CAPÍTULO 9
ACOMPAÑAMIENTO: CENANDO CON MEFISTÓFELES
Era de mañana. La daga había caído sobre el piso, al pie de la cama. En cuanto me incorporé, corrí hacia el tocador pues temía haber perdido la nota de Vajda. Aún estaba allí. Dios mío, me dije, es lo único suyo que tengo.
Pedí a Lucía que preparara mi baño pues esperaba que Marcello Bianchi fuese a verme como había dicho la noche anterior. Si Hywel realmente tenía planeado pedir mi mano en matrimonio, debía estar alerta. Mis padres no me obligarían a casarme, estaba segura de ello. Sin embargo, no podía menospreciar las estrategias de Hywel. Estaba muy afanada. ¿Cómo escapar de casa para ir a Turín?
Tenía mucho frío esa mañana, el agua caliente del baño no era suficiente para hacer que dejase de temblar. Pensé en Vajda y en los recuerdos que había puesto en mi mente con su beso. Me había mostrado el pasado como en un sueño, las visiones habían sido tan lúcidas que no recordaba cómo se sentían sus labios sobre los míos. Árpad, hijo de Almos. Ese era su nombre, lo sabía. Vajda era, entonces, solo un sobrenombre príncipe. Halstead se había burlado del apelativo en el baile, pero… ¿y si lo fuera? Me había mostrado un castillo amurallado: yo había estado allí. Lloré desconsoladamente en la bañera. ¿Cómo era posible que yo estuviera viva y él muerto? ¿Cuándo había ocurrido todo eso? Intuía que su alma no podía descansar por causa de Halstead, pero tenía que haber más, un misterio profundo, oscuro y doloroso. Mientras tanto, allá fuera había un mundo de aspecto civilizado que se suponía era regido por leyes naturales en las que ni mis enemigos, ni Vajda, ni la idea de un pasado antes del nacimiento tenían cabida. La gente nacía y moría y la historia acababa. Dios era algo así como un espectador que había dejado designios específicos en la Tierra, y del demonio no se hablaba jamás. Por mi parte, sabía que era muy tarde para dudar de mí misma.
Me puse un vestido de paño color violeta de mangas largas y ajustadas, sus faldas eran largas y tenían muy poco vuelo. El crucifijo de Abélard volvió a brillar en lo alto de mi esternón, ceñido con un lazo de terciopelo gris. Estaba más pálida que de costumbre pero mis ojos resplandecían: el espíritu de Vajda me había besado. Ese sí que había sido el beso de la muerte. El beso más hermoso de mi vida, pensé. Estaba a punto de tomar el peine de plata que reposaba sobre el tocador cuando me percaté de que, en vez de la nota, había un sobre sellado con cera negra. Lo abrí tan pronto como pude, sintiendo que desfallecía:
Robé, sin querer, un poco de tu vitalidad. Perdóname. Creí que, a lo sumo, solo te enfriaría un poco. Emilia, acercarme a ti me hizo sentir vivo otra vez. Por un momento, incluso, fue como si mi corazón latiera.
Querría que supieras cómo ocurrieron todas mis desgracias y cuán inmensa fue mi felicidad hasta que él la destruyó. En aquel entonces nos comunicábamos por medio del alfabeto húngaro antiguo conocido como Székely-magyar rovás y, por lo tanto, no hay evidencia del preludio de la tragedia en forma de cartas o mensajes que puedas comprender o interpretar fácilmente. Aun así, diez siglos de muerte no pasan en vano. Te conté que gozo de ciertos privilegios en la ciudad donde habita mi espíritu, allí te contaré la historia que necesitas conocer, así como lo que ocurrió después según mi conocimiento, que no es muy limitado: la muerte todo lo sabe y todo me lo ha enseñado. Debes viajar sola y en cuanto te sea posible. Compré una casa para ti en la ciudad maldita, puse la llave y un mapa con la ubicación de la propiedad en el cajón de tu cómoda. Llévalos contigo. Necesitarás toda tu fe y todas tus fuerzas para entrar en la ciudad del olvido, el lugar de la infinita tristeza sobre el que las tinieblas tienen potestad. Temo que, si te veo antes de que alcances tu destino, no te queden alientos suficientes para resistir. Ahora que entraste en contacto directo conmigo podrás ver y sentir cosas que otros no.
Siento haberme marchado antes de decir todo esto, me vi obligado a regresar cuando dormías. Podrías morir si me quedo demasiado tiempo contigo en estado de vigilia. Una cosa más: recuerda que no puedes matar a Halstead tú sola. No lo intentes. Cuando no sepas qué hacer, sigue tu intuición.
VAJDA.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Él estaba solo en el reino de la muerte uno que yo desconocía, y aun así trataba de protegerme. Las implicaciones de lo que había dicho la noche anterior y lo que había escrito esa madrugada eran terribles, demasiado para que yo pudiese comprenderlas. Su palabra escrita era la prueba de que no lo había imaginado: Vajda existía aunque nadie más pudiese tocarlo u oírlo. Decidí llevar la carta conmigo. La metí entre mi muslo y la delgada calza que lo cubría y escondí el rostro entre las manos unos minutos, sollozando. Ahora comprendía que la animosidad que Halstead me profesaba estaba fuertemente ligada a Arpad, el hijo de Almos, quien había estado muerto desde hacía diez siglos y era algo así como un príncipe.
—La buscan —dijo Lucía, interrumpiendo mis pensamientos.
—¿Quién? —pregunté, enjugándome las lágrimas rápidamente con el borde de la manga sin que Lucía lo notase.
—Marcello Bianchi —respondió ella, y me pareció que me miraba con sospecha.
—No es lo que piensas —le dije—. Bianchi no me pretende, simplemente desea conversar conmigo.
—Eso espero —dijo ella—. Su madre no está muy contenta con la visita, cree que el señor Halstead podría malinterpretarla y retractarse.
—¿Retractarse de qué? —inquirí, poniéndome de pie. ¿Qué me estaba ocultando mamá?
—Ay —dijo Lucía con expresión culpable—. Su madre me reprenderá si se lo digo.
—¡Debes contármelo! —dije, abrazándola—. Antes que nada, eres mi nana. ¡Vamos, Lucía! No me ocultes nada que tenga que ver con Hywel.
—Bien, se lo diré en cuanto parta el señor Bianchi —dijo ella, apretando los labios.
—¡Gracias! —exclamé, cubriéndola de besos—. ¡No lo olvidaré! Hablaré con Marcello e iré a buscarte a la cocina.
—Júreme que no comentará nada de esto con su madre —pidió.
—Lo juro —afirmé, poniéndome la mano en el pecho. Ahora estaba segura de que Hywel debía haberle dado a entender a mi madre que quería pedir mi mano durante la cena, pero quería que Lucía me lo confirmase.
Bajé al saloncito donde me esperaba Marcello. Se notaba que había dormido muy poco, sus ojos oscuros parecían aún más grandes a causa de las ojeras que los enmarcaban y acaso lucía más delgado. Me besó en ambas mejillas y nos sentamos mientras Lucía nos traía el café.
—Emilia —dijo, aferrando mi mano con dedos fríos en cuanto estuvimos a solas—, ¿qué está pasando?
Lo miré largamente y dije, suspirando:
—Quiero decírselo, Marcello, pero temo que me crea loca.
—Con todo lo ocurrido, si no me da algún tipo de explicación por fantasiosa que parezca, quien va a enloquecer soy yo. Se lo suplico hábleme con la verdad. Le aseguro que no hay nada que pueda parecerme más descabellado que lo que ya he visto y escuchado. Confíe en mí, Emilia. Hágalo, si no por usted misma, por Vivianne.
—Bien —repliqué, nerviosa—. En ese caso, debe prometerme que no repetirá a nadie lo que voy a descubrirle.
—Se lo juro. Se lo juro por mi alma.
—Júrelo por Vivianne.
—Se lo juro por Vivianne —dijo Marcello, asintiendo gravemente.
Lo pensé unos segundos. Tenía que contárselo a alguien y el tiempo apremiaba. No sin temer que me traicionara, al fin me acerqué a él y susurré, temblando:
—Lord Halstead y Vivianne son vampiros.
Por un momento creí que Marcello iba a sonreír pero permaneció inmóvil.
—Por favor, diga algo —pedí.
Bianchi meneó la cabeza lentamente y se recostó en la poltrona.
—Eso jamás se me habría ocurrido —musitó, al fin.
