PARÍS

Carmen y yo fuimos, tal como lo habíamos planeado, a casa del señor Locke después de nuestra salida de Sainte-Marie. Ese verano lo habíamos pasado con la familia de Carmen en Sevilla, y había sido el más caluroso de nuestras vidas. Los padres de Carmen habían insistido para que nos quedásemos con ellos seis meses más, pero a mí me era imperativo ir a ver al señor Locke, y el padre de Carmen no tuvo corazón para pedirle que no me acompañase. El señor Locke y su esposa habían adquirido una nueva propiedad en París, y Carmen y yo partimos hacia allá un bonito día de octubre. Al llegar, toda la familia Locke salió a recibirnos con entusiasmo: nos tenían preparada una maravillosa cena en la que brillaron los más deliciosos postres, y comimos juntos con gran alegría. Mariana Locke era tan encantadora como su esposo y la pequeña Lynn era dulce y afable.

—No puedo creer cuánto tiempo tuve que esperar para conocer a la única hija de Pál y Mónica Székely —había dicho Mariana—. Stuart tenía razón: ¡eres el fiel retrato de tu madre!

Stuart y Mariana Locke se pasaron toda la velada contándonos anécdotas de los años en que mis padres estaban vivos, y la señora Locke prometió llevarnos a Carmen y a mí de compras al día siguiente. Esa noche dormimos de maravilla en las mullidas camas de la habitación de huéspedes.

—De verdad que no extraño para nada el internado… —le dije a Carmen antes de cerrar los ojos.

—Me alegro de que Marie ya no viva allí. Así no tenemos motivos para regresar —dijo Carmen.

Esa noche tuve un sueño extraño. Estaba parada frente a la misma puerta labrada que había visto en un sueño anterior. Al poner la mano sobre la cerradura otra vez, volvía a escuchar la misma voz, en esta ocasión diciéndome: «Él te traerá hasta aquí».

Cuando desperté, Carmen estaba sentada sobre su cama, escribiendo.

—Buenos días —le dije con voz ronca.

—Martina, he soñado con Amalia —dijo.

Me incorporé y le pedí que me narrara su sueño.

—Fue hermoso —dijo—. Amalia estaba vestida de rosa pálido y llevaba flores de todos los colores en el cabello. Estaba feliz. Yo la abrazaba y le decía que siempre la había querido. Ella decía que ahora lo sabía y que también sabía cuánto la querías tú. Me decía que estaba cuidándonos desde el cielo, Martina. Todo fue muy real. Entonces dijo que ella nos ayudaría a encontrarlos.

—¿Encontrar qué? —pregunté.

—No lo sé, porque en ese momento desperté —dijo—. ¡Pero mira lo que tengo aquí!

Carmen tenía una florecilla en la mano.

—Amalia la tenía puesta en el pelo, Martina… —dijo con lágrimas en los ojos—. Estaba junto a mi almohada cuando desperté. ¡Mi sueño fue real!

Corrí a abrazar a Carmen, y dimos gracias a los cielos por el dichoso encuentro entre Amalia y mi amiga.

—¡Cuánto me alegra que Amalia esté bien, Carmen! —dije entre sollozos.

Ese día, después de desayunar, Mariana Locke nos llevó a las tiendas más famosas de París. Compramos metros y más metros de hermosas telas, y luego fuimos a la sastrería a encargar la confección de gran cantidad de vestidos. Ese día compré todo lo que no había comprado en años: sombreros, abrigos, chales, adornos… Estaba decidida a no volver a vestirme de negro en toda la vida. Después fuimos a varias librerías y adquirimos dos libros antiguos que tal vez pudiesen ayudarnos en nuestro propósito de encontrar el paradero del vampyr, había uno de ciencias ocultas y otro de alquimia. Por último, fuimos a la perfumería y compré una botella de esencia de rosas y otra de gardenia. Terminamos la tarde en una pequeña pátisserie, comiendo pasteles en compañía de Mariana y Lynn Locke. El señor Locke se reuniría con nosotras cuatro más adelante para ir a cenar.

Fuimos a la casa y nos cambiamos; esa noche me puse un vestido azul perlado que había comprado en Granada, con zapatillas del mismo color y un chai con adornos plateados. Carmen se puso el vestido color verde oliva que sus padres le habían dado de cumpleaños y un chai con brocados del mismo color. El señor Locke llegó por nosotras alrededor de las siete de la noche, vistiendo un bonito traje nuevo.

—¡Qué guapo estás, querido! —le había dicho la señora Locke al verlo, haciéndolo sonrojar. Al parecer el señor Locke había aceptado que su esposa le comprara trajes nuevos a regañadientes. Me alegré de que la familia Locke estuviera gozando de la prosperidad que merecía. Todos nos metimos en el coche y fuimos a cenar a un café que se había puesto de moda en París en aquella época.

—No he vuelto a saber nada de la señorita que reclamaba una de sus propiedades, Martina —dijo el señor Locke—. Sus primos deben estar planeando alguna nueva treta en estos momentos.

—Yo quisiera verles las caras a esos infames personajes —dijo Carmen—. Tanto oír hablar de ellos ha picado mi curiosidad.

—Por el momento tendrás que conformarte con otro personaje de casi igual infamia —dije—, mira quién está allá.

En la terraza del café se distinguía la familiar figura, de uno de nuestros enemigos del pasado: Giovanni Rossi. Estaba cenando con una mujer de singular belleza que no le quitaba los ojos ni las manos de encima. La mujer tenía cabellos rubios ondulados y un vestido negro a la última moda. Carmen había enmudecido.

—¿De quién se trata? —preguntó Mariana Locke.

—Es un antiguo pretendiente de Carmen —dije—. Pero no os afanéis en verlo. Creo que viene hacia acá en este preciso momento.

Efectivamente, Giovanni venía hacia nosotras tomado del brazo de la mujer rubia. Mientras iban acercándose, noté que la mujer se había excedido con el maquillaje y en realidad no era tan guapa. Giovanni, en cambio, estaba más apuesto que nunca. Llegó hasta nuestra mesa y, haciendo un gracioso gesto, nos saludó a todos. Hicimos las presentaciones pertinentes y Giovanni nos besó las manos a Mariana, a Carmen y a mí.

—Qué encantadoras lucís todas… —dijo—. Claro que ninguna belleza se compara con la de Anna. Anna, querida, estas son mis amigas Martina Székely y Carmen Miranda. Señoritas, esta es mi prometida, Anna Darvulia.

Cuando Anna se inclinó a besarme en ambas mejillas me pareció detectar una mezcla de perfume con algo sutilmente fétido. Tuve que contenerme para no echarme hacia atrás.

—Encantada. No sabía que Giovanni tuviera amigas tan guapas. ¡Qué precioso vestido tiene, señorita Székely! —dijo, masajeándome el brazo a través de la ceñida manga del traje que llevaba. Me molesté pero procuré no darle importancia al gesto.

Carmen y yo estábamos bastante desconcertadas. ¿Qué había pasado con Regina Bailey? Hubiera querido preguntárselo a Giovanni, pero la etiqueta no me lo permitía. En vez de eso, Giovanni habló:

—Siento mucho lo de Amalia de Piñérez. ¿Cómo está Regina?

—Regina está en Londres, Giovanni. ¿Hace cuánto tiempo no tienes noticias de ella? —preguntó Carmen.

—Hace casi dos años que no sé nada de ella —respondió él.

Me pareció extrañamente sincero. Pero lo que decía no concordaba con lo que creía haber escuchado en Sainte-Marie pues, según Regina les había contado a las demás, Giovanni y ella se escribían con frecuencia.

—¿De veras? —preguntó Carmen.

—De veras —dijo Giovanni.

Giovanni pareció algo sorprendido.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo.

En ese momento Anna lo abrazó y, acariciando su espalda, dijo:

—Giovanni, creo que deberíamos despedirnos ahora. Nuestros amigos estarán esperándonos y vamos a llegar tarde al teatro.

—Tienes razón, querida —dijo Giovanni—. Señor y señora Locke, ha sido un placer conocerlos. Señoritas… siempre es un gusto verlas.

Tocándose el ala del sombrero, se despidió de nuestro pequeño grupo, y él y Anna Darvulia se perdieron entre los demás comensales.

—Eso fue raro —dije.

—Definitivamente —contestó Carmen.

Les contamos a Stuart y Mariana Locke cómo habíamos pensado que Giovanni y Regina habían sostenido una correspondencia amorosa durante el último año y medio.

—Tal vez la chica se lo estaba inventando… —dijo Mariana—. ¡Ese muchacho es verdaderamente apuesto!

—Estoy casi segura de que Regina no estaba inventando nada —dije—. Pero Giovanni tampoco estaba mintiendo. No le encuentro el sentido a todo esto.

Tuve una mala corazonada.

—Disculpen, mis queridas damas, pero no he logrado comprender la importancia del asunto… Ambas se han puesto un poco pálidas —dijo el señor Locke.

Desenterado como estaba de los horribles sucesos que habíamos vivido en Sainte-Marie, no podía haber adivinado que cualquier detalle extraño relacionado con sus alumnas era motivo de alarma para nosotras.

—¿Recuerda usted las extrañas muertes que hubo en Sainte-Marie y en algunos lugares de Valais el año pasado, señor Locke? —preguntó Carmen. El señor Locke asintió.

—Amalia de Piñérez fue una de las personas que murieron. Era la mejor amiga de Regina Bailey y también mi compañera de habitación en Sainte-Marie —explicó Carmen.

—Es muy extraño que desde hace dos años Giovanni no reciba cartas de Regina en tanto que esta última está convencida de que Giovanni le escribe regularmente. ¿Recuerda cómo nuestra correspondencia se vio interrumpida durante el invierno, señor Locke?

—Sí, pero ¿no es eso fácilmente explicable? Digo, con el estado de los caminos en Valais… —dijo él.

—Lo sería si el tiempo no hubiese mejorado tanto en la época en que más cartas le envié a usted —dije—. Además… podría entender que Giovanni no recibiera cartas de Regina. Lo extraño es que ella siguiera recibiendo cartas de Giovanni.

