DOS CARTAS
Estaba viendo a mi árbol. Sus ramas se extendían por el cielo, bailando en el viento otoñal.
—¿Cuándo vas a dejar de meterte en problemas? —dijo una voz masculina. Traté de abrir los ojos y vislumbré un rostro borroso.
—¿Dónde estoy? —pregunté débilmente.
No hubo respuesta. Tuve que cerrar los ojos otra vez. Debieron pasar varios minutos hasta que escuché que una puerta se cerraba. Sentí con los dedos las sábanas que estaban debajo de mí e hice un segundo esfuerzo por reconocer mi entorno. Me senté en el lecho con dificultad. Estaba en una habitación en la que había una ventana que dejaba pasar un poco de luz, fuese ya del amanecer o del atardecer. Mi vestido reposaba sobre una mesita al lado de la cama donde estaba sentada envuelta en sábanas blancas. No había nadie allí conmigo.
De repente, recordé lo último que había visto antes de perder el sentido. Todas las imágenes regresaron a mí y, espantada, salté de la cama. Revisé las sábanas enloquecida de terror. No había rastros de sangre. Me palpé la garganta y me revisé los tobillos y las muñecas en busca de algún indicio de mordeduras o arañazos: nada. No sentía ningún dolor, solamente estaba algo mareada. No parecía que Ujvary me hubiera hecho daño. Tuve que sentarme de nuevo en la cama. ¿Qué diablos había pasado? ¿Dónde estaba? ¿De quién era la voz que me había despertado? De una cosa sí estaba segura: estaba viva.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que Johannes Ujvary se había abalanzado sobre mí en esa celda? ¿Seguiría estando en el castillo de Salles? Haciendo uso de todas mis capacidades, me tambaleé hasta la ventana tratando de sostener las sábanas contra mi cuerpo y me asomé por el cristal.
Afuera había una calle empedrada sobre la que pasaban coches y carretas; algunas personas estaban alistando puestos de frutas o verduras.
Estaba en un lugar desconocido de París… si es que estaba en París. Al tomar mi vestido para ponérmelo, noté que había un sobre puesto encima de él. Lo tomé y lo acerqué a mí. Los dedos me temblaban mientras lo abría; allí, en el centro del sobre, estaba estampado el sello que había visto en ocasiones anteriores: varias flores de lis se enredaban por los contornos de la cruz Patriarcal.
Aún no logro entender cómo hace para estar siempre en el lugar menos oportuno, a la hora de mayor peligro. Mientras otros mortales harían cuanto estuviese en sus manos por alejarse de tan infernales criaturas, usted pareciera estar ofreciéndoseles en bandeja de plata. ¿Es que no ha aprendido nada en el último año? ¿No fue ya bastante con la muerte de su amiga? Gustosamente me quedaría a exponerle unos cuantos hechos, pero el tiempo apremia. Si no hace más que interrumpir mis planes, ¿cómo se supone que los lleve a cabo? No puedo estar pensando en acabar con esos malditos vampyr y en rescatarla a usted al mismo tiempo. ¿Por qué no puede dedicarse a hacer cosas normales como leer un buen libro o tomar el té?
Sé que cree que sólo estará a salvo cuando le dé muerte al enemigo y que desea con toda el alma vengar a Amalia de Piñérez. Lamento comunicarle que sus métodos carecen de efectividad.
Por favor, limítese a usar su crucifijo como la aconsejé en una ocasión anterior y no se busque más problemas de los que tiene. No le estoy sugiriendo que no se prepare para lo peor ni que baje la guardia… sólo absténgase de cometer obvias estupideces.
¿Qué estaba pensando? ¡Confía usted demasiado en su buena suerte! Haga lo posible por conservar lo que le queda de ella.
Ahora debo partir de inmediato, antes que el enemigo vuelva a escapar. Le suplico que haga uso de razón y trate de continuar con su vida en vez de estar jugando con la muerte.
Espero no seguir encontrándome con usted… de ser así, querrá decir que le prestó la debida atención a esta carta. Hay dinero suficiente sobre la mesa para que pueda regresar a casa.
Sinceramente,
A.
No sé cuántas veces releí esa carta. Tal vez unas treinta, y seguiría haciéndolo constantemente a partir de ese momento. Me había salvado una vez más.
Di gracias a Dios con lágrimas en los ojos, sin dejar de preguntarme: ¿Cómo lo había logrado? ¿Quién era él? Tenía toda la razón en lo que decía. Presentarme en la fiesta de Johannes Ujvary había sido una locura. Entonces recordé a Carmen y el pánico me invadió de nuevo. ¿Estaría bien? ¿Estaría viva? Me puse el vestido, que estaba muy estropeado, y tomé el dinero que estaba sobre la mesa. Había perdido mis zapatillas, así que tendría que volver a casa descalza.
Por fortuna el vestido era lo bastante largo como para cubrir mis pies. Salí de la habitación y me di cuenta de que estaba en la parte posterior de una cantina.
—Buenos días, señorita —me dijo una camarera pintarrajeada—. ¿Cómo pasó la noche? ¡Apuesto a que bien! Qué guapo está su… marido. Si hubiese tenido tiempo, me habría detenido a preguntarle todo lo que supiera acerca del hombre que me había llevado hasta allí. Sin embargo, sólo pregunté:
—¿No sabrá usted de casualidad cómo se llama mi marido? Ella me dirigió una pícara sonrisa y respondió:
—Mire, señorita… puede que yo sea chismosa, pero no soy una soplona.
La miré con los ojos muy abiertos. Si no hubiese estado tan asustada por el bienestar de Carmen, me habría echado a reír. Me prometí regresar en cuanto pudiese hacerlo: estaba segura de que una buena suma de dinero haría que la camarera se convirtiera en mi mejor amiga.
Tomé un coche y le pedí que me llevase directamente a casa de los Locke. En cuanto arribé a la residencia de mis amigos, cinco personas salieron corriendo a mi encuentro: Carmen, Giovanni, Stuart, Mariana y Lynn. El alma me volvió al cuerpo: ¡Mi amiga estaba bien! Todos gritaban al unísono y me rodearon, abrazándome.
—¡Carmen! —grité.
—¡Dios mío! ¡Estás viva! —decía Carmen con lágrimas en los ojos.
—¡Sí! ¡Y tú también! —dije, y comencé a llorar a mi vez. Toda la ansiedad acumulada regresó a mí—. ¡No sabes cuánto he temido que algo te hubiese ocurrido! ¡Cuán feliz estoy de veros a todos!
—¡Creíamos que habías muerto! ¡Te buscamos por toda la propiedad y también entre las víctimas! —dijo Giovanni.
—¿Víctimas? —pregunté, sollozando—. ¿Entonces las encontraron?
—Claro que sí —dijo Stuart guiándome hacia la casa—. ¡Pobres muchachas!
—¡Sí! —dije—. ¡Fue espantoso, podía oír sus gritos desde donde estaba! ¿Estaban con vida cuando las encontraron?
—No. Ninguna estaba viva, querida… —dijo Mariana, cuyo rostro ostentaba unas profundas ojeras—. ¡Todas murieron quemadas!
—¿Quemadas? —pregunté, extrañada. Me detuve para mirarlos a todos.
—¡Claro! —dijo Giovanni—. ¿De qué otra forma habrían muerto? ¡Hasta ahora estábamos convencidos de que tal vez tú habías corrido con la misma suerte! ¡Pero lo que importa es que ahora estás aquí!
—Perdón… ¿de verdad dijeron quemadas? —pregunté, limpiándome las lágrimas.
—Martina, ¿te encuentras bien, querida? —me preguntó Mariana, poniendo sus manos sobre mis hombros—. ¿Recuerdas el incendio?
—¿Incendio? —pregunté—. ¿Cuál incendio?
—Creo que aún está demasiado trastornada por los eventos. Debe ser una pérdida de memoria temporal —dijo el señor Locke con expresión de suma preocupación.
—¡No, señor Locke! ¡No he sufrido ninguna pérdida de memoria! ¡Estuve a punto de morir a manos de Johannes Ujvary y Erzsébet Strossner! ¡Y Anna Darvulia! —grité.
—¿Cómo? —exclamó el señor Locke, yéndose hacia atrás—. ¡Martina! ¿Qué está diciendo?
