamar al médico, un tal doctor Goldberg.

Mi tristeza era tal que lo dejé examinarme como si mi alma ya no habitase mi cuerpo. Cuando hubo terminado, el galeno me preguntó, mirándome través de unas redondas antiparras.

—Y sus padres… ¿ya saben que espera un hijo?

La pregunta del hombrecillo pelirrojo me dejó sentada sobre la cama.

—Doctor Goldberg… se lo suplico… —balbucí.

—¡Así que no lo saben! —exclamó con una mueca de agria satisfacción.

—No sería usted capaz… —dije.

—¡Habrase visto! —exclamó con fingida indignación—. ¿Está usted pidiéndome que traicione la confianza que su señor padre ha depositado en mí?

—¡No se lo diga a mis padres! ¡Se lo ruego! —lloré.

—¡Ni más faltaba! —dijo—. No tiene usted ningún sentido de la moral, señorita Kamény… bueno, no debería siquiera llamarla señorita. Tengo que cumplir con mis obligaciones de médico. Iré a darles la noticia a sus padres de inmediato.

—¡No! —grité, interponiéndome violentamente entre el galeno y la puerta—. ¡No lo haga, doctor! ¡Tenga compasión de mí, por amor a Dios!

—¿Dios? ¿Cómo puede hablar usted de Dios? —preguntó y, haciéndome a un lado, no sin brusquedad, salió de la habitación en busca de mis padres.

Nunca había tenido tanto miedo como en ese momento. Mi padre siempre fue un hombre férreo y yo no podía ni quería imaginar cuál sería su reacción ante la noticia de mi embarazo. A mi madre, por su parte, lo que más le ha importado toda la vida ha sido guardar las apariencias. Sabía, por lo tanto, que estaba perdida. No esperaba que mi padre fuese capaz de tal violencia, aunque debería haberlo intuido, teniendo en cuenta la portentosa carrera militar que ostenta. Los golpes que me propinó deberían habernos matado tanto a mí como a la criatura. Por fortuna, me desmayé casi en cuanto había comenzado a desahogar su ira contra mí, y mi hijo y yo sobrevivimos gracias a lo que aún considero un milagro. No fui capaz de mover un solo dedo en más de una semana. Cuando pude por fin abrir bien los ojos, mi madre estaba mirándome, sentada al pie de mi lecho. Su expresión era amarga y sombría, y el tono de su voz estaba desprovisto de cualquier dejo de ternura o piedad:

—Nos has decepcionado, Vivéka —dijo—. No eres más que una mujerzuela.

—¡Madre! —gemí, adolorida—. ¿Es que ya no me quieres?

—No, Vivéka —dijo secamente—. Ya no. Antes, cuando creía que eras una muchacha digna de tu cuna y de tu crianza, te quise muchísimo. ¡Cuánto te quise, Vivéka Kamény! Pero ahora… no te considero más mía que la más vil de las pordioseras de Pest.

Lloré amargamente por entre mis párpados hinchados, más herida por la dureza de mi madre que por la paliza que me había dado mi padre.

—Mamá… ¡Mamita, no me hables así! —lloré.

Mi madre guardó silencio unos instantes y al fin preguntó, con un tono de voz que me heló el corazón:

—¿Quién es el padre de tu hijo, Vivéka?

Yo dejé que las lágrimas corrieran por mi rostro entumecido.

—Su nombre es János —dije, sin moverme—. Me he casado con él.

—¡Casado! —exclamó mi madre, poniéndose de pie—. ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Cuando estaba en casa de mis primos, hace más de un año. Nos casamos en el bosque… en el campamento.

—¿De qué demonios hablas, Vivéka Kamény? ¿Qué campamento? —preguntó mi madre a gritos.

Yo no podía parar de llorar. Mi madre me sacudió frenéticamente.

—¡Respóndeme! —ordenó—. ¿Es que no me oyes? ¡Habla de una maldita vez!

—¡En el campamento de su familia! —exclamé—. Ellos… ellos son…

La voz se me quebró. Mi madre se quedó muy quieta, como si se hubiese transformado en una estatua.

—Gitanos —dijo ella, terminando mi frase—. Llevas en tu vientre la semilla de un gitano.

Sus dedos tiesos se aflojaron, soltando mis brazos.

