EL INTERNADO

Susana Strossner llegó al internado el último día del que parecía haber sido Octubre más largo de mi estadía en Sainte-Marie. No había parado de llover en dos semanas y el árbol que solía contemplar cada vez que estaba sola en mi habitación se había caído a causa de una borrasca de la noche anterior.

Era un árbol formidable que no perdía su denso follaje durante el invierno y parecía quedar solo, presidiendo la colina a medida que el año avanzaba. Siempre se lo veía más hermoso e imponente, y yo fantaseaba con subir a lo alto de su copa para ver más allá del bosque que nos separaba del resto del mundo. La madrugada en que cayó a tierra se proclamaba un chubasco aún peor que los días anteriores; la lluvia azotaba las piedras con tanta inclemencia que temí que se rompiera el ventanal. Como no albergaba la esperanza de tener un poco más de claridad a causa del mal tiempo, volví a encender la lámpara de aceite que había dejado al pie del tocador. Era mi cumpleaños y tenía un mal presentimiento.

Por más que pensé que tal vez el agua y el jabón perfumado se llevarían los regazos de una noche llena de sueños intranquilos, no podía desprenderme de la sensación de que algo andaba mal. Me había levantado una hora antes del llamado y faltaba todavía bastante para que saliera el sol. En vista del desasosiego que sentía, empecé a pasearme por la estancia, persiguiendo mi propia sombra. No sé qué me hizo asomarme por a la ventana. Tal vez escuché el llamado de auxilio del árbol a través del fragor que la ventisca provocaba.

Los techos de la edificación retumbaba bajo el granizo, y el eco de los truenos recorría los pasillos adyacentes a mi habitación. Hice la pesada cortina a un lado y quedé poco menos que estupefacta frente al espectáculo que ofrecía semejante tormenta: el negro del cielo era surcado a intervalos cada vez más cortos por un rayo incandescente y la vegetación había quedado sumida en la danza desenfrenada de las corrientes del norte. Las montañas se recortaban contra el horizonte con la intermitente claridad de las centellas. Agua y más agua caía y lo hacía descartando todas las emociones acumuladas de los amotinados nubarrones.

Aún no sé cuánto tiempo estuve allí de pie, tal vez siendo la única espectadora de aquella sinfonía de ira celestial, pero podría haber transcurrido una hora o un minuto. Cuando más furiosa rugía la naturaleza, logrando demostrarme cuán inconsecuente era mi existencia en comparación con su poderío, todo cesó. El agua, el viento y los truenos quedaron suspendidos y reino el silencio. No se oía el crujir de una hoja ni el tintineo de una gotera solitaria. Una niebla espesa comenzó a deslizarse serpentinamente desde el espacio que se dibujaba entre las dos cumbres más empinadas que había frente a mi ventana y escuché la insinuación de un galopar en la distancia. La cascada de niebla alcanzó mi árbol en un abrir y cerrar de ojos, cerniéndose a su alrededor con la forma de una mano blanquecina de dedos largos y huesudos. En el momento en que los dedos de bruma se cerraron sobre el árbol, la tempestad se reanudó y no pude ver nada durante algunos minutos.

Ya se anunciaba el alba, las imágenes que la precedieron estarán grabadas en mi memoria para siempre: un relámpago iluminó la colina donde había visto el árbol quedar envuelto en un blanco sudario. La tierra había sido levantada y mi magnífico amigo había sido despojado de su trono. Como una pieza de ajedrez, yacía tirado sobre el fango con las enormes raíces expuestas, sin la dignidad que su muerte le merecía. Quise gritar, pero me falto la voz. Me llevé los dedos a la garganta y tuve la escalofriante impresión de que una maldición se anunciaba. El agua teñida de tierra rojiza rodó colina abajo hasta los escalones empedrados, pareciendo mancharlos con la sangre del rey del bosque. Había amanecido, pero la claridad del sol no podría haber disipado la oscuridad que había caído sobre nuestras vidas. Noté que la lama de mi lamparita se había extinguido.

Fue entonces cuando vi el carruaje. Lo tiraban cuatro briosos sementales de largas crines lisas, y se diferenciaba de los coches que solían llegar hasta Sainte-Marie por ser más estilizado y elegante la madera estaba pintada de un negro muy brillante y tenía hermosos grabados de plata sobre las puertas. Las cortinas eran de color rojo borgoña y, a juzgar por la lujosa apariencia de la calesa, adiviné que debían estar hechas del más fino terciopelo. E cochero iba vestido de forma impecable pero no pude observar su rostro; el sombrero de ala ancha no me lo permitió.

No sabía que esperásemos la llegada de un visitante ese día y me sorprendí cuando el coche cruzó el umbral para detenerse a la entrada del edificio. El cochero se bajó de su asiento de un salto y tiró con fuerza de la campana que se balanceaba en el intersticio de muro exterior. Lo hizo contundentemente pero una sola vez. El tañido de la campana nunca me había estremecido antes, siempre me había parecido alegre pero esta mañana me dio la impresión lúgubre, como si estuviera haciendo llamado a un entierro. Al poco tiempo salió la señorita Ricci. Noté que estaba muy agitada. Cruzó un par de frases con el cochero y él pareció interrumpirla, dominando la conversación durante un par de minutos. Luego la señorita Ricci gesticuló con los ademanes de quien recibe una agradable sorpresa. El cochero avanzó hasta la parte posterior del coche y procedió a bajar tres grandes baúles, a cual más bellamente tallado, depositándolos con cuidado sobre la sobre la estrecha parte seca del rellano de las escaleras que conducían a la puerta principal. A continuación, el hombre se arregló el cuello del abrigo y se enderezó para abrir la puerta del coche con talante ceremonioso.

Lo primero que pude vislumbrar fue la delicada punta de bota que se apoyó en el escaloncito de metal del coche, escapando de los vuelos de unas faldas de riquísima tela negra. Luego se asomó una pálida mano femenina que encontró la que ofrecía el cochero. Lo último que se vio ese gris amanecer fue el níveo rostro de Susana Strossner coronado por las cascadas de su cabellera color vino. Y digo que fue lo último que se vio pues, desde que Susana llegó, la distante figura del sol quedó cubierta por un lóbrego manto de nubes y ya nunca más volvió a amanecer.

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Esa mañana, cuando bajé a la capilla para la misa diaria, había gran revuelo entre mis compañeras.

—Y tú, Amalia, ¿habías escuchado hablar de ella alguna vez? —preguntaba Carmen Miranda, mi mejor amiga, a Amalia Piñérez, su compañera de habitación.

—Nunca —replicó Amalia—. Pero según Josefina Alcofrado, la señorita Ricci le dijo a la señora Riedel que su familia es tan inmensamente rica que está comprando todo parís. Bueno, todo parís es un decir, pero tú me entiendes. Me pregunto cómo es que no te la mencionaron siquiera durante la temporada que pasaste allá el año pasado. La habrían invitado a algunos bailes, ¿no?

—No lo creo —interrumpió Regina Bailey—. Parece ser que el motivo de que haya llegado al internado de Sainte-Marie es precisamente ser preparada para su presentación en sociedad el año que viene.

—¿De quién habláis? —me atreví a preguntar.

—¡Martina! Por fin llegas —dijo Carmen—. Hablábamos de Susana Strossner, la alumna que llegó a Sainte-Marie esta mañana.

—Debe tratarse de la misma persona que vi llegar al amanecer —dije a mi pesar, pues no deseaba contarles con cuanta atención había observado cada movimiento de Susana escondida detrás de mi cortina.

—¡Cómo! ¿La has visto? —pregunto Amalia, abriendo sus ojillos verdes tanto como los cuencos que los albergaban se lo permitían—. ¡Cuéntanoslo todo! ¿Es alta? ¿Rolliza? A que es muy poco agraciada… ¿A que sí?

—Siento decepcionarte, Amalia, la verdad es que es una belleza rara —les conté.

—¿Y bien? ¡Descríbenosla! —pidió Regina.

—Pues… es blanca y fina como la lápida de mármol. Tiene cabello rojo… bueno, no es rojo, es de un color que nunca había visto antes. Color… sangre.

—Pero, Martina, qué selección de palabras más sombría —dijo Carmen entrecerrando los ojos—. Parece que estuvieras describiendo un espectro y no a una chica.

—Lo sé —respondí—. No me encuentro bien. Debe ser por la muerte de mi árbol.

—¿Cómo que tu árbol? Y, ¿cómo que muerte? —inquirió Amalia—. ¿De qué hablas?