—Erzsébet… ¿Erzsébet Strossner y Anna Darvulia estaban allí? —tartamudeó Carmen, poniéndose más blanca que un papel—. ¿Johannes Ujvary también es vampyr? ¿Trataron de matarte? ¿Estabas con ellos?
—¡Sí! ¡Trataron de matarme! ¡Casi lo logran! —exclamé—. ¡Y claro que todos ellos son vampyr! ¡Mirad mi vestido, las manchas a la altura de las rodillas y el borde de la falda son de sangre!
No pude evitar volver a sollozar convulsamente.
—¡Dios mío! ¿Estás bien? ¿Te hicieron daño? ¡Martina! ¿Qué pasó? ¿Cómo pasó? —chilló Carmen aterrorizada, revisándome el cuello y las muñecas.
Creí que mi amiga iba a desmayarse del miedo en cualquier momento.
—¡No tienes tu crucifijo! —dijo Lynn. La pequeña lloró—: Mamita… papito, ¡los vampyr iban a matar a Martina!
—¿Dijiste que Anna también es vampyr? —preguntó Giovanni con expresión de pánico—. ¿Estás segura de ello?
—¡Claro que sí! En un minuto os lo contaré todo… ¡ha sido horrible! —respondí sin poder parar de llorar.
—¡Esto es escabroso! —exclamó el señor Locke. Estaba rojo como una remolacha.
—Ven, querida, haremos té en la cocina… —dijo Mariana llevándome abrazada al interior de la casa.
—Pero, decidme, ¿de qué incendio habláis? —insistí, tratando de calmarme un poco.
—Hubo un incendio en plena fiesta. Según dicen, fue iniciado en una galería subterránea del castillo. Encontraron a varias personas carbonizadas… al parecer Johannes Ujvary fue una de ellas —dijo Giovanni con voz entrecortada.
—Todos salieron huyendo de la fiesta… yo me quedé parada afuera hasta el amanecer, esperando a que apagaran las llamas… ¡esperando a que salieras! —dijo Carmen llorando a borbotones—. Ay, Martina… ¡qué bueno que estás aquí!
—Allí encontré a Carmen, cuando huía de las llamas entre la multitud —dijo Giovanni—. ¡De verdad que es un milagro verte viva, Martina! ¡Gracias a Dios!
—Gracias a Dios y… al autor de las notas misteriosas —dije, tratando de verlos a través de las lágrimas.
Ya adentro de la casa, Mariana me dio una taza de té de hierbas aromáticas.
Sin dejar de sollozar, les conté cómo el hombre de los zancos me había amenazado chorreando sangre por la boca y que no había encontrado a Carmen por ningún lado.
—Pero, Martina, ¡yo estuve allí todo el tiempo! —dijo Carmen con los ojos encharcados—. Aunque nunca escuché al hombre de los zancos hablar, ni mucho menos echar sangre por la boca. Cuando te busqué, ¡tú habías desaparecido! Di vueltas y más vueltas entre la gente, desesperada… aun así, no tuve el valor de aventurarme lejos de la multitud. Todo el tiempo tenía la esperanza de que fueras a aparecer de un momento a otro. Pensé que tal vez habías encontrado a Giovanni y te habías alejado…
Les expliqué cómo había perdido el rumbo dentro del castillo en mi confusión, y cómo Erzsébet había logrado engañarme haciéndose pasar por una prisionera de Ujvary que llegué a pensar debía ser Carmen.
—¡Incluso llegó a pedir auxilio a gritos! —dije.
—No comprendo cómo supieron que estábamos allí… —dijo Carmen, sonándose la nariz. Mi pobre amiga no se recuperaba del susto, tenía los ojos hinchados por haber llorado toda la noche y la mañana.
—Tal vez las vieron llegar antes que se pusieran las máscaras… —dijo Mariana temblando.
—Y urdieron una treta para atraparte cuando estuvieras lejos de la gente —dijo Giovanni tratando de mantener la compostura, aunque se notaba que estaba paralizado del miedo.
—¡Un golpe de suerte para ellos! —dijo el señor Locke con expresión consternada.
—¿Cómo fue que escuché a ese hombre amenazarme si Carmen no lo escuchó? —pregunté—. ¡Estoy segura de no haber bebido nada!
—Yo creo que los vampyr tienen el don de la comunicación mental —dijo Carmen con la voz en un hilo—. He leído al respecto de esta última en varios libros. Algunos seres pueden hablar sin necesidad de usar la voz… y sólo algunas personas son susceptibles a este tipo de mensajes.
—¿Es decir que crees que le leí el pensamiento? —le pregunté a Carmen.
—En pocas palabras —dijo mi amiga.
—Pues esa habilidad me puso en un peligro real —dije.
—Debes aprender a controlar tus talentos, Martina —dijo Giovanni con tal seriedad que incluso me hizo gracia.
—¿Y qué pasó después? —preguntó Mariana Locke.
Les narré la forma en que me habían amordazado y arrastrado hasta la galería subterránea. Mis amigos temblaban.
—Por cierto… Erzsébet sabía que estábamos donde Giovanni. También sabía que habíamos ido a ver su casa —dije.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó Carmen, poniéndose aún más pálida.
—No lo sé —dije—. O nos siguió toda la tarde, o tiene algún aliado muy cercano a nosotros…
Entonces sentí miedo y miré a Giovanni con sospecha.
—¿Por qué me miras así? —preguntó él abriendo los ojos de par en par.
—Ah, no lo sé… ¿Tal vez porque eres tú quien está comprometido con el vampyr, quien estaba invitado a la fiesta de Johannes Ujvary y quien nos llevó a ver la casa de Erzsébet? —dije, alterada.
—¡Un momento! —exclamó Giovanni—. ¡Yo puedo haber hecho muchas cosas en el pasado, pero no estoy aliado con ningún vampyr!
—¡Eso tendrás que demostrárnoslo! —dije con tono acusador.
—¿Y cómo se supone que haga tal cosa? —dijo él, visiblemente ofendido.
—¡Jóvenes! ¡Jóvenes! ¡Cálmense! —dijo el señor Locke—. Giovanni no sabía que usted tuviese la intención de ir a esa fiesta, Martina. Además, todo parece indicar que esas criaturas son muy sagaces. Si Giovanni fuese su aliado, ¿qué necesidad habría tenido Anna Darvulia de venir a rondar esta casa mientras él estaba aquí?
—Buen punto… —dije, e intentando calmar mis ánimos, agregué a regañadientes—: Perdona, Giovanni. No quise ofenderte.
—No te preocupes… —dijo él, aún fastidiado.
El pobre se había puesto un poco verde de pensar que lo tuviese de amigo de los vampyr.
Luego, proseguí a describir la escena de la galería subterránea y el baño de sangre, Giovanni parecía tan asustado que tuve que creer en su inocencia. Estuve segura de que había estado a punto de vomitar cuando escuchó que Anna estaba allí, así como las cosas que ella había hecho y dicho.
—¡Esto es horrible! ¡Por fortuna nunca la besé! —exclamó de repente.
—¿Cómo? —preguntó Carmen limpiándose la nariz con su pañuelo—. ¿Nunca has besado a tu prometida?
Giovanni se sonrojó un poco y dijo:
—Es que… huele muy mal.
Yo no pude evitar soltar una risita y él dijo, aclarándose la garganta y clavando la mirada en el suelo:
—Prosigue con tu historia, Martina.
Cuando les conté que los hombres de Ujvary me habían arrancado el crucifijo, Carmen exclamó:
—¡Entonces sus ayudantes no son vampyr!
—O son inmunes al poder de la cruz… —sugirió el señor Locke.
—Sean lo que sean, son igualmente malvados —dije—. Se reían comentando cómo los amigos de Ujvary estarían disfrutando en las celdas adyacentes a la mía, de donde provenían los gritos de otras mujeres.
—Me pregunto si esas serán las pobres muchachas que murieron en el incendio —dijo Mariana.
—Espero que hayan sido las jóvenes que llenaban la tina de sangre —dije—. Aunque supongo que sería demasiado pedir.
—¿Recuerdas cuántas celdas más había, Martina? —preguntó Carmen.
—Eran tres en total —dije, quitándome con las manos las lágrimas que rodaban por mis mejillas.