—Te maldigo, Vivéka —dijo, dándome la espalda—. Los maldigo a ti y a esa abominación que llevas dentro.

—Amo al padre de mi hijo —fueron las únicas palabras que pude pronunciar.

—¿Qué has dicho? —preguntó ella, encolerizada—. ¿No repudias al hombre que te ha deshonrado?

—¡No, madre! —exclamé—. ¡Mi hijo es una bendición para mí!

—¡Cállate! —gritó—. ¡Tu hijo es el hijo del demonio! ¡Eres una desgracia para tu familia y para tu sangre!

—¡Mi sangre es ahora la sangre de mi esposo, y la suya corre por mis venas! —respondí.

—Sangre gitana —murmuró mi madre, temblando—. ¡Más te valdría haber unido tu sangre con el mismísimo Lucifer! Te mataría, Vivéka, si lo creyese castigo suficiente para lo que has hecho.

—¡Madre! —exclamé, sollozando—. ¡Soy tu hija!

—Reniego de ti, Vivéka Kamény. Desde este momento no eres hija de nadie —dijo, y me escupió en el rostro.

Después de esto salió de mi habitación, echándole llave por fuera. Yo mea entregué al más amargo de los llantos. Mis padres jamás me perdonarían por lo que había hecho. Me habían encerrado en mi habitación para asegurarse de que no pudiera huir. ¿Qué sería de mí y de mi hijo?

Varios días pasaron hasta que alguno de mis padres volvió a mis aposentos. Una vez al día Úrsula me llevaba algo de comer, pero yo apenas si podía tocar los alimentos. Una mañana, la puerta se abrió y escuché la voz de mi padre diciéndome:

—Levántate.

Yo me incorporé de la cama como pude y él dio un paso hacia mí. El recuerdo de la última vez que lo había visto me puso a temblar. Mi padre me observó con desprecio y dijo:

—Pensé en abandonarte a las afueras de Pest para que tú y tu hijo perecieran de una buena vez, pero has tenido un golpe de suerte: tu madre te ha encontrado un esposo.

El terror se apoderó de mí.

—Padre… —comencé a decir, pero él me azotó el rostro con tal fuerza que caí al suelo.

—¡No me llames así! —gritó—. ¡Tú no eres Kamény!

—Padre, ¡se lo suplico! —dije, a pesar del miedo que sentía—. ¡Escúcheme, por favor!

—Ya sé todo lo que necesito saber de ti —dijo él, limpiándose el sudor de la parte superior del labio con el dorso de la mano—. ¡Has cometido un pecado imperdonable, manchando para siempre el buen nombre de esta familia! Sin embargo… al parecer, alguien está dispuesto a recibir los inmundos despojos del gitano a quien te entregaste —agregó, con un destello de odio en los ojos.

—Padre, por Dios… —balbucí, tragando en seco—. Apiádese de mí…

—Te casarás con quien te lo mandemos. Está decidido —sentenció.

—Pero, padre… —me atreví a decir, bajando la mirada—. Ya me he casado.

—¡Casado! —murmuró, encolerizado—. ¡Con un gitano! ¡Cállate, blasfema, o no respondo por mis actos! Esa unión no tiene validez ante los ojos de Dios. ¡Lo que has hecho es maldecirte!

Yo rompí a llorar.

—¡Entonces abandóneme a mi suerte! ¡Déjeme ir, por favor! ¡No me obligue a casarme!

Mi padre me miró con frialdad.

—No tienes derecho a pedirme nada. Harás lo que se te ordena. La vida te ha presentado la oportunidad de, al menos, salvar el nombre de esta familia que, contigo, ha muerto. Agradece que no te encerremos a morir lentamente en un claustro. Mañana vendrá a verte el hombre que se hará cargo de ti y de tu condenado hijo. Espero por tu propio bien que te muestres dócil. No se hable más —dijo, y salió de la estancia.