—El árbol grande del jardín se cayó anoche durante la tormenta —expliqué.

—¡No ese árbol! —exclamó Carmen—. ¿Cómo puede ser?

—Creo que averiguaré más acerca de Susana Strossner hablando con la señorita Riedel —dijo Regina Bailey—. Cuando Carmen y Martina comienzan a hablar de sus rarezas la conversación se pone realmente fastidiosa. Ven, Amalia, vamos de qué se han enterado las demás.

Amalia siguió a Regina como su más fiel esclava, y ambas se perdieron tras los negros vestidos de nuestras compañeras. Regina Bailey era considerada la chica más hermosa de nuestro internado y actuaba como tal. Siempre recogía sus cabellos castaños en un tocado alto y caminaba con la nariz apuntando el cielo. Sus cuervas eran muy generosas y procuraba ostentar su escote cuando la ocasión se lo permitía lo que, en Sainte-Marie, era muy rara vez. Amalia Piñérez, en contraste, era como una tímida ratoncita española que arrugaba el diminuto morro sin cesar ora a causa de sus alergias, ora por costumbre. Tenía las mejillas cubiertas de peces y el pelo rubio y rizado. Era la única que se entusiasmaba sinceramente con las más banales minucias de la vida de Regina y era, por esta razón, su más leal y devota compañera.

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Aunque las alumnas de Sainte-Marie provenía de diversos lugares de Europa, se nos instaba a hablar siempre en francés para aquellas que no lo dominaban llegaran a hacerlo con fluidez antes de volver a sus hogares. Carmen y yo hablábamos en castellano, que ella me había enseñado, pero habíamos desarrollado un lenguaje de escritura secreto para poder enviarnos notas que no pudiesen ser comprendidas por nadie en caso de ser interceptadas. En ellas nos poníamos de acuerdo para jugarle alguna broma a alguien (este alguien era usualmente Regina) o hablar de los pocos chicos que conocíamos.

Carmen solía invitarme a pasar las vacaciones con ella, cosa que encantaba a mi tío Eduardo y a su esposa, quienes, por motivos ajenos a mi conocimiento, nunca se habían interesado por supuesto, manejar la herencia de mis padres. Cumplían con pagar las cuentas del internado y con hacerme llegar el dinero suficiente para cubrir mis necesidades a través del señor Locke, que había sido el abogado de mi padre cuando este vivía. No me faltaba, pues, nada, y para mí Carmen era mi hermana y única familia.

—Dios mío, Martina, por poco lo eh olvidado: ¡feliz cumpleaños!

Las palabras de Carmen resonaron en la estancia mientras ella me besaba en ambas mejillas. Me había adentrado de nuevo en los recuerdos de la madrugada.

—Gracias, amiga mía —respondí tratando de sonreír.

—No sé qué te ocurre hoy, se nota que estas muy afectada. ¡Mira nada más las ojeras que tienes!

—Ay, Carmen eh pasado una pésima noche. Casi hubiera preferido compartir una habitación con Regina para no estar sola, —por poco me había arrepentido de esconderle la sonata al capellán Molinari, pues tal había sido la causa de que nos pusieran a Carmen y a mí en cuartos separados—. Tuve tantas pesadillas que ni siquiera recuerdo una completa, llegaban figuras fantasmagóricas a rondar mi cama una y otra vez. No pude dormir.

—¿Pesadillas? ¡Magnifico! En la noche consultaremos su significado con la ayuda de mi libro gitano. Tus sueños siempre terminan por revelarnos algo de importancia. —Entonces, el semblante de Carmen se tornó melancólico y agregó: De repente me siento triste, Martina. ¡Cuán pronto me he contagiado de tu disposición de esta mañana! ¡Con la alegre que estaba!—. Lo siento, Carmen, no puedo evitarlo.

—No lo sientas. Es nuestra promesa de amistad de ser fieles a nuestros sentimientos cualesquiera que sean y, si se trata de afligir a todo el que se te acerque en el día de hoy, pues que así sea… y ojalá que se trate de Regina —dijo ella guiñando el ojo.

—¡Amén! —dije, sonriéndolo.

Eran las seis y media de la mañana cuando el capellán inició la misa. La señorita Ricci me obligaba a sentarme en la primera fila para tenerme vigilada, así que ya no podía hacer de las mías con tanta frecuencia. De todos modos, ese día no se me habría ocurrido hacer ninguna travesura. Estaba pensando en Susana Strossner y en la malévola mirada que me había clavado al bajarse del coche. ¿O era un falso recuerdo tardío? ¿Habría podido verme desde allí, estando yo tres pisos más arriba y oculta tras las cortinas? Sobre todo teniendo en cuenta lo oscura que estaba la mañana, parecía imposible. Pero ¿no me había dirigido una pérfida sonrisa triunfal? Estaba a punto de prohibirme pensar un segundo más en ella cuando la copa del cáliz se resbaló de las manos del capellán Molinari y el vino consagrado salió disparado, dejando un gran manchón en el mantel del altar. Se oyó un murmullo general de risa entre las banas de las chicas más jóvenes, pero a mí no me hizo ninguna gracia. Seguí con los ojos la trayectoria de la copa: esta rodó con lentitud por el suelo hasta detenerse a los pies de Amalia de Piñérez, quien se hallaba parada al otro extremo de la capilla. Amalia hizo ademán de inclinarse para recogerla. Miró con expresión irresoluta a la señorita Ricci antes de tocarla y la señorita Ricci le devolvió un gesto tal que Amalia supo que no debía atreverse a cometer semejante trasgresión. Al fin, con el rostro enrojecido de vergüenza, el capellán Molinari se decidió a levantar la copa él mismo y reanudó la ceremonia. Busqué la esbelta figura de Susana Strossner a mí alrededor, pero no la vi por ningún lado.

‡ ‡ ‡

Al finalizar el servicio, la señorita Ricci se dirigió a nosotras en el comedor, mientras se servía el desayuno:

—Señoras —dijo—, tengo un importante anuncio que hacerles. Como deben saberlo ya, esta mañana hemos tenido el placer de recibir a la señorita Susana Strossner, quien de ahora en adelante hará parte de nuestro selecto grupo de estudiantes. No la esperábamos hasta la primavera; sus padres han partido a América antes del previsto y por ello Susana ha adelantado su llegada a Sainte-Marie. En estos momentos se encuentra descansando, ha tenido un largo viaje pero esta noche nos acompañara durante la hora de lectura después de la cena. Espero que todas sepan darle una cordial bienvenida y que la acojan con el mismo afecto con que fueron acogidas cuando llegaron a Sainte-Marie. La familia de Susana nos ha hecho una generosa donación, así que las invito a tratarla con deferencia y agradecimiento: por la gentiliza de la familia Strossner podremos reparar el lado este del edificio central que se ha visto tan afectado por las frecuentes lluvias de los últimos meses. Como ya se acerca la época de las pruebas trimestrales, les recomiendo que ayuden a Susana a ponerse al día con lo que necesite. No siendo más, pueden desayunar.

—Si he de tratarla con el mismo afecto que me prodigaron Carmen y Martina cuando llegué —dijo Regina al tiempo que untaba un panecillo con mermelada de fresas—, tendré que recoger sapos cada día para ponerlos bajo su almohada cada noche.

—No te hagas la valiente, Regina —repliqué—. Tú sabes muy bien que no serías capaz de acercarte a ninguno de ellos. Además, los sapos te tienen terror.

—¿Cómo que los sapos me tiene terror a mí? —preguntó Regina.

—Te tienen pánico —proseguí—. Los he visto temblar sólo con verte de lejos, tan repugnante les pareces.

—Es cierto —añadió Carmen—. De hecho, el otro día estaba besando a uno de ellos con la esperanza de que se transformase en un apuesto lacayo.

—Decid lo que queráis —la interrumpió Regina—. Al fin y al cabo, es a mí a quien Giovanni Rossi mira con pasión en los bailes.

—Dijiste que te mira con compasión, ¿verdad? —dijo Carmen con la boca llena de panecillos de chocolate—. No me extraña, puesto que tú no haces más que pensar en él suspira por Martina.

—¡Qué asco! —exclamé—. ¿De veras le gusto a ese engreído?

—Sí —replicó Carmen—. Me lo dijo Vicente Velasco: nuestro amigo deshoja cestadas de margaritas en tu nombre y, cuando no hay margaritas, deshoja libros.

—¡Eso no es verdad! —protestó Regina con la sangre a punto de ebullición—. ¡Es a mí a quién escribe cartas cada mes!