—Qué horror —dijo Mariana—. Y pensar que estuviste a punto de…
—Sí —dije—. A punto. Pero fui salvada una vez más. Y por la misma persona.
Les conté cómo había despertado al otro lado de París y en qué circunstancias. Luego les enseñé la carta que me había dejado mi salvador.
—Qué hombre más sabio —dijo Giovanni después de leer la nota. Le dirigí una mirada de reproche, pero sabía que tenía razón.
—¿Entonces pudiste ver su rostro, Martina? —preguntó Carmen con ánimo.
—Sí, pero con los ojos entornados. No creo poder reconocerlo si me lo llegase a encontrar —respondí.
—Ay… ¡qué romántico! —dijo ella.
—¿Romántico? —pregunté, asombrada.
—¡Claro! Tienes un protector que te salva cuando estás en peligro. Además, ¡la camarera dijo que estaba muy guapo! —respondió ella, entusiasmada.
—A esa camarera todos sus clientes le deben parecer muy guapos —dije, ruborizándome un poco.
—Yo creo que debe estar enamorado de ti —dijo Carmen—. De lo contrario, ¿por qué se tomaría la molestia de rescatarte una y otra vez?
—¿Es que no has leído la carta? —pregunté, sintiéndome bastante incómoda—. ¡Es obvio que está furioso conmigo!
—Eso es amor… y, al parecer, correspondido —dijo Carmen con una sonrisa suspicaz.
—¿Es decir que ahora Martina también tiene un sapo? —preguntó Lynn.
—Un sapo no —dijo Giovanni—. Tiene un valiente príncipe.
—Bueno, bueno —dije, tratando de desviar el tema—, ahora os toca el turno a vosotros. Contadme todo lo que sepáis acerca del incendio. ¿Quiénes más perecieron?
—Te hemos contado lo poco que sabemos. En un rato podemos intentar hallar más información; seguramente habrá un reporte completo en el periódico —dijo Mariana.
—Pues vayamos a comprar uno ahora mismo —dije—. Porque la otra alternativa sería ir hasta el castillo de Salles… y yo allá no voy a regresar jamás.
—¡Amén! —dijo Carmen y todos volvieron a abrazarme al mismo tiempo. En ese momento sentí que tenía una maravillosa familia.
El periódico confirmaba la muerte de Johannes Ujvary y de dos jóvenes en la galería subterránea durante la fiesta, pero no mencionaba la identidad de ninguna de ellas. Habían hallado algunas víctimas entre los invitados que se encontraban en las proximidades de la galería, y recorrimos la lista de nombres pero no conocíamos a ninguno de ellos. Gran parte del castillo se había quemado durante el incendio. El diario decía también que la policía estaba tratando de recopilar más información acerca del extraño incendio y que habría un nuevo comunicado de prensa al día siguiente.
—Me pregunto si las muertas de la galería serán Anna y Erzsébet… —dije.
—No estaban entre las víctimas que nos permitieron ver a Giovanni y a mí cuando te buscábamos —dijo Carmen—. Las habríamos reconocido de inmediato.
—Podríamos ir a la morgue en la tarde, quizá estén entre las nuevas víctimas —sugirió Giovanni.
—Buena idea —dije—. Espero verlas junto al cadáver de Ujvary.
Quería volver a la taberna con el propósito de entrevistar a algún empleado acerca de mi salvador, pero estaba tan extenuada por la noche que había pasado que en cuanto leí el periódico me quedé dormida en el sofá de los Locke. Más adelante me enteré de que Mariana me había dado un té de hierbas sedantes para garantizar que descansara bien. Me desperté en la habitación hacia las ocho de la noche. Carmen me había subido una bandeja de comida.
—¡Gracias, amiga! —le dije—. Aunque… no estoy enferma.
—Eso dices tú, pero haber visto cosas tan horribles tiene que haberte afectado los nervios —respondió ella.
—¡Carmen! —exclamé, recordando nuestros asuntos pendientes—. ¿Le preguntaste a Giovanni acerca de la cruz en las cartas de su tío?
—¡Claro que sí! —dijo—. Y se mostró tan sorprendido como nosotras. No tenía idea de que las cartas tuviesen ese símbolo escondido. Aunque dijo que creía recordar haberlo visto antes en algún lugar familiar. Se fue a su casa a buscar algo que pudiese darnos más pistas.
‡ ‡ ‡
Tomé mi cena lentamente y después me levanté a darme un baño.
«Necesito lavarme los recuerdos de la fiesta de Ujvary», me dije.
Cuando ya llevaba un buen rato en la bañera, oí ruidos en la planta inferior de la casa. Agucé el oído, y me pareció escuchar que varias personas gritaban. Salí del baño en una fracción de segundo.
—¡Carmen! ¡Stuart! —llamé a los gritos—. ¿Estáis bien?
—¡Baja pronto, Martina! —dijo Carmen. Me puse una bata y bajé los escalones precipitadamente.
—¡Me mordió! —gritaba Giovanni—. ¡La muy condenada me mordió!
Nuestro amigo estaba parado en el pórtico, bañado en sangre.
—¡Martina! —gritó Carmen al verme—. ¡Trae el remedio del padre Anastasio! ¡Corre!
Sin tener tiempo de pensar en lo que estaba pasando, me di la media vuelta y emprendí la carrera gradas arriba.
¡Dios mío! ¿Cuál de las dos vampyr habría mordido a Giovanni?
Cogí la botellita del remedio y, saltando varios peldaños al tiempo, volví a la sala en un santiamén.
—¡Aquí tengo el pañuelo! —gritó el señor Locke, quien venía de la cocina.
Giovanni se había dejado caer sobre el sofá, tratando de detener con sus manos la sangre que se escapaba de la herida que le habían hecho al lado izquierdo del cuello.
—¡Ayudadme! ¡Por favor! —gritaba con los ojos húmedos—. ¡No quiero convertirme en vampyr!
Sabía lo que tenía que hacer. Diluí una pequeña cantidad del remedio en una copita de agua bendita y, revolviéndolo, me alisté a dárselo a Giovanni. Carmen empapó el pañuelo con el mismo líquido y, mirándome, asintió.
—Bebe —le dije, y Carmen retiró la mano de Giovanni de la herida para presionar el pañuelo con firmeza contra su cuello.
Los alaridos de Giovanni retumbaron por toda la casa de los Locke:
—¡Me quemo por dentro! ¡Me quemo! —gritaba sin parar, convulsionando y botando babaza.
Mi reacción no había sido tan fuerte. Giovanni se retorcía resbalándose hacia el suelo mientras Carmen hacía hasta lo imposible por no despegar el pañuelo de su cuello. El ataque duró varios minutos. Al fin Giovanni dejó de temblar y dijo, cerrando los ojos:
—Ya pasó.
Sentí pánico de que hubiera muerto.
—¡Carmen! —exclamé—. ¿Está respirando?
Mi amiga puso su oído contra el pecho de Giovanni y pasaron los cinco segundos más largos de mi vida.
—Está vivo —dijo.
Me arrodillé a su lado y puse mis dedos en su muñeca. Sentí su pulso y respiré, aliviada.
—¡Dios mío! —gritó el señor Locke—. ¡Esto es lo más tenebroso que he visto!
—¿Está bien el sapo? —preguntó Lynn pegándose a su mamá.
—Esperemos que lo esté —dijo Mariana, temblando.
—¿Cuál de las dos lo mordió? —pregunté.
—Erzsébet —dijo Carmen, sudando profusamente y limpiándose la frente—. Creo que ha perdido mucha sangre. Está muy pálido.
—Llevémoslo a la habitación de huéspedes de la tercera planta —dijo el señor Locke.
Carmen retiró el pañuelo del cuello de Giovanni y, como había ocurrido antes conmigo, a duras penas si se vislumbraba algún rasguño.
—¡Es asombroso! —dijo el señor Locke.
—Lo es —dije—. ¡Gracias a Dios por el padre Anastasio!
—Que el Señor lo proteja —dijo Mariana.
El señor Locke, Carmen y yo subimos a Giovanni a la habitación. Le quitamos la camisa, que estaba emparamada de sangre, y lo metimos entre las sábanas después de revisar que no tuviera más mordidas.
—No tiene puesto el crucifijo —observé—. ¿Cómo pudo habérselo quitado? Digo… si es que se lo quitó él mismo.