—¿Y bien? —insistí—. ¿Me cree?
Bianchi asintió:
—Le creo.
No pude evitar tomar sus manos en las mías y dejar que las lágrimas acudieran a mis ojos.
—¡Gracias! —susurré, deseando abrazarlo. Él no podría haber adivinado cuán importantes eran sus palabras para mí—. En este momento, Marcello, usted es mi único amigo en el mundo.
—¡Pobre señorita Malraux! —dijo, con sincera preocupación—. ¿Hace cuánto tiempo carga usted sola con este secreto?
—Hace un par de meses, pero no soy la única que lo sabe —respondí—. Algunas de sus víctimas los han descubierto también. Espere, Marcello: ¿sabe acaso lo que es un vampiro? Se lo pregunto porque, hasta hace muy poco, yo misma pensaba que un vampiro es un espectro que vive en el cementerio.
—No sé lo que es un vampiro exactamente, Emilia, pero anoche pude confirmar que Vivianne no está bien de la cabeza. No recuerda su música ni su pasado.
—¿Logró hacerla hablar al respecto mientras bailaba con ella?
—Sí —respondió, tragando en seco—. Le tendí varias trampas en cuanto tuve la oportunidad de hablarle a solas. Inventé situaciones en las que nunca hemos estado, esperando que desmintiera mis falsos recuerdos. Invariablemente, Vivianne confirmó mis mentiras, asintiendo cada vez que yo mencionaba algún escenario ficticio de nuestra infancia o adultez. Durante la conversación que sostuvimos, Vivianne dijo recordar con nostalgia el viaje que hicimos a Londres con nuestros padres, lo cual nunca ocurrió en realidad. No objetó que le atribuyera a Mozart un bonito soneto que compuso para mí en la adolescencia.
»Señorita Malraux, cualquier otra persona pensaría que Vivianne sufrió algún accidente que trastornó su memoria. Eso explicaría, incluso, que haya olvidado mi nombre de familia. Aun así, lo que nadie podría explicar es el odio que deja traslucir cuando mira alrededor. Si ella no me conoce a mí, yo la conozco aún menos. ¡Esa no es Vivianne!
—Lo sé —dije, sin ocultar mi miedo—. Todo es obra del señor de Halkett.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, desesperado—, ¿cómo podemos ayudarla?
—No lo sé. Hasta hace poco, creía que nuestra única alternativa era matar a lord Halstead.
—¡Matarlo! Señorita Malraux, ¿cómo puede siquiera sugerirlo?
—El señor de Halkett no es un ser humano, Marcello —dije—. Es un demonio.
—¡Aún si lo fuera, Emilia, su cuerpo es el de un hombre! Matarlo sería un crimen. Iríamos a la cárcel… y no creo que ello logre devolvernos a Vivianne.
—Descuide —dije, intentando calmar sus ánimos y recordando las palabras de Vajda—. Aun si creo que solo la muerte del señor Halstead podría liberar a Vivianne, o al menos impedir que sucediera lo mismo con otras personas, no voy a matar a nadie, señor Bianchi —al menos no por ahora, pensé—. De todos modos, le aseguro que si hay un asesino entre nosotros es él, y lo será mientras viva. Lo importante es que usted sepa a qué tipo de monstruo nos estamos enfrentando.
—Emilia —dijo, tragando en seco—, explíquemelo, por favor.
En ese momento entró Lucía al saloncito con una bandeja sobre la que había dispuesto galletas de mantequilla, leche, café y azúcar.
—Gracias, Lucía —dije, obligándome a sonreír.
Lucía leyó en mi rostro que no debía interrumpir. Salió de la estancia dejando la bandeja frente a nosotros y procedí a servir el café, retomando la conversación.
—Lo menos grave que puedo decirle al respecto de Hywel Halstead es que bebe sangre humana.
Marcello se atragantó con el primer sorbo de café. En cuanto logró poner la taza sobre la mesa, me miró con expresión de pánico.
—¿Se encuentra bien? —pregunté, parpadeando. Le alcancé la servilleta de lino con bordados azules que le correspondía y él asintió repetidamente al tanto que limpiaba con mano trémula las gotas marrones que habían salpicado su camisa.
—¿Sangre humana? —tartamudeó en voz baja.
—Estoy segura de que, con todo lo que sé, ni yo misma comprendo las implicaciones de su condición —repuse, revolviendo mi café con una de las pequeñas cucharas de plata que mamá había heredado de la abuela Josefina—. Los crucifijos lo repelen. No solo a él, sino a cualquiera que haya sido convertido, como pudo comprobarlo anoche en el caso de Vivianne. Pensé que constituían una protección garantizada para el portador.
Me detuve. No quería mencionar a Abélard ni el beso de la muerte. Tenía suficientes problemas; si Marcello se volvía en mi contra y les contaba a mis padres a qué vecindario me había llevado Rosendo, jamás me permitirían viajar a Turín.
—No creo que un crucifijo pueda detenerlos indefinidamente —proseguí—. Sin embargo, las flores de ajo les impiden entrar a una habitación y mi estatuilla de la Virgen me salvó en una ocasión. Piénselo, Marcello: ¿qué tipo de criatura puede detestar con tanta pasión una imagen de la madre de Cristo?
Se había puesto tan pálido que temí haberle provocado un ataque de nervios.
—¿Un… protestante puritano? —dijo al fin, mirándome con los ojos de un lunático.
—¡Por Dios! —exclamé, agitando las manos—. ¿No puede tomarme en serio?
—Señorita Malraux —dijo él, con semblante solemne—. Le prometo que nada es más importante para mí que el tema que estamos tratando. Yo también le hablo en serio. El señor de Halkett es inglés, ¿no es así? No digo que no sea un hombre repudiable. Simplemente se me ocurre que su aversión por los artículos religiosos debe provenir de la fe en que fue educado. Le recuerdo que en Inglaterra prima el protestantismo.
—Según eso, Halstead tendría más probabilidades de ser anglicano que calvinista. Pero permita que destruya su argumento con una pregunta, señor Bianchi: ¿a qué iglesia pertenecen Vivianne y sus padres?
Marcello elevó la mirada y dijo a regañadientes con una tonadilla que no me hizo ninguna gracia:
—A una sola, católica y apostólica, que tiene sede en Roma y cuya cabeza es Su Santidad el papa León XIII. Aun así…
—¿Sí? —inquirí, arqueando una ceja.
—El señor Halstead podría haberla hecho cambiar de parecer. Después de todo, los amantes suelen compartirlo todo —resopló—. Puede, incluso, que haya convencido a Vivianne de cometer actos abominables como degustar la sangre de otros, lo cual, por la sensibilidad que la caracteriza, sin duda la ha afectado seriamente. Me siento derrotado, Emilia.
No podía creer lo que estaba escuchando. El amor de Bianchi por Vivianne y sus celos de Hywel le impedían ver más allá de sus narices.
—Un vampiro no es solo quien brinda con la sangre de otros. ¡No se trata de una nueva experiencia gastronómica!
—¿Qué es un vampiro, entonces?
—Es un ser demoníaco de apariencia humana cuyos colmillos se alargan para beber la sangre de otros al tiempo que absorbe sus talentos, su energía y su alma.
—No quiero faltarle al respeto Emilia pero ¿no piensa que está siendo demasiado indulgente con su propia imaginación? Vi los colmillos de lord Halstead y Vivianne anoche: ambos tienen dentaduras hermosas. Lo último que deseo es poner en entredicho su bondad, señorita Malraux, pero mentiría si dijera que puedo creer ciegamente en sus argumentos. No es un secreto que estuvo enferma de los nervios hasta hace muy poco.
—Tiene razón, Marcello —musité, con tono glacial—. Olvide todo lo que le dije.
—¿De veras? —balbució.
—Por supuesto que sí —dije—. Usted es mucho más razonable que yo. ¿Qué sé yo del mundo y de la vida, después de todo?
Bianchi estaba perplejo.
—Pero…
—Ah, no, Marcello. No quiero oír una sola objeción. Me ha disuadido por completo de todas mis ideas fantasiosas.
—¡Nadie cambia de parecer tan pronto, Emilia!
—La donna è mobile qual piuma al vento, muta d’accento e di pensiero —canté, parafraseando la ópera de Verdi.
—¿Rigoletto? No habría adivinado que asistió a la única función que hubo en la ciudad. Todos sabemos que su padre es muy conservador.