Por supuesto de Carmen y yo sabíamos que Giovanni no tenía ningún interés en mí; él y yo nos detestábamos con pasión y sin compasión. Eran estas pequeñas jugarretas las que hacían que Regina formulara confesiones que nosotras sabíamos aprovechar más adelante, como la sustanciosa referencia a las cartas enviadas por Giovanni con tanta frecuencia. Lo mejor de todo era que Regina nunca dejaba de caer en nuestras trampas, ni nosotras de tendérselas casi por instinto.

‡ ‡ ‡

El desayuno transcurrió sin mayores consecuencias y nos dirigimos al aula de clases hablando en voz baja acerca de cómo podríamos utilizar con sabiduría la información recibida por parte de Regina. El aula estaba más oscura de lo habitual pues afuera el día más bien parecía noche, y nuestra institutriz había traído varias lámparas de aceite para que pudiésemos leer. Cuando me senté en mi lugar, noté algo que no había al entrar a la habitación. Al pie de mi pupitre había un sobre algo arrugado que llamó mi atención pues el aula siempre permanecía irreprochablemente limpia. Lo recogí sin dar obvias muestras de curiosidad y lo abrí con delicadeza.

Adentro había una nota que decía:

Ten cuidado.

No había firma, ni iniciales, ni destinatario. La letra podría haber sido la de cualquier alumna de Sainte-Marie. Decidí guardarla para mostrársela a Carmen más adelante. No sabía si era por el frío o por las emociones de la madrugada de ese día, pero sentí que el estómago se me revolvía cuando puse la nota sobre mi regazo. Entonces levante la mano y pedí a la señorita Krumlauf que me permitiese ausentarme del aula por unos instantes. Cuando me incorpore dejando el sobre dentro del pupitre, advertí que mis nauseas desaparecían casi por completo. Espere un par de segundos, y volví a sentarme.

—¿Qué pasa, señorita Székely? ¿Es esta acaso otra de sus bromas? —pregunto la señorita Krumlauf.

—No, en lo absoluto, señorita Krumlauf —repliqué—. Pensé que el desayuno me había sentado mal, pero ya estoy bien.

Ella me miro con recelo y prosiguió con la lección.

Lo que estaba ocurriendo me parecía muy extraño. Volví a tocar el sobre y las náuseas regresaron. Retiré mi mano de él y desaparecieron. Pensé que por el motivo que fuese, tal vez no me convenía entrar en contacto con el sobre, al menos en ese momento. Al terminar la lección quise enseñárselo a Carmen, y cuál no sería mi sorpresa al no hallarlo por ningún lado. Me tarde un buen rato en salir del aula, pues vacié en contenido de mi pupitre varias veces. Nada. El misterioso sobre se había esfumado. A la del almuerzo le narré a Carmen lo que había acontecido con la nota que había encontrado, así como todos los detalles de la noche anterior y la llegada de Susana Strossner.

—Es extraño que haya adelantado su llegada de esta forma —dijo Carmen—. Me pregunto qué harán sus padres en América… no deseo alarmarte pero yo doy especial importancia a los acontecimientos que rodean la llegada de una nueva persona, y los del día de hoy han sido muy peculiares. ¿Qué hay del cáliz derramado? Eso nunca había ocurrido en Sainte-Marie. ¡Pobre capellán Molinari!

Lo más extraño de todo era que Susana hubiese podido llegar a Sainte-Marie con un tiempo semejante. El terreno ya era bastante accidentado, y ni pensar en cómo se habrían puesto los caminos de toda la región de Valais en un octubre tan invernal. A pesar de Sainte-Marie se encontraba relativamente cerca del valle, no me explicaba como el carruaje de Susana había atravesado incólume los escarpados montes que nos rodeaban: a pocas personas se les ocurría emprender una travesía similar a menos que fuese en el verano o la primavera, y eso no garantizaba un viaje exento de percances. De nuevo la imagen de Susana Strossner regresó a mí y me estremecí: a pesar de ser una chica tan joven, tenía un aire de antigüedad. Lucia como una mujer de un siglo remoto y, aunque se veía tan fresca, también me había dado la impresión de que la hubiesen acabado de desempolvar, por lo que su apariencia encajaba a la perfección con el lugar.

Sainte-Marie era una gran edificación de oscura piedra labrada que había sido un monasterio en épocas anteriores. Contaba con una estructura central donde estaban la cocina principal con su respectiva despensa, la capilla y uno de los tres comedores. Allí tenían sus habitaciones las cocineras, los encargados de la limpieza y de los establos, y el capellán Molinari. Mirando hacia al norte, el edificio que estaba a su derecha era un poco más moderno que el interior. A este se le habían agregado ventanales de colores y una cocina pequeña en la parte posterior, junto a los establos. En el dormíamos las alumnas de dieciséis a dieciocho años y dos supervisoras: la señorita Krumlauf y la señorita Müeller. Las otras alumnas dormían en el edificio del lado oeste, que era el más reciente, con la señorita Ricci, la señora Riedel y las demás institutrices. Un bosque de abetos, hayas y robles se extendían en los alrededores de la propiedad, y más allá de este se divisaban los Alpes Peninos al sur y los berneses al norte. Se llegaba al camposanto del antiguo monasterio cruzando el bosque a través de un sendero, al lado este de nuestros dormitorios. A pesar de estar tan aislada, Sainte-Marie era una escuela de mucho prestigio y contaba con casi doscientas pupilas provenientes de familias adineradas. El pueblo más cercano quedaba a medio día de camino cabalgando, por lo que el suministro de alimentos de Sainte-Marie dependía de las familias de campesinos de las tierras colindantes: aunque contaba con su propia granja, en los meses de invierno esta no era suficiente para dar abasto a las necesidades de la institución, pues era complicado mantener el alto nivel de comodidad al que estaban acostumbradas las alumnas. Puesto que Sainte-Marie había sido un monasterio en sus orígenes no era de extrañarse de que tuviese un aire sombrío y misterioso, y que muchas leyendas de fantasmas circularan entre sus paredes. De todas las noches del año, era precisamente la de la víspera del día de todos los Santos la que más alborotaba el ya supersticioso espíritu de la región, y era la noche de mi cumpleaños. La señorita Ricci había tratado en vano de impedir que circularan historias de espectros y demonios entre las colegialas pero, aunque lo hubiese logrado, habría sido imposible que no notásemos el estado de nervios con que se comportaban aquellos a cargo del servicio cuando la fecha se acercaba. Se los veía a todos cargando sendos crucifijos, medallas de santos protectores, e incluso algunos se llenaban los bolsillos de ajos y hierbas.

Desde mi llegada al internado me había hecho amiga de Marie, una de las ayudas de cámara, y era ella quien me contaba todo lo que se cuchicheaba en la cocina. El año anterior me había dado una pequeña cruz de madera que desde entonces llevaba siempre alrededor del cuello por amistad y protección. Marie tenía nuestra misma edad y se escapaba a conversar con Carmen y conmigo en nuestra antigua habitación, pues no era ajena al hecho de que le tengo terror a la oscuridad, no sabía que estaba en realidad promoviendo nuestras reuniones clandestinas. Mis nuevos aposentos quedaban bastante alejados de Regina y ya no había soplones que pudieran delatarnos. Carmen y yo le habíamos enseñado a Marie a leer y a escribir, y ella era atan aplicada que con los años había llegado hacerlo tan bien como nosotras, de tal modo que nos dejaba notas debajo de la almohada anunciando cuando podría visitarnos. Ese día su hermana estaba sirviendo el almuerzo y dejo deslizar en mis faldas una nota de parte de Marie cuando ponía mi plato. Solo comí sopa con un poco de pan pues no tenía mucho apetito, y el vino no logro despertármelo. Estaba ansiosa por leer el mensaje de Marie y, en cuanto se nos permitió levantarnos de la mesa, corrí a esconderme detrás de un pino del jardín donde descansaban las demás para tener algo de privacidad. El prado estaba encharcado y las botas se me mojaron, dejando calar el agua hasta mis calcetines. Abrí el billete que estaba doblado en cuatro, no sin antes mirar a ambos lados para cerciorarme de que nadie me viese, y leí:

Viernes 31 de octubre de 1879

Colegio de Nuestra Señora Sainte-Marie-des-Bois,

Cantón de Valais, suiza.