—¡Demonios! —dijo Carmen—. ¡Están atacándonos por todas partes! ¿Dónde podremos estar seguros?
—Al parecer, en ningún lado —dijo el señor Locke—. Debemos tratar de estar juntos todo el tiempo.
—¿Dijo Giovanni en qué circunstancias fue atacado? —pregunté.
—Fue en su propia casa. Estaba en el ático cuando Erzsébet se abalanzó sobre él —dijo Carmen.
—Debía estar buscando algo relacionado con las cartas de su tío Lorenzo —dije—. ¡Es un milagro que haya podido escapar!
—Creo haber entendido que logró quitársela de encima dándole un fuerte golpe. Salió corriendo de la casa, llamando a gritos a su cochero. Él lo trajo hasta aquí —dijo el señor Locke.
—¿Cómo hemos de proceder ahora? —pregunté.
—Yo me quedaré cuidando a Giovanni —dijo Carmen—. Vosotros vigilad las demás entradas de la casa.
La situación se había salido por completo de nuestras manos hacía mucho tiempo y ahora sólo nos quedaba esperar. Los crucifijos, aunque lograran repelerlos, no eran suficiente garantía de protección contra los vampyr. Tal vez un ritual realizado por el padre Anastasio podría haber ayudado a sellar la casa de los Locke, pero nuestro buen amigo estaba demasiado lejos. Lynn y yo custodiamos la casa desde la segunda planta, y Stuart y Mariana se pasaron la noche en vela en el salón.
Necesitaba hablar con el hombre que me había rescatado. Él parecía saber mucho acerca del enemigo y quizá podría ayudarnos. Deseé que ya fuera el día siguiente para poder ir a la taberna e indagar acerca de él… con suerte, incluso, verlo. ¿Cómo habría descubierto quiénes eran los vampyr? ¿Qué le habrían hecho a él? ¿Cómo hacía para descubrir sus escondites? Me pregunté si había sido el causante del incendio en el castillo de Salles, y cómo había hecho para sacarme intacta de esa celda. Lynn se había quedado dormida en mi cama y yo subí a ver a Giovanni.
—Aún no ha despertado —dijo Carmen—. Estoy preocupada por él, Martina. Creo que Erzsébet logró despojarlo de casi todos sus humores vitales.
—¿Has tratado de despertarlo? —pregunté—. Podríamos intentar darle algo de agua y tal vez algo de comer.
Carmen sacudió a Giovanni con delicadeza por el hombro. Él entreabrió los ojos y miró a Carmen tratando de esbozar una sonrisa, pero volvió a quedarse dormido.
—Creo que, mientras siga respirando normalmente, está bien que lo dejemos descansar. Grita si detectas cualquier cambio en él —dije.
—Lo haré —dijo, y mirándome por encima de las enormes ojeras que adornaban su rostro, agregó—: Martina… creo que estoy enamorándome de él otra vez. Quiero decir, por primera vez. Es un hombre diferente.
Sus palabras me tomaron por sorpresa.
—¿De veras? —le pregunté.
—Sí —dijo ella—. ¿Crees que es estúpido de mi parte?
—¿Estúpido? En lo absoluto. Me parece natural, amiga mía. Es difícil resistirse a un amor tan profundo como el suyo por ti —dije, sonriendo—. Además… es el sapo más guapo de toda la ciudad.
Carmen sonrió a su vez, y dijo:
—Anoche estaba tan preocupado por ti como yo. Creo que me había negado a ver el lado profundo de Giovanni.
—Me alegra que hayas tenido la oportunidad de descubrirlo… y me parece hermoso que podáis tener un amor compartido —le dije.
—A mí también —dijo mi amiga poniendo una mano sobre la de él y apretándosela con afecto.
Volví a darle un vistazo a Lynn y me quedé a su lado, mirando por la ventana el resto de la noche.
Cuando amaneció regresé a la habitación donde dormía Giovanni con el desayuno para Carmen y una taza de caldo de legumbres para nuestro amigo.
—¿Cómo sigue? —le pregunté a Carmen.
—Creo que bien —dijo ella—. Se despertó un par de veces durante la noche pero no tenía fuerzas para hablar. A duras penas abrió y cerró los ojos, pero sé que siente mi presencia.
Le pusimos un poco de agua en los labios a Giovanni y él entreabrió los ojos de nuevo.
—Hola… —murmuró con dificultad.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Carmen.
Él asintió.
Entre las dos lo incorporamos poniéndole dos almohadones detrás de la espalda, y Carmen comenzó a darle pequeñas cucharadas del caldo que él apenas podía sorber.
—Vas a ver cuán pronto te vas a recuperar —dije, aunque el pobre Giovanni en realidad estaba tan blanco como un fantasma y dos círculos azules se dibujaban alrededor de sus ojos. No parecía que fuese a ponerse bien demasiado pronto.
—Ella… buscaba algo —dijo Giovanni con un hilo de voz.
—¿Erzsébet? —pregunté. Giovanni asintió.
—¿Sabes de qué podría tratarse? —le preguntó Carmen.
Él negó con la cabeza.
—Fuera lo que fuera, debe tener alguna conexión con el hecho de que Anna quisiera casarse con él —dije.
—Tal vez Anna estuviera fingiendo estar enamorada de Giovanni para tener acceso a sus cosas… —sugirió Carmen.
—Tiene sentido —dije—. Lo que no entiendo es por qué nunca lo atacaron antes.
—Es extraño —dijo ella—. Tal vez necesitaban mantenerlo vivo con algún propósito específico.
—No sólo vivo, no quisieron convertirlo en vampyr… —dije yo.
—Cierto —dijo ella—. Quizá planeaban hacerlo en su momento pero llegamos nosotras a entorpecer sus planes.
—Gracias… a Dios —suspiró Giovanni.
—Si Anna Darvulia y Erzsébet Strossner querían en efecto convertir a Giovanni en vampyr, ¿qué estaban esperando? —pregunté.
—Según leímos en el diario de Amalia, el hecho de que alguien sea vampyr no lo convierte necesariamente en aliado de nuestras enemigas. Ya ves cómo Amalia quiso quitarse la vida en cuanto se dio cuenta de la clase de criatura en que la había transformado Erzsébet —dijo Carmen.
—Eso es verdad —dije—. Tal vez tenían mucho más que ganar si Giovanni las ayudaba en su propósito estando desprevenido.
—Yo apostaría a que tiene algo que ver con su tío Lorenzo. Lo de la cruz en las cartas no es casualidad —dijo Carmen.
—Tenemos que sostener una conversación larga y tendida en la que analicemos todos los detalles de tu relación con Anna en cuanto estés bien, Giovanni —dije.
Él asintió lentamente, cerrando los ojos.
—¿Giovanni? —lo llamó Carmen. Se había dormido de nuevo.
—Al menos nos comprende —dije—. Es menester llamar a un cura para que le suministre la comunión a diario mientras se recupera. A Amalia le ayudaba.
—Por fortuna ha sido capaz de comer algo —dijo Carmen—. Si el Simillimum no hubiese funcionado, le habría pasado igual que a ella, no habría sido capaz de probar bocado.
—Es una suerte que aún conservemos la botella —dije.
—Por cierto, ¿tienes alguna idea de qué hicieron los hombres de Ujvary con tu crucifijo o con la botella que contenía la solución de agua bendita con sal exorcizada?
—No —dije—. Pero sigo preguntándome qué tipo de seres son los que ayudan a los vampyr. Se me ha ocurrido que son víctimas que han muerto a causa de algún ataque sin convertirse en uno de ellos. Tal vez por eso pueden tocar objetos religiosos sin quemarse.
—Es una buena teoría —dijo Carmen—. Yo he deseado preguntarle al padre Anastasio qué contiene la botella de Simillimum. Aún me parece increíble que sea capaz de curar a alguien que haya sido mordido por un vampyr.
—Tenemos que escribirle hoy mismo y contarle todo lo que ha ocurrido. Voy a traerte papel —dije, y salí de la habitación unos instantes.
—Necesito dormir un rato —dijo Carmen cuando regresé con el papel.
—Yo me quedaré cuidando al sapo —dijo Lynn, quien entraba a la habitación en ese momento.
—¡Gracias, pequeña! —dijo Carmen.
—Yo voy a ir a la taberna con el señor Locke —dije—. Espero que no nos tardemos mucho.