—Tal vez el muchacho siguió escribiéndole a pesar de no tener respuesta —dijo Mariana Locke.

—¿Giovanni Rossi? —dijo Carmen—. Eso es imposible. Es demasiado orgulloso… lo conozco bien y sé que no perdería un segundo de tiempo en una chica que no demostrara el mayor interés en él.

—Eso es muy cierto —dije.

—Disculpen mi curiosidad, pero… ¿qué tiene que ver todo esto con las muertes que mencionaron? —preguntó Mariana Locke.

Sentí que los colores se me subían al rostro. No debíamos haberlas nombrado si no queríamos dar todas las explicaciones pertinentes. Miré a Carmen con impaciencia: se encontraba tan turbada como yo. ¿Podríamos hablarles de los vampyr a los señores Locke? Me retorcí un mechón de pelo y bajé la mirada, esperando que Carmen nos salvara de esa. El rumor de las conversaciones de las mesas vecinas pareció crecer en intensidad. Levanté los ojos y me encontré con las miradas inquisitivas de los señores Locke. La cara de Carmen parecía decir: ¡Lo siento!

—Creo que debemos sostener esta conversación en un lugar un poco más privado —dije, al fin.

—¡No se diga más! —dijo el señor Locke—. Pediré la cuenta de inmediato.

Stuart y Mariana Locke estaban evidentemente intrigados y podían presentir la importancia de lo que Carmen y yo les íbamos a contar. Nos reunimos en el salón pequeño de la casa de los Locke, y Mariana preparó té para todos. Los señores Locke guardaban el más prudente silencio, a la espera de nuestra historia. Decidí que lo mejor sería narrarles todo desde el comienzo.

—El día 31 de octubre del año pasado desperté con una extraña sensación… —comencé.

Stuart y Mariana Locke escucharon el recuento de todos los sucesos que Carmen y yo habíamos vivido con absoluta seriedad. No habían pensado que estábamos locas; por el contrario, parecían estar muy asustados. Les contamos lo que habíamos leído en el diario de Amalia y cómo Susana Strossner se había aprovechado de su candidez. Sólo omitimos en nuestro relato el ultraje cometido contra Amalia por respeto a su privacidad. Mariana Locke lloraba y Stuart puso su pesada mano sobre la de ella para confortarla. El único momento en que me vi interrumpida fue cuando mencioné el verdadero nombre de Susana Strossner.

—¿Cómo dijo el padre Anastasio que se llamaba? —preguntó el señor Locke.

—Erzsébet —repetí.

—¿Por qué, señor Locke? —preguntó Carmen, ansiosa—. ¿Le recuerda algo?

—La verdad, sí —dijo el señor Locke—. He visto el nombre escrito en algún lugar importante recientemente.

—¿Dónde? —pregunté.

—Si tan sólo pudiera saberlo con certeza… Veo tantos nombres en mi trabajo… Podría haberse tratado de cualquier documento legal. Es un nombre muy común entre los magyar, como ustedes lo saben… y yo tengo varios clientes húngaros. Puede que no sea nada.

—De todas formas, procure no olvidarlo —dije—. Si vuelve a verlo, téngalo en mente.

—Lo haré —dijo el señor Locke—. También revisaré mis libros por si encuentro algo acerca de la muerte de Erzsébet Strossner. ¿En qué año dicen creer que murió?

—Según el libro que escondía en su baúl, en 1614 —dijo Carmen.

—Muy bien. Haré las averiguaciones pertinentes —contesto él.

—Ahora comprendo por qué es tan importante el detalle de la comunicación entre Giovanni y Regina… —dijo Mariana Locke.

—Quisiera hablar con Giovanni, ¿crees que podamos ir a verlo mañana? —le pregunté a Carmen.

—Dudo mucho que quiera hablar de su vida amorosa conmigo —dijo ella—. Pero tal vez valga la pena que lo intentes tú. Quizá si vas sola te reciba y puedas sacarle alguna información.

—Podrían escribirle también a la chica Bailey —sugirió Mariana.

—Las cartas tardarían demasiado en llegar: Regina está en Londres —dije.

Acordamos que iría a ver a Giovanni al día siguiente en las horas de la tarde. Antes de irnos a dormir, les recomendamos a los señores Locke que usaran también crucifijos por fuera de las ropas.

—Nunca se sabe —dije—. Tal vez podrían salvarles la vida un día.

Los señores Locke prometieron que lo harían.

Carmen y yo nos retiramos a nuestras habitaciones, y yo me quedé pensando en el encuentro que habíamos tenido con Giovanni.

—¿Qué excusa crees que pueda darle para mi visita? —le pregunté a Carmen.

—No lo sé, tenemos que pensarlo bien. Un paso en falso y nuestros planes se verían arruinados —dijo—. Al menos Giovanni no te detesta a ti tanto como a mí.

—Fue él quien se acercó a nuestra mesa a saludarnos. Es obvio que quería alardear de su prometida —dije.

—La adulación es el camino más directo al corazón de Giovanni —dijo Carmen—. Podrías presentarte con una nota de mi parte.

—¿Una nota que diga qué? —pregunté.

—¡Ya verás! —dijo Carmen entusiasmada.

Se sentó en el escritorio y a los pocos minutos me extendió una hoja de papel:

7 de octubre de 1880.

Querido Giovanni:

Haberte visto hoy ha despertado sentimientos inusitados en mi corazón. Nunca pensé que el tiempo me enseñaría semejante lección… ¡Qué guapo estás! En cuanto te acercaste a mí, reviviste la llama del amor que un día sentí por ti. Ya ni recuerdo cuántas tonterías te dije cuando era apenas una niña. Ahora he crecido, Giovanni. Soy una persona diferente, una mujer que se da cuenta de lo que perdió. Eres el hombre más apuesto de París… tal vez del mundo entero. ¡Qué elegancia! ¡Qué aplomo! Estaba temblando al verte caminar hacia nosotras. Seque es demasiado pedir, pero haría lo que fuera porque me concedieras una entrevista secreta. Quisiera hablar contigo antes que te cases, Giovanni. Hazlo por el recuerdo del amor que un día me tuviste. ¿Crees que puedas hacerlo?

No hago más que pensar en ti. La noticia de tu compromiso me ha dejado devastada. He tenido que enviar a Martina con esta nota, dejando todo orgullo de lado, con la esperanza de que aceptes verme una vez más… sólo una.

Tuya,

CARMEN.

Levanté una ceja y le sonreí a mi amiga.

—¿Cuando eras apenas una niña? Y, ¿el hombre más apuesto de París y del mundo entero? —pregunté.

—Fue lo mejor que se me ocurrió en el momento… Claro está que podría agregarle más detalles —dijo.

—¡No, no, no! No hace falta, querida amiga. Con lo que le dices es más que suficiente. Entonces… ¿El plan es que yo trate de indagar al respecto de su relación con Regina so pretexto de interceder en tu beneficio?

—Sí. Harás el mismo papel de Cupido que antaño en nuestra relación. ¿Qué te parece? —preguntó.

—Más fácil que aparecerme en su casa a decirle que siempre lo he estimado profundamente —respondí—. Sólo espero que valga la pena y no pasemos la vergüenza de ensalzarlo en vano.

—No importaría, Martina, a mí en realidad me tiene sin cuidado lo que piense Giovanni. Si cree que lo odio o que lo amo me da igual.

—Eso me consuela un poco, porque parece estar muy contento con su Anna Darvulia. Por cierto, ¿notaste el desagradable olor que se desprendía de ella? —pregunté.

—La verdad, no. Estaba demasiado sorprendida como para notar nada. Ni siquiera la pude observar bien.

—Pues olía muy mal por debajo del perfume que se había puesto… Pobre Giovanni, qué asco. Además, estaba empolvadísima y tenía demasiado rouge en los labios.

—¡Me alegra! Giovanni no merece casarse con nadie especial.

Poco después de esa conversación nos quedamos dormidas.

‡ ‡ ‡

En la mañana, desayunamos café con pan y confitura de manzanas en compañía de Mariana y Lynn Locke.

—¿Puedo jugar a peinaros? —preguntó la pequeña Lynn.

—A mí puedes peinarme todo lo que quieras —dijo Carmen—, dudo que logres hacer algo con mi cabello.

—¡Ya verás cómo te hago un bonito peinado! —dijo Lynn, y salió corriendo a buscar sus horquetillas y su peine.

—Es posible que te lleves una sorpresa, Carmen —dijo Mariana—. Lynn es muy buena para esas cosas.

Me imaginé los tirones de pelo por los que iba a pasar Carmen y me alegré de no haberme ofrecido como voluntaria. Al poco tiempo la pequeña regresó con todos sus implementos de peluquería, y yo me disculpé. Iba a darme un baño caliente con jabón perfumado; me parecía una dicha no tener que lavarme con agua helada como en Sainte-Marie. Desde que habíamos salido del internado me había bañado a diario con agua caliente, incluso en Sevilla en pleno verano. Eché el agua hirviendo en la bañera y me sumergí poco a poco. Tomé la pastilla de jabón de rosas y la disolví formando abundante espuma; cerré los ojos y me dejé envolver por la deliciosa sensación de tibieza en la que flotaba. El aroma de rosas invadió toda la habitación y me encontré agradeciéndole a la vida lo mucho que me estaba consintiendo. Me lavé el pelo con cuidado y me froté con mi esponja de baño. Cuando más relajada estaba, mi pensamiento voló a la parroquia del padre Anastasio. Esperé que nuestra comunicación semanal no se viese interrumpida como me había ocurrido con el señor Locke. Por otra parte, me tranquilizaba saber que iba a ver a Giovanni Rossi en la tarde: tal vez él pudiese darnos alguna pista que nos llevara a descubrir si había algún peligro detrás de las desapariciones de las cartas. Salí del baño y me puse una de las batas que había comprado el día anterior. Cuando entré a la habitación, me encontré con una Carmen hermosa y maravillosamente bien peinada con un estilo natural.

—¡Carmen! —exclamé—. ¿Qué te has hecho?

