CAPÍTULO 8
MENUET: UN INVITADO PECULIAR
La pintura azul celeste de la fachada del palacete tenía que haber sido renovada días antes. Altos candelabros de plata bruñida alumbraban las amplias escaleras de mármol que llevaban a la entrada principal y los cirios aromatizados llenaban el aire fresco de alguna mezcla de esencias orientales. Avancé recogiendo mis faldas hasta la puerta abierta donde dos solemnes sirvientes vestidos de blanco nos esperaban para invitarnos a pasar. Ya podía distinguir la suave melodía de los violines entre las risas y conversaciones provenientes del interior. ¿Estaría Hywel allí? El agradable calor de las chimeneas encendidas me confortó en cuanto pisamos el vestíbulo. Papá retiró la capa de los hombros de mamá, pero yo quise conservar la mía un rato más. Un criado nos indicó el camino al gran salón, lo que era totalmente innecesario: las voces de Coco y Sylvie Frimas no habrían permitido que nadie se perdiese.
La anticipación que sentía no evitó que me maravillara cuando las puertas de vidrio se abrieron y los destellos de cientos de velas iluminaron los rostros y atuendos de los comensales. Este sí que es un baile, me dije, deteniéndome unos pasos detrás de mis padres: los hombres estaban elegantes e imponentes con sus trajes negros. Los vestidos de las mujeres, de tantas formas y colores, se reflejaban en los grandes espejos enmarcados en bronce de modo que los últimos creaban la ilusión de ser pinturas de jardines vivos y siempre cambiantes. Las paredes amarillas del salón, también recién pintadas, despedían un aire de acogedora magnificencia con sus ribetes dorados a la luz de las velas. El piso de madera oscura brillaba bajo los pies de los comensales; los criados entraban a la estancia con bandejas repletas de copas y comida por una puerta ubicada al fondo del salón, junto al gran ventanal que daba a los jardines.
Lo primero que busqué con ansias fueron los escotes de las damas: lágrimas de alegría amenazaron con acudir a mis ojos cuando verifiqué que cada uno de ellos exhibía, orgulloso, un crucifijo. En pocas semanas la crema y nata de la sociedad había sentido su devoción religiosa renovarse a pesar del moderno ateísmo de Francia, y yo no podía menos que felicitarme por haber sido su vehículo de fe. Pero no podía vanagloriarme de ser el verdadero santo que obrase tal milagro: este era, por supuesto, el verdadero señor de Halkett (que aún no había llegado, según descubrí después de echar un vistazo alrededor).
Nuestra anfitriona conversaba con Renilde Frimas y mi tía Inés. Cuando mis padres y yo nos acercábamos a saludarlas reparé en una figura masculina que, a diferencia de las demás, no reconocí: estaba a espaldas a mí y aceptaba la copa que le ofrecía uno de los sirvientes.
—¡Qué guapa se ha puesto su hija! —dijo la signora Maggiora, recordándome las cortesías pertinentes.
—Es usted quien cada día está más joven y guapa, Entella —mintió mi madre. Aun si tenía la piel firme y había encanecido muy poco, la sonrisa falsa y la expresión cínica de los enormes ojos grises de la signora Maggiora, no permitían que su presencia resultara agradable. Siempre lograba incomodarme, me escudriñaba con tal ahínco que me despertaba sentimientos de culpa. Ya comenzaba a preguntarme en qué grave error protocolario había incurrido cuando mi tía Inés me dirigió una mirada fugaz que indicaba que debía entregar mi capa a alguna sirvienta de inmediato.
—Pensé que encender todas las chimeneas de la planta baja sería suficiente… —dijo Entella Maggiora con ese detestable acento característico de los cortesanos del difunto rey Umberto I y su recién nombrado sucesor, Vittorio Emanuelle III, dejándonos saber que no se le escapaba ningún gesto que hubiera entre nosotras, por más familiar que fuera—. Si tiene frío, siempre puede pasar la noche sentada junto al fuego, cara.
Pronunciaba las erres como las uves y torcía la boca hacia la izquierda haciendo que mi estómago se revolviera con cada palabra que decía. Su forma de hablar era la clara imitación de una renombrada tara de la Casa de Saboya. Quienes no habían contado con ella desde la cuna procuraban fingirla para dejarles saber a los demás que tenían lazos consanguíneos con los monarcas italianos.
Tuve que excusarme. Salí de la estancia por donde había entrado y pedí a una de las criadas que me indicara dónde estaba el tocador. Recorrí un pasillo alfombrado y, después de cerrar la puerta, me paré frente al espejo. Tendría que hacerlo en ese momento y no después. Puse la capa sobre el taburete tapizado de seda que estaba a mi lado y observé el espléndido vestido rojo que me había obsequiado Hywel: no le sobraba un centímetro de tela, me había quedado perfecto desde el primer momento. La única modificación que le había hecho era la adición de un pequeño bolsillo secreto entre los pliegues de la falda: allí había escondido la daga que debía atravesar el corazón de mi enemigo esa noche. Ese era el único crucifijo que llevaba. Por lo demás, mi cuello estaba perfectamente desnudo.
Tomé un hondo respiro y dejé el cuarto de tocador para entregarle mi capa a la criada que estaba en el vestíbulo. Sería mi segunda entrada al salón, sin duda una mejor que la anterior: no me precedían mis padres y llevaba puesto el vestido más hermoso que se hubiera visto en ningún baile de la ciudad.
Esta vez, las miradas de los comensales se dirigieron a mí y no al contrario. Esbocé una sonrisa cuando vi el rostro descompuesto de Sylvie Frimas con el rabillo del ojo. Me pareció escuchar un suspiro colectivo de admiración y supe que, si con la capa estaba guapa y elegante, ahora era un verdadero atentado a la modestia. Me sentí enrojecer un poco pero procuré que mi actitud no dejara entrever cuán consciente estaba de las reacciones de los invitados.
Busqué a Perline con la mirada y me encontré con los verdes ojos balcánicos del hombre desconocido, que se había dado la vuelta y estaba apoyado contra la chimenea. Estaba segura de no haberlo visto antes, habría recordado un rostro tan peculiar. Era un poco más alto que Hywel, bastante más delgado, y los cabellos rubios cenizos, algo revueltos, le caían sobre los hombros. Pensé que a lo sumo tendría unos cuantos años más que yo y, aun así, había algo en su expresión que lo hacía parecer bastante mayor. Levantó con un gesto casi imperceptible las cejas naturalmente arqueadas y sentí que me sonreía aunque sus labios no se movieron. Habría seguido observándolo de no haber sido por Perline, quien llegó hasta mí y me besó en ambas mejillas, sacudiéndome.
—¡Emilia! ¡Por Dios, qué guapa!
Sus ojos chisporroteaban de alegría: estaba en su elemento. Se había recogido los cabellos y el crucifijo de Abélard realzaba los tonos rosa de su vestido y sus mejillas.
—Tú estás preciosa, Perline —dije, y sin más preámbulos, le pregunté—: ¿Quién es el hombre que está junto a la chimenea?
—¿Quién? —preguntó ella, volviéndose.
Él ya no estaba allí.