Muy querida señorita Martina:

Supongo que se habrá enterado de la llegada de una nueva alumna a Sainte-Marie esta mañana. Su nombre, por si no se lo sabe aún, es Susana, y ha venido desde Polonia, según el cochero que la trajo le contó al chico que alimenta los caballos. Lo que voy a contarle le pido no se lo repita a nadie a excepción de la señorita Carmen, pues es tan extraño que si alguien llegase a saberlo no sólo me tildarían de loca sino que me acusarían de calumnia y tendría que irme de aquí. Le suplico por esta razón (y por otras que ya comprenderá), que arroje esta nota a la chimenea en cuanto la haya leído.

Poco después de que llevaran los baúles de la señorita a la habitación que le asignaron (adivine cuál: ¡la mejor habitación de todo Sainte-Marie la última del corredor del tercer piso que tiene vista al estanque!), la señorita Ricci supuso que la recién llegada desearía un baño de esponja y algo de comer, así que me ordeno que le llevase una palangana de agua, una pastilla de jabón y una cesta de panecillos de chocolate con una jarra de leche de cabra. ¡Tuve que hacer dos viajes para subir tantas cosas al tercer piso!

Como no sabía si la señorita Susana dormía, decidí abrir la puerta sin golpear para depositar lo que llevaba al lado de la cama sin despertarla. Había puesto la comida y la palangana en el suelo del corredor para tener las manos libres y empuje la puerta con el mayor sigilo posible. Cuando la abrí, por poco me desmayo: la señorita estaba de pie en la esquina opuesta de la habitación, con los dientes hincados en un ave. ¡Pero no crea que se trataba de una pata de pollo asado, ah no! Se trataba de un pajarillo que ¡aún estaba vivo! La pobre criatura aleteaba tratando de zafarse de las manos de su depredadora, mientras a esta última le chorreaba sangre por las manos y el mentón. Tome usted un respiro y persígnese. Si, así como lee, mi estimadísima señorita Martina. Usted sabe que yo jamás le mentiría; primero le mentiría a mi Juanito (de quien sigo enamorada, no lo dude usted) y ambas sabemos que sería incapaz de esto. Cuando me vio, la señorita Susana soltó el pajarito de inmediato (este cayo en la alfombra a medio morir, moviendo las patas y las alas) y se puso la mano sobre la boca, tapándosela a las vez que se limpiaba. Le juro a usted que me miro con un odio tal que no creí que persona alguna fuese capaz de hacerlo, pero me hablo con la voz más dulce que hubiese oído y sonriendo (esto, le confieso, que me hizo entrar en pánico. Deseé que la tierra se abriese y me tragase, pues me habría sentido más a salvo):

—Entra y cierra la puerta tras de ti, por favor. Le obedecí, aunque lo que en verdad quería era salir corriendo de allí.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Marie, señorita —le respondí, yo con voz temblorosa, estoy segura, pues todo mi cuerpo se sacudía como una hoja al viento.

—Hola, Marie. Mi nombre es Susana Strossner. Deberías referirte a mí como señorita Strossner; pero te permitiré que me llames señorita Susana, como vosotros los pueblerinos soléis hacer, para que haya más familiaridad entre nosotras, en vista de que he tomado tanto cariño en los últimos quince segundos. Bien, Marie, voy a decirte algo y solo lo voy a decirlo una vez, así que presta atención, querida. Lo que acabas de ver, nunca lo viste. ¿Comprendes?

Yo apenas atiné a asentir con la cabeza una y otra vez.

—¿Qué pasa pequeña? —prosiguió—. ¿Te comieron la lengua los ratones? Vamos no seas tan tímida, que me vas a poner incomoda… y yo detesto sentirme incomoda. Explícame que entendiste, para saber que contamos con un excelente nivel de comunicación.

Pude hablar de milagro, creo que el crucifijo que llevo al cuello fue lo que me dio fuerzas necesarias para hacerlo. Le dije:

—Comprendí que no se comió usted ningún pájaro, señorita Susana.

—¿De qué pájaro hablas? —preguntó ella.

—De ninguno, señorita —le contesté.

—¡Bien, Marie! Te felicito, veo que eres una chica muy inteligente y que nos la vamos a llevar de maravilla. Te diré lo que vamos a hacer: haz el favor de traer a la habitación el baño de esponja que me enviaron y llévate la comida. Dásela a alguien, o cómetela tú. Pero antes de salir limpia la mancha que el que ese animalillo que jamás existió dejo en la alfombra. ¿Está claro?

—Si, señorita Strossner.

—Señorita Susana, por favor.

—Si, señorita Susana.

Cuando entre con el agua y el jabón, el pájaro había desaparecido. Note que la señorita Susana estaba quitándose la ropa tras el biombo y me incline sobre la alfombra, que hube de lavar con la esponja que le había subido. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando ella salió totalmente desnuda y con el pelo recogido! Se paró campante y sonante al frente mío y dijo:

—Lávame.

—¿Cómo dice usted, señorita Susana? —me atreví a preguntarle con la esperanza de que cambiase de opinión, aunque sabía lo que la señorita había pedido.

Usted sabe que yo soy muy pudorosa y que no me gusta ver a nadie desnudo, ni siquiera a mis propias hermanas. Por este motivo, me perdonara usted que narre puntualmente la espantosa experiencia que fue para mí tener que asear a la señorita Susana. Baste con decirle que contorsionaba el cuerpo como una víbora con cada movimiento de la esponja, y que gemía de placer entrando en contacto con el agua ensangrentada que tuve que usar para bañarla, si es que esa abominación se le puede llamar baño. Los detalles deseo olvidarlos, y le pido a usted no me los exija en el futuro. Quede sintiéndome infinitamente sucia y no comprendo el tipo de goce que ella experimento al obligarme a lavarla, pero le aseguro que era un goce perverso. Cuando ya me iba, la señorita Susana volvió a detenerme.

—Una cosa más, Marie: ya te enteraras por la señorita Ricci de que mi estado de salud es muy delicado y por ello debo tomar todos mis alimentos en cama. Es una lástima tener que verme privada de la compañía de las otras pupilas durante las meriendas, pero así es la vida. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Pobres de quienes sufrimos los tormentos de la enfermedad! Por todo lo anterior, te pido en nombre de la estrecha amistad que nos une seas tú quien se encargue de traerme las comidas. ¡Cuánto consuelo me dará seguir viéndote a diario! Lo harás, ¿verdad, querida mía?

—Como usted ordene, señorita Susana.

—¡Gracias, Marie! No sabes cuán feliz me haces. Ahora vete; no quisiera ser la causante que te den una reprimenda por estar conversando tan amenamente conmigo en vez de cumplir con tus otros deberes.

—Si, señorita Susana.

—Gracias otra vez, Marie. Vete, pues. Vete ya, querida.

Cuando logre salir de esa habitación, corrí gradas abajo como una endemoniada, y seguí corriendo al salir por la puerta trasera del edificio. No pude evitar elevar la vista hacia la ventana de la señorita Susana, ¡y ella estaba allí, señorita Martina, sonriéndome! En cuanto pude me senté a escribirle esta carta. En el caso de que algo llegase a pasarme (¡la virgen Santísima me ampare!). Necesito que al menos usted sepa todo esto. No sé por qué presiento que estoy más protegida tomando el riesgo de contarle estas cosas que si no lo hago. ¡Dios sabe que estoy aterrorizada! Cuídese, señorita Martina, y cuide también de la señorita Carmen. Creo que he cumplido con el deber de advertirles acerca de la señorita Strossner. Permítame ahora reiterarle mi petición de que se deshaga de esta misiva de inmediato. No quisiera tener mayores problemas de los que ya tengo. Por lo demás, le deseo que tenga un muy feliz cumpleaños si es que no llego a verla en lo que queda del día. Sepa que estaré pensando en usted. Ore por mí, señorita Martina, como yo lo hago por usted y por la señorita Carmen. Siento que todos aquí en Sainte-Marie necesitamos de la intervención de Dios con urgencia. Siempre fiel a usted con afecto y amistad, Marie.

La carta de Marie me había dejado petrificada y ahora tenía los pies mojados y helados. Oculte la carta dentro de mi escote y corrí a mi habitación para cambiarme los calcetines antes que se acabara la hora del receso.

El cielo ostentaba un funesto color de plomo y el cuarto estaba en la penumbra. Había olvidado bajar la lámpara en la mañana para llenarla y tuve que quitarme las botas en la oscuridad y encontrar mis medias de lana a tientas. Cuando me calzaba otra vez, me pareció oír pasos acercándose por el pasillo. Contuve la respiración y los pasos se detuvieron frente a mi puerta. Espere a que hubiese algún movimiento afuera de la estancia o a que alguien golpeara a la puerta pero no ocurrió nada. Podía quedarme allí sentada o salir al encuentro de lo que hubiese allá afuera, pero solo se me ocurrió elevar una oración, asiendo que mi crucifijo de madera. De repente, sentí una corriente de aire helado y la puerta se abrió de par en par. Estaba allí. Sabía que era Susana porque una extraña vibración se desprendía de ella y no porque pudiese distinguirla con claridad.

