LA FIESTA

El castillo de Salles quedaba bastante lejos; aun así, descubrimos al llegar que había gran cantidad de coches afuera. El camino de entrada a la propiedad había sido marcado con antorchas y varios comensales avanzaban hacia la fiesta. Las enormes puertas de hierro estaban abiertas, dando paso a unos extensísimos jardines que conducían a la casa, quedando esta última oculta a la vista detrás de un pequeño bosque.

—Johannes Ujvary debe ser en verdad muy rico para haber adquirido este lugar —dijo Carmen, mirando a su alrededor.

Conforme íbamos acercándonos, veíamos más y más invitados vistiendo sus mejores galas.

—Y al parecer también ha convidado a todo París a su fiesta —le dije a Carmen.

Atravesamos el bosque pasando por un amplio sendero que también estaba iluminado por antorchas en compañía de otras varias personas que comentaban la belleza del lugar. Había plantas de diversas especies y un riachuelo surcado por un bonito puente de piedra. Le había puesto una cadena más corta a mi crucifijo para que estuviese más cerca de mi cuello. Era la única joya que llevaba puesta. Las otras mujeres, en contraste, se habían puesto sus más finas joyas: los diamantes resplandecían donde quiera que mis ojos se posaran. Los caballeros lucían igualmente elegantes… Ujvary no se había molestado en invitar a nadie que no estuviese bien acomodado, a juzgar por las apariencias.

Al fin llegamos a un área despejada desde donde se podía apreciar la propiedad: unas amplias escaleras de mármol ascendían hasta la puerta del castillo, que debía tener más de treinta habitaciones. Las puertas y ventanas eran delgadas y alargadas y los muros eran de piedra clara. Dos empleados vestidos de seda se encargaban de recibir a los recién llegados y otros varios caminaban de un lado al otro con bandejas de plata, ofreciendo una copa a quien llegara. Subimos las escaleras y llegamos a la puerta de entrada. Los dos empleados tenían el pelo largo y atado con palillos chinos en la parte posterior de la cabeza.

—Bienvenidas al castillo de Salles, casa de Johannes Ujvary —dijo uno de ellos—. ¿Gustan las señoras algo de beber?

—No por el momento, gracias —dije.

—Les informo que esta es una fiesta de máscaras —dijo el otro empleado—. Aniko las conducirá al lugar en donde podrán escoger las suyas. Esperamos que pasen una maravillosa velada.

Dicho esto, una joven de ojos rasgados salió de la nada y nos hizo una profunda reverencia. Estaba vestida con un magnífico traje de dos piezas brocado con flores y dragones de hilo dorado. Sin decir una palabra, nos hizo señas de que la siguiéramos. ¡Una mascarada! No podía creer la buena suerte que estábamos teniendo. De todas las fiestas en las que pudiésemos habernos infiltrado, justo nos había salido una en la que íbamos a poder tener el rostro cubierto. La seguimos a una habitación abierta donde varías mujeres se ensayaban diferentes máscaras. Cuando me di la vuelta, la joven había desaparecido.

—Estoy algo nerviosa —dijo Carmen.

—Yo también, aunque… poder llevar una máscara me hace sentir algo más tranquila. Así nadie nos reconocerá —dije.

—Escojamos nuestras máscaras y adentrémonos en la fiesta —le dije.

—Hagámoslo —dijo Carmen.

Había tres mesas repletas de hermosas máscaras de diversos colores, cada una elaborada con los más delicados detalles. Me probé más de una decena de máscaras y al final me decidí por una de color plata que tenía aplicaciones negras y naranja alrededor de los ojos, y una mariposa roja, naranja y dorada en la mejilla derecha. Carmen eligió una máscara blanca nacarada, con aderezos de pequeñas perlas arregladas en forma de flores tropicales.

Satisfechas, seguimos a las invitadas que salían de la habitación para unirse al resto de la fiesta. Palpé con disimulo el cuchillo y la botella que estaban en el saquito que llevaba bajo el brazo. Al menos teníamos un par de armas de defensa. Me alegré de haber llevado un chai, pues la casa del señor Ujvary era un poco fría, y me alegré aún más de ello cuando otros dos empleados nos escoltaron a nosotras y al pequeño grupo de gente que seguíamos hasta un inmenso patio interior. Debía haber alrededor de cuatrocientas personas allí. Dudaba de que alguien fuese a reconocernos, pero sería también difícil reconocer a Giovanni entre tantos hombres enmascarados.