Presa de la desesperación, me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas, examinando el exterior. No podría escapar: mi habitación quedaba en el punto más alto de la casa y el techo era demasiado inclinado. Si me arriesgaba a hacerlo, podía morir en el intento. Además, no podía fiarme de la agilidad de mis músculos adoloridos. Me miré el abdomen. Ya se vislumbraba la leve curva de mi embarazo. ¿Dónde estaría mi amado János? ¿Habría sobrevivido el duro viaje que se había propuesto hacer? Me quedé dormida rezando para que Dios lo protegiese. Al día siguiente Úrsula fue a mi habitación a lavarme y peinarme. Lo hizo en silencio, pero podía sentir en cada uno de sus movimientos que ella también me despreciaba. Cuando estuve lista, abrió la puerta de mi habitación y me dijo tajantemente:

—La están esperando en el salón. Yo descendí las escaleras con lentitud sin que ella me quitase los ojos de encima. Una vez me hubo escoltado hasta el salón, se hizo a un lado. Por poco me desmayo: sentado al frente de mis padres estaba el hombre que había ido al puesto de János preguntando por el cofre de plata.

—¡Usted! —chillé, aterrorizada.

—Este es el señor Gábor Székely —dijo mi madre—, tu futuro marido.

Antes que pudiese darme la vuelta y correr gradas arriba, mi padre se levantó y, llevándome por la fuerza, me obligó a sentarme en el sillón junto a Székely.

—¿No niegas, entonces, que lo conoces? —preguntó mi madre con una mirada insondable.

Yo no entendía qué ocurría.

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunté a Székely, ignorando la pregunta de mi madre.

—¡No seas impertinente, Vivéka! —gritó mi padre, furibundo—. Este hombre se ha ofrecido a darle su nombre al bastardo que esperas. ¡Lo menos que merece es un poco de respeto!

—No se preocupe, señor Kamény —dijo él, fingiendo afabilidad—. No esperaría menos de la cómplice de un gitano.

—¿Cómplice? —pregunté, llena de ira—. Esposa, querrá usted decir.

Mi padre se acercó hacia mí levantando la mano, pero Székely lo detuvo.

—Muy pronto su hija estará casada conmigo según las leyes de la Iglesia y todas las pamplinas que ese gitano le ha metido en la cabeza pasarán a ser sólo un mal recuerdo. Esta niña es demasiado joven como para comprender los crímenes que esos villanos la han obligado a cometer… —luego, mirándome, prosiguió—: Sus padres y yo hemos llegado a un acuerdo: a cambio de una pequeña dote, yo me casaré con usted y reconoceré a su hijo, salvándolos de la deshonra.

Sentí que la sangre me ardía en las venas. Hubiese deseado escupirle en pleno rostro, pero sólo me habría perjudicado a mí misma. ¿Qué hacía ese hombre horrible en mí casa? ¿Cómo me había encontrado y por qué quería casarse conmigo?

—El señor Székely nos ha contado que le ayudabas a ese gitano miserable a robarles a sus clientes, distrayéndolos con obscenos coqueteos —dijo mi madre con voz aguda—. ¡Hasta el carnicero te había reconocido! Todos sabían que nuestra hija andaba por las calles de Buda con un gitano, ¡todos, menos nosotros! Fue así como el señor Székely llegó hasta aquí, ¡preguntando por la cómplice del hombre que lo despojó de su dinero!

—¡Nosotros jamás hemos robado nada! —grité, furiosa—. ¡Ignoro cómo se enteró este hombre de mí nombre o de dónde podía encontrarme, pero les aseguro que no ha sido indagando entre los comerciantes de Buda!

—En eso tiene razón, señorita —me dijo Székely con cara de indignación—. He tenido que seguirla hasta aquí personalmente. ¡Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que la única heredera de los Kamény me había robado!

Lo miré con odio, pero él prosiguió:

—Su señora madre fue tan amable de recibirme y escuchar lo que tenía por decirle. Si hubiese sido usted menos encantadora, no habría dudado en acusarla ante las autoridades pero… ¡qué puedo decir! Me temo que, a pesar del daño que usted y ese gitano me han hecho, me he prendado de usted. Cuando me presenté por primera vez en esta casa, más que alertar a sus padres en cuanto a su conducta buscaba su permiso para… cortejarla. Me he enamorado al punto que no me importa que haya sido deshonrada. Tampoco me importa que espere usted el hijo de otro hombre. Lo único que deseo es convertirla en mi esposa.

—¡Usted sabe que eso es tan falso como que yo le haya robado! —exclamé—. ¿Qué pretende conmigo? ¿Por qué hace todo esto?