—Hola —dijo.

—¿Quién está ahí? —balbucí.

—Susana —respondió en un susurro que se confundía con el silbido del viento que recorría la habitación.

No dije nada. Ya no había nada que hacer. Sólo aguardar y sentir ese miedo gélido que me invadía. Podía ver la línea de sus hombros y el contorno de su torso. Estaba muy quieta, con los brazos ligeramente separados del cuerpo.

—Has leído la nota, ¿verdad? —inquirió.

El corazón me dio un vuelco en el pecho.

—¿La nota?

—No tienes por qué fingir, Martina.

Conocía mi nombre. Peor aún, sabía lo de la nota. ¿Me habría visto leyéndola detrás del pino? ¿Habría obligado a Marie a confesar que la había escrito? De no ser así, ¿cómo sabía de la carta, y cómo sabía quién era yo?

—Vamos, respóndeme —prosiguió—. Ya sé que la leíste. Solo quiero oírlo de tus labios. Siempre dices la verdad, ¿no es así, Martina?

Cuando pronuncio mi nombre por segunda vez, me pareció que sus ojos iluminaban la estancia con un insólito resplandor. Avanzo hacia mí y me tomo por el talle. Sentí un fuerte rechazo cuando su mano helada toco mi vestido. Su rostro estaba muy cerca del mío, y su mirada parecía adentrarse en mí. Nunca había visto una criatura semejante a Susana Strossner. Su aspecto era una mezcla exquisita de belleza y crueldad, fascinante y aterradora a la vez. Sus ojos parecían hablar de muerte y voluptuosidad, sus finos labios de dolor y deleite. Su aliento tenía un efecto soporífero sobre mí.

—Martina Székely —dijo en un murmullo.

Sentí como mis dedos se resbalaban del crucifijo. La proximidad de Susana me envolvía en un vaho narcótico que hacía que las fuerzas se me escaparan. Susana bajo la mirada a mi escote siguiendo la trayectoria de mi mano con un suspiró que se me antojó sediento, pero pareció sobresaltarse de pronto. Retiro bruscamente su mano de mi cintura y se hizo hacia atrás, poniendo algo de distancia entre las dos.

—¡Qué cosa más espantosa! —exclamó.

Me sentí despertar y retrocedí hacia el lecho tratando de encontrar apoyo.

—¿Qué cosa en espantosa? —pregunté, presa del pánico. Se le veía enfurecida.

—Nada —contestó, mirando hacia la ventana.

Luego volvió su vista hacia mí y hablo con voz pausada:

—Ten cuidado.

—¿Con qué? —me atreví a inquirir, aunque no sabía si era una pésima idea de mi parte.

—Eso decía la nota que deje esta mañana en tu escritorio.

Fue entonces cuando supe de qué nota hablaba Susana. Tuve que soltar una exhalación de alivio.

—La nota cuya existencia estás tratando de negar, ¿recuerdas? —continuó.

Me tomo un segundo caer en la cuenta de las implicaciones de sus palabras. ¿Quería esto decir que ella no sabía de la carta que Marie me había escrito y que aún llevaba conmigo? ¿No sabía que yo estaba enterada del episodio del pájaro ni de aquel baño que había obligado a mi pobre amiga a propiciarle? Al parecer, no. Sin embargo, decía ser ella quien había dejado junto al pupitre la nota que me había producido nauseas.

—Recuerdo la nota —dije, tratando de rescatar lo que me quedaba de aplomo—. Simplemente, no le había prestado demasiada atención. No sabía de quien era, ni a quien iba dirigida, no que significaba. Además, la perdí después de leerla.

—Debe ser porque… yo la tengo —dijo y, para mi gran sorpresa, se la saco del vestido, abriéndola para que yo pudiese comprobar que se trataba de la misma.

—¿Cómo…?

—No me gusta dejar lo que me pertenece por ahí. De todos modos, eso no tiene importancia. Lo que importa es que te vi esta madrugada observándome desde la ventana. Pocas cosas me fastidian más que la gente entrometida. Te deje la nota a manera de advertencia… y cabe decir que yo advierto una sola vez.

Levante la cabeza tratando de adoptar una postura un poco más digna, aun así seguía estando aterrada. ¿Cómo había logrado recuperar la nota? ¿En qué momento? ¡Yo había estado allí todo el tiempo cuando había desaparecido!

—¿Y bien? —preguntó con una sonrisa cruel.

—¿No puedo acaso mirar por la ventana? —pregunté, esperando no sonar demasiado desafiante. No me gustaba en lo absoluto el tono que empleaba Susana, pero no quería averiguar de qué era capaz.

—Mirar por la ventana, puedes. Observarme a mí, no. En parte, confieso que me siento halagada porque eres particularmente bella… ah, cuanto detesto la fealdad. Pero no divaguemos: como decía, si tu intención es disfrutar de mi hermosura, hazlo. Solo no lo hagas como una estúpida fisgona. Y, por encima de todo, guárdate de entrometerte en mis asuntos.

—Yo solo observaba el paisaje. Fue usted quien entro en mi campo de visual.

—No tienes por qué simular ignorancia, Martina. Sabes bien de que hablo. Algún día desearas haber sido mi amiga pero, por ahora, eres mi enemiga. No te produzco otra cosa que antipatía. Lo supe desde el primer instante en que posaste tus ojos sobre mí. Es una verdadera lástima.

Estaba claro que habría perdido mi tiempo negándoselo. Susana no era una mujer normal y, de alguna forma, estaba al corriente de cosas que a otros les estaban vedadas. ¿Quién era Susana Strossner? O, más bien, ¿qué era Susana Strossner? Antes que pudiese yo decir nada, Susana se dio la vuelta y salió de mi habitación. Apenas hubo cruzado el umbral, la puerta se cerró sola con un golpe seco que me hizo brincar. Quede rodeada de tinieblas, sintiéndome incapaz de mover un solo dedo. Me preguntaba si en realidad acababa de vivir tan extraños sucesos.

‡ ‡ ‡

No pude concentrarme en la lección de la tarde. ¿Cómo había hecho Susana que la nota desapareciera en mis propias narices? ¿Era solo impresión mía o me había amenazado? Estaba segura de no haber hecho nada inapropiado al mirarla desde mi ventana. ¿No era acaso natural que todos en Sainte-Marie sintiésemos curiosidad por la recién llegada? Si Susana hubiese sido menos arrogante, tal vez me habría parecido algo bochornoso haber sido descubierta, pero su confrontación había sido tan extravagante que no podía menos que saberme perfectamente inocente. Por si fuera poco, era yo quien tenía motivos de sobra para considerarla abominable, ¿no era ella quien comía pájaros vivos? ¿Y qué decir de la repugnante forma en que se me había acercado? Al igual que a Marie, me embargaba una espantosa sensación de suciedad. Susana tenía una desagradable cualidad viscosa que impregnaba todo lo que tocaba. ¡Pobre Marie! Ahora tenía una idea horrible que podía haber sido tener que acercarse a esa mujer desnuda. ¿Por qué tenía Marie que soportar semejantes afrentas? Pensé en como la pobreza pone a tantos inocentes en circunstancias de extrema vulnerabilidad. Por más reprochables que fueran las peticiones que Susana le hiciese a Marie, era de suponerse que Susana encontraría alguna justificación que darle a la señorita Ricci o, lo que sería aún más vil, lo negaría todo, causando que Marie perdiera su único modo de subsistencia.

Quemé la carta como Marie me lo había pedido, y me tranquilizó no tener que esconderla más, aunque hubiese deseado que el proceder de Susana quedara expuesto ante todos. Comí en silencio durante la cena, perdida en mis cavilaciones. ¿Por qué me inspiraba tanto miedo Susana? Trataba de imaginar cuales habrían sido mis reacciones si cualquier otra persona se hubiese dirigido a mí como ella lo había hecho y no podía dejar de concluir que me habría comportado de modo muy diferente. La presencia de Susana me intimidaba a pesar de mí misma. Nunca había conocido a nadie que exudara tanta maldad, y era esa maldad elemental de su ser la que me hacía temerle.