Definitivamente, era una gran fiesta. Había fuegos artificiales adornando el negro cielo sobre nuestras cabezas, y un grupo de malabaristas enfundados en quimonos de colores brillantes realizaban complicadas acrobacias en el centro del patio. Uno de ellos sostenía un aro de fuego mientras los demás lo atravesaban con prodigiosa flexibilidad en una especie de danza que yo jamás hubiese imaginado que existiera. Varios músicos con las caras pintadas de blanco y peinados a la manera oriental tocaban bombos y otros instrumentos que yo no había visto ni oído antes.

—¡Esto es increíble! —susurró Carmen.

—¿Estás segura de que aún estamos en París? —le pregunté.

—Lo que más me intriga de todo esto es saber cuál es la ocasión de semejante despliegue de magnificencia —dijo Carmen—. Esta fiesta será comentada por mucho tiempo.

De repente, los tambores redoblaron con mayor velocidad. La gente se formó alrededor de los acróbatas que hacían piruetas y saltos cada vez más complicados sobre una plataforma. La intensidad del ritmo y la fuerza de los golpes ascendieron hasta llegar a un punto límite y, en ese momento, todo sonido quedó suspendido. Un hombre alto y huesudo subió a la plataforma y miró a su alrededor pausadamente a través de la máscara blanca que cubría su rostro. Llevaba un sombrero negro de copa alta bordeado por una cinta púrpura y un traje de terciopelo de igual color. La multitud esperó en silencio a que el hombre dijese algo, pero este no daba la impresión de tener prisa. Tenía un aire imponente, parecía dominar la voluntad del público que lo observaba. Finalmente, el hombre habló:

—Yo soy Johannes Ujvary. Bienvenidos a mi hogar. Su voz era penetrante y oscura. Sentí que un escalofrío me bajaba por la espalda con cada sílaba que pronunciaba.

—Muchos de ustedes se estarán preguntando cuál es el motivo de esta celebración —continuó—. Les sorprenderá descubrir que no hay ningún motivo. Simplemente, quise tenerlos a todos aquí esta noche. Como pueden ver… lo he logrado. —Johannes Ujvary dejó escapar una risa seca que me puso los pelos de punta, y prosiguió—: Les pido que disfruten de mi fiesta. Después de todo… ustedes son la ocasión.

Me pareció que miraba en mi dirección, pero no estaba segura. Sin decir más, descendió de la plataforma y la gente aplaudió. Los tambores volvieron a sonar y el anfitrión desapareció entre los invitados. Entonces varios personajes con disfraces de samurai se convirtieron en el centro de atención. Se balanceaban sobre altísimos zancos con movimientos impecables y cargaban sables en los cintos de sus quimonos de seda. Todos tenían el rostro pintado de blanco y los labios rojos. Fijé la vista en el que parecía ser el líder y sentí que todo me daba vueltas. En un momento dado, creí que el hombre hablaba, o más bien, que me hablaba a mí en especial:

«Pero a vosotros, los que no sois bienvenidos a este banquete, os cobraremos la entrada cuatro veces cuatro… Y tú, ¿eres bienvenida?».

Cerré los ojos y volví a abrirlos. El hombre seguía repitiendo lo mismo. Me hablaba a mí, directamente. Sentí que las rodillas me temblaban pero no podía apartar los ojos de él. Un grueso chorro de sangre comenzó a deslizarse por su barbilla al tiempo que él seguía diciendo las mismas palabras una y otra vez. Traté de apoyarme en el brazo de Carmen y mi mano sólo se encontró con el vacío: Carmen había desaparecido. Mi amiga no estaba por ningún lado. Busqué en vano su vestido blanco entre la multitud, pero había demasiadas personas a mi alrededor y estaba tan mareada que confundía los colores de las máscaras y los vestidos. Estaba segura de no haber bebido nada, ¿por qué me sentía así? El pánico me impulsó a salir corriendo a través del patio; corrí y corrí tropezándome con todo entre trajes orientales, sombreros, máscaras y malabaristas hasta que ya no pude más, y me apoyé en una columna. Cuando reuní el valor de mirar atrás, descubrí no sólo que me había alejado de la multitud sino que, en mi aturdimiento, había perdido el camino de regreso. No se escuchaba el rumor de las conversaciones de la fiesta ni el sonido de un tambor. ¿Dónde me había metido?