—El hombre rubio con quien Coco y tú hablaban hace un rato.
—¡Ah! Vaya si es algo salvaje —dijo Perline—. Es obvio que no está habituado a este tipo de galas.
—¿No es de por aquí? —pregunté, sintiendo más curiosidad.
—A decir verdad, no habló mucho. En todo caso, olvidé lo que dijo, hasta su nombre —entonces volvió la mirada hacia mi pecho—. ¡Emilia! ¡No te pusiste el crucifijo!
—¡Mi crucifijo! —exclamé, fingiendo sorpresa—. Cielos, ¿cómo pude olvidarlo? Debería regresar a casa…
—Demasiado tarde —dijo mi prima, mirando hacia la puerta—. Él está aquí.
Me di la vuelta con lentitud. Hywel Halstead, señor de Halkett, entraba en la estancia del brazo de Vivianne Muse. Quise gritar. Ella giró su cabeza rubia hacia nosotras y me dirigió una sonrisa pérfida. Renilde Frimas se acercó a ellos y, en cuanto Vivianne empezó a hablarle, Hywel se liberó de su brazo para avanzar hacia el centro del salón.
—¿Cómo es posible que alguien sea tan guapo? —preguntó Perline, siguiéndolo con la mirada y suspirando—. Pellízcame, Emilia, para saber que no es un sueño.
Le obedecí. Hywel Halstead era el demonio. Nadie podía decir cosas bonitas de él.
—¡Ay! ¡Era un decir! —se quejó mi prima, frotándose el brazo.
—Recuerda que el señor Halstead es un hombre modesto y piadoso. No deberías admirar sus atributos terrenales —dije, clavando una mirada de odio en la espalda de mi enemigo.
—Te lo tomaste a pecho —dijo Perline—. Al menos yo recordé ponerme el crucifijo. Quizá el señor Halstead me prefiera a mí esta noche.
—Ya lo creo que así será —dije, preparándome para encarar a Hywel, quien se volvía hacia nosotras. No debía haberse percatado de que había pasado de largo por nuestro lado al entrar al salón.
La ira que se reflejaba en todos sus movimientos era poca comparada con la que despedían sus ojos. Cuando al fin me miró, le sonreí con inocencia para irritarlo aún más. Era obvio que había notado que cada una de las comensales llevaba un crucifijo atado del cuello. Más que disgustado, se lo veía nauseado. Tendría que soportarlo toda la noche, si es que era capaz de quedarse en medio de tantos objetos sagrados. Sus intentos por disimular la repulsión que sentía cada vez que comprobaba que no había un escote sin santificar eran vanos en lo que me concernía.
Debía sentirme feliz pero, aun si estaba saboreando una victoria tan importante, la presencia de Hywel Halstead me traía de vuelta los recuerdos más perversos: el despiadado ataque frente a la casa del dragón, el sucio truco de la plumilla de plata en mi mano, Carlitos Canteur en su lecho de enfermo, el beso de la muerte. Vampiro de los infiernos, me aseguraría de que muriera esa misma noche.
Advertí que algo extraño ocurría conforme Halstead se acercaba a nosotras: la expresión de su rostro se suavizó, cosa que me desagradó profundamente. Sabía que no era por la ausencia de un crucifijo en mi pecho. Me había visto sin protección en varias ocasiones y jamás me había mirado así. Supuse que debía estar complacido con el hecho de que hubiera decidido ponerme el vestido rojo, acaso imaginaba que ello significaba que lo dejaría beber mi sangre. Sobre mi cadáver, me dije, y quise no haberlo pensado por el pésimo gusto de la ironía.
—Emilia.
¿Qué estaba pensando? ¡Llamarme así, mirarme de ese modo!
—Buenas noches, señor Halstead —dije, intentando sonar distante mientras él tomaba mi mano para besarla. Mi prima lo miraba hechizada pero él parecía no haberse dado cuenta de su existencia—. ¿Recuerda a Perline?
Cuando mi prima le sonrió, pasándole la mano, el enfado de Hywel fue evidente.
—¿Cómo olvidarla? Es un placer verla de nuevo, mademoiselle De Donder.
Pensé que soportar una conversación de varias horas con Perline debía haber sido realmente inolvidable.
—Creí que Vivianne había partido de la ciudad —dije, con doble intención—. No la había visto en varios días.
—Lo siento, ¿de quién me habla? —preguntó Hywel.
¿Qué le ocurría? Había soltado la mano de Perline y su expresión se había tornado soñadora. Estaba allí, con pose de poeta extraviado y sonriendo.
—De la señorita Muse, con quien se presentó aquí hace unos instantes —respondí.
—¡Ah, Vivianne es su nombre, por supuesto! Ignoro dónde estaría. Llegamos aquí al mismo tiempo y me ofrecí a escoltarla. ¡Una maravillosa pianista, la señorita Muse! Quizá escuchemos una de sus piezas esta noche.
Así que esperaba que creyera que recordaba el nombre completo de mi prima y no el de Vivianne. Quizá no quería que me enterara de que Vivianne era un vampiro. De cierta forma, sin embargo, me alivió pensar que no habían llegado juntos.
—Es una fantástica idea, señor de Halkett —dijo la signora Maggiora, interrumpiéndonos—. Se lo sugeriré de inmediato.
Me pareció que, a pesar de estar a tantos metros de distancia, Vivianne Muse la había escuchado porque miró fijamente a Hywel. Él se limitó a saludar a nuestra anfitriona con una profunda reverencia y, sin reparar en la insistente expresión de Vivianne, dijo:
—Me haría un gran honor si me permitiera tomar el lugar de la señorita Muse, cara signora mia.
La signora Maggiora se enderezó y acentuó su mueca postiza:
—No sabía que además del violín tocara el piano, milord. ¡Cada día nos sorprende más!
Hywel se encogió de hombros con afectada modestia antes de seguir a nuestra anfitriona.
—Disculpen, señoritas —dijo con una inclinación de cabeza.
—¡Oh, Emilia, aún me ama! —suspiró Perline mientras Hywel se instalaba frente al piano de cola—. ¿Viste cómo me miraba? ¡Dios mío, va a tocar para mí! Ven, acerquémonos a él, no quiero perderme de una nota.
Los invitados se habían congregado alrededor de Halstead; la signora Maggiora estaba de pies tras él y Vivianne retrocedió hasta una esquina del salón con el rostro contraído en un gesto extraño. Siempre me había gustado: solía ser amable, serena y grácil. Ahora, por más que intentaba encontrar los vestigios de la Vivianne que había conocido cuando era niña, solo sentía miedo. Esa no era mi vecina, la lánguida rubia que se abanicaba en el balcón todas las noches de verano. Seguía siendo rubia y lánguida, sí, pero estaba vacía. Al menos respiraba o daba la impresión de hacerlo. Mientras Hywel rebosaba vitalidad, Vivianne parecía haber perdido su alma. Sus ojos negros ya no tenían la cualidad etérea de antes y permanecían clavados en la alfombra.