Habían terminado las lecciones del día y las alumnas se entretenían cerca de la chimenea con la lectura de algún libro, tejiendo o conversando. Carmen había ido a su habitación a buscar algo y yo no había tenido aún la ocasión de referirle con calma los acontecimientos del día. Había sacado mi cuaderno de dibujos y hacia un bosquejo de mi amigo el árbol. Lo dibujé erguido con toda su gracia como en tiempos anteriores. En el papel, era primavera. Había florecillas en el césped y quise imaginar que el sol brillaba con alegría sobre los picos nevados, derritiendo la nieve. Era una imagen del árbol que quería guardar para siempre en mi memoria. ¡Cuánto anhelaba el cambio de estaciones! Y pensar que faltaba tanto tiempo para que esto ocurriera… el invierno ni siquiera había llegado oficialmente.

—Tengo algo para ti Martina —dijo Carmen, sacándome de la escena primaveral y trayéndome de vuelta a la oscura realidad. Tenía una sonrisa pícara y algo maliciosa—. Lo había preparado hace tiempo, pero pensé que este día será una buena ocasión para… ya verás. —Acto seguido, se puso de pie y se aclaró la garganta—. Vuestra atención, por favor —dijo en voz alta dirigiéndose a todas las chicas que estaban en el salón—. Como debéis saber, hoy no sólo es la víspera del día de todos los Santos sino que también es el cumpleaños de Martina. Por esa razón pensé que sería propicio despejar los aires fantasmagóricos que se han apoderado se Sainte-Marie con un sencillo poema de mi inspiración. Os pido que guardéis silencio mientras procedo a declamároslo. Está dedicado a Giovanni Rossi.

Hubo un murmullo general de agitación. Todas sabían que Regina Bailey estaba enamorada de Giovanni. Lo que nadie sabía era que Carmen había tenido un romance secreto con Giovanni cuya culminación había distado mucho de ser cordial.

Carmen y Giovanni se habían conocido en una cena que el padre de la primavera había ofrecido en Sevilla dos veranos atrás, evento en el que yo estaba presente pues pasaba las vacaciones con ella como de costumbre. Carmen había deslumbrado a Giovanni, y me había parecido una gran entretención hacer las veces de Cupido. Carmen era descendiente de moros que se habían convertido a la cristiandad durante la época del asentamiento arábigo en Castilla. Su maravillosa tez aceitunada evocaba atardeceres desérticos y sus ojos negros chispeaban como las fogatas de los campamentos gitanos. Su nariz curva era fascinante y su boca, siempre sonriente, daba el toque final al rostro de la que hubiese podido ser una hechicera de la raza Calé. Lo que más me gustaba de Carmen era ese pelo ensortijado que no se dejaba domar a pesar de las dogmáticas insistencias de la señorita Ricci. Era natural que Giovanni se hubiese prendado de ella y hubiera comenzado a hacerle la corte. Si bien Giovanni era muy apuesto y había logrado captar la atención de Carmen deshaciéndose en galanterías, los pocos bailes en que teníamos ocasión de tratar a los muchachos no nos daban tiempo de conversar demasiado con ninguno de ellos, y yo misma había alentado con presteza a Carmen a seguir el curso de sus sentimientos. La naturaleza apasionada de Carmen había hecho que se enamorara del amor pero, con el paso del tiempo, Giovanni había demostrado ser presuntuoso y despótico. Los aires de superioridad que asumía y se cruel forma de tratar a quienes lo servían habían hecho que Carmen se sintiera obligada a quebrantar tan inmerecido orgullo a punta de burlas y sarcasmo. Tras la apariencia altiva de Giovanni se escondía la marcada debilidad de quien se preocupa en demasía por el concepto en que los demás lo tengan, y las sátiras de Carmen lo herían con facilidad. El último de sus encuentros había desembocado en una ardiente discusión en la que, en un acceso de rabia, Giovanni le había azotado a Carmen el rostro con un pañuelo. Desde entonces, ella se había rehusado a verlo. Estoy convencida de que Giovanni hubiese preferido seguir tolerando las astutas insinuaciones de Carmen a enfrentarse con su desdén.

Y ahora Carmen le había escrito un poema. Me invadía la curiosidad. Las chicas estaban entusiasmadas. Todo lo que Carmen tuviera que decir por decir era sumo interés para nuestras compañeras de Sainte-Marie pues conocían su carácter alegre y bromista y sabían que tenía la capacidad de sorprenderles en cada ocasión. Era, pues, uno de esos maravillosos momentos en que Carmen decidía darnos un espectáculo y todas escuchábamos con avidez.

Se abrió un círculo alrededor de ella y, después de hacer una profunda reverencia con simulada propiedad, recitó:

Rezonga que no has rezongado, perverso estropicio achacoso. Cuánto tiempo en ti he gastado, ¡oh, soliloquio tedioso! Ronquido de mi quimera, rey de linaje mohoso. Entre bostezos te halagas, ¡bufón de atavío pomposo!

Fuiste antaño tan amable, tan zalamero y meloso, que así lograste engañarme, ¡gusarapo pegajoso! Yo hubiera bien apostado, sopa de trapo verdoso, que eras un troll reencarnado. ¡Gorro de duende leproso!

¡Qué no, que no te quiero! ¿Por qué el mohín vanidoso? ¿O juzgas digno de amores un catarro contagioso? ¡Truenos, rayos y centellas! ¡Otro grito aspaventoso! Pareces una doncella sin trovador ojeroso.

Cierto es que no te olvido, nigromante verrugoso. De mis recuerdos surtidos tuyos son los más penosos. Si a donde vienes, siempre torpe y sospechosos, ¿cómo borrar tus desfiles afectados y engorrosos?

Si mi verso te acongoja por sacrilegio pringoso, si con el dedo te apuntan en un lugar tumultuoso. Enhorabuena, querido, ¡mira tu halo brilloso! Era justo y merecido: has logrado ser famoso.

Un clamor de carcajadas surgió en la habitación.

—¿Me la copiarás, Carmen? —pedía una chica.

—¡Bravo! ¡Recítala otra vez! ¡Quiero escucharla de nuevo! —decía otra. Carmen inclinaba la cabeza graciosamente, Regina se había puesto de un color cereza intenso que incrementaba nuestro regodeo del momento, y se había retirado a un rincón. Era obvio que trataba de contenerse para no demostrar su humillación. Hasta ese momento la reputación de Giovanni Rossi en Sainte-Marie había sido intachable, pero de ahora en adelante el muchacho sería, sin duda, motivo de burlas. Esto, por supuesto, no sería nada conveniente para Regina, quién era tan vanidosa como él. Debieron pasar cinco minutos para que el salón recuperase su relativa calma.

En un momento determinado, pareció como si la intensidad de la luz de la habitación menguase notoriamente y las miradas de todas se dirigieron a la puerta principal. Cuando vi a Susana para en el umbral. Comprendí por qué. Se hizo un silencio absoluto. Susana aplaudió lentamente mientras avanzaba en línea recta en dirección a Carmen con una sonrisa mordaz.

—No sabía que hubiese comediantes en Sainte-Marie —dijo, y toda la alegría que Carmen había difundido en el salón hacía pocos minutos se esfumó sin dejar rastros—, ¿tú eres…?

—Carmen Miranda —replicó mi amiga frunciendo el ceño—. Y no, no hay comediantes en Sainte-Marie. El poema que acabo de declamar es la pieza más seria que he escrito.

Sin decir más, Carmen le dio la espalda a Susana y fue a sentarse a mi lado. Todas las chicas seguían con los ojos clavados en Susana, cuya expresión había mutado de burlesca a inexpugnablemente seria. La señorita Ricci, quién se había apresurado a ir al salón en cuanto escucho las risotadas de las alumnas, intervino a tiempo para que Susana retirase del rostro de Carmen una mirada de intenso odio.

—Señoritas, esta es su nueva compañera Susana Strossner. Hagan el favor de venir una a una a saludarla. Veamos… comencemos contigo, Martina.

—Ya nos hemos conocido señorita Ricci —respondí, sin agregar ninguna explicación. No estaba dispuesta a dejar mi cómodo asiento para presentarle mis respetos a Susana, muchísimo menos después de la forma en que nos había hablado a Carmen y a mí.

—¿Ah…? Entonces sigamos con Carmen.

—También nos hemos conocido ya, señorita Ricci. Susana elogiaba una pequeña oda que acabo de compartir con el grupo.