Estaba parada en un oscuro corredor al que le seguían y precedían muchos corredores más, igualmente oscuros. ¿Dónde estaba mi amiga? ¿Por qué se había ido de mi lado? ¿Le habría ocurrido lo mismo que a mí?

—¡Carmen! ¡Carmen! ¿Me oyes? —grité.

No hubo ninguna respuesta. Me dije que tal vez había sido un error haber gritado. Caminé rápidamente hacia el corredor de la derecha en busca de una salida pero no encontré ninguna. La imagen del hombre sobre los zancos botando sangre por la boca me perseguía, ¿habría sido real?

Estaba caminando en círculos y no hallaba la forma de regresar. Estaba tan aterrorizada y me sentía tan vulnerable que decidí entrar a una de las habitaciones. Tal vez, si podía mirar hacia fuera por alguna ventana, podría orientarme. Me acerqué a una de las puertas y ensayé la cerradura: estaba abierta. Al entrar, me di cuenta de que no era una habitación sino una pequeña estancia que conducía a unas escaleras. ¿Qué hacer? ¿Salir de allí o esperar? Estaba sudando frío. La estancia no tenía ventanas que dejaran pasar algo de luz y lo único que veía era el comienzo de las escaleras. Me dije que sería mucho mejor salir. Cuando di un paso hacia la puerta, escuché unos ruidos en el corredor. Temblando, me pegué a la pared y agucé el oído. Eran unas voces que venían hacia donde yo estaba. Me quedé muy quieta, rezando para que no fuesen a entrar precisamente a la estancia donde me estaba escondiendo. No pude distinguir lo que decían, pero me pareció reconocer la voz del señor Ujvary entre las otras. Me paralicé del terror. Conforme se acercaban, creí escuchar los gemidos de alguien.

Lentamente, metí mi mano en el saquito y extraje el cuchillo. Para mi sorpresa, las voces pasaron de largo sin detenerse frente a la puerta. Entonces tuve un pensamiento fatal: ¿tendrían a Carmen? No sabía qué hacer. Si en efecto la tenían, les perdería el rastro quedándome allí. Si salía, podían descubrirme y entonces sí que estaríamos en graves problemas. A pesar del miedo que me embargaba, no podía darme el lujo de permitir que algo malo fuese a pasarle a mi amiga. Abrí la puerta apenas un par de centímetros y asomé un ojo por la ranura. Dos hombres arrastraban a la fuerza a una persona que no pude distinguir por la oscuridad del corredor. Detrás de ellos creí reconocer la huesuda figura de Ujvary coronada por el alto sombrero de copa.

—¡Cúbranle bien la boca, imbéciles! —dijo este último.

¿A quién llevarían allí? Salí de mi escondite cuando ya habían doblado por la esquina del corredor y los seguí a la mayor distancia posible, tratando de no hacer ningún ruido que delatase mi presencia. Llevaba el cuchillo empuñado en la mano derecha pero sabía muy bien que no era ninguna garantía de seguridad. Los gemidos de la persona que tenían en su poder se hicieron más claros: era una mujer. Los vi entrar a una de las habitaciones y cerrar la puerta. Me metí en un recoveco que había en la pared cerca de la habitación y esperé, temblando. Antes que pudiese moverme, los dos hombres salieron de la habitación y escuché la voz de Ujvary gritándoles:

—¡Tráiganme a la otra en cuanto la encuentren!

Sentí que mi corazón dejaba de latir. Carmen debía estar allí adentro en las garras de Ujvary y yo debía ser la otra persona a la que buscaban. Los hombres pasaron delante de mí sin notar mi presencia y siguieron de largo, perdiéndose entre las sombras del corredor. Entonces escuché unos gritos provenientes del interior del cuarto:

—¡Suélteme, maldito! ¡Suélteme! ¡Auxilio! ¡Alguien, ayúdeme! Me pareció que era la voz de Carmen. Tenía que entrar allí y salvar a mi amiga, no había otra alternativa. Me dirigí hacia la puerta sin perder tiempo. Como los hombres la habían dejado entreabierta, le di un fuerte puntapié para sorprender a Ujvary. Antes de ver nada unos brazos me agarraron por detrás y me empujaron dentro de la habitación, cerrando la puerta con llave tras nosotros. Me encontré cara a cara con Erzsébet Strossner.