—Lynn resultó ser una maravilla con el peine —dijo mi sonriente amiga. Era cierto: Lynn le había hecho un peinado suelto tomando sólo un par de mechones del frente, llevándolos hacia atrás, y sujetándolos con una bonita horquetilla. Ese día dejé que la pequeña Lynn me peinara a mí también y tuvimos que aplaudirla por sus excelentes resultados.

—Esta niña tiene talento —dije—. Serás mi peinadora oficial desde hoy, Lynn.

—¡Viva! —exclamó la niña.

Después de la merienda, comencé a prepararme para mi entrevista con Giovanni. Carmen metió la nota en un sobre y lo perfumó con su esencia favorita.

—¿Jazmín para Giovanni? —pregunté.

—Por supuesto, querida… —dijo Carmen guiñándome un ojo.

Me puse un vestido violeta pálido y la pequeña Lynn completó mi coiffure con varias violetas del jardín.

—¡Gracias, amiga! —le dije.

Lynn estaba dichosa de jugar a las muñecas con nosotras, y nosotras de dejarla jugar.

—Mucha suerte —dijo Carmen—. Sé que eres una maestra en el arte de la improvisación: haz relucir tu talento.

—No lo pongas en duda —respondí.

El amable cochero de los Locke no tardó mucho en llevarme a casa de Giovanni siguiendo mis indicaciones por las calles de París. Yo las conocía bastante bien, pues solíamos pasar al menos un mes cada verano allí con los padres de Carmen.

—¡Esta es! —le dije en cuanto vi la bonita casa de paredes blancas—. No creo que me tarde mucho, una hora, a lo sumo.

—Estaré esperándola aquí —me dijo.

Me ayudó a bajarme del coche, y tiré de la cuerda de la campana de la entrada. Una señora con cofia y delantal salió a mi encuentro; le entregué mi tarjeta y le dije que quería ver a Giovanni.

—Siga, por favor, señorita Székely.

Me llevó a la amplia sala de espera mientras me anunciaba. Giovanni tenía una casa bastante grande en la que ya había estado yo algunas veces antes, aunque no conocía a la nueva empleada que me había abierto la puerta. Lo que más me gustaba de la casa de Giovanni era la gran cantidad de luz que entraba por las ventanas. En esta ocasión, las pesadas cortinas estaban cerradas y no entraba un solo rayo de sol.

Pocos minutos después, la misma mujer apareció y me dijo:

—El señor Rossi la recibirá ahora. Deberá usted disculparlo, pues estaba durmiendo. No tardará en bajar. Acompáñeme al salón.

La seguí a través del vestíbulo y me dejó instalada en el salón después de ofrecerme algo de beber. Acepté una taza de té y recorrí las paredes con la mirada mientras esperaba. Había varias pinturas interesantes y unos cuantos retratos familiares. El padre de Giovanni aparecía en uno de ellos.

Era un apuesto hombre con grandes mostachos marrones y ojos verdes como los de su hijo.

Al poco tiempo, la alta figura de Giovanni apareció en el umbral. Vestía una bata verde de diseños orientales que se arrastraba hasta el suelo y hacía juego con sus ojos.

—Martina Székely —dijo, apoyándose contra el marco de la puerta—. Pensé que estaba soñando cuando Solange me informó de tu presencia. De todo París, tuya es la visita que jamás hubiese creído volver a recibir en esta casa.

Hizo una pausa para cruzarse de brazos, y continuó:

—Cuéntame… ¿a qué debo el placer?

Me sentí sonrojar intensamente. Giovanni me miraba entre divertido y ligeramente molesto. Fue hasta la bandeja de plata que había en una esquina del salón y se sirvió un vaso de licor.

—¿Coñac? —preguntó.

—No, gracias —dije. Sabía que Giovanni se acababa de levantar de su siesta—. No tenía idea de que desayunar con licor fuera una de tus costumbres —le dije, tratando de ganar tiempo porque no sabía cómo dar inicio a tan incómoda entrevista.

Giovanni me miró entrecerrando los ojos al tiempo que me dirigía una sonrisita sarcástica.

—Sólo una de tantas —dijo, y se sentó al otro lado del sofá con las piernas abiertas, apoyando los codos sobre las rodillas. Tenía una actitud diferente y estaba logrando intimidarme.

«¡Es sólo Giovanni Rossi! Habla rápido, Martina», me dije.

Él no retiraba sus ojos de mi rostro un solo instante ni tampoco borraba una sonrisa de medio lado.

—¿Y bien, señorita? ¿Se ha quedado usted muda?

—En lo absoluto —dije—. Giovanni, he venido a verte porque… Cielos, no sé cómo decirte esto. Me imagino que no hay forma fácil de hacerlo, así que simplemente hablaré: Carmen aún está enamorada de ti.

Me miró a los ojos tratando de descubrir si se trataba de alguna broma. Le sostuve la mirada con tanta suerte que se me aguaron un poco los ojos de lo nerviosa que estaba. Entonces Giovanni se irguió en su sitio y toda la expresión de su cara cambió.

—¿Hablas en serio? —dijo.

Supe que estaba tratando de contener sus emociones y me arrepentí inmediatamente de haber usado el amor de Carmen como anzuelo:

Giovanni Rossi todavía amaba a mi amiga. Aun así, era demasiado tarde.

Ella tendría que fingir amarlo con toda su alma: Giovanni podía ser un engreído pero estaba enamorado de verdad y nadie capaz de tan nobles sentimientos se merecía un golpe tan bajo.

—Sí —dije, y le alcancé la nota que Carmen le había enviado.

Giovanni tomó el sobre y extrajo la carta de mi amiga. Deseé poder devolver el tiempo y evitar que Carmen la escribiese.

«Nos va a descubrir…», pensé.

La mano de Giovanni temblaba un poco mientras leía. Yo quería que el suelo se abriese pero, a la vez, Giovanni se veía sincero y era una delicia de contemplar. Por primera vez vi algo verdaderamente atractivo en la persona de Giovanni y tuve mucho miedo de que notase la falsedad en la carta de Carmen. No quería averiguar cuál sería su reacción al verse burlado por segunda vez y de semejante forma. Cuando hubo terminado de leerla, sólo elevó los ojos del papel y me preguntó, con la voz algo quebrantada:

—¿Por qué no me lo dijo antes?

Había caído en la trampa. Me sentí fatal mintiéndole, pero tuve que hacerlo:

—Regina Bailey —dije.

—¿Cómo? —preguntó, sorprendido.

—Tu romance con Regina Bailey. Es famoso en Sainte-Marie.

Abrió mucho los ojos un momento y, casi inmediatamente después, se echó a reír.

—¿Romance? ¿Regina y yo? ¿De qué diablos estás hablando, Martina? Tragué en seco, aterrorizada. Giovanni estaba hablando en serio.

—Regina Bailey está sinceramente convencida de que tú estás enamorado de ella. ¡Todo Sainte-Marie sabía por boca de ella que tú le enviabas cartas cada mes! —exclamé.

—¿Cartas? —preguntó—. La única carta que le he enviado yo a Regina Bailey fue una nota de agradecimiento por su invitación a un baile que ofreció hace dos años, ocasión en que las conocí a ella y a su amiguita Amalia. ¿Me estás tomando del pelo, Martina Székely?

Mi seriedad debió haber hablado por sí misma. Giovanni prosiguió:

—Entonces esa mujer está loca. Sí me la encontré en algunas ocasiones más, pero jamás la he pretendido ni muchísimo menos le habría escrito cada mes durante dos años. ¡Ni siquiera me agrada! —entonces dijo algo que me sacudió—: Regina Bailey es una engreída.

Sé que me quedé con la boca abierta sin querer, porque Giovanni sonrió y se puso de pie.

—Nunca esperaste escuchar esas palabras de mi boca, ¿verdad? —me preguntó.

—Francamente… no, Giovanni —dije.

—Después de que Carmen y yo tuvimos esa horrible pelea… no sé qué ocurrió, pero algo cambió dentro de mí. Estuve enfurecido por mucho tiempo pero, poco a poco, sus palabras calaron muy dentro de mí. Ella tenía razón, Martina: yo era un perfecto idiota. ¡Pero mira a quién se lo estoy diciendo! Si tú lo sabes tan bien como Carmen. Vosotras sois dos mujeres muy inteligentes. Carmen, en especial, parece tener una habilidad particular para detectar las flaquezas de los demás. No es que las mías estuvieran muy escondidas, pero… poder verlas a través del velo de su amor… En fin. Me costó mucho aceptar que Carmen tenía razón en cuanto a mí. Lo más difícil de todo fue vencer el estúpido orgullo que me dominaba. Al fin tuve que admitirme a mí mismo que había sido un imbécil la mayor parte de mi vida. Trataba mal a quienes me servían, a mis amigos y hasta a mis padres —dijo, cerrando los puños—. Sé que nunca podré enmendar mis errores por completo, pero… al menos he cambiado, Martina.

Yo había enmudecido. ¡Cielo santo! Giovanni Rossi acababa de decir lo que yo hubiese jurado imposible. Carmen no me creería cuando se lo contase.

¡Yo misma no me lo creía y lo acababa de oír!

—Ay… Giovanni… cuánto me alegro… —fue lo único que atiné a decir.

—Nunca pensé que Carmen quisiera volver a hablar conmigo en su vida. Sobre todo, después de la forma en que reaccioné. Y ahora… Martina, júrame que Carmen no me está mintiendo en esta carta —dijo, arrodillándose súbitamente frente a mí y aferrándome de los hombros.

Quise salir corriendo. ¿Qué hacer? Si Carmen le rompiera el corazón a Giovanni sería desastroso. No podía contarle que las palabras de Carmen no eran más que una vil excusa.

—Te lo juro —mentí, y sentí que se me encogía el corazón.

Ese sí que era un verdadero pecado del que me tendría que confesar en la iglesia el domingo sin falta… No el decirle que la nota era real, sino el habérsela dado en primer lugar. ¿Cómo se nos había ocurrido una idea tan cruel? Giovanni se veía feliz. Se puso de pie y, apoyando las manos en las caderas, dijo sonriendo:

—Ve y dile a Carmen que la veré esta noche donde ella quiera. ¿Dónde os estáis hospedando?