En cuanto sonaron los primeros acordes se me pusieron los pelos de punta. Jamás habría olvidado esa melodía, Vivianne había estado perfeccionándola la primavera anterior. Era tan dulce y nostálgica que, en ocasiones, me levantaba de la cama y me sentaba junto a la ventana para oírla. Ahora Hywel estaba interpretándola como si fuera propia, como si cada nota fuera una palabra suya, las cejas negras triste, el perfil enfático, la postura grave. Busqué los ojos de Vivianne con desesperación. Era ella quien debía estar sentada frente al piano, solo a ella le correspondía contar esta tragedia exquisita. Era su historia, el dolor de un anhelo de belleza que solo Vivianne podía sentir. Un instante me miró y sus ojos vidriosos no me reconocieron. Podía saber que yo era Emilia Malraux, pero no sabía quién era yo. Me había olvidado, así como a la pieza que Hywel estaba tocando. Volvió el cuerpo hacia Hywel con frialdad y no se movió hasta que él terminó. Había escuchado sin sentir.
Cuando el salón estalló en aplausos, Vivianne se les unió sin pena ni entusiasmo, como si nada hubiera ocurrido. Algunas señoras lloraban, los hombres estaban conmovidos. Nadie estaba exento de apreciar la profunda melancolía de esa pieza, solo la mujer que la había compuesto. La azul mirada de Hywel se había ahondado. Cuán diabólico me pareció cuando, irguiéndose, suspiró como si fuera capaz de amor y me sonrió como queriendo decir: Toma, Emilia, este es mi regalo para ti.
—Qué pieza magnífica milord —sentenció la signora Maggiora, intentando disimular su emoción. La voz le temblaba.
—Ha sido inspiración divina —respondió Hywel con un gesto de humildad del que no lo creía capaz.
—¿Cómo se llama? —preguntó Renilde Frimas, con la cara regordeta cubierta de sudor frío.
Hywel miró a Vivianne con tanta rapidez que estoy segura que solo yo lo noté. Elevó los ojos hacia el cielorraso blanco y dorado y declaró, abriendo los brazos con donaire:
—Para Emilia.
Quise matarlo. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Todos los invitados de la signora Maggiora se volvieron hacia mí, curiosos y admirados. El orgullo brillaba en la sonrisa de mi madre.
—¡Qué calor hace aquí! —chilló Coco Frimas—. ¿Podemos pedir a los sirvientes que abran las puertas del jardín? ¡Me muero por tomar un poco de aire fresco!
Puesto que las mujeres que aún no estaban comprometidas no querían perder la esperanza de emparentar con el señor de Halkett, la brusca sugerencia de mademoiselle Frimas fue acogida con gusto. Yo más que nadie, deseaba deshacerme del tipo de atención que Hywel había desatado en torno a mí. Sin duda mis lágrimas habían sido interpretadas como señales inequívocas de una turbación de índole romántico. ¿Quién habría creído que no me sentía dichosa?
Los músicos volvieron a tocar (esta vez los sonidos de los violines mucho más alegres que antes) y los invitados se dispersaron. Algunos salieron al jardín y otros volvieron a agruparse para alabar el talento de Halstead y comentar la poco sutil declaración que acababa de hacerme.
Perline parecía confundida. Giró su cabecita adornada hacia mí y comentó:
—¿Para Emilia? ¡Vaya coincidencia! ¿De dónde la habrá sacado?
—Es una pieza de Vivianne, Perline —respondí por entre los dientes. Noté que Hywel se acercaba a Vivianne y a mi tío Henry para conversar.
—Imposible —dijo Perline—. El señor Halstead ni siquiera recordaba su nombre de pila. No podría haber aprendido una pieza musical de ella.
—¿Cómo nos ha privado de escucharlo tocar el piano hasta ahora, señor Halstead? ¡Es un gran compositor! —escuché a mi tío deshacerse en elogios. Vivianne asentía, sonriendo.
—Voy a tomar aire, Perline —anuncié, sabiendo que si me quedaba un minuto más en presencia de Hywel y Vivianne iba a proferir un alarido—. ¿Vienes?
—¿Y dejar de contemplar al hombre más apuesto que ha pasado por aquí? No, muchas gracias, prima querida, me quedaré con Sylvie.
Mientras atravesé el salón noté que los criados ya alistaban todo para la cena en el amplio salón contiguo, que también daba al jardín. Habían dispuesto dos largas mesas de diez puestos, cada una ornamentada con dos candelabros de plata y un arreglo de magnolias en el centro. El olor de carne de venado en salsa dulce llegó hasta mí y sentí que mi estómago rugía: esa tarde había estado demasiado nerviosa para comer. Ahora nos esperaba un banquete de otoño y no sabía si podría probar bocado.
Desde fuera vi que Hywel evitaba a las mujeres en lo posible. Cada vez que una de ellas se acercaba él se veía obligado, por conveniencia propia, a prestarle atención a algún caballero sin compañía y, con suma cortesía, se alejaba de la mujer en cuestión. Debía resentir la abrumadora cantidad de crucifijos en la estancia: las únicas que no llevábamos uno puesto éramos Vivianne y yo. Mi breve victoria no me alegraba demasiado ahora que Hywel se había adjudicado la autoría de la increíble pieza musical de Vivianne. ¡Incluso tocaba tan bien como ella! Se habría dicho que era la misma Vivianne en su mejor momento quien la interpretaba.
—Así que Para Emilia —preguntó una voz a mis espaldas. Era Nicolás Issarty—. Debe estar complacida, ¿no?
Lo miré de arriba abajo.
—Luce bien, Nicolás. Lástima que su rostro lo arruine todo. Si no tiene cuidado, la gente puede llegar a pensar que esa sonrisa burlona es un defecto de nacimiento.
Escuché que alguien ahogaba una risa al fondo de la amplia terraza que se anteponía al prado y sobre la cual conversábamos.
—Ah, es el forastero —dijo Nicolás, haciendo que forastero sonara como un insulto. Me pareció absurdo, siendo tan acostumbrado que hubiese invitados de diversos lugares en los bailes. ¿Vendría de tan lejos como para merecer el sobrenombre?
—Es innegable que sus modales hacen juego con su expresión, Nicolás —dije, esperando que el hombre rubio se acercara. No deseaba seguir hablando con Issarty y una tercera persona interrumpiría el curso de la conversación.
El extraño invitado no se movió de su lugar, por lo que pensé en descender las escaleras y darle vueltas a la fuente del jardín para evitar las preguntas que Nicolás sin duda querría hacerme a propósito de Hywel. ¿Quién sería ese hombre tan alto y delgado? Conocía a todos los comensales y sus parentescos y, por más que intentaba adivinar cuál era su vínculo con alguno de ellos, no se me ocurría nada. ¿Algún pariente lejano de los Bianchi, quizá? No se parecía a nadie, era bastante más pálido y huesudo que el resto de los convidados. Su rostro también era diferente, con los pómulos altos y los ojos ligeramente rasgados.
—¿Y bien? ¿Qué la hace tan afortunada como para merecer una composición del mismísimo señor de Halkett? —insistió Nicolás.
—¡No es su composición! —dije, una vez más—. Es una pieza de Vivianne Muse y no se llama Para Emilia. El señor Halstead busca fastidiarme, eso es todo.
—¿Fastidiarla? ¿Con la complicidad de la autora de la pieza?