En vez de responderme, Székely les habló a mis padres:

—Está muy… hosca. Tal vez si me permiten hablar con ella a solas por unos instantes yo pueda convencerla de mis buenas intenciones.

Mis padres entrecruzaron miradas y salieron del salón, dejándome en compañía del malvado de Székely.

—Sólo deseo ayudarte, Vivéka —dijo él, afectando inocencia.

—No creo que mis padres estén escuchando detrás de la puerta —respondí—. ¿Por qué no me dice de una vez qué es lo que busca?

Székely se puso de pie y me observó de arriba abajo.

—Eres rica y hermosa. Tienes, además, varios títulos de nobleza. Yo no soy precisamente ni rico ni guapo. Haz las deducciones pertinentes.

Lágrimas de ira se asomaron a mis ojos.

—Sé que hay mucho más detrás de todo esto —dije, por entre los dientes—. ¿Qué necesidad tiene de calumniarme?

—No sabes lo mal que se está en la pobreza… —dijo él, a manera de respuesta—. A diferencia de ti, yo sabré apreciar cada centavo de más que agreguen tus padres a la dote… y esta aumenta proporcionalmente con el desprecio que tus padres sienten hacia ti. Sólo estoy dándole un pequeño empujón a nuestra fortuna, querida.

—¡Yo no soy su querida! —grité, poniéndome de pie y lanzándole varios golpes.

Székely rio por lo bajo y dijo, cogiéndome los brazos:

—¿No te das cuenta de lo mucho que a ambos nos conviene esta boda, pequeña? Yo seré rico y noble. Y tú… bueno, digamos que no terminarás tus días en el frío encierro de una celda. Porque tu padre pensaba hacer eso contigo. Te lo ha dicho, ¿verdad?

Él me soltó y yo caí rendida sobre el sillón, mirándolo.

—Es usted el mismísimo demonio, Székely —dije.

—Es una lástima que insistas en verlo de ese modo. Yo me considero algo así como… tu ángel guardián. Comprendo que casarte conmigo te atemorice porque no me conoces, pero… puedo asegurarte que, si cooperas, no sufrirás mayores maltratos una vez que seamos marido y mujer.

—Esa mujer que estaba con usted… ella es su cómplice en esto, lo sé —dije.

—No digas tonterías, niña —replicó Székely—. Ella sólo busca recuperar algo que los gitanos le robaron a su familia. ¿No habrás visto, de casualidad, en tus andanzas entre los gitanos, un bonito cofre de plata antiguo?

—¡No! —grité—. No he visto ningún cofre… pero tenga por seguro que, si algún día encontrara algo que a usted le conviniese hallar, le prendería fuego de inmediato.

Esperé haber sido convincente. Székely se limitó a sonreír con sorna y dijo:

—Está bien. Veo que no quieres que seamos amigos. De todos modos, eso no importa. Ya verás cómo la convivencia nos acercará —dijo, deslizando un largo dedo por mi mentón. Yo me estremecí—. Piensa en lo que te he dicho, Vivéka. Es tanto mejor ser mi esposa a pasar el resto de tus días encerrada. ¡Quién sabe! Tal vez algún día me harte de ti. En ese momento, mi padre entró de nuevo al salón.

—Creo que ya han tenido una entrevista lo suficientemente larga como para conocerse —dijo—. Espero que haya logrado hacerla entrar en razón, señor Székely.

—Yo también lo espero así —dijo Székely—. Ahora, sabrán disculparme, debo partir.

Dicho esto, se caló el sombrero y, después de ponerse el abrigo, se despidió de mí inclinando la cabeza. Apretó la mano de mi padre y se inclinó ante mi madre, dejándonos solos.

Mi padre me escudriñó con la mirada.

—¿Tienes algo que decir? —me preguntó.

Yo negué con la cabeza, mirando al suelo. Densos lagrimones se deslizaban por mis mejillas, cayendo sobre la alfombra.

—Muy bien —dijo él y, mirando a mi madre, ordenó—: Llévala de vuelta a su habitación.