—No fue así. Vivianne me la cantó palabra por palabra en repetidas ocasiones —dije, tajante—. Supongo que ahora que sufre de la memoria no será difícil hacerle creer que la compuso lord Halstead.
—Emilia…
—¿Qué supone que le ha ocurrido a Vivianne? ¿Es tan difícil que admita la posibilidad de que todo lo que le conté sea cierto? Quiere pruebas, ¿no es así? Sin embargo, afirma que Halstead y Vivianne son amantes sin más pruebas que la aparente complicidad que los une.
—Sé que Vivianne ha cambiado, pero me niego a creer que sea un monstruo. Prefiero pensar que, por su excesiva dedicación a la música, jamás desarrolló el criterio suficiente para escoger sus afectos y, por ende, cayó en la trampa de un hombre sin escrúpulos. Todos necesitamos sentir amor alguna vez y ella se había negado a atender su llamado demasiado tiempo.
—¡Vivianne no ama a Halstead! Además, no es ninguna tonta. ¿Cree que los títulos de Hywel Halstead la conquistarían?
—No sus títulos, Emilia. El señor de Halkett es un hombre apuesto y encantador. Es, además, un gran virtuoso de la música. Quizá sus excentricidades hayan terminado por seducir a Vivianne.
—¿Virtuoso? ¡Pamplinas! ¡Halstead no es más que un ladrón!
—En eso estamos de acuerdo, señorita Malraux.
Suspiré, alterada. Me había equivocado con Bianchi. Nuestra conversación no iba a llegar a ningún lado mientras él desconfiara de mi sensatez.
—Deberá disculparme, señor Bianchi —dije, rindiéndome—. Tengo cosas que hacer. Un vampiro viene a pedir mi mano esta noche.
—¿Qué dice? —inquirió Bianchi, saltando de su silla. Me pareció ver un dejo de esperanza en sus ojos.
—No imagine una feliz solución donde no la hay, Marcello. Eso no significa que vaya a recuperar a Vivianne. Además, yo jamás aceptaría a Hywel Halstead como esposo. Aun si no bebiera sangre humana, es el ser más perverso que he conocido.
—No pensaba que fuera a aceptarlo, ni mucho menos, Emilia, pero quizá eso signifique que Halstead ha perdido el interés en Vivianne.
—Vivianne será la esclava de Hywel Halstead hasta que él muera —argüí, pero sabía que Marcello no comprendía el verdadero significado de mis palabras.
—¡Quiera Dios que no sea así! —exclamó, enrojeciendo.
—Amén —dije, deseando de todo corazón estar equivocada. Nadie quería que Vivianne recuperara su alma más que yo.
Me incorporé de la silla.
—¿Cuándo volveré a verla, Emilia? —preguntó, calándose el sombrero.
—No lo sé, señor Bianchi, pero si llego a morir antes de nuestra próxima reunión, le recomiendo poner flores de ajo en su ventana. Quizá Halstead quiera convertirme… al protestantismo —dije, intentando aplacar la desazón que sentía—. Una cosa más —agregué cuando habíamos llegado a la puerta principal—, si algún día me presento en su casa en camisón de dormir e intento morderlo con un par de colmillos afilados, no dude en atravesar mi corazón con una estaca.
—¡Espero jamás verme en una situación semejante!
—Espero lo mismo. Adiós, Marcello. Cuídese —dije, temiendo que se hallara en circunstancias similares con Vivianne más pronto de lo apechado. Sabía que Marcello no tendría la voluntad para resistirse a la mujer que amaba.
—Usted también —dijo y, tocando su sombrero, partió.
Contaba con que Bianchi honrara la promesa que me había hecho de no referir a nadie nuestra conversación. Sabía, aun así, que había sido imprudente y que solo había logrado que creyera que aún estaba perturbada por mi enfermedad.
—¿Y bien? ¿Qué quería Marcello Bianchi? —dijo mamá a mis espaldas cuando cerraba la puerta.
—¡Madre! ¡Me asustaste!
Ella se cruzó de brazos y me dirigió una mirada inquisitiva.
—Está enamorado de Vivianne Muse —dije—. Quería que intercediera en su favor, pero creo que será imposible.
—¡No me digas! —dijo, aliviada—. Jamás lo sospeché. Pero, querida, ¿qué te impide indagar un poco y averiguar si Vivianne corresponde su interés?
—Vivianne solo tiene ojos para Hywel, mamá. Es evidente.
—Vamos, cariño, no hay por qué sentir celos lord Halstead solo tiene ojos para ti.
—¡Qué más quisiera yo! —mentí—. Sin embargo, se rumorea que Vivianne es su querida. ¡Tengo el corazón hecho pedazos, mamá! ¡Hywel Halstead me engañó!
Mi madre estaba de una pieza.
—Emilita, hay algunas cosas que, por tu inocencia, aún no puedes comprender —tartamudeó—. Ven, vamos a tu habitación, allí podremos hablar con calma.
—¡No hay nada de qué hablar, mamá! ¡No soy una niña! —exclamé con fingido dolor y corrí a la cocina, donde estaba Lucía.
—¡Lucía! —susurré, tomándola de las manos—. ¡Debes decirme inmediatamente si el señor Halstead tiene la intención de pedir mi mano esta noche!
La había tomado por sorpresa.
—Eh… —tartamudeó.
—¡Pronto! ¡Viene mamá! —insistí.
—Eso tengo entendido, sí. ¡Pero no me meta en problemas con su madre!
—Descuida —dije, guiñándole un ojo—. Nadie se enterará de que me lo dijiste.
—¡Emilia! —dijo mamá, entrando a la cocina—. Por favor, cálmate. El señor Halstead vendrá a cenar esta noche y no quiero que nos hagas pasar una vergüenza. Tu padre podría concertar el negocio más importante de su vida si todo marcha bien.
—¿Negocio? —pregunté, alarmada—. ¿Qué clase de negocio?
—¿Esperas que te dé explicaciones delante de la servidumbre?
Abrí la boca, indignada, pero no dije nada. Jamás había considerado a Lucía servidumbre. Mamá pareció darse cuenta de su falta de tacto porque agregó:
—Sabes que todos apreciamos tu trabajo en esta casa, ¿no es así, Lucía? Aun así, no es la costumbre de mi marido ventilar sus asuntos de negocios. Comprendes, ¿verdad?
—Por supuesto, señora Malraux. Faltaba más, no tiene por qué darme explicaciones —respondió ella, sin inmutarse.
—Ya elegí lo que quiero que te pongas para la cena, Emilia. Puse el vestido sobre tu cama. Espero que puedas hacer a un lado las habladurías y demostrar la mayor afabilidad al señor Halstead por el bien de tu padre.
—Sí, madre —dije, bajando la cabeza y clavando la mirada en el piso.
—Magnífico. No se hable más. Ve a tu habitación y no distraigas a Lucía, que bastante tiene que hacer. ¡Quiero que te pongas guapísima, cariño! —dijo, sonriendo. Acto seguido, me estampó un sonoro beso en la mejilla y salió de la cocina.
—Lo siento, Lucía —dije—. A veces mamá no mide sus palabras.
—No hace falta que me lo diga, la conozco hace veinte años —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Su madre es una buena mujer. Ahora, cuénteme: ¿cuáles son esas habladurías que la perturban?
—Halstead tiene una amante —dije, continuando con mi pantomima aunque estaba muy inquieta.
—¿Solo una? —exclamó ella, riendo—. Vaya, el señor de Halkett es más casto de lo que supuse. ¿Y eso a usted en qué la atañe?
—¡Lucía! ¡Acabas de decirme que va a pedir mi mano!
—¿Y por qué tendría lord Halstead la obligación de serle fiel? ¡Ni siquiera es su prometido!
—Perdona mi idealismo, Lucía, pero creo que en el amor solo hay lugar para dos.
—¿Quién dijo que los devaneos de los hombres eran cuestión de amor? —preguntó, sin dejar de amasar.
—¿Lo son los de las mujeres? —repliqué—. No me diga que, con la practicidad que la caracteriza, aún no se ha dado cuenta de lo caprichosas que son.
—El hombre es infiel por naturaleza —sentenció.
—¿Y puede saberse con quién comete la infidelidad? ¿Quiere decirme que solo recurre a viudas o meretrices? Si el hombre es infiel por naturaleza, la mujer lo es tanto o más. ¿Quién incita al hombre a pecar? No afirmaría que todas las amantes de los señores de esta ciudad son cándidas jovencitas casaderas, ¿verdad? Ab, nana querida, no hay mayor artífice que la mujer que ya tiene un compromiso. No hay Eva más seductora que la que ya juró a otro hombre amor eterno.
