ISTVÁN
Llevaba un poco más de cuatro años viviendo en el palacete de Pest. Me gustaba. Estaba lleno aún de las pertenencias de mi tía Verónika; eran tan originales y variadas que no había logrado explorarlas en su totalidad aunque dedicaba al menos un par de horas diarias a abrir nuevos libros o sacar otra antigüedad del ático. Mi tía Verónika había sido una verdadera coleccionista; había tantos cofres y tantos objetos exóticos en el palacete que habría podido tener el mejor anticuario del país si así lo hubiese querido.
Ese viernes 13 de febrero en particular me entretenía con un libro de historia que me había llamado la atención por tener una hermosa cubierta roja y dorada, cuando oí que sonaba la campana de la entrada. Corrí hacia la puerta principal y la abrí no sin antes verificar que mi crucifijo estuviese bien puesto en su lugar. Esperaba recibir alguna correspondencia pero, en vez de eso, me encontré con una mujer que no había visto nunca antes en mi vida. Estaba vestida de negro y tenía el cabello recogido en la coronilla. Sus ojos azules rasgados tenían un extraño brillo y el rictus de su boca parecía ocultar algo que no pude descifrar. Debía tener entre cuarenta y cincuenta años de edad, pero habría sido difícil determinarlo con exactitud. A decir verdad, me asusté muchísimo. Aun si había mandado colocar una enorme cruz labrada en la parte exterior de la fachada del palacete, nunca había confiado en que los vampyr no fuesen a regresar por mí algún día. Me quedé parada detrás de la reja y pregunté:
—¿En qué puedo ayudarla, señora?
—Soy Éva Székely. La viuda de tu tío Eduardo.
El corazón me dio un vuelco. No había vuelto a saber nada de mi familia desde que mi tío Eduardo había fallecido el año anterior y el señor Locke me había reenviado una carta que había recibido de parte de ellos, suplicando mi presencia en el sepelio. Yo no había asistido.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
Quise decirle que no de inmediato. No quería mantener ningún tipo de relación con ellos y me fastidiaba que esa mujer se hubiese presentado en mi casa sin previo aviso.
—Me encuentro muy ocupada en este momento —mentí—. ¿Podría decirme cuál es el asunto de su visita?
Éva Székely arqueó las cejas aún más y me pareció como si un ligero tinte purpúreo acudiese a colorear sus altos pómulos.
—¿Tan ocupada que no puede recibir a su propia familia? —preguntó con una mueca sarcástica.
—Usted y yo no somos familia, Éva. De hecho, no somos nada la una de la otra —le dije.
—Es cierto —dijo—. Pero mis hijos y usted sí llevan la misma sangre.
—Puede que así sea —repliqué—, pero somos tan distintos que bien podría decirse que la genealogía cometió un error al colocarnos en el mismo árbol.
—¿Cómo puede decir eso sin conocerlos? —preguntó—. Mis dos hijos son la única familia que tiene y, aun así, los desprecia. ¿Por qué? No cierre su corazón, Martina. La gente cambia, y ellos también han cambiado. ¿Es que no sabe que muchas personas cometen algunas locuras en su juventud de las que luego se arrepienten?
—Sí, claro —respondí—. Pero de mí depende decidir si deseo vincularme a gentes de las qué he escuchado cosas tan espantosas… y me parece que el comportamiento de mis primos ha sido deplorable, demasiado como para que yo quisiera jamás ser su amiga… o parienta.
Éva Székely pareció indignarse, pero suavizó su expresión con una sonrisa que la hizo aún más desagradable.
—Tal vez pueda evitar relacionarse con ellos, es verdad. Pero no puede evitar que sean su familia por el resto de su vida.
—¿Por qué no me dice a qué vino y dejamos esta incómoda conversación para… nunca? —le pregunté, enfadada.
—Bien. Ya que no quiere dejarme pasar más allá de la entrada, se lo diré y me marcharé. No he venido a pedirle dinero, si era eso lo que se estaba imaginando. Tampoco quiero molestarla. Sólo he venido a invitarla a la boda de mi hijo mayor, Gábor. Esta es la tarjeta —dijo, extendiéndomela.
Me sentí un poco mal. Por más molesta que me resultara la presencia de Éva, el hecho de que sólo hubiera ido hasta mi casa a llevarme una invitación era un gesto amable.
—Se lo agradezco —dije—. ¿Dónde se llevará a cabo?
—En Buda —dijo ella.
—No sabía que estuvieran viviendo tan cerca de aquí —dije, algo sorprendida.
—Nosotros no. Pero la familia de la novia de Gábor sí. La boda será celebrada en casa de ellos.
—La felicito —dije—. Debe ser un gran motivo de alegría para todos.
—Lo es —dijo—. Y nos gustaría que también lo fuese para usted. Por favor, considere asistir al festejo. Mis hijos tampoco tienen más parientes que usted y… ahora que Eduardo no está entre nosotros, nuestra pequeña familia se ha visto reducida a tres. Sé que ambos estarían muy agradecidos con su presencia.
—Le aseguro que lo tendré en cuenta —respondí—. Y… discúlpeme que no la haya invitado a pasar. La verdad es que estoy tan atareada…
—No se preocupe. No hace falta. La entiendo, Martina. Yo nunca fui amable con usted. Nunca la acogí en mi hogar. Mis hijos y yo sólo estamos tratando de enmendar, en lo posible, la falta de cortesía que le mostramos en el pasado. Ahora, debe usted disculparme, pero yo también tengo que partir. Estoy repartiendo personalmente las invitaciones de la boda —dijo, enseñándome los sobres que llevaba en la mano.
—Hasta luego, Éva —dije, tratando de sonreír un poco.
—Hasta luego, Martina —dijo ella.
Antes que se diese la vuelta, noté que llevaba un pequeño crucifijo alrededor del cuello. «¡Increíble!», pensé para mis adentros. Se me hacía muy extraño que una mujer tan malvada se atreviera a llevar la cruz de Cristo sobre sí. Aun así, decidí darle el beneficio de la duda. Era posible que la muerte de mi tío Eduardo la hubiera sacudido tanto que hubiese reconsiderado su forma de proceder. Volví a entrar a la casa y, después de prepararme una taza de té negro, me senté en mi sillón favorito con la invitación entre las manos.