—La pieza se llama, en efecto, Para Emilia.
¡Vaya voz de las cavernas! Me sobresalté, ni siquiera lo había sentido acercarse. ¿Cómo había llegado hasta allí tan pronto?
—¿No hablaba de modales, Emilia? ¿Qué puede decirse de quien interrumpe una conversación de este modo? —preguntó Nicolás con aire porfiado—. ¿Bien? ¿No piensa siquiera presentarse ante la señorita?
El hombre inclinó la cabeza rubia para mirar a Nicolás a los ojos. Parecía divertido y era, en verdad, muy alto.
—Creo que la asusté —dijo, dirigiéndose a mí—. Su amigo tiene razón, no estoy acostumbrado a ciertas delicadezas —acto seguido agregó, frunciendo el entrecejo—: ¿Me acompañaría a caminar?
—¿Caminar? ¿Yo? —balbucí, sin poder dejar de mirarlo, tanto que sentí que me pasaba de insolente. ¡Qué semblante más extraño!
—Ah, sí —dijo él, ofreciéndome el brazo y sonriendo un poco—. Disculpe.
Nicolás nos miraba con la boca abierta, quizá pensando en algo que decir. Sin saber qué hacer, tomé el brazo del hombre y me dejé llevar. Caminaba tan rápido que temí tropezar. Cuando me volví para mirar a Nicolás, su desconcierto era tan evidente que quise echarme a reír ante el absurdo de la situación.
—En eso tiene razón —dijo mi acompañante, aminorando el paso cuando alcanzamos la fuente. Mis padres podrían verme desde la terraza, así que supuse no sería demasiado escandaloso que me hubiera alejado un poco de la casa—. Es una situación absurda.
Me detuve para encararlo.
—Yo no he hablado —protesté, elevando el rostro para verlo bien.
—Acaba de decir que es una situación absurda —dijo él, mirándome por debajo de las cejas. ¡Qué ojos!
—No. Solo lo pensé. ¿Cómo dijo llamarse?
—No le he dicho mi nombre aún.
—¿Y bien? ¿Podría decírmelo ahora?
—Vajda.
—¿Vajda? ¿Así, nada más?
—Así, nada más.
—¿Y su nombre de familia?
—Vajda.
—¿Cuál es, entonces, su nombre cristiano?
Él rio, echándole un rápido vistazo a la casa. Su sonrisa era agradable, casi dulce.
—Vajda —dijo, clavando sus pupilas dilatadas en las mías.
—Bien, Vajda… —yo estaba sumamente confundida—. ¿Cómo sabe que el señor Halstead dijo la verdad acerca de la pieza?
—Halstead no miente.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Lo sé porque vi las partituras.
—¿Quiere hacerme creer que Hywel Halstead se tomó el tiempo de inscribir cientos de notas en un pentagrama y ponerles un nombre?
—No. La señorita Muse ya lo había hecho.
Me llevé las manos al pecho. ¿Podía ser que al menos un alma hubiese descubierto la treta de Hywel?
—¡Usted también lo sabe! —exclamé.
—Soy un gran admirador de la señorita Muse —dijo él, mirando de nuevo hacia la casa—. No viajo con frecuencia a la ciudad pero, cuando lo hago, procuro asistir al menos a uno de sus recitales. La primavera anterior fue tan amable de tocar para mí una pieza que estaba componiendo. Vi la partitura con mis propios ojos y se llamaba Para Emilia. Nadie que escuchara esa pieza…
—… podría olvidarla —dije yo, terminando su frase y sintiendo que mis ojos se llenaban de lágrimas otra vez. ¡Le había puesto mi nombre!
—¿Qué piensa al respecto de todo lo que ocurrió allá dentro? —inquirí.
—Halstead debe haberle pagado una suma considerable por la canción a la señorita Muse —dijo él, encogiéndose de hombros—. Los caprichos de un hombre enamorado no tienen límites.
—Vivianne no necesita dinero —dije—. Y Halstead no está enamorado de mí.
—¿De veras lo cree? —preguntó él, arqueando las cejas, que se veían más oscuras que sus cabellos en la sombra. No supe si se burlaba de mí o si estaba sinceramente sorprendido.
—Sí.
—Debe afinar su instinto, entonces.
—¿A qué se refiere?
—Cuando un hombre sin escrúpulos se enamora puede llegar a extremos insospechados. Si no está interesada en el señor de Halkett debe prepararse para lo peor. Estoy seguro de que comprar partituras es muy poco comparado con lo que un hombre tan poderoso y pertinaz es capaz hacer.
—Los hombres como él no se enamoran —dije. Sin embargo, se me había puesto la piel de gallina.
—Debemos regresar.
—Cierto —dije, poniéndome de pie. Desconocía las intenciones de Hywel y tuve mucho miedo.
—Allí está —dijo Vajda, mirando hacia los ventanales abiertos. Hywel salió a la terraza y apoyó las manos sobre la balaustrada. Recorrió el jardín con la mirada pero pareció no reparar en nuestra presencia pues sus ojos jamás se detuvieron sobre nosotros—. Caminemos despacio.
—Habla de Halstead como si lo conociera —dije, esperando recibir una explicación.
—Sé reconocer a los de su especie —respondió. Algo me dijo que sus palabras tenían un significado oculto.
—¿Desde dónde viajó, Vajda? —de algún modo, sentía que estaba siendo impertinente cada vez que le hacía una pregunta. Me dio la impresión de que se ponía tenso y quise no habérselo preguntado.
—Turín es la última ciudad donde estuve. Panonia es mi hogar —por un instante creí ver un asomo de desesperación en sus ojos pero, un segundo después, lucía tranquilo. Iba a preguntarle qué hacía en casa de la signora Maggiora pero preferí guardar silencio. Seguramente lo averiguaría a través de las conversaciones de los invitados.
Hywel había vuelto a entrar. Nicolás Issarty conversaba con monsieur D’Alleste y Crisóforo Bianchi en la terraza. Subí las escaleras con cuidado y el señor Vajda rezagó un poco. Al pasar por el lugar donde hablaban los hombres, Nicolás me preguntó:
—¿Disfrutó de su soledad?
—¿Disculpe? —respondí, sintiendo que mi paciencia con su sarcasmo se agotaba.
—Se veía algo triste sentada al pie de la fuente, creí que hablaba consigo misma.
—Hablaba con el señor Vajda —dije.
Los tres hombres me miraron de forma extraña.
—El señor Vajda, como le llama usted, está dentro del salón. Usted quiso dar un paseo sola y no me permitió acompañarla, señorita Malraux —dijo Nicolás con tono de reproche.
Irritada, me volví hacia Vajda para comprobar que no había nadie a mis espaldas. Sacudí la cabeza y me presioné las sienes con las puntas de los dedos.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el señor Bianchi.
—Eso creo… —mentí, buscando a Vajda a través de los cristales. Cuando lo vi hablando con la signora Maggiora junto a la mesa sentí que las fuerzas se me escapaban.
—Supongo que aún no se recupera de haber recibido una dedicación tan preciosa de parte del señor de Halkett —dijo Robert D’Alleste con amabilidad—. ¡Es un maestro!