Lucía puso el mazo a un lado y se quedó viéndome como si no me conociera.
—Vaya —dijo, al fin—. A veces me desconcierta, Emilia. Ante tal despliegue de lucidez, solo me queda preguntarle: ¿cuál es su punto?
—Mi punto es que Hywel Halstead no me ama.
—¿Por qué, entonces, querría casarse con usted?
—Me pregunto lo mismo —concluí.
Habría podido seguir entreteniendo a Lucía indefinidamente con discursos repentistas pero debía poner orden a mis pensamientos en soledad. Ya había preparado el terreno con mamá y con mi nana, solo me restaba planear lo que debía hacer a continuación.
Lucía me subiría algo de comer mientras me acicalaba. Lo primero que hice en cuanto estuve en mi habitación fue echarle cerrojo a la puerta y sacar la carta de Vajda de mis faldas para releerla. Inmediatamente después, abrí mi cajón y me cercioré de que nadie hubiera tomado lo que él había dejado allí para mí: exhalé aliviada cuando encontré una pesada llave de hierro forjado y un pergamino atado con una cinta de seda negra. Lo desenrollé y admiré las delicadas líneas del dibujo: era un mapa de Turín en el que se distinguían claramente dos ríos, muchas plazas y avenidas surcadas por calles más angostas. Muy cerca de la estación central, en la intersección de la Vía Venti Settembre y el Corso Vittorio Emanuela II divisé una pequeña «x». Su casa está ubicada en el punto marcado con la x, leía el margen inferior. Sentí un escalofrío.
Halstead llegaría pronto y mamá quería verme vestida con tiempo para evaluarme. Resoplé y me puse el vestido que había elegido para mí. Era terciopelo azul oscuro, el corpiño se ajustaba a las caderas y el escote era demasiado revelador. A pesar de la obvia fineza de la tela, me pareció que me veía vulgar, como una bailarina. Quise atenuar el aspecto impúdico de mi atuendo con un peinado sobrio pero no dio resultado: el cuello desnudo enfatizaba las intenciones de mi madre de venderme al mejor postor. Finalmente me envolví en un chal de seda azul pálida y me solté el cabello. Entonces mi madre tocó a la puerta y le abrí, fastidiada.
—Desteto este vestido —dije—. Quiero rogarte que me permitas cambiarme.
—¡Querida! ¡Estás guapísima! Dame ese chal, que no te va —dijo, apoderándose de mi única capa de protección—. Así está mejor.
—¡Mamá! —exclamé—. ¿Vas a aplicarme rouge también? Esto no es propio de ti. ¿Qué sastre confeccionó este esperpento? Me avergüenza que los hayas encargado tú misma, me siento desnuda.
—¡No te has dado cuenta de que ya creciste, Emilia! Es hora de que te vistas como una mujer —sentenció.
—¿Por qué no te vistes tú así, entonces? Sé lo que pretendes, madre, pero recuerdo que el señor Halstead es amante del recato.
—Tonterías, una cosa es la devoción a Dios y otra muy distinta que el señor Halkett sea eunuco —dujo con una sonrisa picarona que me indignó más que todo lo anterior—. Es demasiado tarde para que Lucía te suba la merienda. Te espero en el salón en diez minutos.
Huyó de mí, dejándome con las palabras en la boca. El traje es lo de menos, me dije. Según lo que Vajda me había explicado, Halstead querría devorarme aunque estuviera vestida de religiosa. Necesitaba mi sangre porque era la única que podía beber a gusto por causa del revés que el beso de la muerte le había ocasionado. ¿Lograría evadirlo hasta que estuviera lo bastante débil para que Vajda le diera muerte? Me ceñí el crucifijo y volví a cubrirme con el chal: no iba a pasarme por mi propia casa como una cortesana desesperada.
Papá y mamá estaban en el salón. Noté que mi padre estaba demasiado distraído para fijarse en lo que mamá me había obligado a ponerme, lo que me fastidió aún más. Mamá frunció el entrecejo e intentó descubrirme el escote, pero en ese momento sonó la campana.
—¡Es él! —exclamó papá, con un timbre de voz que revelaba exaltación. ¿Qué negocio querría hacer con Halstead? Su actitud me desconcertaba.
Lucía pasó por el corredor que estaba frente a nosotros para abrir la puerta. Pocos segundos después escuché la voz de Halstead en la entrada principal.
—Le ruego pregunte a los señores Malraux si puedo pasar.
—Lo están esperando —dijo Lucía—. Siga, por favor.
Halstead rio:
—No me ha comprendido. No puedo pasar si ellos no me dan su autorización explícita. Es un gesto de cortesía, una antigua tradición que usted obviamente desconoce.
—¡Vaya! —dijo ella—. Iré a decírselo.
Papá se apresuró a ir al encuentro de Halstead, pasando entre mamá y yo.
—No es necesario, Lucía —dijo mi padre, quien había quedado oculto a mis ojos detrás del muro—. ¡Señor de Halkett! Es un honor para mí darle la bienvenida a nuestra casa. No solo puede pasar, sino que debe tratarla como si fuera suya.
Quise detener a mi padre con un grito. Era obvio que algo muy extraño estaba ocurriendo.
—Vamos, señor Malraux, no exagere —dijo Halstead, riendo—. Suelo ser algo desconsiderado cuando estoy en mi propia casa.
—Nada me complacería más que saber que la cortesía no va a ser un impedimento para que se sienta en libertad de hacer lo que desee mientras esté en nuestra casa.
—¿De veras? —preguntó Halstead con un tono que me hizo temblar.
—Claro que sí. Entre, por favor.
Corrí a la puerta principal pero era demasiado tarde: Halstead ya había cruzado el umbral. Comprendí que había logrado poner una especie de hechizo sobre el lugar. ¡Las flores de ajo no lo habían detenido!
—Emilia —dijo Hywel en cuanto me vio. Su mirada era siniestra—. Qué hermosa está. Me pregunto si está dispuesta a ser tan hospitalaria como su padre.
Fantaseé con estamparle el crucifijo en la mejilla pero me contuve.
—No lo dude, señor Halstead —dijo mi madre, uniéndose a nosotros y sonriendo ampliamente—. No todos los días recibimos una visita como la suya.
Halstead besó nuestras manos y nos siguió hasta el salón. No quería darle la espalda, así que rezagué un poco para no perderlo de vista.
—¿Qué es esa monstruosidad que lleva puesta? —preguntó de modo que solo yo podía oírlo.
—No pensé que objetaría el gusto de mi madre —dije, aunque sabía que se refería a mi crucifijo—. Ahora se deleita en exhibirme.
—Usted es quien tiene pésimo gusto —replicó—, pero no es nada que no pueda corregirse. Aún no la he perdonado por incumplir su promesa: la esperé toda la noche.
Mis músculos se tensaron. ¿Se había percatado de la presencia de Vajda en mi balcón? ¿Sabría que había venido a verme después del baile?
—¿A qué se refiere? —pregunté, pero ya habíamos llegado al salón.
Lucía recibió el sombrero y la chaqueta de Hywel. Papá y mamá ocuparon las dos sillas, de modo que tuve que sentarme junto a él en el canapé.
—¡Qué pareja más imponente! —dijo mamá al vernos juntos, con sincera admiración.
—Gracias, señora Malraux. Tengo un regalo para Emilia que me hará lucir como el menos agraciado de todos los hombres en comparación con ella —anunció Hywel, extrayendo una pequeña caja de su chaleco—. Si fuera tan amable de deshacer el cordón de seda que Emilia lleva alrededor del cuello…
—Hágalo usted mismo, señor Halstead —lo interrumpí con tono suave, con la esperanza de que no se saliera con la suya—. Usted está más cerca de mí.
—Esa no es la costumbre en las cortes de Europa —rechistó él con un brillo iracundo en los ojos que solo yo pude percibir. Lo anterior era, por supuesto, una mentira improvisada—. Debe hacerlo la madre. Ahora, señora Malraux, si no le importa…
—Será un honor, señor Halstead —dijo ella, poniéndose de pie y llegando a mí por detrás del canapé. En pocos instantes deshizo el nudo de mi crucifijo y se quedó con él.
—¿Así está bien? —preguntó ella, batiendo las pestañas.