—Vamos a ver de qué se trata este asunto —me dije.
Abrí el fino sobre y extraje el bonito papel que había en su interior.
Las familias Székely y Kamény se complacen en invitarlo(s) a usted(es) a celebrar la boda de sus hijos:
Gábor Székely y
Vivéka Kamény
que se llevará a cabo el día 25 de marzo de 1885 en la residencia de la familia Kamény, en Buda. Esperamos ser honrados con su presencia en tan feliz ocasión.
Budapest, 6 de febrero de 1885.
La tarjeta estaba delicadamente decorada con dibujos de aves y flores y la dirección estaba inscrita en un precioso papelillo adjunto.
Así que Gábor había logrado conseguir el favor de una de las familias más prominentes de Buda… Estaba claro por qué no había tenido noticias de parte de ellos en tanto tiempo. Éva había especificado con plena confianza y sin que le temblara la voz que no deseaba mi dinero, y ahora entendía por qué, la familia Kamény lo tenía, y de sobra.
«Interesante visita. Tal vez me dé una vuelta por la boda de mi primo si llego a encontrarme verdaderamente aburrida», me dije, y dejé la invitación sobre la mesita de la sala para continuar con la lectura de mi libro.
‡ ‡ ‡
Llevaba yo una existencia placentera en aquel entonces. Vivía sola en el palacete y Carmen y Giovanni me visitaban en la primavera. Iba a ver al padre Anastasio un par de veces al año, sin dejar nunca de parar unos cuantos días en la alegre granja de Juanito y Marie, quienes ya tenían dos bonitos niños de uno y tres años. Pasaba las Navidades con la familia Locke en París y el resto del tiempo lo pasaba en Budapest y sus alrededores, recorriendo bazares y librerías, buscando cualquier pista que pudiese darme nueva información acerca de los vampyr que nos habían asediado en la que ya parecía ser una vida pasada. Todas las mañanas iba a misa en Belvárosi Plébániatemplom, la iglesia más vieja de Pest, y varias noches por semana cenaba en el hotel de Margo, quien había sido la amiga más cercana de mi tía Verónika en vida, un lugar acogedor cuyos pequeños balcones daban al Danubio. Me había aficionado a los espectáculos musicales, sobre todo desde que la deslumbrante Real Casa de la Ópera de Hungría había abierto sus puertas en septiembre del año anterior en Pest. No tenía gran vida social, más porque la gente que conocía no me parecía interesante que porque no quisiera tener más amigos. Las cartas que me escribían Carmen y el padre Anastasio llegaban a nombre de Zsigmond, mi cochero, al hotel donde cenaba con frecuencia, donde todos eran tan afables conmigo. Carmen y yo le habíamos pedido al padre Anastasio que nos contara qué contenía el maravilloso Simillimum, pero el padre mismo desconocía su composición. Nos dijo que se lo había dado un visitante que conocía la existencia de los vampyr, pero ignoraba cómo lo había obtenido el hombre o quién lo había preparado. Sabíamos, pues, que era efectivo, y debíamos conformarnos con eso.
Zsigmond era mi único empleado permanente en Pest: era un cochero maravilloso, el mejor acompañante que pudiera tener en mis múltiples viajes dentro y fuera de la ciudad. Tenía 73 años de edad y era un hombre bondadoso con quien sostenía agradables conversaciones a diario. Yo cocinaba todas mis meriendas cuando comía en casa. Mi tía Verónika se había encargado de enseñarme a cocinar muy bien y de que fuera diestra en todo lo relacionado con el manejo del hogar como lo dictaba la tradición húngara ya fuese en hogares pobres o muy ricos. Por tal motivo era capaz de realizar bordados muy complicados y, aunque había detestado hacerlo por obligación en Sainte-Marie, ahora que vivía en Budapest me había puesto en la tarea de completar varios trabajos que mi difunta tía había dejado incompletos. La hija de Zsigmond realizaba la limpieza del palacete tres veces por semana. Fuera de mis amigos, eran las únicas personas a quienes permitía entrar a mi hogar. Pensaba en Almos con frecuencia, aunque hacía tanto tiempo que había recibido esa última carta que, en cierta forma, ya había perdido las esperanzas de encontrarlo. Carmen y Giovanni habían interrogado ampliamente a Lorenzo Rossi, pero este no había podido darles razón del hombre a quien le debía el estar viva. Ni siquiera sabía de quien se trataba. Sí se había percatado de que un cofre de plata había sido robado de una de sus propiedades sin que el intruso hubiese tomado nada más; esto confirmaba lo que Almos me había dicho en su carta. Lorenzo Rossi había dicho estar agradecido con Almos por haberle quitado de encima la amenaza de los vampyr, pero admitía estar algo enfadado con el misterioso ladrón del cofre por no haberle dicho, al menos, qué contenía; el tío de Giovanni había intentado abrirlo de todas las formas posibles y nunca había logrado más que abollar la fuerte cubierta. Ni siquiera el herrero más hábil de Florencia había podido hacer ningún avance, habiendo tratado incluso de fundir el metal.
Según Carmen, Lorenzo había resultado ser un personaje muy interesante.