—En casa de los amigos que conociste ayer en la noche. Pero, espera, Giovanni —dije, tratando de salvar la situación—: ¿Y tu prometida?

—¡Anna! ¡La había olvidado! —exclamó, sonrojándose—. Este… creo que Anna tiene algún compromiso esta noche. Además… puedo verme con una vieja amiga, ¿no?

No había nada que hacer. Carmen tendría que reunirse con él. Afortunadamente estaba Anna. Esta podía ser la única salida de Carmen para no romperle el corazón a Giovanni.

—Sí. Puedes hacerlo —respondí, y escribí a regañadientes la dirección de los Locke en un papel que me trajo—. Carmen va a ponerse feliz.

—Yo ya lo estoy, Martina —dijo Giovanni y me dio un abrazo tan fuerte que creí que me iba a romper las costillas.

Salí de casa de Giovanni Rossi con la cabeza dándome vueltas y completamente confundida en cuanto a todas las cosas que había acabado de oír… y de decir.

—¿Qué dices? —preguntó Carmen.

—Que esta noche viene Giovanni Rossi —le dije.

—¡Pero, Martina, se suponía que Giovanni iba a despreciarme y tú ibas a averiguar todo lo de Regina Bailey valiéndote de su vanidad! —exclamó mi amiga.

—Pues no hubo tal suceso —dije—. Y ahora, espero que logres fingir todo el amor que le has profesado en esa carta, Carmen…

—¡Ay! ¿En que me he metido? —preguntó.

—En la grande —le dije—. Creo que es hora de que comiences a pensar en qué le vas a decir… porque no debe tardar en llegar.

—¿Quién va a venir? —preguntó Lynn.

—El enamorado de Carmen —le contesté.

—¡Vaya! ¡No sabía que Carmen tuviera un enamorado! —dijo la pequeña.

—Yo tampoco —dijo Carmen.

—Ni yo… —dije—. Hasta hace un rato. Pero es… ¡guapísimo!

Carmen se ruborizó y sus ojos negros chispearon.

—Martina Székely, me las vas a pagar —dijo.

—Creo que más bien te las vas a pagar a ti misma —respondí y agregué, saliendo de la estancia—. Ven, Lynn. Ayúdame a disponer unos hors d’oeuvres en la cocina para la pareja enamorada.

—¿Por qué yo, Señor? ¿Por qué? —escuché que decía Carmen mientras me alejaba.

Un rato después, volví a sentarme con ella para repasar los puntos de mi entrevista con Giovanni.

—Haz lo posible por asegurarte de que Giovanni nos esté diciendo la verdad en cuanto a Regina Bailey —le dije—. De ser cierto que él nunca la ha pretendido, querría decir que existe la posibilidad de que alguien hubiese estado interceptando el correo de Sainte-Marie.

—Haré todo lo que esté en mis manos por extraer hasta la última onza de verdad de la que Giovanni sea capaz —dijo.

—Hazlo con cariño… —le rogué.

Giovanni llegó a casa de los Locke con tanta puntualidad como sus ojos lo habían asegurado en su casa. Lynn abrió la puerta.

—¡Ay, sí! ¡Qué guapo es! —exclamó en cuanto lo vio—. Oye, ¿eres el príncipe azul de los cuentos de hadas?

—Más bien el sapo azul… —dijo Giovanni.

Le dirigí a Carmen una mirada de complicidad. Si esa respuesta no comprobaba un cambio real en Giovanni, no sabía qué más podría hacerlo.

—¿Y quién eres tú, pequeña? —le preguntó a Lynn, sonriendo.

—Soy Lynn Locke. La peinadora oficial de Carmen y Martina.

—Encantado, señorita Locke, peinadora oficial de esta casa —dijo Giovanni tomando la pequeña mano de Lynn y besándola.

Quise salir y llevarme a Lynn al jardín para dejarlos solos pero no pude. Me había dejado atrapar por el hechizo del momento y no quería perderme un segundo del reencuentro del nuevo Giovanni con mi amiga.

—Carmen… —dijo él, y se quedó mirándola. No parecía un estúpido enamorado. Parecía un hombre enamorado.

—Hola, Giovanni —dijo ella.

—Ay, ¡qué romántico! —dijo Lynn.

—¿Has estado leyéndole novelas de Ann Radcliffe a esta niña, Martina? —me preguntó Giovanni.

—Creo que absorbió el amor que se respira en el aire esta noche… —dije y, muy a mi pesar, supe que era el momento de retirarnos—. Ven, Lynn, vamos a traerles las cosas que preparamos.

Pude ver a Giovanni besando la mano de Carmen. Cuánto quise que mi amiga lo correspondiese aunque fuera un poco. Lynn y yo hicimos como que entrábamos a la cocina pero nos escurrimos escaleras arriba para poder escuchar toda la conversación. Desde donde estaba yo, podía ver sólo a Giovanni y la ventana que estaba tras él.

—Yo quiero tener un príncipe así cuando crezca —dijo Lynn.

—Es un sapo, pequeña —dije.

—Pues es el sapo más guapo que he visto en mi vida —dijo ella.

—Al parecer también se ha convertido en un sapo muy amable… —le dije, y me puse el dedo sobre los labios para indicarle que debíamos permanecer en silencio y así poder escuchar lo que decían.

—Lo último que me esperaba era que fuese a recibir esa nota de tu parte —dijo Giovanni.

—Lo último que esperaba yo era verte anoche —dijo Carmen—. Mucho menos del brazo de tu… prometida.

Lynn abrió los ojos. La vi tomar aire para hablar, pero la detuve.

—Después te lo explico —le dije.

—Anna —dijo Giovanni—. La verdad es que hubiese preferido ir a saludarte solo… pero habría sido descortés con ella. Insistió en acompañarme.

—¿Le has hablado de… nuestro pasado? —le preguntó Carmen.

—No. Sólo le dije que vosotras dos erais unas viejas amigas cuando os vimos en el restaurante.

—Y… ¿cuándo planeas casarte?

—Se supone que nos casaremos en enero. Ah, Carmen, ¿cómo iba a imaginar que ibas a aparecer en mi vida de nuevo?

—¿La amas? —preguntó Carmen.

—Es una mujer… eh… creo que me quiere mucho —contestó él.

—¿Y tú?

—Yo creí que me agradaba mucho cuando la conocí. Fue extraño. Era más como… No, será mejor que no diga esto o pensarás que soy el engreído del pasado —dijo Giovanni.

—Dilo de todas formas —pidió Carmen.

—Bueno… Fue más como si ella me hubiese cortejado a mí. Y yo me he dejado cortejar.

—¿Por qué, Giovanni? Tienes muchas mujeres de dónde elegir.

—Tal vez porque me ha parecido que Anna ha demostrado tener un interés genuino en mí, a diferencia de las otras mujeres que he conocido en los últimos años.

—¿Qué pasó con Regina? —preguntó Carmen.

—Ya se lo dije a Martina en mi casa, pero te lo repetiré a ti: Nunca he pretendido a Regina Bailey. Jamás me ha interesado. No sé de dónde sacó esa idea.

—¿Y entonces qué dices de todas las cartas que recibía de tu parte? —preguntó Carmen.

—Por última vez: no sé de qué cartas hablan. Nunca le he escrito a Regina. Nunca me ha agradado y nunca he tenido un romance con ella.

—Pero, Giovanni, todo Sainte-Marie pensaba que vosotros estabais enamorados.

—Pues lo que pensaba Sainte-Marie y la realidad distan mucho de parecerse. No sé por qué inventaría Regina semejante disparate. Aunque… ahora que lo pienso… ¿vosotras no erais enemigas?

—No nos la llevábamos muy bien. ¿Por qué?

—Vamos, Carmen, tú eres muy astuta. ¿No crees que Regina habría podido inventarlo sólo para provocarte?

—No tengo dudas de que habría sido así… si Regina hubiera sabido de lo nuestro. Pero lo cierto es que ella sólo se enteró de que hubiese habido algo entre tú y yo hace un año, y lleva dos hablando de ti —dijo Carmen.

—Entonces lo único que se me ocurre es que puede ser otro Giovanni quien ha estado escribiéndole —dijo él.

—No. Todos saben quién es Giovanni Rossi, sobre todo ella —dijo Carmen.

—Pues déjame decirte que yo estoy tan sorprendido como tú o más. Pero, la verdad, Carmen, lo que Regina quiera decir me tiene sin cuidado. Quien me importa… eres tú.

En ese instante vi una sombra cruzar el jardín por la ventana que estaba detrás de Giovanni.

—¡Hay alguien allí fuera! —exclamó Carmen—. Acabo de ver algo moviéndose entre los árboles.

—Será el viento —dijo Giovanni—. Carmen, escucha lo que te estoy diciendo: nunca he dejado de pensar en ti.

—Giovanni, no quiero desviar el rumbo de la conversación pero sé que acabo de ver una sombra pasando detrás de ti.

—Estás algo nerviosa. No te preocupes, aquí estoy yo para cuidarte —dijo él.

—Gracias, pero… creo que deberíamos asomarnos al jardín —dijo Carmen.

—Como tú quieras, aunque no creo que sea nada —dijo Giovanni encogiéndose de hombros.

—Me preocupa que alguien esté merodeando la propiedad —dijo mi amiga, poniéndose de pie.

—Querida, estás temblando… ¿Qué te ocurre? —preguntó Giovanni. En ese momento bajé por las escaleras y me les uní con Lynn pisándome los talones.

—Hay alguien afuera, Martina —dijo Carmen.

—Lo sé —dije—. Yo también lo vi.

—¡Pero bueno! ¡Qué extrañas estáis esta noche! —dijo Giovanni—. Tendréis que perdonarme, había olvidado lo que implica disfrutar de vuestra compañía…

—¿Qué viste tú exactamente, Martina? —preguntó Carmen.

—Tan sólo una sombra —dije.

—Yo también —dijo mi amiga.

—¿Y ya no es normal que haya sombras en los jardines? —preguntó Giovanni.

—Sí, pero… —comencé a decir.

—¿Creéis que puede haber algún ladrón tratando de entrar a la casa? —preguntó él.