—Perfecto —repuso él, con una sonrisa victoriosa—. Lo hizo con la gracia de una reina.
Acto seguido, abrió la caja que contenía el regalo.
—¿Me permite que ponga este broche alrededor del cuello de su hija, señor Malraux? —preguntó.
—Prosiga, señor Halstead.
Mi padre le dio su beneplácito sonriendo mientras mi sangre ardía de cólera: mi enemigo había encontrado la forma de tenerme en sus manos a través de mi familia. Hywel tomó de la cajita una delgada cadena de oro de la que pendía un triángulo.
—¡Qué emblema más peculiar, señor Halstead! —exclamó mamá—. ¿De dónde procede?
—Es mi escudo de armas —repuso él, balanceándose la cadena frente a mis ojos.
—No puedo aceptar su regalo, señor Halstead —dije, tomando mi crucifijo de la mano de mamá y aferrándolo con fuerza—. No soy digna de él.
—Vamos, Emilia, algún día podríamos emparentar —dijo él, inclinándose sobre mí.
No sabía qué hacer, así que rocé su mano izquierda, que aún reposada sobre el mueble, con mi crucifijo. Hywel se echó hacia atrás y supe por su expresión que estaba ahogando un grito de dolor.
—¿Qué ocurre, señor Halstead? —pregunté, simulando confusión.
Hywel dejó caer la cadena al suelo y se apresuró a cubrir con la mano libre aquella que yo había tocado con la cruz.
—Nada —gimió, temblando—. Un espasmo muscular.
Me incliné sobre la alfombra y recogí la cadena que Hywel había soltado.
—¡Hay un ojo enorme en medio del triángulo! —dije, atemorizada—. ¡Nunca he visto un escudo de armas con este grabado! ¿Qué simboliza?
—No lo sé —replicó, aún frotándose, de modo que no podía saber qué le había hecho mi crucifijo—. Supongo que el poder de lo sacro.
—Señor Halstead, con todo respeto, no creo que Dios sea un cíclope —dije, furiosa. Sabía que mentía.
—¿Dónde están tus modales, Emilia? —dijo mi madre, avergonzada.
—Solo bromeaba, mamá —repliqué—. Señor Halstead, aceptaré su regalo si usted, a su vez, acepta llevar mi escudo de armas alrededor del cuello —dije, balanceando mi crucifijo ante su rostro como él había hecho con aquel triángulo repugnante—. Será una prueba del mutuo afecto. ¿Qué dice? ¿Intercambiamos?
—¡Querida, qué idea más dulce! —dijo papá, entornando los ojos.
No quería ponerme nada que viniera de Halstead pero lo habría hecho con tal de verlo retorcerse bajo el peso de la Cruz.
Halstead suspiró y dijo:
—Temo haber arruinado un momento importante con mi torpeza por lo que, si no se oponen, preferiría que intercambiásemos regalos en otra ocasión. Quiero llevar el broche donde mi joyero para cerciorarme de que no tenga ningún rasguño cuando se lo obsequie. Es muy delicado.
Me arrancó la cadena con el triángulo de entre los dedos y la depositó en el interior de la caja de nuevo. Sin pensarlo dos veces, volví a asegurar el crucifijo sobre mi pecho y dije:
—Cuán considerado de su parte, señor Halstead. Haré lo mismo con este crucifijo. ¿Podría recomendarme a su joyero? Debe de ser mucho mejor que el mío —entonces vi lo que mi crucifijo le había hecho y di un respingo—: ¡Por Dios! ¿Qué le pasó en la mano? ¡Parece que se hubiera quemado!
—Así es —dijo, con expresión estoica—. Una criada inepta me rozó con un tizón encendido.
Quise reír. Era obvio que se refería a mí, aunque mis padres jamás lo habrían adivinado.
—¡Debería despedirle, no sea que termine por matarlo! —dije, con doble intención.
—Me desharé de ella en su debido momento —replicó, torciendo los labios.
Me dije que la codicia debía haber enceguecido a mis padres para que no vieran cuán extraño era el proceder de Hywel. Papá le sirvió un aperitivo y brindando por los acuerdos propicios. Pensé que era una buena oportunidad para averiguar qué trampa le estaba tendiendo el señor de Halkett a mi padre.
—Ahora que Lucía está en la cocina y nadie nos escucha, me encantaría que nos contaran a mamá y a mí qué negocios planean hacer juntos —dije, con aire tranquilo—. Después de todo, mamá dice que ya crecí, por lo que creo conveniente ampliar mi conocimiento del mundo. Sabes que tengo la inteligencia necesaria que comprende lo que tú me expliques, ¿verdad, papá?
—Emilia —dijo Halstead—. No es que usted no pueda entenderlo, es que los negocios se hicieron para los hombres. ¿No es así, señor Malraux?
—Les ruego que no me tengan tan poca fe —dije—. Quizás el día de mañana tenga que encargarme de los negocios de la familia.
Creí ver un dejo de orgullo en los ojos de mi padre.
—De ningún modo —dijo Hywel, poniendo su mano chamuscada sobre la mía—. Si de mí depende, usted jamás tendrá que volver a esforzar su mente: ya me contaron cuán enferma estuvo, señorita querida. No creo que sea recomendable abrumarla con asuntos mundanos.
—Los asuntos mundanos pueden distraerme de los sobrenaturales —dije—. ¿Piensas ir de viaje con el señor Halstead, papá?
—No exactamente —respondió él, a pesar de Halstead—. El señor de Halkett me hizo una propuesta interesante.
—¿De qué se trata? —insistí.
—Te lo explicaré mañana, querida —dijo por toda respuesta—. Lucía nos llama al comedor. ¿Vamos, señor Halstead?
—Después de usted —respondió él y, dejando pasar a mis padres primero, me dirigió una mirada enfurecida.
—¿Qué quiere de nosotros, Halstead? —le pregunté en un susurro.
—Lo que planeo hacer con su padre no tiene nada que ver con usted —dijo por entre los dientes—. Mis negocios no son de su incumbencia.
—¡Lo son si involucran a mi padre! No se atreva a hacerle daño, le juro que se arrepentirá.
—No me amenace, Emilia. No está en posición de hacerlo. Compórtese y, así tal, vez tenga alguna consideración para con el hombre que de modo tan ingenuo me dio poder ilimitado sobre su familia.
Papá y mamás aún llevaban puestos sus crucifijos. Aun así, Halstead era un maestro del engaño. Él y papá ocuparon las dos cabeceras y Lucía entró al comedor trayendo la comida en un carrito para servirnos. Como la noche anterior, mi estómago rugía de hambre. Mamá se había esmerado en la elección de los platillos: empezamos con una humeante sopa de champiñones, pan recién horneado y un quiché de tres quesos, cebolla y pimientos. Esta vez presté atención a la forma en que Hywel tomaba sus alimentos. Primero, sostuvo la cuchara en la mano largo tiempo mientras hablaba maravillas de la Exposición Universal en París del año anterior y la torre de 330 metros que había sido inaugurada:
—Es una verdadera proeza, parece una jirafa de hierro irguiéndose al pie del río Sena.
—¿Y qué tiene eso de bueno? —pregunté, malhumorada.
—Los conocedores dicen que es una verdadera desfachatez —dijo mi madre, quien se preciaba de estar al tanto de todo lo que dijeran los artistas de moda.
—Para empezar, señorita Malraux, instalaron una estación de observación meteorológica que tuve el gusto de conocer gracias a messieurs Eiffel y Mascart.
—¡Qué afortunado es, señor Halstead! —exclamó mi padre—. Es una historia que muy pocos pueden contar.
—Cierto, señor Malraux. En nuestra hermandad somos solidarios unos con otros —repuso nuestro invitado infernal con una amplían sonrisa—. Sabe que hay una conexión telefónica entre la torre y el Templo de la Gloria, ¿verdad?
—La iglesia de Santa Genoveva, querrá decir —lo interrumpí para provocarlo. No había visitado el edificio pero sabía que había sido motivo de gran controversia: su uso religioso había quedado prohibido de nuevo a partir de la Tercera República, sin duda para dicha de Halstead.
Él rio con cinismo.
—Podemos llamarlo, simplemente, el Panteón. Así habrá discordias. Los grandes héroes de su patria descansan allí.
—No veo nada heroico en el acto escrito —dije, pensando en los restos de Victor Hugo.