Era un apuesto hombre de 44 años de edad que había decidido nunca casarse y que vivía una vida en cierta forma bastante parecida a la mía, siendo él muchísimo más sociable. Era un apasionado de las artes a quien le gustaba rodearse de actores y músicos en su día a día y quien, en sus propias palabras, no le tenía miedo ni al demonio. Lorenzo Rossi era un gran patrocinador del talento artístico en Florencia, haciéndose mecenas de cuanto pintor o escultor prometiera ser capaz de crear belleza con un poco de dinero. Había sido asediado por Erzsébet y los suyos desde que había heredado la propiedad de Rímini en que se encontraba el cofre de plata unos siete años atrás, aunque hasta que Carmen y Giovanni le habían comunicado el mensaje de la nota, nunca había relacionado la herencia con la repentina aparición de los vampyr en su vida. Al parecer, Darvulia había intentado seducirlo haciéndose pasar por la hija de una reputada soprano, con tan mala suerte que a Lorenzo le había parecido una mujer vil y repulsiva. Había entonces tratado de morderlo, pero él ya había sido advertido en una misteriosa nota acerca de la verdadera naturaleza de Anna y sus amigos. Sin perder un segundo de tiempo en especulaciones escépticas, Rossi había consultado varios expertos ocultistas de la ciudad para saber cómo protegerse de los demonios que, por motivos desconocidos, andaban detrás de él. Para cuando Darvulia había tratado de atacarlo, Lorenzo Rossi ya sabía cómo propiciarle una dolorosa despedida: le había lanzado encima una gigantesca cuba de agua bendita que la había expulsado aullando del pórtico de la propiedad de Rossi. Desde ese entonces, el tío de Giovanni se había convertido en una especie de experto en vampyr que marcaba cada una de sus cartas con la misma imagen del sello que había visto estampado en la nota que lo había prevenido en contra de sus enemigos. Meses después del ataque, había aprendido que la cruz Patriarcal era en efecto un símbolo de especial protección contra los vampyr, y se había mandado a hacer un crucifijo similar al del sello de la nota, que no se quitaba del cuello ni para lavarse. Carmen y Giovanni me habían contado que Lorenzo Rossi tenía un cuarto de su casa repleto de botellas de agua bendita y cruces de todos los tamaños y formas. También tenía una biblioteca entera de libros y tratados acerca de los vampyr, sus hábitos y la forma de destruirlos, que me había invitado a visitar por medio de mis amigos. El tío de Giovanni se había mostrado bastante sorprendido de que Erzsébet, Ujvary y Darvulia fuesen inmortales.
—¡Y yo que soñaba con cortarles las cabezas algún día! —había dicho. En cuanto a la autenticidad de la última carta que había recibido Giovanni de su parte, el señor Rossi había confirmado que, efectivamente, le había escrito a su sobrino pidiéndole que acogiese a la hija de sus amigos, pero la joven y sus padres habían muerto de anemia en Venecia en el mes de diciembre de 1879— Lorenzo Rossi había enviado una nueva carta Giovanni notificándole el doloroso suceso y el cambio de planes que conllevaba aunque, como bien sabíamos, Giovanni jamás había recibido la segunda carta. Lorenzo Rossi había prometido jamás volver a descuidar su correspondencia, por más trivial que pareciese ser la cuestión.
Carmen le había preguntado por qué pensaba que los vampyr no habían hurtado el cofre en vez de tramar un esquema tan complicado para adueñarse de toda la propiedad.
—El cofre estaba guardado en una habitación secreta de ese inmueble —había dicho su interlocutor—. ¡Aún me asombro de que ese pillo de Almos haya conseguido encontrarla! Sólo alguien que tuviese los planos originales habría podido dar con ella. Para hacer todo el asunto aún más inaudito, la cerradura de la puerta de la habitación era estilo Székely, un tipo de cerrojo especial que no puede abrirse con una llave sino con una clave mecánica que sólo yo conocía. Me desvela la necesidad de comprender cómo llegó a descifrarla. ¡Ese hombre es más sagaz que un vampyr!
Así que si nuestros enemigos no se habían apoderado del cofre, era simplemente porque no conocían la clave para abrir la puerta de la habitación dentro la que se encontraba… porque sin duda estaban bien enterados de dónde estaba el codiciado cofre, o nunca habrían deseado apoderarse de la propiedad en primer lugar.
—De ahora en adelante dejaré la puerta abierta para que los vampyr puedan verificar cuantas veces quieran que el cofre ya no se encuentra allí —había concluido Rossi—. Ahora creo entender por qué el ladrón escribió sus iniciales sobre la pared: quería dejarle saber al enemigo que había sido él quien había sacado el cofre, tal vez para protegerme, o tal vez para que esos demonios recibieran una lección de parte suya. Las puertas Székely y yo compartíamos el mismo nombre de familia. Los pastores húngaros, diestros carpinteros, las habían diseñado con técnicas ingeniosas y en extremo avanzadas para su época. Cuando Carmen me había relatado esa conversación con el tío de Giovanni, yo había recordado inmediatamente los dos sueños en que me hallaba frente a una pesada puerta labrada. Me pregunté si de alguna manera habría intuido lo que planeaba hacer Almos en la propiedad del tío de Giovanni. Si Lorenzo Rossi perdía horas de sueño pensando en Almos, mi caso no distaba de parecerse al suyo, aunque el mío era mucho más grave y por motivos diferentes: aunque ya no me sentía enamorada, como había creído estarlo cuatro años atrás, tampoco podía olvidar la fantástica figura que había creado en mi imaginación a partir de sus notas y lo que sabía de él. Una irresistible fascinación hacia mi salvador se adueñaba de mí cada vez que miraba el sello de los sobres o pensaba en vampyr (que era todo el tiempo). No podía sacármelo de la cabeza. Imaginaba que veía su sombra detrás de la ventana de cada habitación a la que entraba o creía percibir alguna figura que podía ser la suya a donde quiera que fuese. Estaba más obsesionada con Almos que con los vampyr, y por este motivo había rechazado a los pocos pretendientes que había tenido en los últimos años. No es que mi corazón estuviese ocupado. Mi corazón no podía ocuparse por culpa de un hombre al que no conocía pero deseaba con toda mi alma conocer. ¿Dónde estaba A. Almos?
Después de leer varias páginas del libro de historia, me dispuse a darme un baño. En la noche cenaría en el hotel y luego iría a la Real Casa de la Ópera a ver una obra llamada La muerte. Usualmente evitaba presenciar cosas que pudiesen afectar mis nervios, pero deseaba un cambio de aires y era lo único que prometía ser remotamente interesante en la ciudad aquella noche. La esposa del acomodador siempre me reservaba una silla en el palco del segundo piso para la función de los viernes que yo pagaba por adelantado cada mes, así decidiera no asistir.