—Una pieza conmovedora —dijo Crisóforo Bianchi—. Es comprensible que una mujer necesite unos instantes a solas para asimilarla.
—Creo que la signora Maggiora quiere que entremos —dijo Nicolás, mirándome con recelo.
—Después de usted, señorita Malraux —dijo el señor D’Alleste y yo me limité a obedecer. Crucé el umbral de vidrio sintiéndome sumamente débil, tanto que me dejé caer en la primera poltrona que encontré. Después de llamar a mi madre por medio de señas, apoyé la frente en las manos.
—¿Qué ocurre, querida? —preguntó mi madre con tono distraído.
—¿Tienes tus sales aromáticas a mano? Creo que voy a desmayarme.
—¡Ay, que romántico! —exclamó—. ¡Yo también me sentiría desfallecer si un hombre de la talla del señor Halstead hubiese compuesto una canción para mí! Incorpórate, cariño, las Frimas te están inspeccionando.
—Hablo en serio, madre —dije, y todo el cuarto se oscureció.
Pasaron unos minutos en que tuve que permanecer con los ojos cerrados y aferrando el brazo de mi madre hasta que mi tía Inés llegó con la botella de sales. Por fortuna, anunciaron la cena antes de que todas las mujeres se acercaran a ver qué ocurría. Los invitados se dirigieron al comedor y yo seguí a mi madre, esperando a que la signora Maggiora nos indicara dónde debíamos sentarnos.
—Ese es su asiento, cara —dijo, mostrando uno de los puestos vacíos.
Había demostrado una vez más sus habilidades como anfitriona repartiéndonos en las mesas de forma que nuestras edades, géneros (y, por ende, conversaciones) fueran variados: había puesto a mi madre y a mi padre en la mesa que daba al ventanal con Crisóforo, Aida y Marcello Bianchi, Renilde Frimas, Frédéric Issarty y su esposa Alice y, por supuesto, Hywel Halstead de Halkett en una de las dos cabeceras. La otra cabecera la ocupó la signora Maggiora.
En la otra mesa nos puso a Sylvie y Coco Frimas, tío Henri, tía Inés y Perline, Nicolás Issarty, el señor Vajda y a mí con Vivianne Muse y Robert D’Alleste en las cabeceras. Mis compañeros de cena serían Nicolás Issarty y el señor Vajda.
—¿Nos deleitará usted también con una de sus piezas esta noche, señorita Muse? —preguntó mi tía Inés. Necesitaba oír hablar a Vivianne, así que presté atención.
—Me lastimé la muñeca, señora De Donder —respondió Vivianne, con entonación monótona—. Temo que no podré tocar en algún tiempo.
—¡Oh! —exclamé, haciendo acopio de valor para abordarla—. ¿Significa eso que no podrás bailar tampoco, Vivianne?
Su mirada fue de odio. Si no hubiese sido porque podía esconder mis manos bajo el mantel, todos se habrían dado cuenta de que me había puesto a temblar.
—En lo absoluto, Emilia —me dijo, quebrándosele un poco la voz—. No he perdido la motricidad, solo sufrí un pequeño accidente. Tocar el piano es una cosa muy distinta a bailar, claro está, se necesita mucha más precisión para lo primero.
Las hermanas Frimas asintieron con las bocas abiertas ante la lógica de las palabras de Vivianne. Mi tía Inés sonrió, comprensiva.
—¿Y qué le ocurrió? —preguntó Vajda, sin más.
Mi prima Perline me miró como diciendo: ¿Lo ves? ¡Es un salvaje!
Vivianne tosió, cubriéndose los labios con la servilleta. Vajda esperó a que terminara de toser sin desviar la atención de su rostro un instante.
—Perdí el equilibrio y caí sobre las manos —dijo al fin Vivianne.
—¿Justo cuando trataba de matar a alguien? —preguntó Vajda.
—¡Por Dios, señor! —exclamó Robert D’Alleste—. ¿Qué pretende con sus afrentas? ¡Modérese!
Vajda se limitó a beber de su copa. ¿Habría reparado en el cambio de Vivianne? ¿No era uno de sus grandes admiradores?
—No enseñan bien a las gentes de esos parajes desolados —dijo Nicolás Issarty—. Es evidente que la única educación que el señor Vajda recibió en Panonia giraba en torno al uso de la lanza.
Vajda rio, para mi sorpresa. El comentario de Nicolás parecía haberlo divertido en grande.
—Casi tendría que darle la razón —respondió, sus labios llenos aún más rojos. Ahora sí que tenía un aire salvaje—. Mi padre no me educó como a una damisela.
Esta vez fui yo quien soltó una pequeña risa.
—¿Le parece gracioso que un hombre de nuestro tiempo sea un bárbaro, Emilia? —preguntó Nicolás, notoriamente mortificado.
—Me hace gracia imaginarlo a usted intentando sobrevivir en el campo de batalla, Nicolás. Quiera Dios que no entremos en guerra —respondí.
—La guerra es mucho más sofisticada ahora, señorita Malraux —dijo Robert D’Alleste, sin duda sintiéndose aludido—. No estamos en el Medioevo, como bien lo sabe. No estoy tan seguro de que el señor Vajda lo haya notado, pero ese es un asunto diferente. El trabajo científico de Paul Vieille nos ha dado grandes ventajas sobre algunos pueblos que aún necesitan civilizarse. Hace un par de años que empleo el Pudre B de monsieur Vieille y debo decir que es agradable practicar la puntería sin que una nube de humo negro le impida a uno ver el objetivo.
—Tenga cuidado, no sea que pierda una mano por matar un pájaro en semejante despliegue de valentía —dijo Vajda, los ojos verde uva fulgurando—. El Poudre B no es precisamente estable.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó monsieur D’Alleste con el rostro enrojecido—. ¿Les compró unos cuantos gramos a los gitanos?
Vajda rio por lo bajo, pasándose los dedos por la corta barba rubia del mentón:
—Ningún gitano se atrevía a ofrecer ese tipo de mercancía en mi tierra. Los hombres de mi país jamás usarán polvos blancos —dijo, haciendo una clara referencia a los polvos de tocador.
Yo estuve a punto de soltar una carcajada. Luego, volviéndose hacia mí, el señor Vajda preguntó:
—¿Quiere bailar la primera pieza conmigo? Odiaría ver a una mujer tan hermosa girando con un hombre a quien un poco de humo impide distinguir su objetivo.
Me sonrojé sin saber por qué.
—Sería un placer —dije.
—¡Emilia! —dijo mi tía Inés, mirándome con los ojos muy abiertos—. ¿No crees que deberías reservar la primera pieza para el señor Halstead?
Sentí una segunda oleada de calor me subía a la cabeza. ¡Ahora tenía deberes para con Hywel!
—Para serte sincera, prefiero bailar con el señor Vajda, tía —dije, mostrándome firme. El vino y la comida me habían sentado bien a pesar de la presencia de Hywel, que mi tía insistía en recordarme.
—Quizá Emilia no haya tomado suficientes lecciones de baile como para acompañar al señor Halstead —dijo Coco Frimas, elevando la nariz respingona—. Sus preferencias hablan por sí solas.