—Emilia, cada vez que alguien escribe un buen libro está arriesgando su vida —aseguró Hywel con un inconfundible gesto de satisfacción. Aún no había tocado su comida, lo que me hizo pensar que debía haber matado a algún novelista pocas horas atrás.
—¿A qué se refiere, lord Halstead? —preguntó mi madre, extrañada.
—Un escritor de fino entendimiento sabe incomodar a sus adversarios intelectuales, políticos o religiosos de forma tan sutil que, para rebatir sus ideas con elegancia, los últimos tendrían que ser, a su vez, sumamente hábiles. Esto, por supuesto, no suele ocurrir a menudo. Es más fácil asesinar a un hombre que igualar su talento.
—¡Tal vez para usted! —dije, sin poder evitarlo. La repentina confesión de Halstead me había dejado de una sola pieza. ¡Mataba por envidia! Mi padre frunció el entrecejo, así que tuve que agregar, tosiendo un poco—: Quiero decir que, aunque esta sea su opinión, señor Halstead, yo estoy segura de que, por inepto que sea el opositor en cuestión, matar a un hombre no es empresa fácil.
—¡Tal vez para usted! —replicó él, soltando una carcajada aciaga. Mis padres rieron con él, creyendo que bromeaba.
—Tiene razón —dije, con los pelos de punta—. Afortunadamente, la envidia no es uno de los pecados que me aquejan. Háblenos de la hermandad que acaba de mencionar, señor Halstead.
—No puedo entrar en detalles mientras usted y su madre estén presentes, señorita Malraux —respondió él, con un mohín demoníaco—. Los secretos de nuestra fraternidad solo seguirán siendo secretos mientras no los compartimos con el sexo bello. Es bien sabido que, por naturaleza, ninguna mujer puede resistir la tentación de divulgar un misterio importante. De ahí que los confesores en la Iglesia católica sean hombres —rio.
En ese momento Lucía regresó al comedor con comida caliente. Traía ternura en salsa de vino blanco, mantequilla y romero, patatas al horno y más pan con crema batida para untar. Hywel puso la cuchara sobre la mesa: su plato de sopa estaba vacío. ¿Cómo lo había hecho?
—Cualquiera pensaría que trata de picar nuestra curiosidad a propósito —dije—. Si fuera tan importante proteger la privacidad de su club no lo mencionaría en público. Por lo demás, señor Halstead, tiene razón: sus secretos no están a salvo conmigo —agregué, con la intención de confundirlo. Si lo llevaba a creer que otros estaban enterados de sus actividades nocturnas, quizá perdería el tiempo buscándolos para matarlos mientras yo ganaba ventaja—. Es demasiado encantador para que no hable de usted.
Las pupilas de Hywel se contrajeron y clavó el tenedor en la carne.
—Confío en que no se haya excedido —dijo, tajando un gran pedazo de tenedor con el cuchillo—. No me agradaría tener que encargarme de demostrarles a sus amigos que no soy el dechado de virtudes que imaginan.
Acepté la amenaza con una sonrisa. Hywel había mordido el anzuelo.
—Por favor, señor Halstead, no sea tan modesto —replique—. Ha logrado deslumbrar a toda la ciudad con sus habilidades. Es apenas justo que esté en boca de todos.
—En ese caso quizás todos deban estar en boca mía —replicó, izando una ceja.
—Hay algo que no logro comprender, señor Halstead —dijo mi madre—. ¿Por qué habla de los confesores como si le fueran ajenos? Lo suponía un hombre muy devoto.
—Ah, claro —dijo él—. Disculpe, es que soy inglés.
—¿Es protestante? —preguntó mi padre.
—¡No podría pensar en una palabra mejor para describirme a mí mismo en este momento! —respondió, riendo. De algún modo, Hywel lograba mentir indirectamente por medio de las expectativas de los demás. No puede menos que admirarlo y odiarlo un poco más.
—Debí suponerlo —dijo mamá, como si de repente lo tuviera todo claro—. Sabía que frecuentaba otra iglesia.
—Así es —asintió Hywel, quien aún no había comido nada—. Espero que nuestras diferencias no sean un obstáculo para forjar un vínculo sólido. Después de todo, jamás he descartado la posibilidad de una plena conversión.
—No creo que sea necesario —dije, comprendiendo que ahora quería convertirnos a todos en vampiros—. Estoy segura de que mis padres lo aceptarían sin condiciones. ¿Verdad que sí, mamá?
—Claro que sí, tesoro.
—Me alegra que sea un simpatizante de la república, Halstead —dijo mi padre—. En eso no hallaremos discrepancias.
—¡Libertad, igualdad, fraternidad! —brindó Hywel, elevando su copa.
Mi padre se le unió, emocionado. La hipocresía de Halstead me asqueaba: el hombre que trataba a su cochero como a un esclavo tenía el descaro de exaltar el lema de la revolución en nuestro comedor y, lo que era aún peor, después de pretender imponernos las costumbres de las cortes europeas que estaban desmoronándose lentamente. Jamás me había interesado la política pero intuía que, si Hywel respaldaba la Tercera República con sinceridad, esta tenía que ser catastrófica. Entonces recordé su aversión por los símbolos religiosos y comprendí que la perspectiva de un gobierno ateo lo entusiasmara.
—¿Puede al menos contarnos cómo se llama la fraternidad a la que pertenece, señor Halstead? —pedí.
—Puedo contarle grandes cosas de ella —dijo él, haciendo que el vino girara dentro de su copa. Su expresión era inescrutable—. Nosotros impulsamos la revolución de 1789.
—¿Nosotros? Eso querría decir que usted tiene más de cien años Hywel —dije, recordándole que debía ser más cuidadoso con las palabras.
—Los iniciados en la orden, Emilia —dijo él.
—Un detalle importante que todos mis tutores omitieron sin ningún miramiento —respondí.
—Es posible que yo sepa un poco más de historia que sus tutores —dijo él, molesto.
—No dudo que la igualdad por la que acaba de hacer un brindis tan efusivo le ha proporcionado la oportunidad de educarse mejor que el resto de nosotros, lord Halkett —dije, recalcando su título nobiliario.
—Es loable que el señor Halstead abogue por los derechos de los desfavorecidos, Emilia, en particular porque es un miembro de la nobleza —infirió mi padre.
—No es un miembro de la realeza, y menos de la Casa de Borbón. Él no ha tenido que sufrir lo que nuestros reyes —alegué. No iba a disculparme por mi sarcasmo.
—Aún si lo fuera, señorita Malraux, tendría los mismos principios. Yo habría marchado hasta la Bastilla —se defendió con tono enaltecido.
—Y luego se habría decapitado a sí mismo —sentencié, poniendo los ojos en blanco.
—Emilia, nuestro invitado merece respeto —dijo mamá.
—Lo siento —dije, dirigiendo la mirada hacia el plato de Halstead. ¡Su comida había desaparecido de nuevo!—. Entonces, simplemente habría paseado la cabeza del marqués de Launay en una lanza por toda la ciudad.
—Descuide, señorita Malraux, no soy partidario de empalar a los enemigos de la democracia. Tampoco querría imitar los métodos del príncipe de Valaquia.
La sangre se me heló en las venas. No había estudiado los mapas medievales y pensaba que quizá los territorios de Valaquia y Panonia habían coincidido en algún momento. ¿Estaría hablando de Vajda?
—¿Quién es el príncipe de Valaquia, señor Halstead? —preguntó mi padre.
—Da igual, señor Malraux, Valaquia ha tenido muchos príncipes. Los que vale la pena mencionar murieron hace siglos —sus palabras tenían un dejo de alivio.
—¿Los príncipes de Valaquia empalaban a sus enemigos? —preguntó mamá, con repentina curiosidad. Quise decir nuestro invitado merece respeto, madre, pero me interesaba escuchar la respuesta de Halstead.
—Así es, señora Malraux. Vlad Tepes, por ejemplo, recibió el sobrenombre de Vlad el Empalador. Se dice que cenaba ante la barricada de estacas de donde pendían los cuerpos de sus rivales. Y no solo eso: sus criados recogían en una escudilla la sangre que brotaba de los vientres traspasados y luego la servían en un fino plato para que el príncipe Vlad pudiera mojar el pan en ella mientras aún estaba tibia —dijo Halstead con una mueca mórbida.