—¡No olvidéis comprar el periódico! —dijo Carmen cuando ya me iba—. Y, amiga, espero te den razón de tu protector enamorado.
Yo la miré entrecerrando los ojos y le dije:
—Él no está enamorado de mí —y, girando hacia Lynn, agregué—: No te despegues del sapo un minuto, ¿está bien?
—No te preocupes, Martina. Le voy a hacer lindos peinados mientras duerme —dijo ella.
Bebí una taza de café cargado en compañía de señor Locke y después él y yo salimos de la casa caminando. Le compramos el diario al chiquillo que se paraba todas las mañanas en la avenida adyacente a la propiedad de los Locke y nos sentamos en una banca a leerlo.
—¡Mi Dios nos ampare! —dijo el señor Locke persignándose al ver la primera página—. ¡Han robado el cuerpo de Ujvary de la morgue!
—¡No puede ser! —dije—. ¡Déjeme ver!
Era cierto. O sea que el maldito seguía con vida. De lo contrario, no se lo habrían llevado de la morgue. Era igual que lo ocurrido con el cuerpo de Erzsébet en Sainte-Marie. ¿Cómo hacían nuestros enemigos para morir y seguir reviviendo? ¿No los mataba el fuego? Compartí mis pensamientos con el señor Locke.
—¿Será posible que en realidad sólo mueran si se les secciona la cabeza? —preguntó él.
—Tal vez —dije yo—. Y pensar que me había hecho tantas ilusiones de que ese demonio estuviese ardiendo en los infiernos…
—Tiene que morir en algún momento. Dios no puede permitir que camine sobre la faz de la tierra eternamente —dijo el señor Locke.
—Ojalá tenga razón, Stuart —le dije.
Proseguimos con la lectura del diario.
La policía había suministrado un reporte completo acerca del incendio que estipulaba que las dos jóvenes que habían muerto en la galería subterránea habían sido halladas encadenadas, colgando del techo. Se sospechaba que Johannes Ujvary las tenía encerradas en esas pequeñas celdas donde habría estado torturándolas horas antes del incendio. Según los reportes médicos, habían muerto desangradas antes que el fuego las alcanzara.
Se me aguaron los ojos.
—¡Pobres criaturas! —dijo el señor Locke.
La policía sospechaba que Ujvary era el responsable de una serie de crímenes que habían quedado sin resolver en la ciudad, y se pensaba que debía tener algún cómplice. Habían encontrado un gran baño lleno de sangre y varios implementos de tortura en la galería. Las otras tres mujeres víctimas habían sido halladas desnudas en una habitación cercana a la galería, y se sospechaba que Ujvary las había raptado para hacer con ellas igual que con las otras.
—Me imagino que no tenemos forma de saber si eran ayudantes de los vampyr o si en realidad eran muchachas que hubiesen sido raptadas por nuestros enemigos —dije.
Además de Ujvary, dos hombres más habían perecido a causa de las llamas. La policía tenía la impresión de que estos habían participado en los actos de flagelo cometidos contra las jóvenes encadenadas, pues había uno en cada una de las celdas. Estos dos hombres eran figuras prominentes de la sociedad parisina, y se temía que hubiese otros como ellos implicados en los mencionados actos criminales. París estaba en estado de conmoción.
—¡Este sí que es un escándalo! —dijo el señor Locke.
—Me alegra que la policía esté adelantando investigaciones. De no haber sido por el incendio, nada de esto habría salido a la luz pública —dije.
—No será mucho, pero me da cierto ánimo pensar que esos demonios se sientan perseguidos —dijo el señor Locke.
El diario no decía mucho más, fuera de que nadie se explicaba por qué el cuerpo de Ujvary había desaparecido.
El señor Locke y yo tomamos un coche y nos dirigimos a la taberna donde me había despertado la mañana anterior. Había llevado una gran bolsa de monedas para hacer hablar a la cantinera. Cuando llegamos, la taberna estaba prácticamente vacía. No era una cantina de mala muerte pero tampoco quedaba precisamente en el mejor barrio de la ciudad. Un hombre tomaba vino en la barra y otros dos jugaban a los naipes en una mesa arrinconada.
—Buenos días —dijo una camarera que no era la misma que había visto yo la vez anterior—. ¿Desean una habitación?
Yo sentí que se me subían los colores a la cara.
—¡No! —dijo el señor Locke tan enfáticamente que asustó a la camarera. Luego, suavizando su tono, agregó—: Estamos buscando a una persona. Esperábamos que tal vez alguien pudiese ayudarnos a encontrarla.
La camarera nos dirigió una mirada inexpresiva, así que decidí hablar, enseñándole la bolsa que tenía en la mano:
—Tenemos dinero.
Ella pareció mostrar algo de recelo primero, pero luego miró a su alrededor, como verificando que nadie nos estuviese observando, y dijo:
—Síganme.
Nos llevó a una de las mesas que estaban escondidas en la parte trasera de la taberna, y se sentó en una de las sillas desmadejadamente.
—¿A quién buscan? —preguntó.
—Bueno… en realidad, no estamos seguros —dijo el señor Locke. Ella nos miró extrañada.
—Lo que mi amigo quiere decir es que no conocemos su nombre —dije yo.
—Se trata de un hombre que estuvo aquí hace dos noches —dijo el señor Locke.
—En una de las habitaciones de atrás. La primera del pasillo —dije, señalándosela.
—¡Ah! —dijo ella, sonriendo.
—¿Lo conoce? —le pregunté.
—Eso depende —dijo, clavando los ojos en la bolsa de dinero.
La abrí y saqué varias monedas, poniéndolas sobre la mesa.
—Aún no sé de quién me hablan —dijo ella.
Le di todo el contenido de la bolsa.
—Gracias —dijo ella muy contenta—. Acabo de recordar de quién se trata.
—¿Se está quedando aquí aún? —pregunté.
—No. Se ha marchado esta mañana… Es una lástima. Pese a todos mis esfuerzos, no logré arrancarle ni una mirada. Tal vez si se hubiese quedado más tiempo… —dijo con coquetería.
—¿Sabe cómo se llama? —preguntó el señor Locke.
—Aquí nadie da su nombre —respondió—. Aunque… si hubiera algo más de dinero, quizá podría haber escuchado algo.
Miré al señor Locke. Él se sacó unas monedas más del bolsillo y se las extendió a la mujer.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Lo escuché hablando con otro hombre. Estaba preguntándole si sabía de ataques de hidrofobia en la región. El otro hombre mencionó algunos barrios de la ciudad y no seguí prestando atención a partir de ese momento.
—¿Podría darnos una descripción física? —pidió el señor Locke.
Ella nos miró como si fuésemos un par de locos.
—¿Por favor? —dije suplicante.
—¿Cómo pueden estar buscando a quien jamás han visto? —preguntó ella.
—Ya le dimos todo el dinero que teníamos, señorita —dijo el señor Locke—. Le ruego que sea amable.
—Está bien —dijo ella—. Ustedes parecen ser personas buenas. Les diré lo que sé.
—Muchísimas gracias —dije.
—El caballero se quedó aquí por dos semanas. En todo el tiempo que estuvo, sólo vino a dormir. Se la pasaba todo el día por fuera y no quiso hablar con nadie. La única persona con quien sostuvo una conversación de más de cuatro palabras fue con ese hombre del que les hablo. Es joven y también muy guapo, pero no sabría decirles cuál es su edad. Tiene el cabello oscuro y su tez es muy pálida, y me pareció llamativo que llevara un crucifijo por fuera de las ropas todo el tiempo, así como ustedes. La cruz, que me recordó a la de Juana de Arco, era roja y tenía extremos curvos con forma de flor. No es del tipo de personas que suelen hospedarse aquí: aunque sus ropas eran sencillas, contrastaba con el resto de la clientela. Tenía un aire de… distinción. Eso es. Tampoco le hizo caso a ninguna de las chicas que trabajan aquí, lo que las dejó un poco frustradas. Cualquiera de ellas habría pasado gustosa la noche en su habitación, pero él pasaba de largo al llegar, sin detenerse a mirar a nadie. Me enteré de que trajo a una mujer la penúltima noche de su estadía, pero no la vi. Antoinette dijo estar segura de que no se trataba de una mujerzuela, pero también dijo que la entró envuelta en sábanas por la puerta trasera de la taberna, lo que es muy extraño. Con todo esto de los raptos de mujeres en la ciudad… Me da un no sé qué. No debía tener mucho equipaje, porque no lo vi llegar ni irse con nada que no fuese un pequeño maletín. No tomó ninguna de sus meriendas aquí. Pagó su cuenta y se fue tan calladamente como llegó. Eso sí, dejó una generosa propina.