—¡Ah…! Maravilloso. Bien, ya que han roto el hielo entre ustedes, las formalidades están de más, Susana, querida, siéntate donde te plazca y ponte a gusto. Las chicas que aún no has conocido irán a saludarte. Susana había perdido y lo sabía. Aun así lo oculto bastante bien y fue a sentarse en una poltrona que estaba cerca del piano. Algunas chicas (Regina Bale fue la primera) se acercaron a ella, y por fin pude hablarle a Carmen cuando la atención de nuestras compañeras se dispersó.

—Detesto a Susana —le dije.

—Yo también —replicó mi amiga—. ¿Quién demonios cree que es?

—Exactamente eso —le respondí.

—¿Exactamente qué? —preguntó.

—El demonio.

En cualquier ocasión esta conversación nos habría divertido, pero cuando se trataba de Susana no había nada digno de risa. Ambas intuíamos que había mucho de cierto en la última afirmación que yo había hecho. Carmen se quedó callada unos instantes, mirándome con algo de preocupación.

—Cuéntame lo que ocurrió —pidió.

Procedí a narrarle las cosas como a Marie y a mí nos habían acaecido en el transcurso del día, y ella escuchó con aparente calma, aunque yo sabía que tenía los nervios de punta. Nunca había visto a mi amiga tan circunspecta como aquella noche.

Después de que Carmen y yo nos dimos las buenas noches frente a su habitación en el segundo piso me dirigí a mi cuarto muy atemorizada. Aunque habíamos ido a la capilla a rezar, no me sentía nada segura sabiendo que Susana dormía en el edificio. Recordé que Marie me había contado cuál era su habitación, y me di ánimos pensando que al menos quedaba en el extremo opuesto a la mía. Desee haber subido cuando las otras chicas del tercer piso lo habían hecho; la visita a la capilla me había retrasado media hora y los corredores solitarios promovían ideas poco alentadoras en mi mente. Atravesé el rellano de las escaleras corriendo, aunque no veía nada. Ascendí con tanta rapidez como las condiciones me lo permitían, pero me sentía muy torpe. Eran muchos peldaños y yo estaba demasiado asustada. Esperaba que Susana me asiera por el tobillo en cualquier comento. Empecé a jadear. Me sentía observada, sin posibilidades de ver a mi observador. Mi miedo comenzó a transformase en pánico y mi imaginación se desbordó. ¿Y si Susana era una asesina? ¿Y si era un demonio que había llegado a Sainte-Marie para robarse nuestras almas? Me enredé en mi propia falda y caí con fuerza magullándome las manos y las rodillas. Trate de incorporarme y tuve ganas de llorar, pues dolía mucho. Me sentí como una párvula por sentir tanto dolor a causa de semejante tontería. ¿Desde cuándo tropezarse y caer dolía tanto? Sin ver más allá de mis narices, encontré la barandilla y me obligué a levantarme. Me había lastimado bastante y tendría que subir el resto de las gradas con suma lentitud. Me propuse relajarme un poco y hacer mi tarea con paciencia.

—Así que ahora me desafías en público, Martina Székely.

Se me heló la sangre. Sabía que tenía a Susana en frente porque reconocí su voz, aunque no veía nada.

—No te veo Susana —musité sin poder agregar nada más. Tenía un nudo en la garganta. ¿Qué Hacer? ¿Estaría a tiempo de correr gradas abajo? ¿Podía ella verme a mí?

—Te lo advertí, Martina —dijo—. Ahora desearas no haberme retado. Más te valdría haber sido muda.

De repente algo me alcanzó por detrás, asiéndome por la cintura y levantándome. Di un grito contundente que con seguridad se oyó en todo el edificio. Aquello que me sostenía tenía mucho poder y no tenía que hacer mayor esfuerzo por tenerme levantada del suelo. Pataleé con todas mis fuerzas sin lograr soltarme. Sentí que una mano invisible tomaba el crucifijo que llevaba atado al cuello y no pude más que pensar que mi hora final había llegado. Elevé una plegaría al cielo, encomendándome Dios para perdonase mis pecados antes de expirar. En vez de eso, un olor a carne quemada llego a mi nariz y Susana profirió un alarido espeluznante frente a mí. De no haber sido tan profundo mi desconcierto, me habría desmayado: si Susana estaba frente a mí ¿quién me había sujetado?

—¡Te concidam maledicte! —aulló Susana en un latín disonante que me dejó sin aliento, y la escuché alejarse siseando en medio de los que parecían ser chillidos de dolor.

Fui depositada sobre el suelo con cuidado. No bien había tocado el peldaño con los pies, el ser desconocido que me había estado aferrando me soltó. Creí oírlo correr escaleras abajo, pero estaba tan aterrada en ese momento que no podía confiar en mis percepciones.

—¿Martina? ¿Martina? ¿Eres tú? —Era la voz de Carmen que gritaba desde el corredor del segundo piso. El alma me volvió al cuerpo.

—¡Carmen! ¡Estoy aquí! ¡No veo nada!

—¡Espérame allí no te muevas de donde estés!

Temblorosa, me pegué a la pared y tomé un respiro. El contacto con el muro frío me daba una cierta sensación de seguridad. Pronto divise una pequeña luz acercándose a mí y pude distinguir la silueta de Carmen.

—¡Martina! ¿Estás bien? —preguntó Carmen, alcanzándome.

—Carmen, ¡gracias a Dios estas aquí! —respondí.

—¿Qué ocurrió? ¡Escuché unos gritos horripilantes!

—No lo sé, Carmen. Me caí. y. Susana estaba allí, algo me levantó y no sé qué pasó estoy muy desorientada.

—¿Te hizo daño?

—Creo que no, pero no podría asegurarlo.

—¿Qué fue todo ese escándalo?

—Creo que necesito sentarme para comprender lo que paso. Casi no puedo sostenerme de pie, estoy muy adolorida.

—Ven te acompañaré a tu habitación —dijo Carmen, poniendo mi brazo por encima de su hombro e iniciando la marcha.

—¿Qué hacías sola en la oscuridad después de semejante día? —prosiguió mientras subíamos uno a uno los peldaños restantes que conducían al tercer piso—. No sé cómo no me percaté de que no tenías con que alumbrar el camino, ¿por qué no me pediste una vela cuando nos despedimos?

—No pensé en ello —respondí, cayendo en la cuenta de mi estúpido error.

—Al menos yo ya estaba en mi habitación, bien acompañada. Hace rato que Amalia está tendida en su cama.

—La verdad, no me explico como no se me ocurrió en ese momento. No me entiendo a mí misma últimamente y no entiendo nada de lo que pasa ¡Nada!

Llegamos a mi habitación y Carmen me ayudó a sentarme sobre la cama.

—Dios mío, Carmen, ¡qué susto he tenido!, cuanto me conforta tu presencia; si no me hubieras llamado no sé qué habría hecho.

—¡Pues que bueno que gritaste! Por suerte aún estaba despierta… Ahora si, trata de explicarme lo que pasó allá afuera.

—Bueno… después de dejarte en tu habitación me sentí inquieta y comencé a subir las escaleras a tientas y luego me asusté demasiado al pensar en Susana y en como las llamas de las velas se hacen más pequeñas cuando ella entra en una habitación, y en la posibilidad de que ella tenga el demonio adentro, en fin, tropecé y me golpee, e inmediatamente después Susana apareció frente a mí pero no pude verla. No entiendo como sabía quién subía por las escaleras en ese momento, Carmen, estoy segura de que debía estar acechándonos entre las sombras esperando que una de las dos estuviese sola. ¿Te das cuenta? ¿Será posible que hubiese estado aquí en mi habitación aguardándome, y que al no hallarme, hubiera decidido esperarme en las escaleras? ¡Cielos! ¡Es terrorífico! Como decía Susana me habló desde las tinieblas, profiriendo algún tipo de amenaza por motivos que no puedo entender con la mente, pero si con el corazón. Estaba dispuesta a hacerme daño, lo juro. ¡Casi me mata del susto! Pero algo o alguien a quién no podía ver me elevo del suelo y entonces fue que me oíste gritar. Luego Susana gritó, lo que también debiste haber escuchado, y dijo que me mataría, no en francés sino en latín ¡Y con la voz más aterradora que puedas imaginarte!… Y luego salió huyendo. Creo.

—Espera vas demasiado rápido. ¿Quién te elevó del suelo? —inquirió Carmen con los ojos abiertos de par en par.

—No lo sé, no fue Susana. Bueno en realidad no estoy segura de nada, pero Susana aullaba frente a mí mientras esa cosa o persona me sostenía en sus brazos.

—¡Esto es lo más horrible que he escuchado en toda mi vida! ¿Quién pudo haber sido?