Mamá sofocó una exclamación de horror con su servilleta y papá meneó el cabeza, disgustado. Halstead, en cambio, parecía hambriento. Supe que el príncipe de quien hablaba no era Vajda, pues su nombre en vida había sido Árpad y no Vlad. Según él, el príncipe Vlad bebía sangre (tal como los vampiros) pero utilizaba estacas para darles muerte a sus adversarios (tal como debía hacerse con los vampiros). Mi instinto me decía que había algo contradictorio en la historia que no debía dejar pasar.
—¿Qué más se ha dicho de los príncipes de Valaquia? —inquirí.
Halstead soltó una carcajada y se aclaró la garganta.
—Que eran vampiros —respondió en voz baja—. Pero usted no creería algo semejante.
—Claro que no —mentí rápidamente. No quería que papá y mamá pusieran en tela de juicio mi cordura—. Pero, si lo que acaba de contarnos es más que una simple leyenda, es absurdo que Vlad de Valaquia deseara alimentarse de aquellos a quienes odiaba. ¿No debería repelerlo la idea de unirse a ellos para siempre?
Halstead palideció. Esperé largo tiempo a que hablara. Al fin respondió, como si algo lo obligara a hacerlo:
—Quizá fuera su única opción.
Lo miré con incredulidad y pensé: de nuevo, la tragedia del vampiro.
—¿Su única opción para qué? —preguntó mi padre.
—No lo sé, señor Malraux, tal vez para sobrevivir —balbució Halstead—. Los transilvanos siempre han sido salvajes.
—Eso no tiene sentido, señor Halstead. Por más agreste que sea Europa oriental, a la realeza nunca le ha faltado el pan —dijo papá.
—Solo la más burda de las criaturas pensaría que la sangre es mejor alimento que el trigo —añadí a la previa afirmación de papá para lastimar un poco a Hywel.
—¡La sangre del enemigo contiene toda su fuerza! —prorrumpió él, entonces, dejando a mis padres atónitos.
—¡No me diga! —exclamé, sintiendo que había alcanzado un triunfo imprevisto. Mi corazón latía a toda prisa—. ¿Y si el enemigo, a su vez, ya hubiera adquirido la fuerza de otros enemigos a través de su sangre?
—Querida, qué pregunta atroz —dijo mi madre, sin duda para hacerme lucir más femenina y recatada ante Hywel—. Nunca te había escuchado hablar así.
Mamá no sabía lo que estaba pensando, por supuesto: si un vampiro bebía la sangre de otros vampiros, acumularía todo su poder. Solo tenía que averiguar si los vampiros podían, de hecho, alimentarse de otros como ellos.
—Me gustaría conocer la teoría del señor Halstead, si no les importa —dijo papá.
Hywel se revolvió en su silla.
—Probablemente quien bebiera la sangre al final adquiriría las fortalezas de todos los anteriores —respondió, con visible incomodidad.
Vajda había mencionado la influencia que yo ejercía momentáneamente sobre Halstead: tal vez porque el beso de la muerte lo compelía por aquel efecto inverso, el señor de Halkett tenía que contestar a tantos interrogantes esa noche. Sabía que se había adueñado de los talentos de Carlitos Canteur y Vivianne Muse por medio de la sangre; ahora me preguntaba si, para robar los poderes de otros vampiros, tenía que darles muerte. Eso explicaría que Vlad Tepes se alimentara de sus enemigos mientras los empalaba, si es que el príncipe había sido un vampiro y sus adversarios también lo eran. Tendría sentido que no hubiera tantos vampiros en el mundo si unos y otros se asesinaban entre sí para obtener el poder acumulado de los demás.
Lucía trajo quesos y ensalada fresca y mamá volvió a llenar nuestras copas.
—¿Tiene calor, señor Halstead? —preguntó mi padre. Nuestro invitado estaba sudando, pero se lo veía mucho más pálido que de costumbre.
—Estoy bien —replicó él—. No se preocupe.
Solo yo me había percatado de que Hywel hacía que la comida desapareciera de su plato sin probarla. No sabía cómo lo hacía, pero era muy hábil. Dejé caer mi servilleta para mirar bajo la mesa y asegurarme de que no estuviera lanzando los alimentos al piso: no había nada allí. Sus trucos no me sorprendían ya, había aprendido que Halstead era, por encima de todo, un charlatán. A dónde iba a parar la comida era lo de menos. Me interesaba recordar si Vajda había hecho lo mismo, pues había cenado con nosotros y todos lo habían olvidado. Si Vajda no era un vampiro, ¿qué era? Y, ¿cómo había logrado hacerse tanto más poderoso que Halstead? Me urgía que la velada llegara a su fin, debía tomar decisiones importantes. Parecía que Halstead estuviera cumpliendo mis deseos porque anunció:
—Señor Malraux, me gustaría que habláramos en su despacho. Tengo mucho que hacer en la mañana y supongo que usted igual. Espero que las señoras sepan disculparnos.
—Por supuesto, señor Halstead —dijo mi madre, con el rostro iluminado. Para ella también era obvio que el motivo de la visita de Halstead no era disfrutar de las aptitudes culinarias de Lucía. Mi padre la enteraría de todo en cuanto Hywel partiera y yo tendría que esperar hasta el día siguiente.
Mamá y yo nos retiramos a nuestras habitaciones después de la pertinente despedida y Halstead y papá se dirigieron a la biblioteca. Me puse una bata de seda gris y empecé a pasearme por la habitación. Me inquietaba que Halstead estuviera en nuestra casa, mucho más si estaba fuera del alcance de mi vista. ¿Qué hacer? No se me ocurría nada mejor que escabullirme a la primera planta de nuevo y aguardar cerca de la biblioteca.
Tomé el puñal de Abélard y bajé las escaleras con cuidado. Los peldaños de madera estaban fríos pero era mejor que no utilizara zapatillas: si mamá me descubría estaría en problemas. Llegué al corredor que comunicaba la biblioteca con el salón y tuve miedo cuando no escuché el rumor de las voces de Halstead y mi padre pero, al acercarme a la pesada puerta grabada, comprobé que simplemente hablaban en muy baja voz. Aun si la casa estaba en silencio, era muy difícil distinguir sus palabras, por lo cual me pegué a la puerta y agucé el oído.
—Así pues, señor Malraux, que al unirse a nuestra orden estaría respaldando a los precursores de la república —susurró Halstead—. La fraternidad está fuertemente ligada al devenir político del mundo, usted mismo puede comprobar la magnitud de nuestra influencia sin mayor esfuerzo.
»Una vez sea ordenado, participará activamente en las decisiones de mayor importancia del gobierno, lo que es realmente ventajoso para un hombre de negocios como usted en épocas de tanta inestabilidad no solo en Francia sino en Europa. Hoy en día es menester estar enterado de los planes que se forjan en secreto para prever mejores estrategias.
—Estoy completamente de acuerdo con usted, señor Halstead, y le agradezco que interceda para que me den la bienvenida. Sé que no es fácil acceder a la cúpula monsieur D’Alleste fue iniciado hace poco y ya parece haberse establecido con una magnífica posición en el mercado.
—Eso se debe a que llevé personalmente a monsieur D’Alleste a la logia. Una cosa es ser iniciado y otra muy distinta entrar por la puerta grande. Como en todo, es imprescindible estar bien relacionado desde el comienzo. Ahora que vamos a ser familia, señor Malraux, interesa que no le hagan perder el tiempo.
»Muchos hermanos aún están convencidos de que ser iniciado se trata de cenar con otros miembros prominentes de la sociedad una vez por semana. Lamentablemente, pocos son conscientes de lo que significa guardar un secreto con la vida y, por lo mismo, son puestos a prueba de forma indefinida. El maestro debe asegurarse de que puede confiar en el iniciado antes de compartir con él el poder de lo oculto.
»En consecuencia, a pesar de su antigüedad como integrantes de la cofradía, la práctica de algunos iniciados se limita al estudio de los signos zodiacales y símbolos utilizados en ritos cuyo verdadero significado jamás llegan a comprender. Me cercioraré de que este no sea el caso con usted.
Estaba petrificada. Halstead hablaba de emparentar con nosotros con absoluta certeza, lo que me llevaba a pensar que él y mis padres habían concertado un compromiso con antelación. Si ellos ya le habían dado su consentimiento, estaba aún menos claro qué hacía Hywel en nuestra casa esa noche.
—Ahora solo resta unir nuestros patrimonios, señor Halstead —dijo papá—. Me preocupa percibir cierta renuencia de parte de Emilia, sabe que no puedo presionarla a casarse sin haber hecho pública la promesa de matrimonio por un tiempo prudencial. Por otra parte, así ella lo corresponda, no niego que la idea de perder a mi pequeña también es difícil para mí.