—Sí —se apresuró a decir Carmen—. Es eso.

—Bueno. Entonces voy a ir a buscarlo —dijo Giovanni.

—¡No! —gritamos Carmen y yo al tiempo. Giovanni nos miró desconcertado.

—¿Quién os entiende? ¿Qué proponéis que hagamos, entonces? —dijo.

—Creo que sería mucho mejor que echásemos un vistazo desde adentro. Podría estar… armado —dije.

—Yo creo que si vosotras estáis tan asustadas sería mucho mejor que yo saliera y le diera una vuelta a la propiedad —dijo él.

—¡El sapo azul es muy valiente! —dijo Lynn.

Carmen cogió a Giovanni del brazo y, mirándolo, le dijo:

—Y yo quiero que te quedes aquí. No quiero que te expongas.

Giovanni pareció conmoverse.

Corrí a la ventana y me asomé, escudriñando la vista del jardín que tenía.

—No se ve nada extraño —dije.

Me dirigí al otro ventanal e hice igual: no había nada.

—Creo que voy a subir a mirar hacia fuera desde la habitación —dije—. Ven conmigo, Lynn. Vosotros dos quedaos aquí.

Giovanni rio.

—Estáis actuando fuera de toda proporción —dijo—. Está bien. Yo encantado de quedarme en el salón con Carmen.

Subí con Lynn hasta la habitación y me asomé por la ventana. El viento suave mecía las copas de los árboles y arrastraba las hojas de un lado al otro del jardín.

—¿Por qué estás tan asustada, Martina? —preguntó Lynn.

—Porque hay algunas personas muy malas en el mundo, pequeña. Por eso es muy importante que nunca te quites tu crucifijo —le dije.

—Está bien. Nunca me lo quitaré —dijo ella.

Después de un rato, nos retiramos de la ventana.

—¿No encontraste al ladrón? —preguntó Lynn.

—No. Al parecer no había ningún ladrón —dije.

—¿Martina?

—¿Sí, Lynn?

—¿Quién era esa muchacha que estaba allí afuera?

El corazón me dio un vuelco en el pecho. Corrí de nuevo a la ventana pero no había nadie.

—¿Qué muchacha, Lynn? —le pregunté con urgencia.

—Ya no está allí, pero sí lo estaba hace unos minutos —dijo ella, también mirando por la ventana.

—¿Dónde? —pregunté.

—Allí, al lado del olmo —dijo Lynn señalando con el dedo. Sólo la tenue luz de la luna caía sobre la tierra.

—¿Por qué no me la enseñaste cuando la viste? —pregunté algo alterada.

—¡Porque creí que estábamos buscando a un ladrón! —dijo ella con los ojos aguados.

—No te preocupes, Lynn —dije, consolándola—. No es tu culpa. Sólo avísanos de inmediato siempre que veas algo extraño, ¿está bien? A mí, a Carmen y a tus padres… ¿Me lo prometes?

—Sí, Martina —dijo.

Si Lynn había visto una muchacha en el jardín, significaba que estábamos en peligro.

—¿Cómo era esa muchacha, Lynn? —le pregunté.

—Era rubia. Tenía un vestido negro. Estaba mirando hacia la casa, pero no nos vio.

—¿Rubia? ¿Estás segura? —le pregunté.

—Sí. Estoy segura. Y tenía el pelo largo. Pero no pude ver bien su cara. Esa no era la descripción de Susana… era, extrañamente, la descripción de la prometida de Giovanni. Sentí un inesperado alivio pensando que podría tratarse de un asunto de celos en vez de que estuviésemos siendo rastreadas por el vampyr… Aun así, no podíamos confiarnos: cualquier presencia entre las sombras era un gran motivo de sospecha.

—Ven, Lynn. Quiero que les cuentes a Carmen y a Giovanni lo que viste.

—¿Les llevamos té y galletas también? —preguntó.

—Sí, vamos —dije.

Eché una última ojeada fuera de la ventana: nada.

Lynn y yo bajamos de nuevo al salón. Giovanni tenía una mano de Carmen entre las suyas.

—¡Eso es terrible! —le estaba diciendo. Al vernos entrar, me dijo—: ¡No tenía idea de que lo ocurrido en Valais fuera tan grave!

Miré a Carmen tratando de averiguar qué tan comunicativa había sido con Giovanni. Supe que no mucho por lo que sus ojos me dijeron.

—Lo fue —dije—. Giovanni, Carmen: Lynn tiene que contaros algo.

—Había una muchacha rubia con un vestido negro parada en el jardín. La vi desde arriba. Tenía el pelo muy largo —dijo Lynn.

Carmen le dirigió una mirada inquisitiva a Giovanni.

—¿Anna? —preguntó él. Pero eso es imposible…

—Giovanni, ¿sabía tu prometida que estarías aquí? —pregunté.

—¡Ya no lo soporto más! —dijo Lynn—. ¿Cómo es que el sapo tiene una prometida y está enamorado de Carmen?

—Es un poco complicado, Lynn… —dijo Giovanni.

—¿Y bien? —le pregunté de nuevo.

—Sí, le conté que vendría a veros, pero ella está cenando en casa de los Strossner en este momento.

—¿En casa de quién? —pregunté, horrorizada.

—¡Dios mío, Giovanni! ¿Dijiste Strossner? —preguntó Carmen.

—¡Sí, sí! ¡Dije Strossner! ¿Alguien quiere explicarme qué está pasando aquí?

—Siempre tienes que llevar tu crucifijo contigo, Giovanni —dijo Lynn.

—¡Rápido, Lynn! ¡Corre arriba y llama a tus padres! —pedí.

—¿Por qué? ¿Hice algo malo? —preguntó ella.

—No. Hiciste algo muy bueno. Ve y llámalos, ¿está bien?

—¡Voy! —dijo, tomando impulso, y se detuvo un momento—. ¿Qué debo decirles?

—Diles que el… que Susana Strossner y los suyos nos han encontrado.

—¿Quién es Susana Strossner? —preguntó Giovanni con los ojos desorbitados al tiempo que Lynn desaparecía gradas arriba.

Carmen y yo nos miramos preguntándonos qué hacer. Entonces se me ocurrió. Tomé mi crucifijo y salté sobre Giovanni, estampándoselo en la mejilla.

—¡Por Dios, mujer! ¿Qué haces? —gritó él, espantado.

—¡No lo han transformado en vampyr aún, Carmen! —dije, aliviada al comprobar que la piel de Giovanni no se había quemado.

—¡Giovanni! ¡Gracias a Dios! —dijo Carmen.

—¿De qué demonios estáis hablando? —dijo él, poniéndose de pie—. ¡Ambas os habéis vuelto locas! ¡Más locas de lo que erais antes!

—¡Siéntate, Giovanni! —dijo mi amiga—. Tú no te mueves de aquí hasta que no nos lo hayas contado todo.

—¿Yo? ¿Contároslo todo? ¡Vosotras sois quienes me debéis una explicación coherente antes que salga corriendo de aquí! —exclamó Giovanni.

—¿Tiene Anna una amiga llamada Erzsébet? —le pregunté temblando. Entonces Giovanni se quedó quieto y me miró con seriedad.

—Sí… ¿por qué? —preguntó sorprendido.

—Porque esa mujer es la asesina de Amalia de Piñérez —dijo Carmen.

—¿Erzsébet Strossner? —exclamó Giovanni.

—¡Entonces sí la conoces! —dije.

—Giovanni, ¿te ha dado Anna algo de beber? —preguntó Carmen.

—¡Por supuesto que sí! ¡Estoy comprometido con la mujer, por Dios! ¿Cómo que Erzsébet es la asesina de Amalia? ¿No acababas de decirme que Amalia murió de anemia? —preguntó Giovanni.

Carmen lo sentó de nuevo en el sillón, y le dijo:

—Erzsébet Strossner produce anemia.

—Es un vampyr —dije yo.

—¿Alguien dijo vampyr? —preguntó el señor Locke terminando de bajar por las escaleras en bata de dormir y sujetando en alto su crucifijo.

—¡Esta es una casa de locos! —murmuró Giovanni.

—Buenas noches, señor Rossi —dijo el señor Locke, apurado.

—Buenas noches, señor Locke —dijo Giovanni incorporándose y estrechando la mano de Stuart.

—¿Dónde está el condenado monstruo? —preguntó este.

—Estaba afuera en el jardín —dije—. ¡Y es nada menos y nada más que la prometida de Giovanni! La mujer que nos presentó anoche, ¿recuerda?

—¡Ahora comprendo por qué olía tan mal! Con todo respeto, señor Rossi —dijo, enrojeciendo por su imprudencia.

Giovanni pareció indignarse y abrió la boca como para decir algo, pero Carmen lo miró levantando una ceja y él cerró los labios, clavando la mirada en el suelo. Pareció detenerse a pensar un par de segundos y al fin dijo, frunciendo el ceño:

—¿Por qué habláis de monstruos, asesinatos y vampyr? ¿Qué tienen que ver Arma y Erzsébet con todo esto?

—¿No te parece muy raro que Lynn haya visto una chica con la misma descripción de tu… de Arma en el jardín? —preguntó Carmen.

—Sí, me parece extraño. ¡Pero resulta que debe haber mil mujeres con las mismas características en París! —dijo él.

—Y ¿cuántas de ellas tienen una amiga llamada Erzsébet Strossner? —pregunté yo.

—Señor Rossi —dijo Stuart Locke—, escúchelas, por favor. Carmen y Martina han tenido un año fatal. Es un milagro que estén vivas. Giovanni pareció tomarse un poco más en serio al señor Locke.

—Ya sé que es difícil creerle a un hombre que habla de monstruos en camisón de dormir… —continuó—, pero le suplico que les preste atención. Yo voy a asegurarme de que todas las puertas y ventanas estén cerradas con llave. Lynn y Mariana no tardarán en bajar. Carmen, Martina: creo que vais a tener que contarle al señor Rossi toda la historia desde el comienzo. Dicho esto, se puso en la labor de revisar todas las cerraduras del salón.