Mi madre le obedeció. Después de dejarme adentro de la estancia, volvió a cerrar la puerta con llave sin decir una palabra. Me tendí sobre el lecho, dejando que mi llanto empapara la almohada hasta que me quedé dormida. Cuando desperté, me quedé largo rato pensando en todo lo que había ocurrido. Quizá Székely no sabía nada de los vampyr y había decidido, simplemente, aprovecharse de mi situación para obtener dinero y títulos nobiliarios a punta de engaños y mentiras. Tal vez tuviese razón: si me casaba con él, algún día tendría la oportunidad de escapar. Si no lo hacía… mi padre me encerraría para siempre y jamás volvería a ver a János. Traté de mostrarme razonable con mis padres en los días que siguieron.

Sabía que, si provocaba su ira, mi padre volvería a darme una golpiza como la de la vez anterior. Aunque la idea me aterrorizaba, decidí casarme con Székely por las buenas. El día de la boda lo emborracharía y huiría antes que pudiese ponerme encima un solo dedo. Sabía que era un plan muy ingenuo, pero no se me ocurría ninguno mejor. Aunque no se me permitía salir de mi habitación, mi madre había suavizado un poco su tono conmigo.

—He conocido a tu futura suegra —dijo mi madre, unos cinco días después de mi entrevista con Székely—. Me ha parecido una mujer sensata. Ha venido con Gábor y con su hermano quien, por cierto, es muy guapo. No darán una mala impresión como familia política. Van a quedarse con nosotros hasta el día de la boda, así que tomarás las comidas en el comedor con nosotros de ahora en adelante. Espero que sepas mostrarte atenta con ellos.

—Sí, madre —respondí.

Odié a Éva Székely tanto como a Gábor en cuanto la vi aquella noche, sentada junto a su hijo en el comedor: supe que era una víbora, tan astuta y malvada como él. István, en cambio, no se me antojó tan cruel como los otros dos, aunque sí noté que estaba deslumbrado con la riqueza de la casa de mis padres, cosa que me desagradó. Como me era muy difícil ser cortés con ellos, comí en silencio, clavando los ojos en el plato.

—A mí me parece una pena que una novia tan guapa no pueda ser apreciada por todos. ¿Qué opinas tú, Gábor? —preguntó Éva.

—Opino exactamente lo mismo, madre —respondió él.

—¿Qué quiere decir con eso, Éva? —preguntó mi padre.

—Bueno… —respondió Éva Székely—. Ahora que nos hemos conocido… y que he podido ver con mis propios ojos cuan bonita es Vivéka… Me parecería una lástima no celebrar la unión de nuestros dos hijos como tan… feliz acontecimiento lo amerita. ¿No creen?

Mis padres guardaron silencio unos instantes. Yo me limité a beber un trago de agua. Después de todo, lo que yo quisiera no tendría relevancia.

—¿Una fiesta? —preguntó mi madre.

—¿Por qué no? —Respondió Éva—. Después de todo, sería muy extraño que una Kamény se casara precipitadamente sin que nadie fuese convidado a participar de la ocasión. La gente hablaría. En cambio, si diésemos una fiesta… la unión de Gábor y Vivéka sería motivo de alegría no sólo para nosotros sino para todos.

—Tal vez tenga usted razón, Éva —dijo mi madre—. Es algo en qué pensar.

—Yo creo que es una idea maravillosa —dijo István—. ¿Por qué no hacerlo? Además… mi hermano está profundamente enamorado. Nunca lo había visto tan entusiasmado como en los últimos tiempos. Yo propongo que brindemos por el amor.

No podía dar crédito a lo que escuchaba, ¿acaso no sabía István cuánto detestaba yo a su hermano? Mi padre titubeó antes de levantar su copa, pero al fin la unió a las de los Székely.

—¡Por el amor! —dijo Gábor, sonriendo y mirándome con intensidad.

Sentí que el estómago se me revolvía.

Mis padres estaban dejándose enredar por la comedia que los Székely estaban representando. ¡Poco faltaba para que ellos mismos se convenciesen de que yo amaba a Gábor y olvidasen que estaba embarazada de un gitano! Así, entre copas, se decidió que mi boda con Gábor Székely sería el acontecimiento del año. Mi madre me llevó a mi cuarto después de la cena e incluso se despidió antes de encerrarme. Éva Székely había logrado darle un giro repentino a la situación con la idea del festejo y mi madre no iba a desaprovechar la ocasión de salvaguardar su reputación. De un momento al otro, lo que era un motivo de vergüenza para mis padres se había convertido nada más y nada menos que en motivo de distracción.