—El hombre con quien lo vio hablando… ¿es un cliente habitual de este lugar? —preguntó el señor Locke.
—Sí. Viene casi todas las noches a emborracharse. Se llama Pierre Lafonte y es un curandero local. Si vuelven más tarde, es muy probable que lo encuentren bebiendo en la barra —dijo ella.
—¿Recuerda algo más? Cada detalle es importante —dije.
—No. Nada —dijo ella—. Podrían hablar con las otras chicas… Quizá alguna de ellas les dé más información, aunque lo dudo.
—Muchísimas gracias por su ayuda —dijo el señor Locke, levantándose de su silla.
—Ha sido un placer —dijo ella tomando la bolsa de dinero—. No duden en buscarme en el futuro si necesitan algo más.
—Gracias —dije.
Salimos de la taberna y tomamos un coche de vuelta a casa. Ambos estábamos exhaustos y necesitábamos descansar. Cuando llegamos, Carmen ya se había levantado y Mariana se había ido a dormir. Stuart se retiró a su habitación, y yo le entregué el periódico a Carmen para que se enterara de lo ocurrido con Ujvary.
Le conté lo poco que habíamos logrado averiguar acerca de mi salvador, que en realidad era mucho, teniendo en cuenta que la única pista con la que habíamos partido en un principio era la habitación donde yo me había despertado la mañana anterior.
—En pocas palabras, es una suerte que el hombre haya sido una presencia llamativa en el lugar —dijo Carmen.
—Lo es —dije—. Pienso volver en la noche para ver si ese tal Pierre Lafonte nos cuenta algo más.
—Y sería bueno también hablar con la otra camarera… —dijo Carmen—. La que te hizo aquel comentario cuando salías del lugar. Algo me hace pensar que quizá nos sea de ayuda.
Me acosté a dormir y me levanté a las cinco de la tarde. Comí algo en compañía de todos en la cocina y luego subí a la habitación de Giovanni. Lynn le había hecho un peinado extrañísimo y se veía supremamente gracioso.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté.
—Mejor que ayer —dijo.
—En realidad también te ves mejor. Tienes más color en el rostro —dije.
—He estado pensando —dijo—, y creo que tengo una idea de qué buscaban conseguir Anna y Erzsébet a través de mí.
—Soy toda oídos —dije, y me senté en una poltrona al lado de la cama.
—Yo soy el único heredero de mi tío Lorenzo. Si él muriese, todos sus bienes quedarían a mi nombre. Y si yo muriese… es decir, si yo me hubiera casado con Anna y después hubiera muerto… ella lo habría heredado todo.
—¿Qué puede tener tu tío Lorenzo que ellas quieran? —le pregunté.
—No sé, pero estoy súbitamente muy preocupado por él —dijo, y tragó en seco—. Si ya trataron de matarme a mí, quiere decir que se dieron cuenta de que no tienen nada que perder. Tal vez por eso Erzsébet estaba en el ático de mi casa. Debía estar buscando una forma de adueñarse de aquello que tanto desean.
—Eso es aterrador —le dije—. Mencionaste que tu tío Lorenzo vive en Florencia, ¿no es así?
Él asintió y dijo:
—Debo ir a verlo lo antes posible. No puedo confiar en que mis cartas le lleguen.
—Ay, Dios mío, Giovanni… sabes que ir hasta allá es muy arriesgado. ¿No habrá alguna forma segura de hacerle llegar las cartas? ¿Tal vez enviárselas adonde algún vecino?
—No. No estaría tranquilo. Iré a Florencia en cuanto tenga las fuerzas para levantarme de esta cama —dijo, y sonriendo, agregó—: Martina… quiero solicitar tu bendición para algo.
—¿Qué cosa? —pregunté.
—Deseo casarme con Carmen hoy mismo si Dios me lo permite —dijo.
Yo quedé muda por unos segundos y al fin dije, tragando en seco:
—¿Hoy?
Giovanni rio un poco, y pude ver que le dolía.
—No era mi intención asustarte —dijo.
—No, si no me asusta en lo absoluto. ¡Me hace feliz! Es sólo que me has sorprendido… ¡Pero claro está que tienes mi bendición! Me acerqué a él y le di un abrazo.
—Gracias, Martina. De veras te agradezco que me aceptes como esposo de Carmen. Sé que eres como una hermana para ella.
—Yo te agradezco que la ames tanto.
—Ella es toda mi alegría —dijo sonriendo.
—Sólo hallo un inconveniente, Giovanni… —dije, y lo vi palidecer pero agregué de inmediato—: Creo que deberías modificar tu peinado.
Él se tocó el pelo con la mano y preguntó:
—¿Qué diablos…?
—Lynn —dije, riendo.
—Ah —dijo él, riendo a su vez—. En ese caso… creo que lo conservaré.
Esa noche Carmen y Giovanni se casaron en una veloz ceremonia que realizó el mismo cura que había ido a darle la comunión a Giovanni. Nuestro amigo había podido sentarse en una silla para la boda, y Carmen había ocupado una a su lado. Nunca imaginé que en realidad fuesen a llevarlo a cabo ese mismo día, pero mi amiga se había mostrado complacida con la idea.
—Sólo necesito que vosotros estéis presentes en la ceremonia —nos dijo a Stuart, a Mariana, a Lynn y a mí—. Habría deseado que el padre Anastasio bendijera nuestra unión… Pero después del susto que he pasado pensando en que Giovanni habría podido morir a causa de Erzsébet… no quiero perder más tiempo.
Después de eso el señor Locke abrió una botella del mejor de sus vinos y cenamos todos juntos, brindando por la felicidad de los novios. Finalmente el señor Locke y yo decidimos no ir a la taberna de nuevo. Queríamos celebrar con nuestros amigos.
—Imagino que iréis a ver a los padres de Carmen en cuanto Giovanni esté bien —les dijo Mariana a los recién casados.
—Sí —dijo Giovanni—. Pero antes deseo viajar a Florencia. Necesito asegurarme de que mi tío Lorenzo esté a salvo.
—¿Vendrás con nosotros, Martina? —preguntó Carmen.
—No sabéis cuánto me encantaría interrumpir vuestro viaje de bodas, pero debo ir a Pest a darle una vuelta al palacete de mi tía Verónika lo antes posible… Y después debo hacer un recorrido por las demás propiedades.
—¿Cómo haremos para mantener el contacto? —preguntó Carmen.
—Tendremos que poner las cartas directamente en el correo y escribirnos a una dirección que no sea la de nuestro domicilio. ¡Ah! Y de paso, deberíamos adoptar nombres ficticios —dije.
—Es lo mejor que podemos hacer —dijo Carmen.
‡ ‡ ‡
Al día siguiente, de mañana, volví a la taberna con el señor Locke. No nos había parecido prudente volver a salir de la casa durante la noche, y menos a esos lugares. Nuestros enemigos podían estar acechándonos. En esa ocasión llevé una suma de dinero aún mayor que la anterior. Al llegar, no sólo encontramos a la chica que me había visto salir de la habitación de mi protector, sino que ella vino corriendo hacia nosotros.
—Señorita Székely, ¿verdad? —dijo ella entusiasmada.
¿Cómo sabía mi nombre?
—Sí… soy yo —dije asombrada—. ¿Cómo lo supo?
—Es el nombre que está escrito en el sobre que me dejó él para usted —respondió ella.
—¿Sobre? —pregunté, incrédula.
—Ahora mismo se lo busco —dijo ella—. Espéreme aquí.
Miré al señor Locke y él abrió mucho los ojos, encogiéndose de hombros:
—¡Parece que estamos de suerte! —dijo.
Me alisté para entregarle la bolsa de dinero a la camarera cuando volviera.
—¡Aquí está! —dijo ella, entregándome un sobre con el familiar sello. Le extendí el dinero, y ella no lo recibió.