—Os escucho —dijo Giovanni mirándonos con seriedad. Mientras Carmen le narraba a Giovanni las desventuras que habíamos vivido en Sainte-Marie a causa de Erzsébet Strossner, me reuní en la cocina con Lynn, Mariana y Stuart Locke.

—¿Así que el sapo tiene una enamorada y un vampyr? —le preguntaba Lynn a su mamá.

Mariana me miró y, encogiéndose de hombros, dijo:

—Pensamos que sería mejor contárselo todo. No queremos ponerla en peligro por proteger su inocencia.

—Me parece una sabia decisión —le dije—. Señor Locke, ¿ha revisado usted toda la casa?

—¡Cada rincón! —dijo él—. Sigo mirando por las ventanas pero no veo nada. Creo que la señorita Darvulia debe haber partido hace rato.

—¡Ese nombre es el más horrible que haya oído en la vida! —dijo Lynn—. Tenía que ser un vampyr.

De todos, era Lynn quien estaba menos asustada. Estaba tomándoselo todo como una aventura.

Llevamos té y galletas para todos al salón donde estaban Carmen y Giovanni.

—¡Qué pálido estás, sapo! —le dijo Lynn.

—¿Está bien que hable de todo esto delante de la niña? —le preguntó Giovanni a Mariana.

—Adelante, muchacho. Habla todo lo que quieras —le dijo ella.

—Toda la historia que me han contado me parece espantosa… —dijo—. Pero no creo que Anna sea un vampyr. Y no es que crea que me están mintiendo pero la idea de que tales criaturas existan me parece bastante inverosímil.

—Pues eres un necio, Giovanni —le dije—. No puedo creer que después de escuchar una historia semejante te vayas a dar el lujo de apelar al escepticismo.

—Lo siento, Martina, no puedo mentir. Anna me parece una buena persona y… aunque Erzsébet Strossner es un poco rara, no creo que se trate de la misma persona de quien vosotras habláis. Todo esto debe ser una simple coincidencia.

—Anna me pareció extraña cuando la conocí —le dije—. Y su aroma… ¡me recordó al de Erzsébet!

—¿Hace cuánto llegó Erzsébet a París? —preguntó Carmen.

—Hace unos nueve meses —respondió Giovanni.

—¿Y hace cuánto conoces a Anna? —pregunté yo.

—La conocí hace más o menos diez meses, y hemos estado comprometidos hace cinco —dijo él.

—¿En qué circunstancias la conociste? —le preguntó Carmen.

—Mi tío Lorenzo me envió una carta el año pasado, contándome que la hija de unos muy queridos amigos suyos debía venir a París a comprar una propiedad, y me pidió que la alojara en mi casa mientras ella realizaba los trámites pertinentes. La chica resultó ser Anna —dijo Giovanni.

—¿Ella vive en tu casa? —preguntó Carmen, perturbada. ¿Estaría celosa?

—No. Se mudó en cuanto adquirió su propia casa, pero seguimos frecuentándonos después de eso —dijo él.

Pude ver en los ojos de Carmen que quería preguntarle más, pero no dijo nada.

—El que haya llegado a su vida por medio de una carta me parece más que sospechoso. No quiero ser entrometida, pero hemos entrado en confianza muy pronto por la fuerza de las circunstancias, señor Rossi —dijo Mariana.

—Por favor, llámeme Giovanni —pidió él.

—Bien, Giovanni —dijo Mariana—. Después de lo ocurrido con las cartas de Stuart y Martina… y todo ese lío de las cartas de amor de Regina Bailey… lo que quiero preguntarle es: ¿no habrá alguna posibilidad de que su tío no haya escrito esa carta?

Giovanni se quedó pensativo unos instantes.

—¿Conserva aún la carta? —preguntó Mariana.

—Es posible —dijo Giovanni.

—Podría compararla con alguna anterior, si fuese posible —sugirió el señor Locke.

—Todo esto es demasiado siniestro —dijo Giovanni—. Pero revisaré las cartas.

—Ahora que ya sabes la forma en que Erzsébet convirtió a Amalia en vampyr —le dije a Giovanni—, espero que hayas hecho una recapitulación consciente de toda tu relación con Anna y te hayas asegurado de que la última no te haya dado de beber nada extraño… Sobre todo, espero que no hayas unido tu sangre con la de ella.

—¡Por Dios! ¿Qué clase de persona crees que soy? Esas cosas me horrorizan —dijo Giovanni.

—Yo creo que es imperativo que deshagas ese compromiso cuanto antes —dijo Carmen.

Las mejillas de Giovanni adquirieron algo de color y dijo, mirando a Carmen:

—Eso es algo de lo que puedes estar segura… pero por razones muy diferentes a que su amiga Erzsébet sea la misma Susana Strossner que Martina vio aullar frente a un crucifijo.

Entonces me disculpé unos minutos y fui a la habitación a buscar algo. Volví a asomarme a la ventana pero no había ni rastros de Anna Darvulia. Bajé rápidamente pues estaba asustada aunque estuviese en tan buena compañía.

—Por cierto, Martina —dijo Giovanni con los ojos entrecerrados cuando volví al salón—, casi me matas del susto con la forma en que te abalanzaste sobre mí a estamparme la cara con ese crucifijo. ¿Estás segura de que no fue eso lo que mató a Susana Strossner?

—Qué gracioso te has puesto, Giovanni. No deberías tomarte a la ligera lo que te hemos contado acerca de los vampyr… ten presente que el escepticismo nunca le ha salvado la vida a nadie. Y, precisamente, para que estés protegido de esos seres infernales, te he traído esto… —dije, extendiéndole lo que había ido a buscar a la habitación.

—¿Un crucifijo? —preguntó Giovanni.

—Sí —dije—. Era de mi padre. Yo ya tengo uno. Pónselo, Carmen.

—Me siento un poco mal aceptando una joya familiar, Martina. Además, es muy hermoso —dijo Giovanni.

—No te sientas mal. Me hará feliz saber que lo llevas puesto. Mucho más feliz que tenerlo en un cofre —dije.

Carmen se incorporó y le puso el crucifijo a Giovanni alrededor del cuello.

—Quiero que me prometas que no te lo quitarás por ningún motivo —le pidió Carmen.

—Te lo prometo —dijo Giovanni—. Nunca se sabe… Erzsébet Strossner podría ser la despiadada vampyr que asesinó a Amalia de Piñérez.

—¡Así se habla! —dije.

Tuve la sensación de que Giovanni se estaba dejando convencer de llevar el crucifijo más por amor a Carmen que porque creyese nada de lo que le habíamos dicho, pero eso no importaba con tal de que estuviera a salvo.

—El escepticismo nunca le ha salvado la vida a nadie… Me gusta esa frase, Martina —dijo Giovanni.

—Qué bueno. Es la verdad —dije, sonriéndole.

Estaba favorablemente impresionada con Giovanni Rossi; en definitiva no era el mismo chico con quien Carmen había tenido un romance hacía casi tres años. Su cambio de actitud incluso lo hacía parecer algo mayor. Mi amiga debió tener el mismo pensamiento porque le dijo:

—Cuánto has cambiado, Giovanni.

—Me alegra que te des cuenta de ello —dijo él, esbozando una sonrisa. Quién habría pensado que algún día iba a perder todos los aires de vanidad y afectación del pasado.

—Yo creo que deberíamos sellar la casa ahora mismo —les dije a los señores Locke—. El padre Anastasio me dio una botella con una solución especial de agua bendita y sal exorcizada para proteger las viviendas de los espíritus malignos. ¿Me acompañarían? Me da algo de miedo hacerlo sola.

Stuart, Lynn, Mariana y yo fuimos a recorrer toda la casa bendiciendo cada pared y ventana con la solución del padre Anastasio.

—Me da una terrible sensación que Lynn haya visto a esa mujer allá afuera —dije.

—Aun si ella también fuera un vampyr… es posible que sólo estuviese vigilando a su presa, es decir, Giovanni. Tal vez no sepa que usted y Carmen están aquí —dijo el señor Locke.

—Creo que eso es imposible, Stuart —le dije—. Ella es una amiga cercana de Erzsébet y nos conoció ayer. Y Giovanni le dijo que iba a venir a vernos esta noche. Debe haberlo seguido —dije.

—Martina tiene razón —dijo Mariana—. Aunque… el hecho de que Giovanni esté comprometido con Anna, quien es amiga de Erzsébet, quien estuvo en el mismo internado de Sainte-Marie… es demasiado diciente.

—¿A qué te refieres, querida? —le preguntó Stuart a Mariana.

—A que son muy pocas personas que se conocen entre sí como para que la relación de Anna y Giovanni sea coincidencial —dijo Mariana.

—¿No pensarás que el señor Rossi…? —comenzó a decir Stuart.

—No, no —dijo Mariana—. El muchacho no parece tener un pelo de malo… Se me ocurre que Anna Darvulia debe haber llegado a él por una razón específica.

Nos sentamos en la cama de Lynn, pues estábamos sellando su habitación en ese momento.

—Quiero escuchar todo lo que tenga que decir al respecto, Mariana —dije—. Me parece que está llegando a un descubrimiento importante.

—Tenemos en nuestras manos el recuento de una gran cantidad de acontecimientos extraños —prosiguió ella—. De todos, el que lleva más tiempo ocurriendo es el fenómeno de las supuestas cartas de Giovanni a la señorita Bailey.

—Eso es cierto —dije—. Continúe, por favor.

—Si pusiéramos los sucesos en orden cronológico, tendríamos lo siguiente: primero, la señorita Bailey recibe cartas de parte de Giovanni Rossi que él dice jamás haber escrito. Segundo, aparece Susana o Erzsébet Strossner en Sainte-Marie y trata de matarte. Tercero, la misma seduce a Amalia, quien está enamorada de Giovanni, con falsas promesas de amistad. Cuarto, Susana Strossner queda atrapada en un ataúd durante un mes y medio. Luego, mata a Amalia de Piñérez y huye de Sainte-Marie. Casi inmediatamente después, Giovanni recibe a Anna Darvulia en su propia casa y unos pocos meses después se comprometen. ¿Notáis cómo parece haber una relación entre todos esos hechos? —preguntó Mariana.