Cuando salí de la espumosa bañera, me sequé y me puse un vestido rojo escarlata que había reclamado en la sastrería hacía pocos días. Esa noche hacía frío así que llevé una gruesa y larga capa del mismo color. Me dejé los cabellos sueltos y completé mi tocado con una cruz de colores rojo y plata que había encontrado en uno de los tantos cofres de mi tía Verónika. Hacía mucho tiempo no soñaba con mi tía, pero vivir en el palacete era, en cierta forma, como tenerla cerca.
Cené en uno de los balcones privados del hotel de Margo, mirando las casas de Buda que se dibujaban sobre el agua al otro lado del Danubio: era un paisaje hermoso que me hizo suspirar. Hubiese querido compartirlo con alguien. Lo cierto era que estaba empezando a sentirme un poco sola en Budapest, y estaba considerando la idea de mudarme a alguna de las otras propiedades, o de adquirir una en París para vivir cerca de Carmen y Giovanni y de los Locke, quienes se veían casi a diario. La comida estaba buena y me distraje viendo a la gente pasearse por la calle mientras saboreaba la deliciosa palacsinta azucarada que me habían llevado. Cuánto hubiese querido poder hablar con Almos acerca de todas las cosas que habían ocurrido en el pasado. Pero Almos, aunque siempre estaba en mis pensamientos, no estaba allí.
Al entrar a la Casa de la Ópera noté que había más concurrentes que de costumbre. Todo parecía indicar que La muerte había atraído espectadores tanto de Pest como de Buda y Óbuda (que se habían unificado un año después que mi tía Verónika muriese, convirtiéndose en Budapest) porque el lugar estaba a punto de reventar. Me acomodé en mi silla tras el hermoso arco peraltado del palco principal y me concentré en el telón cerrado del escenario. El pesado cortinaje de terciopelo borgoña que dejaba a la vista un escaso metro del tablado oscuro me trajo recuerdos funestos del coche en el que Erzsébet Strossner había llegado a Sainte-Marie.
De repente, sentí como si alguien tuviese la mirada clavada en mí… pero no supe quién era ni dónde estaba. Giré la cabeza a uno y otro lado sin encontrar los ojos que me escudriñaban causándome tanta incomodidad.
En ese momento empezó a sonar la música de la función; era una melodía sórdida que me estremeció. Sentí el impulso de pararme e irme de allí pero temí atravesar sola las escaleras del teatro, que sin duda alguna estarían desiertas. Me pregunté si estaría más segura en el palco que saliendo al pasillo y decidí quedarme en mi asiento, diciéndome que pronto saldrían los actores a la escena y así podría relajarme un poco.
Entonces lo vi: era una figura indistinta, pero estaba segura de que estaba mirándome. Parecía ser un hombre joven y de apariencia agradable, pero la luz era demasiado tenue para observarlo con claridad desde donde yo estaba. Me sentí algo abochornada y volví a dirigir mis ojos hacia el escenario. La cortina se abrió y una menuda actriz apareció sobre el tablado, cantando con voz aguda y disonante:
¡Salud, partícipes del banquete de la vida!
Reíd, cantad, elevad vuestras copas sin repararen
la presencia de quien os vigila desde el día en que nacisteis.
¿Qué no escucháis los llamados de la muerte?
Seduce sin prisa y a todos arrastra a su gran lecho.
Bebed, vivos, ahora que podéis hacerlo,
pues su vino es el veneno del olvido y una vez lo probéis
dormiréis el oscuro sueño sin fin del que ella es guardiana.
No podréis despertar jamás, jamás, jamás, jamás…
«¡Dios mío! —me dije—. ¡Parece que hablara de Erzsébet!». Zsigmond me esperaba afuera con el coche. Podía irme a casa de inmediato si así lo deseaba… pero recordé la forma en que había salido corriendo en la fiesta de Ujvary y cómo aquel ataque de pánico repentino había causado que los vampyr me atraparan. Hundí los dedos en el asiento y traté de pensar en cosas agradables, como las últimas Navidades que había pasado en París.
Entonces volví a sentirme observada: el hombre no me quitaba los ojos de encima. Podía sentirlos quemándome el rostro desde donde estaba sentado, unos veinticinco grados a la izquierda frente a mí. Decidí mirarlo también a él para distraer el miedo que me embargaba y avergonzarlo un poco a mi vez pero no dio ningún resultado: parecía estar empeñado en no ver la obra teatral sino en hacerme sonrojar. Pues yo no iba a dejar que se saliera con la suya: le sostuve la mirada durante dos actos enteros casi sin parpadear. Aunque me fue bastante difícil hacerlo, estaba muy fastidiada por su falta de prudencia y eso me dio las fuerzas suficientes para no cejar en mi propósito.
Al llegar el ansiado intermedio, decidí que era el momento de partir. La gente salió a los pasillos a estirarse y conversar y yo hice igual, aunque no me detuve hasta llegar a la entrada. Caminé rápidamente por entre las columnas de mármol sin fijarme mucho en las personas que había a mi alrededor, pensando en lo contenta que estaría cuando me hallase apoltronada en mi sillón favorito, en la seguridad de mi hogar. Cuál no sería mi sorpresa cuando tropecé con el mismo hombre que había estado mirándome todo el tiempo desde el otro lado del teatro. Primero me sobresalté, pero luego recibí una agradable sorpresa cuando levanté la cara para ver su rostro: era muy guapo. Tenía pelo oscuro, ojos azules como turquesas sombreados por cejas espesas y me estaba bloqueando el paso a propósito.
—¿Me permite? —dije, mirando hacia arriba con cierto esfuerzo, pues el hombre era muy alto.
—Creo que no nos hemos conocido —dijo él, tomando mi mano de súbito y besándola—, yo soy István Székely. Su primo.
Me quedé pasmada. ¡De modo que ese era el menor de mis dos infames primos! Me los había imaginado como un par de bestias salvajes, sucias y peludas. Nunca habría pensado que la pulcra imagen que tenía ante mí pudiese corresponderle a István Székely.
—¿Está usted seguro? —pregunté, desafiándolo con la mirada e intentando disimular mi asombro.