—Amo a su hija, señor Malraux, y no querría separarla de su familia. Después del viaje de bodas regresaremos a la ciudad y nos instalaremos en mi casa, a unos cuantos metros de aquí. Ya somos vecinos: le garantizo que no echará de menos a Emilia.
»En cuanto a ella, es natural que proteste un poco. Como todas las jovencitas de su edad, olvida que su deber es formar una familia propia. Aun así, estoy convencido de que, una vez se lleve a cabo la celebración, no habrá una novia más dichosa. Como le he dicho, si por mí fuera, anunciaría formalmente el compromiso mañana.
»Insisto, empero, en que me permita reunirme con ella en París antes que nada. Usted mismo vio cuán nerviosa se puso cuando quise obsequiarle el talismán. Está claro que no se ha recuperado del todo de su enfermedad pues sigue aferrándose a ese pequeño crucifijo como si aún tuviera miedo de la muerte. Ya se lo corroboró mi gran amigo y cofrade, el doctor Medina: las obsesiones religiosas no son saludables y poco tienen que ver con la piedad.
—Estoy de acuerdo con Medina en que nada sería mejor para Emilia que un viaje que le permita olvidar lo que ha imaginado —dijo papá.
—Si la envía con una acompañante a París, yo estaré esperándola allá el día de su llegada y será un placer para mí correr con los gastos de ambas. La llevaré al teatro, a la ópera y a casas de algunos senadores y diputados. Después de todo, algún día será la baronesa de Halkett y debe hacer nuevas amistades.
»Además, será una ocasión propicia para que se habitúe a mi presencia y se sienta segura fuera del entorno familiar, que fue la recomendación específica del doctor Medina. Ya verá cómo Emilia regresa con mi escudo de armas pendiendo del cuello.
—Eso espero, señor Halstead.
—No le diga a Emilia que voy a reunirme con ella en París. Para que su curación sea efectiva, es preciso que nuestro encuentro parezca espontáneo. De lo contrario, tendremos que postergar el anuncio del compromiso y, por consiguiente, la boda.
»Cuanto antes unamos nuestra sangre, mejor. Así, usted no necesitará de mi mediación para ganar el favor de nadie mientras que, sin un vínculo como el parentesco, difícilmente podría entablar el tipo de relaciones comerciales que le serán de tan inmenso provecho una vez yo lleve a Emilia a la mesa de sacrificio.
—¿Mesa de sacrificio? ¿De qué habla? —carraspeó mi padre.
—Del altar, señor Malraux. Sabe que el altar era, en principio, el montículo donde se ofrecían los holocaustos al dios de los hebreos, ¿verdad?
—Claro, señor Halstead —rio mi padre, aliviado.
Halstead se estaba vendiendo sin ninguna vergüenza. Esperaba que mi padre diera alguna muestra de dignidad y pusiera en su lugar a quien le ofrecía los favores del diablo, pero no solo le reiteró su agradecimiento con efusividad sino que convino en enviarme a París en el término de dos días.
Escuché la fricción de las patas de una silla contra el suelo y supe que uno de los dos se había puesto de pie, así que asumí que pronto saldrían de la biblioteca. Estuve a punto de correr a esconderme en la oscuridad del salón pero mi padre dijo, cuando ya se acercaba a la puerta:
—Un momento, señor Halstead: ¿no está su escudo de armas en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano?
—Vaya, señor Malraux, qué observador —dijo Halstead con tono seco.
—¿Y bien? ¿Cómo es que los artistas eligieron su emblema familiar para decorar un documento tan célebre? ¿Qué tiene que ver la casa de Halkett con la república francesa?
—Mi escudo de armas es el ojo de la providencia y fue adoptado por uno de mis antepasados, quien fue un reconocido precursor de la orden. Los iniciados que impulsaron la república también reverenciaban el ojo que todo lo ve. No le extrañe, señor Malraux, encontrarlo en un sinfín de monumentos y manuscritos importantes. Es nuestra forma de decir: estuvimos aquí.
—¡Ah! No sabía que su familia hubiese creado la orden. El barón de Halkett debe estar orgulloso de ello.
—La fraternidad tiene poco que ver con el señorío de mi padre en Inglaterra, señor Malraux. Cuando nuestro ilustre ancestro incorporó la imagen del Ser Supremo a su escudo de armas aún no se nos había cedido la baronía de Halkett. De cualquier modo, dos grandes familias estarán a su entera disposición: la mía, que será su familia de sangre una vez me case con Emilia, y la orden en la que será iniciado.
Me apresuré a retirarme para no ser descubierta y esperé en el salón a que papá despidiera a Halstead.
—Pasaré por usted mañana en la noche para llevarlo a cenar a la logia, señor Malraux.
—Estaré esperándolo a las siete en punto, señor Halstead.
Papá cerró la puerta y se alejó tarareando una alegre melodía. Mis ojos se llenaron de lágrimas al pensar que no podía contarle la verdad: Hywel había dispuesto los eventos de modo que cualquier intento de rebelión por mi parte fuera interpretado como una innegable recaída. Por más que no dudaba por un segundo que mi padre buscaba mi bienestar sobre todo lo demás, Hywel había logrado utilizar ese falso bienestar para su propio beneficio con la intervención del doctor Medina. Por otra parte, ya estaba en edad de casarme, no tenía otros pretendientes y, aunque los tuviera, ninguno habría igualado a Halstead en riqueza, cuna o prestigio: nadie le habría negado la mano de su hija al señor de Halkett. Comprendí con dolor que era demasiado tarde para jurar que no lo amaba, especialmente después de haberle hecho creer lo contrario a mi madre.
Subí a tientas los peldaños que me separaban de mi habitación y cerré la puerta con cuidado. Al menos ahora estaba enterada de las intenciones de Hywel para conmigo. No podía imaginar qué ganaría llevando a mi padre a la logia de su sociedad secreta pero asumí que era su forma particular de tentarlo con falsas promesas de amistad. Sentí náuseas al evocar el talismán del ojo providencial: papá decía haberlo visto antes y yo, en cambio, no lo recordaba. Era posible que no tuviera ningún poder inherente a pesar de que Hywel pretendía colgármelo del cuello, tal vez con la finalidad de obligarme a desprenderme de mi única protección contra él. El ojo, sin embargo, se me antojaba maligno. Además, resultaba inconcebible que una representación de la divinidad le agradara a mi enemigo. Entonces las palabras de Vajda resonaron en mis oídos como un eco: debe sacrificarte a su dueño en la noche de bodas. Temblé. Vajda no me había explicado quién era el dueño de Halstead pero tuve la certeza de que el amuleto estaba relacionado con su deseo de inmolarme a la oscuridad tras una ceremonia forzada.
Si papá quería enviarme a París en dos días, solo contaba con el resto de aquella noche y el día siguiente para planear un viaje en dirección contraria, por lo que tendría que recuperar el cofre de Vajda la noche sucesiva mientras Halstead llevaba a papá a cenar a la logia. Me pregunté quién sería la persona designada para acompañarme fuera de la ciudad. No sería fácil engañar a Lucía o a mamá pero, si no me equivocaba, Halstead conseguiría enredar a mis padres para que me dejaran ir con Perline. Recé para que fuera así: conocía a mi prima y sabía que podría escabullírmele antes de partir.
Tal vez en esa ocasión los ardides de Halstead agilizaran mis propósitos de fuga: me había proporcionado una excusa para salir de casa con el equipaje adecuado ante los ojos de mis padres. No tendría que buscar la forma de arrastrar mi propio baúl hasta la calle a medianoche, ni solicitaría un coche a escondidas pues Rosendo me llevaría a la estación de tren.
Tomé todas mis joyas, que no eran pocas, y las metí en una bolsa de terciopelo. También transferí mis ahorros del cofre de marfil que tía Inés me había regalado a uno de metal repujado cuya cerradura era más segura. Di gracias a Dios por tener dinero a mano, ignoraba qué me depararía aquel viaje repentino. Todo lo anterior lo puse en un baúl de madera relativamente pequeño donde también guardé mi mejor abrigo, algunos vestidos de invierno, un par de botas y dos sombreros en sus cajas respectivas. Nadie sabría que había empacado antes de tiempo. Me fui a dormir preguntándome cuándo podría volver a casa y lloré al pensar cuánto extrañaría a Lucía y a Carlitos.