—Viéndolos de esa forma, pareciera como si Giovanni fuese una pieza de vital importancia para los vampyr —dije—. ¡Es usted muy inteligente, Mariana!

—Gracias, Martina. Como os decía, entonces: no me parece nada coincidencial que esa mujer Darvulia haya llegado a Giovanni.

—Estoy convencido de que estás en lo cierto, querida —dijo Stuart Locke.

Nos levantamos de la cama y cerramos la puerta de la habitación. Esa noche, Lynn dormiría con sus padres.

—No saben cuánto siento que los vampyr hayan llegado a sus vidas por mi culpa —les dije a Mariana y Stuart—. Si no hubiese sido por mí, ustedes no estarían en peligro.

—¡Tonterías, Martina! —dijo el señor Locke—. Si nos vamos a poner con absurdos remordimientos, ¡la culpa es mía por ser su abogado! Usted no es responsable de la existencia de esas abominables criaturas —dijo.

Agradecí la bondad del señor Locke, pero no podía dejar de sentir remordimiento por el hecho de que Anna Darvulia estuviese acechando su hogar. Me prometí partir de París en cuanto me mese posible. Los señores Locke se quedaron en su habitación y yo volví a bajar al salón. Carmen y Giovanni estaban de pie y él estaba abrazándola con ternura. Al verme llegar, Carmen me dijo:

—Giovanni ya se va, Martina.

—¿De veras, Giovanni? No me gusta nada la idea de que te vayas ahora. Estoy segura de que Stuart y Mariana comprenderían que pasaras la noche aquí —dije.

—Te creo, Martina. Sin embargo, tengo muchas cosas que hacer en la mañana… Y no me sentiría bien quedándome aquí sin el permiso de los señores Locke —dijo él.

—Giovanni… las cartas misteriosas a Regina Bailey y la repentina aparición de Anna Darvulia en tu vida parecen indicar que tú eres apetecido por el enemigo y no de forma coincidencial. Te suplico que tengas muchísimo cuidado. Trata de no estar a solas con Anna en ningún momento y muchísimo menos con Erzsébet Strossner —le dije.

—Y no vayas a contarles nada de esto por ningún motivo. Ni una sola palabra —le pidió Carmen.

—Descuida. Tendré mucho cuidado. De todas formas, no pensaba ver a Anna hasta dentro de unos días.

Giovanni partió y Carmen y yo subimos a nuestra habitación.

—¿Y bien? —le pregunté a mi amiga—. ¿Ya revivió el amor que un día sentiste por Giovanni?

—Jamás —dijo—. Puede que él esté actuando de forma diferente, pero… ¿cómo borrar el pasado?

—¡Carmen! Me sorprendes. Hubiese jurado que estabas cayendo en la telaraña del amor una vez más —dije.

—No sé de qué te extrañas. Tú misma me dijiste que tenía que seguir con el juego al que di inicio enviándole esa carta… y tenías toda la razón. Ahora resulta que esta comedia va a salvarle la vida.

—Pobre de Giovanni. Está convencido de que le correspondes —dije.

—¿Pobre de Giovanni? ¡Pobre de Giovanni con Anna Darvulia! —exclamó Carmen.

—Cierto… Bueno, ahora tenemos que averiguar dónde vive Erzsébet Strossner. Es nuestra oportunidad para darle muerte a ese vampyr de una buena vez.

—¿Tú crees que Anna Darvulia también sea uno de ellos? —preguntó Carmen.

—¿Creerlo? ¡Estoy segura de ello! —dije—. Tendremos que sacarla del panorama también.

—¿Cuántos de ellos habrá?

—Quién sabe. Tal vez sean varios… Estoy muy asustada, Carmen. Y quisiera irme de aquí cuanto antes. No quiero seguir poniendo a los Locke en peligro —dije.

—Tendremos que actuar con presteza —concluyó Carmen.

—¿Cuándo verás a Giovanni de nuevo? —le pregunté.

—Mañana después de merendar. Le dije que iríamos a su casa.

—Bien. Compararemos las cartas de su tío y haremos que nos muestre dónde queda la casa de Erzsébet —dije.

—Martina… no me dejes tanto tiempo a solas con él, ¿quieres? —me pidió.

—Haré todo lo posible por quedarme con vosotros todo el tiempo, no sea que se le vaya a ocurrir besarte… —prometí.

—Gracias —dijo.

Me quedé gran parte de la noche vigilando que no hubiera nadie en el jardín desde la ventana de nuestra habitación, y al fin el sueño me venció. A la mañana siguiente, fuimos con Lynn y Mariana a la sastrería a probarnos algunos de los vestidos y luego pasamos por la iglesia a recoger más agua bendita.

—Quisiera que el padre Anastasio estuviera aquí —dije—. Voy a escribirle contándole que el vampyr está en París.

—Enviaremos la carta directamente desde el correo —dijo Mariana—. Debemos evitar que vuestras cartas sean interceptadas.

—Cierto —dije—. Le pediré al padre Anastasio que me escriba a Pest de ahora en adelante. Esa casa está vacía y pronto tendré que ir a darle una vuelta.

—Sabia decisión —dijo Mariana.

Después de eso, Carmen y yo nos sentamos a revisar los libros que habíamos comprado en el almacén de libros antiguos pero no encontramos nada que pudiese ser relevante a nuestra causa. Merendamos en el jardín con la familia Locke, pues estaba haciendo un día hermoso.

—Le traeremos las cartas del tío de Giovanni para que pueda examinarlas en la tarde, Stuart —le dije al señor Locke.

—Excelente idea —dijo él—. Soy hábil para analizar escrituras y firmas. Carmen y yo fuimos a casa de Giovanni hacia la una de la tarde. El sol brillaba sobre las calles y la ciudad se veía muy animada.

—Quisiera quedarme a vivir aquí —dijo Carmen.

—Tal vez algún día puedas hacerlo —le dije con segunda intención. Si algún día ella y Giovanni… No, Carmen nunca olvidaría lo insoportable que él había sido.

Cuando llegamos a su casa, la misma mujer nos abrió la puerta y nos condujo al despacho.

Giovanni estaba absorto en la revisión de algunos documentos y no se percató de que habíamos entrado. Tenía un mechón de liso pelo dorado cayéndole sobre la cara y sopló hacia arriba para quitárselo de encima. Ese día no se había afeitado y una leve sombra marrón le cubría el rostro.

—Giovanni —dijo Carmen.

Él elevó la mirada hacia nosotras y, sin levantarse, dijo:

—Acercaos. Tenéis que ver esto.

Nosotras nos precipitamos a su escritorio. Tenía varias cartas esparcidas sobre el mueble.

—Estas son las cartas de mi tío Lorenzo antes de que me escribiese hablándome de Anna… y esta es la carta donde me pide que la reciba en mi casa.

A simple vista, la letra parecía ser la misma. Estaban escritas en italiano.

—¿Veis lo que veo yo? —preguntó Giovanni.

Tomé una de las cartas anteriores en una mano y la más reciente en la otra.

—La verdad, no veo ninguna diferencia —dije.

—Lee la última carta con atención —insistió Giovanni. Lo hice. Aún no noté nada.

—Lo siento —dije—. No veo qué es lo que nos quieres mostrar.

—Dame acá —dijo Carmen, cogiendo la carta.

—¿Cuál es el detalle más llamativo de esa carta? —preguntó Giovanni. Me asomé por encima del hombro de Carmen y miré muy bien la firma. Era igual a las demás.

—Es la misma letra y la firma es idéntica —dijo Carmen.

—Exactamente —dijo Giovanni—. Lo más interesante de esa última carta es que el nombre de Anna Darvulia brilla por su ausencia.

Era cierto. Volví a releer la carta y el nombre de la señorita que Giovanni debía recibir no estaba por ningún lado.

—¿Dónde vive tu tío Lorenzo, Giovanni? —pregunté.

—En Florencia —dijo él.

—Creo que deberías escribirle al respecto de este asunto, pidiéndole que te conteste a otra dirección. Pregúntale cuál es el nombre de la persona que te estaba pidiendo que alojaras.

—Lo haré —dijo él—. Aunque todo esto no significa que Anna no sea la misma persona.

—No. Y que tu tío corroborara que Anna Darvulia sí es la persona que te pidió que alojaras aquí tampoco significaría que ella no es un vampyr —dije.

—Supongo que no —dijo él—. ¿Deseáis beber algo?

—No, gracias —dijo Carmen. Yo negué con la cabeza.

—Quiero que nos muestres la casa de Erzsébet Strossner —dije—. Y también la de tu querida Anna.

—No están muy lejos de aquí —dijo él—. Podemos ir ahora mismo, si así lo queréis.

—Señor Rossi —dijo la criada entrando a la habitación—, ha llegado este sobre para usted.

—Gracias, Solange —dijo él—. ¿Qué será esto?

Giovanni abrió el sobre que Solange le había entregado.

—Ah, es un recordatorio para la fiesta de Johannes Ujvary —dijo—. Es gracioso que se haya tomado la molestia de enviar esta nota además de la invitación; nadie olvidaría semejante acontecimiento.

Nos mostró la nota para que la viésemos.

—¿Quién es Johannes Ujvary? —pregunté.

—Hasta hace un par de meses nunca había siquiera escuchado mencionar su nombre pero últimamente suena por todos los salones de París. Al parecer es un hombre muy rico que se mudó este año a la ciudad y ha comprado el castillo de Salles entre otras varias propiedades.

—¿Cuál es el motivo de la invitación? —preguntó Carmen.

—Lo ignoro. Debe querer relacionarse con posibles clientes —dijo Giovanni.

—Y… ¿piensas ir? —preguntó Carmen.

—Estoy intrigado. He oído hablar tanto del hombre que al menos quiero conocerlo. Además, la fiesta es en el castillo y nunca he estado allí. Quisiera ver el lugar —dijo.

Cuando daban las dos de la tarde, fuimos con el cochero de Giovanni a ver las casas de Erzsébet y Anna. Quedaba la una al lado de la otra. Noté que las cortinas de ambas casas eran oscuras y estaban cerradas, y recordé que el día anterior había visto algo similar.