—Absolutamente —dijo él, mirándome a los ojos y sin moverse un centímetro de la puerta.
—Magnífico. Ha sido un verdadero placer. Hasta luego —dije, y traté de moverme hacia un lado para eludirlo, pero él volvió a interponerse entre la puerta y yo.
—Tengo prisa —dije.
—Yo también —dijo él—, pero eso jamás me impediría conversar con usted unos segundos.
Aunque me estaba irritando, István me producía mucha curiosidad.
—Y… ¿de qué querría conversar conmigo? —pregunté.
—De la boda de mi hermano Gábor —dijo.
—¡Ah! —exclamé—. ¡La famosa boda! Esta mañana fue su señora madre a entregarme la invitación… Cuénteme, István, ¿qué es eso de lo que tenemos que hablar con tanta urgencia que no me deja usted pasar?
—Quisiera pedirle que fuera mi acompañante —dijo, con expresión de seriedad.
—¿Su acompañante? —pregunté, extrañada—. ¿Por qué necesita usted de una acompañante para asistir a la boda de su propio hermano?
—Más que necesitarla, quiero que sea usted.
Me crucé de brazos y lo miré divertida.
—Lo escucho —dije.
—No tengo amigos en Budapest y… bueno, la verdad es que la familia de la novia de mi hermano me intimida un poco. Quisiera estar acompañado durante la ceremonia y en la celebración —dijo.
—Yo no soy precisamente su amiga, István. Como le dije a su madre esta mañana, incluso he deseado varias veces que no estuviéramos emparentados —respondí.
—Sí… ya me enteré de eso. Y es por ese motivo que quiero que usted sea mi acompañante. Tengo la pequeña esperanza de poder demostrarle que no soy el monstruo que usted cree —dijo.
—István, no puedo ignorar los reportes de los trabajadores de mis tierras al respecto de su comportamiento. Ustedes han cometido demasiados atropellos contra ellos y el buen nombre de mis padres. No creo estar en la capacidad de olvidar algo tan despreciable —dije.
—Es injusto —respondió, mirando al suelo y suspirando.
—¿Qué es injusto? —pregunté.
—Que tenga que ser yo quién pague el precio del proceder de mi hermano mayor y sus amigos. Siempre es igual: al principio, nadie desea frecuentarme porque todos asumen que soy igual a él… —y luego agregó, mirándome a los ojos—: Usted es la única familia que tengo fuera de mi madre y mi hermano, y no me parezco en nada a ellos. Muchos años he soñado con conocerla. Siempre insistí en que la invitásemos a vivir con nosotros desde que quedó huérfana, y me parecía horrible que la hubiesen enviado a ese internado después de que murió Verónika, a quien nunca pude siquiera ver. Me habría gustado tener una hermanita, alguien a quien cuidar. Lamentablemente, no era yo quien tomaba las decisiones y… ahora que la he encontrado he tenido que venir a hablarle.
István parecía sincero. Aun así, todo lo que viniese de mis primos me suscitaba sospechas.
—¿Cómo supo que se trataba de mí? —pregunté—. Nunca nos habíamos visto antes.
—Había varios retratos de sus difuntos padres en las dos propiedades que Gábor y mi padre estaban… administrando. En cuanto advertí su presencia al otro lado del teatro, supe que usted era mi prima Martina, es en extremo parecida a su madre. Tendrá que disculpar mi falta de modales; no podía creer que por fin estuviese viendo a la persona que tanto había anhelado conocer.
Esa parte sí podía creerla… pero no podía contar con que él no hubiese sido cómplice de su hermano en los abusos cometidos en las propiedades de mis padres.
—Le diré lo que haremos, István, yo voy a investigar con exactitud quiénes fueron los que causaron tantos daños en esas tierras. Si su nombre no sale a relucir una sola vez en las declaraciones de los campesinos, le daré el beneficio de la duda y quizá lleguemos a ser amigos algún día. Pero si llegasen a tener ellos una queja suya, por minúscula que sea, no sólo no volveré a hablar con ninguno de ustedes sino que me encargaré de que se sepa públicamente el tipo de personas que son —declaré.
István pareció satisfecho y sonrió.
—Me haría usted un gran favor. Me interesa mucho limpiar mi nombre, sobre todo en lo que a usted concierne —dijo.
—Sé que no vive en el área. ¿Dónde se está quedando? —pregunté.
—Gábor y mi madre están alojados en casa de los Kamény —respondió—. Yo sólo vine a acompañarlos unos días. Me marcho mañana, pero regresaré a Buda justo antes de la boda. Cuando verifique que mi nombre no está implicado en ningún acto de vileza contra sus trabajadores, le suplico que me escriba a la casa de mis padres. Me haría muy feliz que pudiésemos tener una buena relación.
—Así lo haré —dije—. ¡Ah! Una pregunta más, István, no deseo ser entrometida, pero… ¿por qué ha dicho usted que se siente intimidado por la familia de Vivéka Kamény?
—No debería contarle esto, pero… no entiendo por qué Vivéka Kamény decidió casarse con Gábor, teniendo tantos pretendientes de familias infinitamente mejor acomodadas que nosotros. Aunque el porvenir de mi hermano no es cosa que me preocupe en lo absoluto, hay algo extraño en el hecho de que los Kamény hayan consentido en que su hija contraiga nupcias con Gábor.
—Tiene usted toda la razón, István —le dije—. Eso no tiene ningún sentido.
—Bueno… Gábor es un maestro en el arte de guardar las apariencias y la familia Kamény no debe tener idea de que está en la bancarrota. Aun así, es obvio que la señorita Kamény podría haber escogido un novio de mejor estirpe. En fin, es por esto que la boda de mi hermano mayor me inquieta un poco, y este sentimiento se acrecienta cuando estoy en compañía delos Kamény.
—Lo entiendo —dije—. Bien, István, debo partir ahora. Espere mi carta.