—No tengo idea —repliqué—, pero estaba convencida de que Susana iba a hacerme algo, y después, cuando ese otro ser apareció, ella se fue aullando.

—¿Cómo se sentía?

—Como si una persona enorme me tuviese alzada por la fuerza y no me soltara —conteste.

—¿Y tienes la certeza de que no se trataba de Susana?

—Sí. A ella la escuchaba y sentía su respiración todo el tiempo. A menos que se hubiese duplicado, no era ella quién me sujetaba. Además era muy grande y Susana es menuda y tan solo un poco más alta que yo.

—¿Qué fue lo que te dijo en latín, exactamente?

—Dijo… dijo. ¡Rayos! Espera, que se me escapa, me parece que dijo: ¡Te concidam maledicte!

—¿Estás segura de que dijo maledicte, y no maledicta?

—De eso si estoy segura —dije—. Y es muy extraño puesto que me hablaba mí que soy mujer y no a un hombre. Eso, al menos que el latín de Susana sea pésimo, caso en el que no expresaría maldiciones con tanta soltura en ese idioma sino en otro ¿no crees? ¿No te parece un momento demasiado singular como para emplear una lengua que no se domina bien?

—Tienes razón —dijo Carmen—. Además Susana Strossner da la impresión de ser bastante refinada, por la forma en que se expresa. No parece ser alguien que comete errores al hablar, y sería lógico que en un momento de rabia se exprese en un lenguaje que conoce muy bien. Yo empleo castellano cuando estoy furiosa. A Susana por ejemplo desearía decirle que es una malvada víbora en mi lengua materna. ¡Y cuanto más lo disfrutaría si lo hiciese en francés!

—Es cierto —coincidí con Carmen—. Por lo tanto no entiendo que haya dicho maledicte en vez de maledicta. ¿Por qué utilizaría el vocablo en su forma masculina? Sería absurdo que me dijese ¡Te destruiré maldito! A menos.

—¿A menos qué…?

—A menos que le estuviese hablando a un hombre —sentencié.

—¿Entonces? —preguntó ella.

—Había otro ser allí. El que me estaba sosteniendo.

—Eso implicaría que Susana podía ver a quien estuviese ahí, aún en la más completa oscuridad.

—Y que era de género masculino —concluí—. ¿De quién podría tratarse? ¿Por qué me retenía? Si hubiese querido dañarme, ¿por qué me devolvió al suelo, intacta?

—Hay muchas cosas que no están claras —prosiguió Carmen, había tomado una pausa para tragar en seco—. Una de ellas es por qué gritó Susana. Si estaba dispuesta a cumplir sus amenazas ¿por qué huyó? ¿Qué la obligó a retirarse?

Ambas tratábamos de encontrar una respuesta satisfactoria. De repente Carmen preguntó.

—¿Qué pasó entre el momento en que ese ser te atrapó y la maldición de Susana?

Intente ordenar los pensamientos que daban vueltas en mi cabeza. Los sucesos volvieron a mí.

—Eso… esa cosa que me alcanzó… ese ser se apoderó de mi crucifijo, sin soltarme.

—¿Y después qué?

—Después oí a Susana gemir como si sintiera mucho dolor.

—Es raro. ¿Por qué tomaría tu crucifijo? No tiene razón de ser.

—Y aun así es lo único que ocurrió antes de que Susana gritase. Podría haberlo arrancado del cordón, pero aquí sigue colgado de mi cuello… a ver, acércame tu lámpara, déjame asegurarme de que no se haya resquebrajado. Me da la impresión de que esta madera es algo frágil. Carmen acercó su cabeza para examinarlo también. Lo tomé entre mis dedos y lo puse a la luz. Estaba húmedo. Ambas dimos un salto hacia atrás al mismo tiempo. Mi crucifijo estaba teñido de sangre.

—Martina, ¿qué diablos está pasando aquí? —gritó Carmen.

—¡Exactamente eso! —exclamé yo.

—¿Exactamente qué?

—Lo que has dicho, y de lo que hablábamos en el salón: ¡El diablo está pasando por este lugar! Ay, Carmen, sólo el demonio puede hacer que Susana Strossner se retire humillada ¿Crees que estuve en los brazos del diablo? —pregunté trémulamente con los ojos encharcados.

—Por favor Martina, ¡quítate esa cruz ensangrentada ya mismo, te lo suplico!

Carmen comenzó a corretear tras de mí para zafarme el crucifijo, y yo a tropezar con todo en mis ansias de deshacerme de el sin tocar la sangre. Antes que lográramos coordinar nuestros movimientos, la puerta se abrió. Carmen y yo lanzamos un alarido unisonó, abalanzándonos la una a los brazos de la otra.

—¿Se puede saber que está ocurriendo aquí? —pregunto la señorita Krumlauf, visiblemente enojada. Tenía puestos camisón y un gorro de dormir.

—La cruz… ¡tiene sangre! Y el diablo, ¡el diablo me tomó en sus brazos! —dije en cuanto pude tomar aire para hablar.

—Pero que boberías dice usted Martina ¿de qué cruz habla?

—¡De la que cuelga del vestido de Martina, Señorita Krumlauf! ¡Véala usted misma! ¡Está cubierta de sangre húmeda! —replicó Carmen.

—Acérquese Señorita Székely —ordenó.

Fui hasta donde ella estaba. Aún temblando de terror. La señorita Krumlauf elevó un poco la lamparita que traía y se acomodó las antiparras para ver mejor.

—Esta cruz está limpia Señorita Székely —dijo la señorita Krumlauf. Tuve que fijar la vista de nuevo en la cruz que ahora sostenía la señorita Krumlauf. Atónita, volví a tocarla. Era cierto: la cruz estaba seca y la madera lucía tan clara como el día que me la había regalado Marie.

—Carmen… la cruz no tiene sangre —balbucí. Carmen se acercó incrédula.

—¿Cómo…? —Fue todo lo que puso decir mi amiga cuando comprobó lo que la señorita Krumlauf decía.

—Bueno, bueno, bueno —dijo la señorita Krumlauf—. Señorita Székely, Señorita Miranda, ¿no estarán ya grandecitas para dejarse influir de forma tan supersticiosa e infantil por las habladurías de los paisanos? ¿No deberían concentrarse en sus deberes en vez de pensar en leyendas de diablos y fantasmas? Sé que es la víspera del día de Todos los Santos, pero por caridad, ¿podrían dejarnos dormir? Carmen y yo la mirábamos enmudecidas.

—Ya saben —prosiguió—, que las visitas entre alumnas están terminantemente prohibidas a esta hora. Y también saben que serán castigadas.

—Señorita Krumlauf, Carmen tuvo que acompañarme porque…

—¡Basta ya! —me interrumpió—, basta de bromas, basta de rarezas y sobre todo basta de mentiras ¡Me tienen harta con su indisciplina! Señorita Miranda, haga el favor de acompañarme. Me aseguraré de que llegue a su cuarto, no sea que se le ocurra devolverse a crear alborotos con Martina. Y usted señorita Székely —dijo mirándome indignada—, no trate de hacer una de las suyas para enredarme y evadir su castigo. Se quedará en su habitación cuando yo salga y no volverá a salir de esta hasta el lunes siguiente.

—Pero, Señorita Krumlauf, ¡es el fin de semana! ¿Qué voy a hacer aquí encerrada por dos días? —protesté, aunque sabía que era en vano.

—¡Debió haber pensado en las consecuencias de sus actos antes de hacer semejante escándalo! —replicó la señorita Krumlauf—, la señorita Miranda también estará encerrada todo el fin de semana. Para cambiar, tal vez puedan hacer sus deberes. Las comidas se las traerán a sus respectivos cuadros. No se diga más. ¡Habrase visto! La veré el lunes en clase, señorita Székely. Vamos, pues señorita Miranda.

—Buenas noches señorita Krumlauf —dije mirando al suelo.

En esos momentos lo último que necesitaba era estar atrapada entre cuatro paredes sin escapatoria alguna ¿Y si el diablo aparecía de nuevo? ¿Y si Susana estaba escondida debajo de mi cama en ese mismo instante? Además. ¡Necesitaba poder hablar con Carmen o con Marie para aclarar las cosas que habían pasado! La Señorita Krumlauf asió a Carmen de la muñeca y se la llevó, no sin que antes nos dirigiésemos una mirada de mutua compasión. Al salir, nuestra institutriz le puso llave al cerrojo por fuera. Dejándome completamente sola y a merced del enemigo. Ese oscuro día de octubre cambió nuestras vidas para siempre. Ese día cumplí dieciocho años.