—Martina Székely —dijo ella—. No sabes cuánto me place verte de nuevo… y en estas circunstancias. ¡Te dije que funcionaría, Johannes! Ujvary estaba de pie detrás de ella, aún con la máscara puesta.

Miré a mi alrededor. Carmen no estaba por ningún lado.

——Gracias por acudir a mi rescate, Martina. Eres mi heroína —dijo Erzsébet con una risita.

Comprendí que habían sido sus gritos los que había escuchado y no los de mi amiga. Todo había sido una trampa. Los hombres de Ujvary me quitaron el cuchillo: eran ellos quienes me habían apresado y obligado a entrar en la habitación.

—Creo que quiero darme un baño, Johannes —dijo Erzsébet.

—Me parece una idea fantástica, querida. Tráiganla al… cuarto de baño —dijo Ujvary.

Uno de los hombres me quitó la máscara y me puso una mordaza mientras el otro me levantaba. Le lancé varios golpes pero no podía con él; era demasiado fuerte. Erzsébet y Ujvary caminaron delante de nosotros mientras los dos hombres me llevaban a la fuerza con ellos. Salimos de la habitación y me arrastraron tres pisos arriba entre pasadizos lúgubres y estatuas macabras.

—¿Qué te parece nuestra nueva casa, Martina? Está mejor que la que estabas espiando esta tarde, ¿no? —preguntó Erzsébet y, dirigiéndose a Ujvary, murmuró—: Fue una gran idea enviar el recordatorio de la fiesta a casa del joven Rossi esta tarde, Johannes… Martina llegó a París como enviada por nuestro señor Lucifer y no teníamos por qué esperar más. Esta noche es especial.

Quería gritarle que la odiaba y que iba a pudrirse en el infierno, pero a duras penas si lograba emitir unos ruidos indistintos. Seguí forcejeando con los hombres, tratando de zafarme, pero era inútil: las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.

—¿Qué pasa, querida? ¿Te comieron la lengua los ratones? —preguntó Erzsébet.

Ujvary rio con sorna y, tomándola por la cintura, dijo:

—Esta va a ser mejor que las demás.

Ya sabía lo que querían hacerme. Lo había visto en las láminas del libro. Entramos en una inmensa habitación de la que apenas pude distinguir los contornos y, después de atravesarla, descendimos por una gradería estrecha. Yo seguía llorando y sacudiéndome mientras me empujaban escaleras abajo.

—Dile a tu amiguita que no se impaciente demasiado —le dijo Ujvary a Erzsébet—. Esto va a durar muchas horas…

Erzsébet volteó la cabeza y me clavó sus ojos color granate, al tiempo que sacudía su melena.

—Ya lo oíste, Martina. No trates de apresurarnos. A nosotros nos gusta tomar largos baños antes de cenar… a veces, incluso, mientras cenamos —dijo, y soltó una risotada enseñando las puntas de sus colmillos.

Conforme íbamos descendiendo, mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad. Las paredes estaban húmedas. Por fin llegamos a la parte baja de las gradas y Ujvary abrió una pesada puerta de hierro. Habíamos entrado a una galería subterránea de piedra blanca pulida, iluminada por pequeñas velas que se derretían sobre el suelo. Estaba segura de haber llegado al infierno mismo. Empecé a gemir a través de la mordaza. En un comienzo creí estar llorando lágrimas de sangre porque todo se había teñido de rojo, pero unos segundos después comprendí que estaba siendo fiel testigo de la realidad: ante mí se extendía el espectáculo más escabroso que una mente demoníaca fuese capaz de crear. Sobre la piedra encharcada, varias jóvenes de escasa edad caminaban desnudas, llevando jarros y volcando su contenido dentro de un enorme baño de sangre. Sus níveas pieles contrastaban con el líquido rojo en que se sumergían, mientras reían y se besaban entre sí. En el centro del baño estaba Anna Darvulia, con los cabellos y el rostro ungidos de sangre. Dos de las niñas le prodigaban caricias y ella evidenciaba su deleite estremeciéndose y haciendo rechinar sus colmillos.

—Creo que nuestra invitada va a vomitar, Johannes —dijo Erzsébet—. Quítenle la mordaza. Aquí nadie va a escucharla.