—Así será. Todo lo que le pido es una oportunidad —dijo él, y se hizo a un lado con un gentil ademán para que pudiese pasar. Zsigmond estaba esperándome al pie del coche, conversando con otro de los cocheros que estaban estacionados frente al teatro. Se despidieron y subí al asiento trasero. A través de mi ventana vi la apuesta figura de mi primo István en la puerta del teatro mientras nos alejábamos.
«¡Vaya! —me dije—, ¡qué encuentro más inesperado!».
Valdría la pena asegurarme de que él y los suyos no estuvieran tratando de tenderme una trampa. Yo misma me encargaría de hablar con cada uno de los trabajadores. No estaba de más hacerle una pequeña visita a las dos propiedades de mis padres, y ninguna quedaba demasiado lejos de Budapest.
Me alegré mucho cuando por fin llegué a casa. La muerte había logrado asustarme sobremanera, aun estando distraída por la insistente mirada de István. Me prometí no volver a asistir a funciones cuyos temas reviviesen mis peores recuerdos. Me envolví en una de las batas más cómodas que tenía y me senté a leer un rato, después de encender la chimenea. Trataba de mantener mi estancia favorita de la casa siempre tibia, pues pasaba mucho tiempo en ella. Intenté concentrarme en la lectura, pero los dos encuentros que había tenido ese día no me lo permitieron: el hecho de que Éva y sus hijos hubieran aparecido en mi vida de forma repentina seguía siendo extraño. Sólo esperaba que Gábor Székely no fuese a presentarse en mi casa en el transcurso de los días siguientes. Esa noche me quedé dormida en la poltrona. Antes de llegar el alba soñé que estaba allí mismo y que alguien entraba por la ventana, pero yo no sentía miedo, sino más bien una alegre emoción. Cuando se acercaba a mí, había creído distinguir el rostro de mi primo István, pero luego notaba que era un hombre diferente, aunque para ese entonces la imagen se había hecho muy borrosa.
«Yo soy Almos, el anunciado en un sueño», decía.
Yo quería pedirle que se quedara, pero no me salía la voz. Después de eso, la figura desapareció y volví a quedarme sola.
Desperté en la mañana con una sensación muy nostálgica, entre triste y feliz. Extrañamente, había un sutil aroma de lavanda flotando en la habitación. Me puse de pie de inmediato, aspirando profundamente por la nariz, tratando de verificar que mi sentido del olfato no estuviese engañándome. El aroma seguía siendo perceptible por donde caminaba. El corazón me palpitaba con fuerza. ¿Había estado Almos allí? Corrí a la ventana y miré hacia fuera, esperando ver a alguien en el jardín, pero sólo estaban las siluetas de tres árboles sin hojas. Descorazonada, me dejé caer sobre la poltrona y sentí que mis ojos se humedecían. Quise no pensar nunca más en él, ni siquiera en mis sueños. Si no podía verlo ni hablarle, prefería olvidar que existía.
«Si supieras que estás hasta en mis sueños, Almos…», pensé, sintiéndome estúpidamente infantil e intentando contener las lágrimas que no dejaban de salir.
Ese mismo día fui a la más cercana de las dos propiedades con Zsigmond. Los trabajadores me recibieron con alegría, y yo me sentí muy feliz de comprobar que tenían vidas tranquilas en mis tierras.
—Usted es la única patrona de la región que no maltrata a sus empleados, señorita Martina. Que Dios la bendiga —me dijo Béla, uno de los hombres que se encargaban de los cultivos.
—Que Dios los bendiga a usted y a su familia, Béla —respondí.
Procedí a indagar acerca de las épocas en que mi tío Eduardo y su familia habían vivido allí.
—El mejor de ellos era el joven István —dijo Béla—. Jamás nos dio problemas. Cuando la señora Éva y el señor Eduardo se marcharon, sólo el joven Gábor se quedó aquí y entonces nuestras vidas sí se convirtieron en un infierno. Él y sus amigos no sólo destrozaron la propiedad sino que se entretenían abusando de las muchachas de la región, robándonos lo poco que teníamos o torturando animales. El joven István nunca volvió por aquí cuando se hizo mayor. Jamás se la había llevado muy bien con su hermano Gábor.
Los demás trabajadores corroboraron lo que Béla me había contado, lo que no dejó de sorprenderme. Me gustaba creer que tenía un familiar vivo que tal vez pudiese ser mi amigo en algún momento. Pasé la noche en uno de los varios cuartos de esa propiedad, no sin antes haberlo sellado debidamente con aceite y agua benditos para que ningún vampyr pudiese entrar, y emprendí el viaje hacia la otra casa después de desayunar. Ese fue un poco más largo que el anterior, y llegué bastante cansada.
La casa lucía hermosa a pesar de mi prolongada ausencia; era obvio que podía contar con la lealtad de mis empleados. La encargada de supervisar esos terrenos era una mujer: se llamaba Silvia y era fuerte como un oso.
Había demostrado ser tanto o más diestra que todos los demás empleados del sexo opuesto en las labores de mayor exigencia física y por tanto la había nombrado capataz, título que había asumido con orgullo. Silvia me agradaba porque era una mujer valiente y cálida que velaba por el bienestar de todos aquellos que estaban a su cargo y, además, me llamaba «Martina» a secas, cosa que me hacía sentir muy cómoda en su presencia. Éramos buenas amigas.
Nos sentamos a tomar sidra en la cocina mientras Silvia me ponía al tanto de los asuntos relacionados con la propiedad. Como no había muchas novedades, abordé el tema de mi primo István.
—Su primo István es un buen muchacho, Martina. El hecho de que no haya podido con Gábor no quiere decir que no se le hubiera enfrentado en múltiples ocasiones. Me consta que él también sufrió en carne propia bastantes agravios de parte de su hermano mayor… Dios, ¡cómo lloraba el pequeño István! La última vez que lo vi fue justo antes que se uniera a la Armada Real, imagino que era la única escapatoria que tenía. Pobre chico. Debe tener más o menos su misma edad, ¿no? Unos veinticuatro o veinticinco años.
Le conté a Silvia que lo había visto por primera vez hacía un par de días.
—¿Sigue siendo tan guapo como antes? —preguntó ella.