—No es necesario —dijo—. El señor Almos ya me dio suficiente dinero como para que pueda retirarme de aquí sólo para asegurarse de que le entregara yo este sobre a usted personalmente. He quedado muy agradecida con él. Además, me pidió especialmente que no recibiese dinero de parte suya… Se enteró de todo lo que le dieron ayer a Monique.
—¿El… señor Almos? —balbucí.
—¡Ay! ¡Pero qué indiscreta soy! —dijo sonrojándose.
—¿Por qué no puede saberse su nombre? —preguntó el señor Locke.
—No es que no pueda saberse. Es que él nunca me lo dijo. Lo vi firmando una carta una mañana en que estaba limpiando su habitación… Él escribía en la mesita y yo no pude evitar mirar de reojo. No se lo digan, por favor —respondió bajando la mirada.
—Descuide —dije yo—. Jamás lo sabrá. ¿Vio usted algo más?
—Nada. Sólo quería saber cómo se llamaba. Tenía curiosidad; es un hombre tan diferente… Ustedes me comprenderán —dijo.
—Perfectamente —respondí.
—¿Así que se llama Almos? —preguntó el señor Locke.
—Creo que ese es su nombre de familia… —dijo ella—, porque firmó la carta A. Almos.
—Queremos saberlo todo acerca de él —dije—. Por favor, acepte el dinero y cuéntenos todo lo que haya visto o escuchado.
—Entre lo que les dijo Monique ayer y lo que yo les he dicho hoy, ya han conseguido toda la información que teníamos. El señor Almos supo que Monique les había contado acerca de su conversación con Pierre Lafonte, y le dejó dicho a usted que en la carta encontraría todo lo que necesita saber sin ponerse en peligro. Me pidió que le dijera que no se exponga usted innecesariamente viniendo a hablar con Lafonte en la noche… Y tiene razón, el ambiente se pone un poco fuerte en esta taberna al ponerse el sol.
—¿Cómo supo él que vendríamos? —le pregunté.
—Pasó por aquí ayer en la noche a ver a Lafonte y Monique le contó que una señorita le había dado mucho dinero por cualquier información acerca de él. Al principio se mostró muy asustado, según Monique, pero luego ella le contó que ustedes llevaban crucifijos por fuera de la ropa, como él, y pareció tranquilizarse. Es más, Monique dijo que se echó a reír. Luego ella le dejó saber que ustedes tenían planeado regresar para hablar con Lafonte, y entonces él se sentó a escribir en la mesa de la esquina y me entregó la carta… Y ya conocen el resto de la historia —dijo ella.
—Bien… Creo entonces que podemos partir —le dije al señor Locke. Estaba impaciente por leer la carta.
—Estoy de acuerdo —dijo él—. Gracias señorita.
—De nada —dijo ella—. Agradézcaselo al señor Almos… pero no le diga que fui yo quien les contó cómo se llamaba.
Dicho esto, el señor Locke y yo fuimos al correo a despachar la carta que Carmen le había escrito al padre Anastasio. Había adjuntado una mía contándole acerca de la boda de Carmen y prometiéndole que iría a verlo en cuanto pudiese. También le pregunté de qué estaba hecho el Simillimum, aunque pensé que lo más probable sería que no me lo quisiera contar por carta sino en persona.
Volvimos a casa de los Locke y yo me apresuré a abrir el sobre que me había entregado la camarera en cuanto cruzamos el umbral de la puerta.
—¡Ahora comprendo por qué dejó la carta con esa chica! —exclamé—. ¡El papel está en blanco!
Los demás me miraron asombrados.
—¿De veras? —preguntó el señor Locke.
—¡De veras! —dije—. ¡No sé a qué juega este hombre conmigo!
Les di la carta para que pudiesen observarla.
—Ya decía yo que habíamos tenido demasiada suerte —concluí, decepcionada.
—No lo comprendo… —dijo Carmen, después de escuchar toda la historia de la taberna—. ¿Por qué pagarle a alguien para que te entregue una carta en blanco?
—¿Para qué fingir que escribe? ¿Para qué meter el papel en un sobre si no ha escrito nada en él? ¡El hombre es un lunático! —dijo Giovanni.
Me quedé pensando unos segundos.
—Tal vez no lo sea… —dije—. Quizá sólo esté evitando que alguien más pueda leerla.
—¿A qué te refieres? —preguntó Carmen.
—A esto —dije, y acto seguido me dirigí a la mesa. Tomé la caja de cerillos y encendí una vela.
—¿Vas a quemar la carta? —preguntó Giovanni.
—No. Al menos no aún —dije.
Tomé la carta y la acerqué a la llama con cuidado. Las letras comenzaron a aparecer hasta que todo el papel se llenó con ellas. Se los ensené a mis amigos, quienes observaban boquiabiertos.
—¿Cómo supiste…? —preguntó Mariana.
—La escribió con jugo de limón —contesté, satisfecha—. Sólo puede verse si se calienta.
—¡Qué idea más maravillosa! ¡Ese hombre es un genio! —dijo Giovanni riendo.
—Ahora veo por qué se la entregó a la camarera… —dijo el señor Locke—. ¡Yo a esa mujer no le habría confiado el cuidado de un tornillo!
Me lancé sobre el sofá a leer la carta de Almos. El corazón me latía con fuerza.
Estimada señorita Székely:
Confío en que habrá sido usted lo suficientemente ingeniosa como para descubrir la forma en que esta carta fue escrita. Si no estoy equivocado, entonces está leyéndola en este preciso instante.
Supe que regresó a la taberna a preguntar por mí… No puedo culparla. En realidad, yo habría hecho igual, aunque no puedo negarle que me ha hecho mucha gracia el asunto. No creo ser tan interesante como para que pague usted tanto dinero por conocer tan escasos detalles acerca de mí. Bueno, al menos ha hecho rica a una camarera, y todo gracias a mí. Siento que ya he realizado una buena acción en el día de hoy. Imagino que se habrá enterado de lo que ocurrió en el castillo de Salles después que la saqué de allí, y que también habrá podido deducir, por lo que dicen los diarios, que Ujvary está vivo y ha logrado escapar.
Le contestaré la pregunta que se está haciendo en estos momentos. La respuesta es: sí. Fui yo quien causó el incendio. Ocurrió cuando ataqué a Ujvary por la espalda justo antes que pudiese dañarla. Le clavé algo que lo prendió en llamas: un alfiler bañado en sangre de Cristo. Aun así, él y sus cómplices son inmortales. Sólo hay una forma de matarlos, pero es tan complicada que no vale la pena que tan siquiera trate de explicársela… No crea que cortándoles la cabeza se deshará de ellos. La consolaré contándole que las víctimas del incendio sí eran vampyr, y sí perecieron… Todas, a excepción de aquellas jóvenes que ya habían muerto antes que llegase yo. Sólo Ujvary, Darvulia y el vampyr de Sainte-Marie son inmortales. Ahora los tres han partido de París y debo ir tras ellos.
¿Por qué me molesto en hacerlo (se preguntará usted) si son, de verdad, inmortales? Eso, mi estimada señorita, es un asunto privado. El motivo por el que hablaba con Lafonte era averiguar si había hallado reportes de casos con peste de rabia en la ciudad. Esa es una de las formas en que puedo rastreara los vampyr. No vaya a volver a esa sucia taberna a hablar con Lafonte. No sabe absolutamente nada de mí ni del enemigo. Creo que, por el momento, estará usted relativamente a salvo siempre y cuando no haga cosas descabelladas como asistir a la fiesta de un vampyr. Le habrá resultado extraño que haya dejado esta carta con la camarera más chismosa de la taberna, aun si las páginas estaban en blanco. La explicación de un acto tan descabellado es la más sencilla de todas: ¿a quién se le ocurriría hacer algo así? ¡A nadie! Por lo tanto, un vampyr jamás pensaría que Antoinette pudiera tener una de mis cartas. Le recomiendo que emplee este sencillo truco en el futuro para que su correspondencia no sea interceptada. El vampyr de Sainte-Marie le tiene una aversión especial a usted, y no está de más que se cuide en todo. Por cierto: hace tiempo descubrí que los vampyr andaban detrás de una propiedad de la familia del señor Rossi. Dígale a su amigo que Lorenzo Rossi no estará en peligro una vez el enemigo descubra que yo mismo robé lo que ellos deseaban sacar de la propiedad. De todas formas, Lorenzo Rossi sabe cuidarse muy bien de los vampyr y es mejor que su amigo no trate de jugar al héroe.