—¡Todos hablarán de tu boda, Vivéka! —dijo mi madre al tiempo que cerraba la puerta. Sentí que la odiaba. ¿Cómo era capaz de engañarse de semejante forma?

Supe que mi madre había perdido la razón en los días que siguieron: había mandado llamar a la mejor modista de Buda para que arreglara el traje antiguo que había usado en su boda con mi padre. Las invitaciones estaban listas para ser repartidas cuando apenas empezaba febrero, como si no se tratase de una boda arreglada a última hora.

—Será la novia más hermosa de todas —dijo Éva cuando me vio con el vestido. Su mirada era calculadora, pero fingía estar disfrutando de cada uno de los preparativos. Era obvio que estaba alentando a mi madre a no escatimar en ningún lujo.

Gábor se reunía con sus amigos en la sala de fumar y Úrsula les escanciaba los mejores licores de mi padre. Yo estaba furiosa con todos, pero procuraba esconder mi indignación por mi bien y el de mi hijo. Varios floristas y expertos jardineros fueron consultados y la casa comenzó a engalanarse para la que yo había decidido denominar la boda de mis padres con los Székely, yo no tenía nada que ver con ese asunto. No era más que una marioneta destinada a hacer el papel de novia, tan sólo la pieza decorativa alrededor de la que se tejía un blanco manto de falsedad.

Mientras tanto, sólo pensaba en János. ¿Habría logrado encontrar a sus padres? ¿Habría podido llevar el cofre de plata a un lugar seguro? Una mañana estaba tomando el desayuno a solas con los Székely, pues mi madre estaba supervisando las compras para el banquete y mi padre estaba en sus habitaciones, cuando István dijo que partiría al día siguiente a alojarse en un albergue de Pest. A mí se me antojó extraño, pero no dije nada. De hecho, no había cruzado más de tres palabras con nadie en varios días. Creo que todos habían olvidado mi presencia.

—He podido hablar con nuestra querida prima anoche en la Casa de la Ópera —dijo István a Gábor—. Es en verdad más guapa frente a frente.

—¿Por qué irte a un albergue? —respondió Gábor—. ¡Aquí tienes todo lo que necesitas!

István miró nostálgicamente a su alrededor y respondió:

—Estaría mucho más cómodo en la propiedad de Csejthe.

Gábor rio de buena gana y su madre reprimió una sonrisa de complicidad.

—No creo que la casa de Csejthe sea precisamente agradable, István —le dijo Éva.

—Puede que la casa en sí no lo sea, pero lo que encierra en su interior sin duda me traería gran prosperidad… y que pueda ponerle las manos encima depende sólo de Martina —dijo él con una mirada críptica de la que no lo habría pensado capaz.

—Si logras que tu prima te acepte, quizás ni siquiera tengamos que molestarnos en venderle el cofre a Erzsébet. ¿Por qué no soñar? ¡Tal vez estemos celebrando otra boda a fines de este año! —le dijo Éva a István.

Toda la conversación me había puesto muy nerviosa, en especial la mención del cofre. Ya sabía que Gábor estaba asistiendo a esa mujer vampyr que se había presentado en el puesto de János y no pude menos que suponer que se estaban refiriendo a otro de los tres cofres sagrados. ¿Qué estarían tramando los Székely?

—¿Quién es Martina? —me atreví a preguntar.

Los tres se quedaron mirándome como quienes ven a un fantasma.

—¡Querida! ¡Has recuperado la voz! —dijo Gábor con sarcasmo. En ese momento entró mi madre al comedor.

—¿De quién hablan? —preguntó con desinterés.

Noté que los hermanos Székely se habían puesto un poco incómodos, pero Éva respondió con la más perfecta naturalidad:

—Hablábamos de Martina Székely, la prima de Gábor e István. ¿No la conoce usted? Es una mujer inmensamente rica.

—Nunca la he escuchado mencionar —dijo mi madre, favorablemente sorprendida. Le agradaba que los Székely tuviesen parientes acaudalados.

—Ha de ser porque es aún muy joven —replicó Éva—. La pobrecita se quedó huérfana cuando era niña y pasó su infancia en el famoso internado de Sainte-Marie.