—Ni se imagina —le dije—. Casi me asusté cuando me lo topé de frente; así de guapo es.
Silvia rio.
—Yo de usted no lo descartaría para marido —dijo—. Harían una pareja deslumbrante.
—Gracias —dije—, pero yo no me quiero casar. Sé que mi tía Verónika jamás me habría obligado a hacerlo. Además…
Silvia había sido la partera de mi madre al nacer yo. Sabía cuánto cariño me tenía, así que decidí contarle la historia de Almos.
—¿Hace cuánto tiempo no le deja una nota? —preguntó Silvia.
—Hace un poco más de cuatro años —dije.
—Ay, Martina, debería desprenderse de ese fantasma de una buena vez. Una joven tan bonita como usted no debería negarse al amor por un espejismo. ¿Quién puede asegurarnos que ese tal Almos no está casado? ¡Nadie! Además, después de los horrores que acaba de contarme… es posible, Dios no lo quiera así, que esté muerto. Hágame caso: István no es como su hermano Gábor, permítale que la frecuente. No tiene que apresurarse a nada, pero… tal vez él pueda ayudarla a olvidar lo que ha sentido por Almos. Es normal que haya imaginado que lo ama, dadas las circunstancias en que se ha visto envuelta… pero ese no puede ser un amor real porque ni siquiera ha hablado con él. Yo creo, incluso, que usted tiene miedo del matrimonio y por eso ha escogido enamorarse de un imposible. Si no quiere casarse, no se case, pero frecuente muchachos de su edad, diviértase un poco ya que se le presenta la oportunidad de hacerlo. Tal vez encuentre un amor de verdad que la corresponda y cambie de opinión en cuanto a Almos.
Tomé un sorbo de sidra y sonreí. Sabía que todo lo que Silvia estaba diciendo tenía sentido.
—Trataré de seguir su consejo —dije—. No tengo nada que perder, ¿verdad?
—Nada —dijo ella, limpiándose la boca con la manga de la camisa. Volví a Pest a la mañana siguiente y le escribí a István a Szentendre diciéndole que había escuchado buenas cosas de él. Lo invité a visitarme cuando estuviese de vuelta antes de la boda de su hermano y me disculpé por haberlo juzgado antes de averiguar quién era el verdadero responsable de las ruindades llevadas a cabo en mis tierras. Le dejé saber que no pensaba ir a la boda de Gábor porque no creía poder soportar estar en la presencia de un ser tan malvado, pero le pedí que aceptara conversar conmigo con tranquilidad en cuanto pudiese hacerlo. Después, le escribí al señor Locke comunicándole que había visitado ambas propiedades para que no se molestara en hacerlo él, al menos de momento. Debieron haber pasado un par de semanas cuando encontré el papel adentro del libro. Estaba entreteniéndome con la historia de mi tierra natal cuando me lo topé. Era un papel delgado que estaba escrito con letra muy pequeña. Decía:
Tres hacia arriba, dos hacia ahajo, dos hacia la izquierda, dos hacia la derecha, dos más hacia la derecha, dos hacia la izquierda, uno hacia abajo, tres hacia la izquierda, tres hacia la derecha, tres más hacia la derecha, tres hacia la izquierda, tres hacia abajo, tres hacia arriba.
Y nada más. Me pregunté qué sería. Parecían ser instrucciones, pero ¿de qué? ¿Podría, acaso, ser un mapa? Volví a guardar el papel en el mismo lugar, procurando memorizar el número de las páginas entre las que lo estaba dejando. Tuve el presentimiento de que podía necesitar encontrarlo en el futuro.
Entonces, la campana de la puerta me sobresaltó. Había estado pensando mucho en mi encuentro con István, y me pregunté si sería él quien llamaba a la puerta. No sin avergonzarme un poco de mi vanidad, me miré en el espejo del corredor antes de abrir, quería que István me encontrase bien presentada de aparecerse en mi casa. Era él. Abrí la puerta sonriéndole y él entró, sonriendo a su vez.
—Qué alegría que hayas venido, István —dije—. Temía haber sido demasiado cortante contigo cuando nos conocimos.
—No te preocupes, yo habría hecho exactamente lo mismo en tu lugar —respondió él.
Nos sentamos en mi habitación favorita y le pregunté si deseaba beber algo.
—Nada por el momento —dijo él—. Lo que sí deseo es pedirte que reconsideres tu decisión de no asistir a la boda de Gábor.
—No sé si pueda hacerlo —repliqué—. La verdad es que no tengo interés en ese tipo de celebraciones y me costaría mucho no expresarle a tu hermano cuánto lo desprecio.
—¡Mejor aún, Martina! Piénsalo: podría ser divertido. Estaríamos rodeados de los más detestables personajes de la región y… quizá lleguemos a tener una que otra conversación entretenida. Por lo menos sería una situación diferente. ¿No te parece tentador?
Tal vez István tenía razón. Llevaba mucho tiempo disfrutando casi únicamente de mi propia compañía y era posible que necesitase, precisamente, hablar con gente que me inspirase antipatía. Además, la boda de Gábor se realizaría dos días después y sería una buena oportunidad para conocer mejor a mi primo István.
—Está bien… te acompañaré a la celebración —dije.
—¡Qué alegría! —exclamó István con una amplia sonrisa—. Ahora no sólo no me aburriré sino que tendré la acompañante más hermosa de toda la fiesta.
Sentí que me ruborizaba un poco.
—Gracias —dije, bajando la mirada—. Tendré que buscar un vestido que ponerme.
—Así vayas vestida en andrajos serás la envidia de todas las mujeres en esa fiesta —dijo él.
—Espero que no sea así. No me gusta despertar la envidia de nadie… —dije—. Aunque sí me gusta detectar ese rasgo de carácter en los demás. Se hace más obvio entre más procuran esconderlo.
—Así ocurre con todo en la vida —dijo él, mirando una de las pinturas que nuestra tía me había legado.
Me agradaba mi primo. Era inteligente.
—Tengo bastante curiosidad de conocer a Vivéka Kamény —dije—. Me intriga que se haya enamorado de Gábor Székely… porque estoy segura de que se nota que no es una muy buena persona con darle una ojeada, ¿verdad?