—¿Por qué habías mandado cerrar todas las cortinas de tu casa ayer, Giovanni? —le pregunté.

Aunque las cortinas de Giovanni no eran oscuras, me había llamado la atención que no estuviesen descorridas como en épocas anteriores.

—Es curioso que lo menciones, Martina. Cuando Anna estuvo quedándose en mi casa, le pidió a Solange que lo hiciera. A mí esos detalles me tienen sin cuidado y no me opuse. Anna es muy sensible a la luz del sol; dice que quiere cuidar su piel. Apenas hoy que sabía que vosotras ibais a ir a visitarme pensé en hacerlas descorrer de nuevo. Como Anna es una persona nocturna, cada vez que la veo estoy despierto hasta muy tarde, y había estado durmiendo gran parte del día los últimos meses. Ni siquiera me había percatado de que la luz solar no había vuelto a entrar a mi casa. El barrio de Erzsébet estaba oscuro y gris a diferencia del resto de la ciudad.

—¿Recuerdas que el día en que Susana Strossner llegó a Sainte-Marie el cielo se nubló y el sol no volvió a salir, Carmen? —pregunté.

—Sí —dijo ella—. Lo recuerdo muy bien.

—¿Notas alguna similitud con este escenario? —pregunté.

—¿Cómo es que este barrio está completamente nublado y el sol brilla en el resto de París? —preguntó Giovanni mirando hacia arriba.

—Eso mismo me preguntaba yo —dije—. Al parecer nuestros enemigos arrastran una capa de oscuros nubarrones sobre sí.

—Y también se aseguran de cerrar muy bien las cortinas —dijo Carmen.

—Creo que debería llevaros a casa ya —dijo Giovanni—. Me estoy asustando de verdad.

—Haces bien —le dijo Carmen.

Giovanni le pidió a su cochero que se dirigiera a la casa de los Locke. Efectivamente, al salir del barrio de Erzsébet, el sol volvió a refulgir.

—¿Lo veis? —les dije—. Aquí no hay coincidencias.

Cuando entramos a casa de Stuart y Mariana, Giovanni se despidió de nosotras en la puerta:

—Os veré mañana —dijo.

—Mantente alejado de Anna —dijo Carmen.

—No te preocupes —dijo él—. No tengo ninguna prisa en verla de nuevo.

Diciendo esto, partió a su casa y nosotras nos dispusimos a tomar una taza de chocolate con los Locke. Le había llevado las cartas del tío de Giovanni a Stuart para que pudiese echarles un vistazo.

—¿Ha escuchado hablar de un Johannes Ujvary, Stuart? —le pregunté después de beber un sorbo de mi chocolate caliente.

—Johannes Ujvary… El nombre me suena conocido. ¿Quién es? —dijo el señor Locke.

—Según nos dijo Giovanni, es un hombre muy rico que llegó a París hace poco. Está ofreciendo una fiesta esta noche en el castillo de Salles, que acaba de adquirir recientemente —dijo Carmen.

—No sabía que el castillo de Salles estuviera en venta —dijo el señor Locke—. Debo haber estado muy embebido en mis asuntos laborales para no haberme percatado de ello. Aun así, estoy casi seguro de haber escuchado el nombre antes…

Tomé una galleta mientras el señor Locke examinaba las cartas de Lorenzo Rossi a su sobrino.

—Todas parecen haber sido escritas por la misma persona —dijo—. Pero las revisaré con mi lupa en un rato. Nunca se sabe.

Terminamos la merienda y me retiré a tomar una siesta. Estaba muy cansada pues había pasado gran parte de la noche anterior vigilando cualquier movimiento extraño que pudiese haber en el jardín. Alrededor de las seis de la tarde, Carmen me despertó abruptamente:

—¡Martina! ¡Despierta! Tienes que venir conmigo de inmediato. El señor Locke encontró algo en las cartas del señor Rossi que te va a dejar muda.

—¿Qué es? —pregunté, incorporándome del lecho tan pronto como pude.

—Acompáñame, quiero que lo veas con tus propios ojos —dijo ella. Seguí a Carmen al despacho del señor Locke. ¿Qué habría descubierto?

—Venga acá, Martina —dijo el señor Locke—. Tome el papel y obsérvelo a contraluz.

Con manos temblorosas, sostuve una de las cartas de Lorenzo Rossi contra la luz de la vela. Estaba tan exaltada que al principio no vi nada pero, poco a poco, una figura comenzó a dibujarse ante mis ojos a lo largo del papel.

No podía creerlo.

—¡La cruz Patriarcal! —dije.

—Sí. Y no es sólo esa carta. Todas la tienen. Compruébelo usted misma —dijo el señor Locke.

Al observarlas todas con detenimiento, la figura de la cruz se hacía cada vez más evidente. Unas pequeñas flores de lis se enredaban en ella.

—Carmen, Stuart, hay más —les dije.

Al acercar el papel a la vela, el dibujo de la cruz Patriarcal y las flores se oscureció.

—¡El sello! —gritó Carmen.

—¿Qué significará todo esto? —pregunté—. ¿Será posible que Giovanni se haya percatado de este detalle?

—Lo dudo mucho —dijo Carmen—. Nos lo habría dicho.

—¿Le mencionaste tú algo del sello misterioso cuando le narraste la historia de Susana Strossner en Sainte-Marie? —le pregunté.

—No lo creo —dijo Carmen—. Sólo le conté lo esencial, como los ataques de Valais y la historia de Amalia.

—Tenemos que ir a casa de Giovanni ahora mismo —dije. Así lo hicimos.

—Espero que no se haya ido aún a la fiesta —dijo Carmen, cuando nos hallábamos frente al portón de la casa de nuestro amigo.

—Yo también —dije.

Pero habíamos llegado demasiado tarde. Giovanni había partido hacía pocos minutos.

—¿Qué propones que hagamos? —me preguntó Carmen.

—No sé tú… pero yo estoy demasiado impaciente para esperar hasta mañana. Necesitamos hablar con Giovanni esta misma noche —dije.

—¡Esto es increíblemente interesante! —exclamó ella.

—Es imperativo que nos cuente si sabe algo al respecto del sello. ¿Será posible que se trate de algún emblema familiar? —pregunté.

—Todo es posible. Ay, Martina, ¡por fin tenemos una verdadera pista del sello de las notas misteriosas!

—Este ha sido un golpe de suerte excepcional —le dije—. No puedo esperar a hablar con Giovanni. ¿Te das cuenta de que podría incluso llevarnos a descubrir la identidad del autor de las cartas?

—¡Claro que me doy cuenta! Oye, Martina, no pensarás que Giovanni pueda ser… —comenzó a decir ella.

—En este momento no descarto nada —la interrumpí—. Mi queridísima amiga: prepárate a conocer el castillo de Salles.

—¿Cómo? ¿Estás sugiriendo que vayamos a la fiesta de Johannes Ujvary? ¡Ni siquiera hemos sido invitadas! —dijo Carmen.

—¿No crees que nuestra curiosidad es más importante que ningún protocolo social, Carmen? —le dije con una sonrisa y guiñándole el ojo.

Mi amiga me miró unos segundos y dijo:

—¡Al castillo de Salles!

Después pareció quedarse pensativa unos instantes.

—¿En qué piensas? —le pregunté.

—En que si vamos a aparecemos en la gala de un hombre tan rico, lo mínimo que deberíamos hacer es tratar de camuflarnos un poco.

—¿Cómo? —pregunté.

—Poniéndonos guapísimas —declaró, riendo.

—Estoy de acuerdo contigo, mi sabia amiga —dije.

Volvimos a casa de los Locke y comenzamos a prepararnos para ingresar de forma subrepticia en una de las fiestas más importantes de París de aquella noche. Me puse un vestido entre rojo y naranja hecho a mi medida, y Lynn me peinó con varias horquetillas de coral que habían sido de mi madre. Entonces recordé algo que había escuchado en Sainte-Marie hacía un año. ¿No había dicho alguien que la familia de Susana estaba comprando gran cantidad de propiedades en París? Se me ocurrió la posibilidad de que Erzsébet Strossner estuviera invitada a la fiesta del señor Ujvary si su familia era en realidad tan poderosa. Se los dije a Carmen y a los Locke, y decidimos que debíamos tomar todas las precauciones posibles cuando de esos asuntos se tratara. Carmen y yo alistamos los implementos que íbamos a llevar a la fiesta en caso de que Erzsébet o su amiga Anna estuviesen allí: había comprado un saquito de seda traído de India, y en él metimos la solución del padre Anastasio y un afilado cuchillo de la cocina envuelto en un pañuelo.

—Esta vez no perderé el tiempo si veo a Erzsébet Strossner —le dije a Carmen.

—Luces hermosa, Martina —me dijo Mariana al verme cuando ya había terminado de acicalarme—. Estoy segura de que, si llegas a encontrártelos, todos esos vampyr caerán rendidos a tus pies.

—Ojalá así sea… literalmente —le dije, guiñándole un ojo.

Carmen eligió para la ocasión un vestido blanco que resaltaba el color aceitunado de su tez.

—¿Cómo esperas que Giovanni no sufra si continúa viéndote tan guapa, Carmen? —le pregunté.

—Te lo repito: sólo estoy haciéndole un favor al alejarlo de ese vampyr que se hace llamar Anna Darvulia —dijo—. Además… si Giovanni fuese el autor de las notas misteriosas… es muy posible que esté más enamorado de ti que de mí.

La miré con ojos incrédulos y ella me sonrió, indicando que bromeaba. La familia Locke nos dio mil bendiciones antes que partiéramos a la fiesta.

—No se separen —dijo el señor Locke—. Dos pueden más que una.

—Tened muchísimo cuidado —dijo Mariana—. No estaré tranquila hasta que estéis de vuelta.

—El que estemos en casa no es ninguna garantía de seguridad, amigos míos —les dije—. Sólo estaremos realmente a salvo cuando les hayamos dado muerte a los vampyr.

Dejamos a la familia Locke custodiada por sus crucifijos y subimos al coche, adentrándonos de nuevo en la ciudad.