—Eso espero, Sylvie —dije, dejando mi tenedor sobre el plato.
Nadie entendió mi respuesta excepto mi tío Henri, quien disimuló una sonrisa: Robert D’Alleste siempre le había parecido antipático y el señor Vajda le había dado varias satisfacciones durante la cena.
—Apuesto a que el señor Halstead solicitará bailar primero con nuestra anfitriona —dijo Nicolás Issarty—. Un caballero pensaría en eso antes que nada.
Un caballero no haría pasar composiciones de otro por propias, pensé, y un ruido me sobresaltó.
Vajda había dejado caer su cubierto e, inclinándose para recogerlo, dijo de modo que solo yo podía oírlo:
—Un caballero no dejaría que nada le pasara a usted.
De nuevo, sentí que me ruborizaba. Me quedé pensando en su frase mientras saboreaba el postre de crema azucarada que nos habían servido. Perline y Sylvie describían los platillos de una cena a la que habían asistido y Robert D’Alleste hablaba de las colonias. Aproveché para echarle una ojeada a Vajda. ¿Qué habría querido decir? Parecía interesado en las palabras de monsieur D’Alleste pero intuí que solo fingía escuchar. Su mente estaba muy lejos de allí, quizá en Panonia, me dije. Los criados trajeron oporto y bebí un poco, imaginando un remoto castillo en las montañas.
—… y por ello debo regresar a Sainte-Marie antes de que termine la temporada —dijo Perline con un profundo dejo de tristeza.
Vajda dio un respingo. Lo vi tensarse en su silla.
—¿Sainte-Marie? —preguntó, frunciendo el entrecejo.
—El señor Vajda jamás ha escuchado hablar de la institución para señoritas más prestigiosa de Europa —dijo Nicolás Issarty, jugando con su servilleta.
—¿Le agrada el lugar? —preguntó Vajda a Perline, ignorando la intervención de Nicolás.
—Me gustaría más si no tuviera que interrumpir la diversión a causa del mal tiempo —dijo Perline, suavizando el odio que sentía por la institución. Imposible admitir que el internado más célebre del continente no era de su agrado.
—¿Qué tal los árboles? —preguntó Vajda.
—¿Los árboles? —preguntó Perline, sin entender.
—¿Alguno que le guste en particular?
Perline entornó los ojos, pensando.
—¡Oh sí! Hay uno en especial que nunca pierde… ¡Vaya! ¡Qué extraño! Lo olvidé por completo.
La sonrisa de Vajda se me antojó casi maligna.
—Extraño —dijo él, y volvió a ensimismarse mientras Perline comenzaba a hablar maravillas de la educación en Sainte-Marie-des-bois.
A diferencia de mi prima, yo no había olvidado que Hywel le había hecho una pregunta muy similar en el pasado.
—¿Le interesan los árboles, Vajda? —le pregunté en voz baja—. Porque al señor Halstead le gustan los que están marcados con…
Vajda me miró con asombro y lo que interpreté como una súplica en silencio.
—Creo que ya comienza el baile, señorita Marlaux —dijo, poniéndose de pie y ofreciéndome su mano—. ¿Me acompaña?
Los comensales de ambas mesas empezaron a incorporarse, algunos formando parejas para entrar al salón de baile de nuevo. Aprende rápido, pensé, notando que Vajda ya había implementado algunos gestos de cortesía conmigo. Pasamos junto a Hywel y él, que ya llevaba del brazo a la signora Maggiora, hizo como que no nos veía. Me sentí protegida con Vajda y pensé que quizá se debía a su estatura. Aun así, la actitud de Hywel no dejaba de ponerme sobre aviso, debía estar tramando algo.
—Así es —dijo Vajda, imitando a los demás caballeros al hacer la pequeña inclinación que daba inicio al baile. Me atrajo hacia sí cuando la música comenzaba a llenar la habitación. Era muy hábil y me guiaba con facilidad, cosa que agradecí pues ahora que lo tenía al frente habría podido tropezar en cualquier momento.
—¿Perdón? —pregunté.
—Acaba de decir que aprendo rápido —respondió, sonriendo.
—Yo no… —empecé a decir, pero no pude terminar la frase. Vajda no solo tenía una apariencia interesante, creía haberlo visto en algún lugar.
—Mis costumbres son diferentes, señorita Malraux, pero no soy un bárbaro, al menos no en el sentido que monsieur D’Alleste le daría a la palabra.
—¿En qué sentido lo es?
Vajda puso los ojos en blanco, como evocando algo perfectamente evidente para él, e inmediatamente sacudió la cabeza. Me dio la impresión de que descartaba un pensamiento.
—No creo que sea la ocasión más apropiada —respondió, mirándome a los ojos. Tenía un efecto peculiar en mí: quería hablarle de Halstead y Vivianne, de su inexplicable desaparición después de nuestro paseo por el jardín y de los árboles de Sainte-Marie-des-bois, pero las preguntas se borraban en mi mente. El señor Vajda era, a pesar de todo, lo único que importaba cuando estaba con él.
—¿A qué se refiere? —pregunté.
—Ahora mismo podría creer que estoy soñando. No había tenido en mis brazos a una mujer tan bella en mucho tiempo.
A pesar de lo rústico que era, me agradaba su cercanía. Sus labios rojos se curvaron en una sonrisa y yo, en vez de tener miedo de haberme convertido en un monstruo, quise besarlo. Él era extraño y yo estaba muy confundida. ¿No me había ocurrido algo similar con Hywel? Dios, ¿qué estaba sintiendo? De repente, recordé en beso de la muerte y temí que hubiese desatado nuevos impulsos en mí.
—No todos los instintos son condenables, Emilia —dijo. Sin duda había leído en mis ojos lo que pensaba. Supe que había enrojecido hasta la línea del escote, pero él se acercó a mi oído y agregó—: Algunos, incluso, han hallado un lugar conveniente entre las reglas de la sociedad.
No podía creer lo que había escuchado. ¿Sería tan osado? Si otro hombre hubiera pronunciado as mismas palabras con ese tono de voz, mi indignación habría sido tan grande que lo habría abandonado allí, en medio del salón. Aun así, mi propia conciencia y la proximidad de Vajda solo hicieron que me sintiera un poco frágil.
—Por Dios, señor Vajda, ¿de qué habla? —me escuché decir a mí misma.
—Del matrimonio, por supuesto —dijo, sin despegarse de mí—. ¿Cuáles cree que son los planes del señor Halstead?
Me puse fría.
—¿Halstead? —pregunte, frunciendo el entrecejo y mirándolo a los ojos.
—¿De qué otra forma podría lord Halkett justificar sus instintos?
Me avergoncé para mis adentros. Era yo quien pensaba de más, Vajda simplemente estaba retomando la conversación que habíamos iniciado en el jardín. El beso de la muerte debía haber trastornado mis sentidos y mi lógica. Me puse furiosa conmigo misma por haberle adjudicado un significado erróneo al discurso de mi interlocutor pero, más allá de ello, sentí mi orgullo un tanto vulnerado.
—Halstead no me ama, señor Vajda —dije, haciendo lo posible por mostrarme calmada.