—¡Erzsébet! —dijo Darvulia recibiendo una copa de cristal llena de sangre de manos de una de las niñas—. Veo que encontraste lo que buscábamos… Llegó sin que la convidásemos pero eso no quiere decir que no podamos brindar con ella, ¿verdad? ¡Que empiece la celebración!

Los hombres de Ujvary me quitaron la mordaza y, efectivamente, comencé a vomitar.

—Ay, qué desagradable… —dijo Anna Darvulia desde el baño—. Va a hacer que se me quite el apetito.

—Limpien eso y desnúdenla —dijo Erzsébet—. ¡Ah! Y quítenle esa cosa que lleva alrededor del cuello.

Empecé a pedir auxilio a gritos.

—Conmovedor espectáculo —dijo Darvulia.

Uno de los hombres de Ujvary me arrancó el crucifijo y el otro comenzó a deshacerme el vestido.

—¡Esperen! —dijo Ujvary—. Erzsébet, querida, ¿no se te olvida algo?

—¿Olvidar? ¿Qué podría estar olvidando? —respondió ella.

—Te olvidas nada menos y nada más que… de mí —dijo él.

Anna y Erzsébet soltaron carcajadas malévolas que hicieron eco en las paredes de la galería.

—Perdona… perdona, querido, por anteponer mis deseos a los tuyos —dijo Erzsébet sin parar de reír—. Es que… la sangre de virgen sabe mejor.

Ujvary rio por lo bajo y dijo:

—Vamos, Erzsébet, ambos sabemos que la disfrutarás tanto o más cuando haya pasado por mis manos. ¡Mírala!, está temblando como un conejo. Cuánto más dulce se pondrá su sangre en cuanto le haya hecho lo que le quiero hacer…

—Estás poniéndome algo celosa, Johannes… —dijo Darvulia.

—Tranquila, querida. Siempre hay suficiente para todas —dijo Ujvary, quitándose la máscara.

Empecé a gritar aún con más fuerza, tanto que ni siquiera oía mis propios gritos. Era el mismo hombre de las láminas del libro.

—No se preocupe, señorita Székely. No me tomará tanto tiempo que no pueda usted disfrutar del resto de la velada —dijo él—. ¿Verdad que doy unas fiestas espléndidas? —Y, virándose hacia los hombres, agregó—: ¡Llévenla a la celda!

La risa de Johannes Ujvary se unió a las de Anna Darvulia y Erzsébet Strossner. Los hombres me arrastraron a través de la galería. Al otro lado había tres compartimientos con puertas de hierro de donde escapaban gemidos y lamentos de voces femeninas.

—Los amigos del señor Ujvary también saben entretenerse —le dijo uno de los hombres al otro.

Yo no paraba de llorar ni de dar alaridos. Abrieron uno de los compartimientos, me arrancaron el vestido y me lanzaron sobre una cama estrecha.

—Que se divierta… —me dijo uno de ellos y ambos salieron cerrando la puerta.

Yo me incorporé y vi que había una puerta de madera en el lado opuesto de la celda. Traté de abrirla tirando con fuerza del asidero pero estaba cerrada con llave desde el exterior. Comencé a golpearla, aunque sabía que nadie podía escucharme. Los gritos de las otras mujeres se oían a través de las estrechas paredes de la cámara. Busqué en vano por el suelo y bajo el colchón algún objeto con que defenderme. Desesperada, volví a golpear la puerta de madera y a pedir ayuda a gritos. En ese instante, la puerta de hierro se abrió y Johannes Ujvary entró a la celda, empujándome de nuevo sobre el duro colchón. Estaba desnudo y era más repulsivo así. Su mirada era, en verdad, aún más cruel de lo que se apreciaba en el libro.

—Espero que esta experiencia sea tan placentera para ti como lo será para mí… Tu amiga Amalia, sin duda, lo disfrutó —dijo sonriendo y se arrojó encima de mí, estrujándome con su huesudo cuerpo.

Yo solté un grito agudo y le pegué con todas mis fuerzas en la cara y en medio de las piernas pero él dijo:

—Tanto más placentero para mí si ofreces resistencia.

Johannes Ujvary puso su cara sobre mí y su aliento fétido me azotó el rostro. Ver dentro de sus ojos era ver al mismísimo demonio. Sentí que las fuerzas se me escapaban.