—Prefiero no decirte nada y que me cuentes tus impresiones cuando lo conozcas —dijo, apoyando el mentón sobre la palma de la mano y dirigiéndome una mirada perspicaz.
István y yo fuimos a comer pasteles de ciruela a una pequeña posada donde yo nunca había estado antes. Pasé una tarde francamente encantadora en su compañía y me alegré mucho de haberme tomado el tiempo de entrevistar a los trabajadores al respecto de su comportamiento: de no haber sido así, no habría podido relacionarme con una persona sencilla y alegre que era nada menos y nada más que mi primo.
István me contó que había sido un buszáráe las tropas imperiales por un largo tiempo. Me sorprendió escuchar que la carpintería era su verdadera pasión y que había ahorrado lo que podía de su salario de soldado para abrir un pequeño taller de carpintería en Szentendre. Me dije que István debía haber heredado las habilidades de nuestros antepasados, los pastores carpinteros, y no pude menos que felicitarlo por tener el valor de dedicarse a aquello que le gustaba.
—Sólo me uní a las tropas del emperador Franz Josef para poder irme de casa —dijo—. Crecí en un ámbito hostil y no me sentía a gusto ni con el gato. De niño fantaseaba con que mi madre, me abandonase en algún bosque, o con que me robaran los gitanos, pero me daba miedo simplemente huir. Ahora las cosas han cambiado un poco y mi familia y yo tenemos una relación de tolerancia, aunque nunca llegaremos a ser amigos.
—Imagino que debe ser mucho más difícil tener una familia problemática que no tener familia alguna —dije.
—Creo que sí. Pero ahora —dijo, dirigiéndome una sonrisa cálida—, te tengo a ti. Y no pienso dejarte ir.
Volví a sonrojarme. No sabía bien si István me pretendía o si me veía, en realidad, como a la hermana que nunca había tenido y eso me confundía un poco. También me confundía el hecho de no saber si me sentía atraída hacia él o si me era sólo supremamente agradable. Acordamos que pasaría a buscarme para ir juntos a la boda dos días después, y se despidió de mí besándome la mano después de haberme dejado en casa. El día siguiente estuve de muy buen humor y me entretuve escogiendo el vestido que iba a ponerme para la fiesta. Me decidí por uno de color plata azulada que dejaba los hombros al descubierto. Tomé mi merienda en el comedor como casi nunca lo hacía y volví a mirar el papel que había encontrado en el libro. No sabía por qué, pero me parecía de gran importancia, así que me propuse memorizar sus líneas. Después le escribí a Carmen narrándole la forma en que había conocido a István y contándole que pensaba asistir a la boda de Gábor al día siguiente, y le pedí a Zsigmond que dejase la carta en el correo.
Esa noche dormí bien, y me desperté temprano a darme un baño caliente con jabón perfumado de jazmín. Después me recogí los cabellos de una forma en que no lo había hecho antes y el resultado final me encantó. Me puse una gargantilla de plata y zafiros en medio de cuyos diseños intrincados se dibujaba una hermosa cruz. Tuve que admitir que últimamente mi apariencia me importaba mucho más que de costumbre y, aunque me molestaba un poco, me parecía una saludable distracción del miedo que había sentido durante tantos años. Estaba contenta de haber aceptado acompañar a István. Nunca había asistido a una boda en mi tierra natal y esta en especial prometía ser memorable, pues era la familia Kamény quien la ofrecía. Me miré en el espejo y noté que tenía las mejillas sonrosadas y los labios rojos, por lo que deduje que la compañía de István debía hacerme bien.
Muy a las once de la mañana, mi primo estaba llamando a la puerta. Se había puesto su impecable uniforme de huszár para la ocasión y lucía mejor que nunca. Había caminado desde el albergue en el que se estaba alojando, que quedaba bastante cerca de mi casa. De allí, Zsigmond nos llevaría hasta la casa de los Kamény. Subimos al coche e iniciamos nuestro recorrido hacia Buda, disfrutando de aquella soleada mañana de marzo.
—No soy el padrino de bodas de mi hermano… no tengo ropas lo suficientemente elegantes como para semejante honor —dijo István con sarcasmo al tiempo que sonreía—. Por suerte conservo mi uniforme. Lo cierto es que mi primo se veía siempre tan guapo que, si hubiese tenido que presentarse en el festejo con su delantal de carpintero, nadie se habría percatado de ello. Se lo dije.
—Además… —agregué— no hay nada peor que aquellos hombres que se ocupan de sus vestidos tanto o más que las damas.
—Gracias, Martina —dijo él—. Mientras a ti no te importe asistir a una boda tan importante en compañía de un hombre pobre estaré feliz.
Las palabras de István me habrían conmovido si hubiesen venido de alguien que de veras estuviese pasando apuros pero, según lo que me había contado, ese no era su caso. Al parecer, no había podido evitar que el hecho de ser criado por una mujer tan codiciosa como Éva calara en él, haciéndolo en extremo consciente de las diferencias que había entre sus arcas y las ajenas. Me pregunté si valdría la pena hacerlo caer en la cuenta del error en que estaba incurriendo y decidí ser sincera sólo por lo mucho que me agradaba el resto de su carácter.
—István, me parecería difícil ser amiga de alguien que se compare conmigo todo el tiempo. Si pensaras que pudiese importarme algo tan irrisoriamente trivial, no deberías haber hablado conmigo en primer lugar, ¿no crees?
István pareció asombrarse de lo que le había dicho y esperé no haberlo ofendido. Por unos instantes, mi primo estuvo pensativo.
—Nunca lo había visto de esa forma —dijo al fin.
—Dios quiera que puedas hacerlo, por tu propio bien y por el bien de nuestra nueva amistad. Me gusta tener relaciones en las que el dinero o su ausencia no jueguen ningún papel —respondí.
—Tienes razón… trataré de pensar en este asunto con más detenimiento luego. Ahora quiero disfrutar de los momentos en que estamos juntos —dijo, sonriendo con dulzura.