—Usted le interesa lo suficiente para plagiar el trabajo de la señorita Muse. También hizo un esfuerzo adicional por obviar sus sentimientos ante todos los presentes. ¿Adónde se supone están encaminados sus actos? Halstead puede ser caprichoso pero no suele obrar de forma impulsiva.
—Parece conocerlo bien —dije.
—Más de lo que él imagina. ¿Por qué cree que desea obtener el favor de sus padres? La quiere para él, señorita Malraux.
—Mis padres lo habrían aceptado encantados sin este alarde de devoción. Su nombre y su figura habrían bastado; no comprendo por qué necesita fingir amor ahora.
—¿Ahora? —preguntó Vajda, mirándome por debajo de las cejas. Quise morderme el labio pero ya era demasiado tarde.
—Halstead siempre me fue odioso. Eso no impidió que creyese amarlo una vez, muy a mi pesar —confesé, rindiéndome ante la verdad.
—¿Y él no la correspondió?
—No. Probablemente sea uno de esos casos en que el amor incita el desprecio y viceversa. El amor de Halstead no puede ser real.
—¿Y el suyo?
Vajda me miraba con seriedad.
—Fue una trampa que él me tendió —dije.
No quería adentrarme en detalles pero tampoco deseaba ser cortante. Necesitaba toda la información acerca de Hywel que Vajda pudiera darme, así este último desconociera por completo la naturaleza de mi enemigo.
—¿Lo ve? El interés que Halstead le profesa es inusual y, según lo dice usted misma, ha sido así desde el comienzo.
Tenía razón. Hywel tenía un interés particular en torturarme, uno que ahora intentaba disfrazar de admiración.
—Quizá no busque más que afianzar su impotencia personal —dije y agregué—: He hablado mucho de mí, mucho más de la cuenta.
—No me ha dicho nada que no supiera ya. Nada que desconociera acerca de Halstead, al menos. Es un hombre sin honor.
—Lo dice como si lo hubiese comprobado en carne propia.
—Así es —respondió, y sus pupilas se contrajeron—. Hace mucho tiempo, cuando yo era un joven incauto.
—¿Era? —pregunté, extrañada.
—Ya no soy incauto —respondió, sonriendo.
—¿Qué ocurrió?
—Me robó algo.
Dios mío. ¿Estaría hablando de su sangre? ¿Sería Vajda una de las víctimas de Halstead?
—¿Qué le robó? —inquirí.
Recé para que fuera sincero conmigo pero en ese instante la música cesó y él me apartó de sí.
—Por favor —supliqué, temblando—. Dígamelo.
Él se acercó a mí una vez más y dijo:
—Mi esposa.
Los músicos dieron inicio a una nueva pieza y Nicolás Issarty solicitó bailar conmigo. Antes de que pudiera negarme, Vajda se excusó y fue a reclinarse contra la puerta del comedor.
—Tiene pésimo gusto, Emilia —dijo Nicolás, haciéndome girar con él. Era algo torpe.
—¿Eh? —no podía dejar de pensar en las últimas palabras de Vajda. ¿Su esposa? ¿Sería una de la amantes de Hywel?
—Si sigue mirándolo de esa forma, el señor Hywel no notará.
—No miraba al señor Halkett —respondí.
Nicolás rio con sarcasmo.
—No hace falta que lo diga. Me refería a su inclinación por el forastero. ¿Ha perdido los estribos? Ya era extraño que perdiera el decoro, pero esto es demasiado.
Recé para que mis mejillas no se tiñeran de rojo una vez más pero sabía que era inevitable: Nicolás me había descubierto. ¿Por qué me ruborizaba todo lo que tenía que ver con Vajda? ¿Qué me estaba pasando?
—¿Y que hay con ello? —dije, desafiándolo. Un chico de mi edad no iba a darme lecciones de etiqueta, mucho menos de moralidad—. Vajda es apuesto. Me sorprende que las otras damas no sean de la misma opinión.
—Pero que sandeces dice, Emilia. El forastero es espantoso. Mírelo de nuevo, ni siquiera peinó y se dejó la barba.
—Solo está logrando hacerlo más atrayente para mí, Nicolás. Si continúa describiéndolo, terminaré por enamorarme de él.
Nicolás resopló. Sólo buscaba exasperarlo, pero una parte de mí sabía que lo que acaba de decir era cierto. Vajda me gustaba más de la cuenta y eso me aterraba. ¿Amaría aún a su esposa? Sentí una punzada de celos.
—Dígame que lo hace para contrariar a sus padres y podré dormir en paz esta noche —pidió Nicolás, mirándome con sospecha.
—Lo hago para contrariar a mis padres —respondí, deseando que callara para poder pensar en mi conversación con Vajda.
—¡Dios mío! ¡Miente! —rio, el triunfante—. ¡El salvaje le causó una impresión notable! Es demasiado bueno para ser cierto: Emilia Malraux prefiere a un bárbaro sin títulos que al futuro barón de Halkett.
—¿Qué hace Vajda en la ciudad, Nicolás? —pregunté, deseando poner fin a su regocijo tanto como conocer su respuesta.
—Ni siquiera se lo pregunto usted misma. Me preocupa, Emilia.
—¿Es tan interesante que no puede, simplemente, decírmelo?
—Vino a comprar una de las propiedades que la signora Maggiora aún conserva en Turín, de lo contrario no estaría aquí esta noche. Puede decirse que llegó en el mejor momento. Nuestra anfitriona jamás lo habría convidado si no fuera porque aún no han cerrado el trato: no habría sido propio de ella pedirle que se quedara en su habitación.
—Supongo que usted lo habría encerrado.
—Sin pensarlo dos veces —dijo él, pisándome sin querer—. ¡Lo siento!
—Descuide. Es propio de usted —dije—. ¿Así que el señor Vajda planea instalarse en Turín?
—Tal vez. Seguramente está comprando un terreno baldío dónde levantar una carpa de cuero.
No me resultó difícil imaginar que fuera de ese modo. Así, a lo lejos, podría haber sido una brutal estampa del pasado.
—Qué gracioso —repliqué, flemática.
—Sería más gracioso si usted le hiciera compañía. Prométame que no me defraudará. Me encantaría verla algún día vistiendo un bonito delantal y oliendo a ajos.
—No lo pongo en duda. Usted, a su vez, se vería estupendo con una librea blanquísima, desempolvando los libros del señor Halkett. Pero no hablemos de oficios: ¿ya ha pensado en conseguir esposa? Porque Coco Frimas sería una magnifica elección.
—Emilia, ninguna elección que yo hiciera en esta habitación podría superar la suya. Eso se lo garantizo.
—En eso estamos de acuerdo —dije, guiñándole un ojo con malicia y, como la pieza había culminado, me encaminé hacia el jardín. Habría preferido buscar a Vajda pero la timidez no me lo permitía y, además, necesitaba aclarar mis pensamientos.
Fue un milagro que mi madre no me interceptara para reprenderme: por suerte estaba muy entretenida hablando con monsieur D’Alleste como para notar que yo pasaba de largo. Cuando estaba por apoyarme en la barandilla, lejos de las miradas fisgonas de los comensales una mano me detuvo por el hombro:
—Señorita Malraux.