—¡Sainte-Marie! —exclamó mi madre—. ¡Qué maravilla! Ya me hubiera gustado enviar allá a Vivéka. Pero bueno, debemos invitar a esa joven parienta suya a la boda.

—Ya lo hemos hecho —replicó Éva—. Le he llevado la invitación ayer yo misma. ¡Soy una romántica incurable! Albergo la esperanza de que István ella contraigan nupcias algún día. ¡Harían una pareja tan hermosa!

—Imagino que no habrá ningún inconveniente —dijo mi madre—. Después de todo, son primos y… ¿qué muchacha sensata podría no enamorarse de un joven tan guapo como István?

—Me halaga usted, señora mía —dijo István, desplegando todo su encanto haciendo a mi madre sonrojar. Ese hombre era capaz de obtener el favor de la mujer que quisiera con tan sólo una sonrisa. Nadie imaginaría la vileza del carácter que se escondía detrás de esos luminosos ojos color turquesa.

De repente sentí náuseas y le pedí a mi madre que me acompañase a mi habitación. Los primeros síntomas del embarazo se manifestaban en mi cuerpo. Gábor Székely tuvo el descaro de besar mi mano con fingida ternura cuando me excusé de la mesa, lo que incrementó mis deseos de vomitar.

A partir de ese día estuve bastante enferma. Trataba de pensar en la extraña conversación que había atestiguado, pero las frecuentes náuseas no me permitían hacer buen uso de mis facultades mentales. Sólo esperaba que, fuera cual fuese el plan de los Székely para apoderarse de los cofres de plata, no pudieran llevarlo a cabo. Mi hijo daba más y más vueltas en mi vientre a medida que se acercaba la fecha de mi inminente boda con Gábor. Sabía que él también podía sentir mi desesperación, y su sangre gitana se rebelaba contra el destino que mis padres habían designado para mí. Faltaba casi un mes para la llegada de la primavera y János no volvería a Buda hasta después de la boda.

Afortunadamente te presentaste en la boda, Martina. De no ser por ti, Gábor Székely sería ahora mi dueño. Doy gracias a Dios por haberte puesto en mi camino. Es cierto que no tengo cómo pagarte todo el bien que nos has hecho a mí, a mi hijo y a János al ayudarme a escapar de una situación tan espantosa. Sin embargo, sé que Dios te recompensará en nuestro nombre.

‡ ‡ ‡

Cuando Vivéka terminó su narración, los pájaros cantaban y el sol entraba por la ventana. Lo que acababa de escuchar me hacía creer, por primera vez, en la existencia de un destino. No un hado en el que el ser humano está atado a la fatalidad, sino un destino maleable en que los seres de bien han de encontrarse en algún momento determinado para hilar historias, ayudarse unos a otros y hacer descubrimientos importantes. Abracé a Vivéka con fuerza y le agradecí el haberme contado sus vivencias. La pequeña no sabía el enorme favor que me había hecho al referirme todas aquellas cosas: no sólo estaba salvándome de cometer el terrible error de depositar mi confianza en István, sino que también me había dado información de gran utilidad para atar varios cabos sueltos de mi pasado. Como ambas estábamos tan cansadas, nos retiramos a dormir, pero antes de ello le pedí a Zsigmond que vigilase la casa atentamente durante el día: quería ser alertada al respecto de cualquier movimiento extraño en las proximidades de la propiedad. Si István llegaba a presentarse, Zsigmond habría de decirle que yo estaba aún durmiendo y le pediría que me dejase cualquier recado con él. No debía dejar pasar a nadie. Me quedé dormida pensando en los cofres de plata. Una palabra había quedado grabada en mí mente: Csejthe. La misma palabra que aparecía repetidamente en las páginas de aquel libro que Carmen y yo habíamos encontrado en el interior del cofre de Erzsébet Strossner en Sainte-Marie, el libro que narraba en un lenguaje casi imposible de descifrar la crónica de la vida de nuestra peor enemiga. No estaba claro en la conversación que Vivéka me había referido si Csejthe era una persona o un lugar. Lo que sí estaba claro para mí era que la palabra me vinculaba con una propiedad, con los cofres de plata y con los vampyr.