Por último, sé que la camarera me vio firmando una nota, y no puedo menos que estar seguro de que le habrá contado a usted cuál es mi nombre. Por lo tanto, no hay ya nada que me impida estamparlo en esta carta como es debido. Si no lo había hecho antes, era por evitar ponerla en un peligro aún mayor. Pensará que no he querido mostrarle mi rostro… Se equivoca.
Ruegue a Dios para que pueda yo alcanzar mi propósito. Sé que Él la escuchará.
Suyo,
A. ALMOS.
—¿Y bien? —exclamó Carmen.
—¡Déjanos leerla, Martina! —suplicó Giovanni.
Por mi expresión, debieron adivinar que esta sí era una carta muy informativa.
—¡Queremos verla! —gritó el señor Locke.
No podía tenerlos en vilo más tiempo. Les pasé la carta y salí al jardín a recibir los tibios rayos del sol. Me sentía feliz. Mi protector me había dejado una nueva carta. Ahora me embargaba un sentimiento nuevo. Era diferente, pero bueno. Me senté en una de las bancas del jardín y miré hacia el cielo por entre las ramas de los árboles, envuelta en una especie de ensoñación.
Conocía el nombre de familia de mi protector, pero ¿cómo se llamaría? «A.» podía ser cualquier nombre. ¿Arnulfo? No. Era inconcebible que un hombre tan maravilloso pudiera llamarse Arnulfo. ¿Alfonso? Demasiado serio. ¿Armando? Pretencioso. ¿Abel? Era muy improbable que tuviera un nombre bíblico con ese nombre de familia. ¿Alfredo? Demasiado… inglés. ¿Antonio? ¿Tendría nombre de santo? ¡Imposible que su nombre fuese Aristóteles! Me rendí. Su nombre sería simplemente A. Almos hasta que lo supiera de verdad. Porque iba a saberlo, de eso estaba segura.
—A. Almos… —me dije, y suspiré.
Entonces comprendí cuál era el sentimiento que me dominaba. Lo amaba. Me había salvado la vida en dos ocasiones. Era gracioso y único. Me enviaba notas secretas. Era valiente y misterioso… y nunca había visto su rostro. ¿Cómo podía no amarlo?
De repente me puse muy nerviosa. Sabía que corría un inmenso peligro persiguiendo al enemigo… ¿dónde estaría? Quería verlo aun cuando fuese de lejos, asegurarme de que estuviera bien. Le pedí a Dios que lo protegiera pero esto no me tranquilizó. ¿Cómo sabría, siquiera, que estaba con vida? En ese momento Carmen me sobresaltó.
—¡Martina! ¿Te encuentras bien? —me preguntó.
—¿Y si algo le ocurriera, Carmen? ¿Qué sería de mí?
Mi amiga se quedó viéndome unos segundos, primero con cara de asombro y luego entrecerrando los ojos.
—¡Lo amas! —exclamó, al fin.
Yo sentí que me ruborizaba intensamente.
—¡Lo sabía! —dijo, riendo.
—¿Es gracioso? —le pregunté—. ¡A mí no me lo parece en lo absoluto! Además… ¡ni siquiera lo conozco!
—Es precisamente por eso que es tan gracioso —dijo Carmen, sin dejar de reír—. Ay, Martina, ¡esto es fantástico!
—¿Fantástico? ¿Cómo puede ser fantástico?
—Porque ese hombre es magnífico: es fuerte, valiente, inteligente, apuesto… Además, ¡estoy segura de que él también está enamorado de ti! —exclamó mi amiga.
—¿De veras lo crees? —le pregunté, tratando de ocultar la fuerte emoción que sentía.
—¿Es que lo dudas? ¿Por qué otro motivo se tomaría el trabajo de rescatarte de las situaciones más peligrosas? Y, más aún: ¿para qué dejarte cartas sin haberte conocido jamás? ¡Casi se diría que lo hace a propósito para que te enamores de él! Mi querida amiga, no tienes por qué avergonzarte de tus sentimientos. Yo te comprendo perfectamente: ¡no sabes nada de él! ¿Cómo podrías no amarlo? —preguntó Carmen.
—¡Exactamente eso había pensado hace unos minutos! —dije sonriendo.
—Martina, tienes un enamorado secreto… ¡Nada puede ser más romántico que esto!
—¡No les digas nada a los demás, por favor! —le supliqué.
—Tienes mi palabra de honor —dijo ella, poniéndose la mano en el corazón.
—¡Gracias, Carmen! —dije, y abracé a mi amiga rápidamente para volver a entrar a la casa. Quería volver a leer la carta de Almos de inmediato.
Subí a la habitación y me acosté sobré la cama a releer la nota. ¿Cómo era que conocía Almos a Lorenzo Rossi? Era sorprendente, además, que supiese que Giovanni era nuestro amigo. Debía estar todo el tiempo sobre la pista de los vampyr para haberse enterado de que andábamos en compañía de Giovanni. Me era muy difícil creer que mi protector estuviese enamorado de mí… En realidad, estaba segura de que su único interés para conmigo era impedir que alguien más fuese atacado por el enemigo. Decía en su carta que no estaba evitando mostrarme su rostro… de ser ciertas sus palabras, nos habríamos conocido largo tiempo atrás. Bueno, quizá se le había ocurrido que si salía de su escondite en Sainte-Marie sus planes podrían haberse ido al traste. Tal vez, incluso, estos se habían visto entorpecidos al haberse puesto Almos en evidencia ante Erzsébet Strossner salvándome de ella en las escaleras del internado. Recordé la maldición que Erzsébet había proferido cuando él la tocó con mi crucifijo en la frente. Era muy posible que ella supiera quién era él. Quizá llevaba mucho tiempo tratando de matarlo y no lo había logrado. ¿Qué hacía él en Sainte-Marie, si Erzsébet era inmortal? Me dije que muy probablemente se dedicaba a perseguirla con la esperanza de evitar que hiciese más daño. Cuan interesante me pareció el hecho de que la sangre de Cristo hiciese que los vampyr estallaran en llamas… ¡Lástima que Ujvary no hubiese muerto! Esperaba que al menos hubiese experimentado dolores infernales cuando se estaba quemando. Deseé que Almos me hubiese contado en su carta cómo se les podía dar muerte a esos tres demonios de Ujvary, Anna Darvulia y Erzsébet Strossner, aun cuando fuera para saciar mi curiosidad… ¿Por qué eran ellos tres inmortales y los demás vampyr no? Quizás habían hecho algún pacto con el diablo. Eso habría explicado que Erzsébet tuviese esa Biblia negra en el cofre de su cuarto. Se me ocurrió que, si Erzsébet había sido tan mala cuando era un ser humano, podía haberse convertido en vampyr por voluntad propia. Ujvary era, sin duda alguna, su cómplice aun en aquellos tiempos y, presumiblemente, Darvulia también lo había sido. Qué personajes más espeluznantes eran. Por más que trataba, no podía borrar de mi mente las cosas que había visto y oído en esa galería de torturas. ¿Estarían haciendo lo mismo en estos momentos? Era desconsolador aceptar que, aun si la policía estaba investigando los crímenes del palacio de Salles, todos dieran por muerto a Ujvary. ¿Qué ocurriría si los encontraban algún día? ¡Nada! Sólo pasarían por muertos para levantarse de sus tumbas una y otra vez.
Almos tenía razón: Erzsébet me tenía una aversión especial. ¿Por qué diablos me había ganado la enemistad de ese vampyr? ¡Y no era cualquier vampyr, era uno inmortal! Jamás podría sentirme a salvo de nuevo. Nunca me había detenido a pensar en mi porvenir con seriedad, pero en aquella ocasión sentí aún menos deseos de hacerlo: el futuro se veía gris e incierto, y siempre acompañado por la sombra de Erzsébet Strossner. Concluí que, si quería volver a ver a Almos o saber algo más acerca de él, debía hablar con Lorenzo Rossi… pero eso sería después. Por el momento, iba a hacerle caso a mi protector y tratar de llevar una vida normal. Tal vez, si lo hacía por un tiempo prolongado, podría llegar a creérmelo… y quizás Almos me enseñaría su rostro.