Era la voz de mi enemigo.
—No es más que un maldito cobarde, Halstead —dije, girándome para encararlo. La ira acumulada en el transcurso de la noche hacia que mi corazón palpitara con fuerza.
—¿Qué dice? ¿No acabo de darle una prueba de mi amor? —preguntó con dulzura, pero sus ojos lo traicionaban.
—¿No entiende que lo odio con toda mi alma? La única prueba de amor que deseo es su muerte.
Halstead sonrió con tristeza.
—Si pudiera quitarme la vida por su amor lo haría pero, verá, no puedo morir. ¡Esa es la gran tragedia de mi existencia! Vivir eternamente para poder perder lo que se ama una y otra…
—¡Sí que puede morir! —lo interrumpí, furiosa—. Ordénele a Félix que le dé descanso a su alma, si ser inmortal le resulta una carga tan insufriblemente lírica. ¿Olvida que leía Carmilla cuando lo conocí? Pues bien, la solución es mi sencilla y, si la conoce el autor del libro, estoy segura que no le es ajena a usted.
Halstead me vio con expresión horrorizada.
—¿Félix? ¿Seccionar mi cabeza? ¿Incinerar mis restos y esparcirlos en las aguas del rio? Oh, no lo dice enserio. Sé que me corresponde, Emilia. Me lo demostró una vez, no hace mucho.
—¿Cómo se atreve? —palpé la daga que llevaba en el bolsillo, fantaseando con enterrarla en su pecho ahí mismo—. Que haya sido capaz de manipularme no quiere decir que lo haya amado o deseado jamás, Halstead. Los cadáveres me repugnan.
—Emilia, zaherir la sensibilidad de otros adrede es pecado.
—¿Qué hay de robar sus dones y creaciones?
—El fin justifica los medios.
—La gloria de Machiavelli fue corta, Halstead.
—Vamos, no sea tan dura con él. Después de todo, el pobre no era inmortal.
—¿También a él lo mato lentamente para quedarse con sus ideas?
—Tal y como si lo hubiera hecho —replicó.
—Tenga cuidado con lo que come, puede empezar a asemejársele.
—Una de las tantas razones por las que me gustaría que continuásemos nuestro coloquio amoroso, Emilia.
—Alimenticio, querrá decir. Para que luego, entornando los ojos, declame ante sus paladines atentos: ¡Oh, cuanto la amaba! Sin embargo, un hombre debe comer.
—Un hombre debe, sin duda, comer, querida mía. Dígame algo: si no me guardara rencor… Si yo fuera un alma caritativa, ¿no me alimentaría usted?
—Usted nunca podría ser caritativo.
—No esté tan segura de ello, recuerde que he conseguido convertirme en un dechado de virtudes —respondió, recalcando que los talentos de Vivianne y Carlitos Canteur ahora le pertenecían. Su cinismo me hacía hervir la sangre.
—Su hermosura escapa a través de su boca, Hywel —dije. Él acerco su rostro al mío y respondió:
—Béseme, entonces.
—Tal vez lo haga —dije, pensando que quizá sería la forma más fácil de matarlo—. Después de todo, aún es apuesto y algún día dejara de serlo.
La actitud de Hywel cambio cuando creyó que podía doblegar mi voluntad. Buscó mi mano con afán y apretó mis dedos. Sus ojos azules relampagueaban.
—No, Emilia. Nunca dejare de serlo.
Me dije que, aun si retuviera su apariencia hasta el Juicio Final, yo lo repudiaría en mi corazón. Detestaba la aparente belleza de Hywel tanto como su crueldad, pero se convertiría en huesos y aire en cuanto la daga de Abélard cumpliera su cometido.
—Iré a su casa después del baile y entonces, si así lo deseo, lo besaré. Por el momento, le pido que deje de ostentar su hambre en público.
—No la llame así, Emilia. Llámela avidez, mejor.
—Bien, como sea.
—Prométame que irá —exigió. Era obvio que no iba a soltar mi mano hasta que no se lo confirmara.
—Se lo prometo. Ahora déjeme en paz.
Era muy difícil sostener una conversación con Halstead en un lugar público: no podía darme el lujo de perder la compostura. Él sonrío ampliamente y dejó mi mano libre. Las aletas de su fina nariz se habían dilatado.
—Solo una cosa más, Halstead —llamé, antes de que él volviera a entrar a la casa—. Si el fin justifica los medios, ¿cuál es el fin?
Hywel arqueo una ceja y dijo:
—Usted.
—No pretenderá decirme que juega al ajedrez con Dios y que nosotros somos sus fichas.
—Eso jamás. Dios no juega con las almas de sus creaciones —respondió y se dio la vuelta.
Me estremecí. ¿Quién sería su adversario? Asumí que Halstead sostenía una contienda con un enemigo real, quizá tan malvado como él, y que sus víctimas tenían distintas utilidades. Vivianne, Abélard y Carlitos no parecían haber sido elegidos al azar. Pero ¿qué querría de mí? Vajda tenía razón, el interés que Hywel me profesaba no era normal, a menos que atormentarme antes de matarme fuera el aliciente. No resultaba difícil de creer.
Hywel y Vivianne conversaban cerca de los ventanales. Nadie habría pensado que no se trataba de una charla inocua, pero yo habría dado lo que fuera por escuchar lo que decían. De repente Halstead desvió la atención para intercambiar algunas palabras con mi tío Henri y Vivianne se viró bruscamente hacia el ventanal, de modo que solo yo podía verla. Sonrió con el rostro desfigurado y me enseñó dos largos colmillos, estirando la lengua hasta el mentón. Sus ojos parecían tizones encendidos. Por poco pierdo el equilibrio; la balaustrada de mármol logró parar una caída certera. Cuando me atreví a mirar hacia dentro de nuevo, Vivianne se había unido a la plática de los otros dos y había recobrado su aspecto normal.
Quise echarme a llorar. ¿Sería Vivianne el contrincante de Hywel? ¿Estarían jugando conmigo como dos gatos con un ratón? Odiaba a Halstead con tanta pasión que, por momentos, olvidaba cuánto le temía, pero nunca podría odiar a Vivianne. Sabía que el monstruo que acaba de ver no era ella y que su alma necesitaba ser restablecida al cuerpo que le habían robado. ¿Dónde había ido a parar el espíritu de Vivianne Muse? No era una criatura capaz de sentir resquemor y me había horrorizado más allá de todo lo imaginable: en esos breves instantes creía haber visto al mismo Satanás; ni siquiera Halstead me había enseñado una expresión tan cruel. Cielos, probablemente él había elegido no mostrarse ante mí como era realmente. Quizá fuera el demonio, capaz de adoptar una apariencia hermosa aún mientras se alimentaba.
No me atrevía a dar un paso hacia el salón ahora que Vivianne y Halstead estaban bloqueando la entrada. Caí en cuenta de la posición de extrema vulnerabilidad en la que me había encontrado todo el tiempo: ellos podían salir en cualquier momento y asesinarme sin que nadie pudiera evitarlo, y habrían podido hacerlo antes si lo hubieran deseado, bastaría con que me arrastraran a lo profundo del jardín. ¿Quién su sano juicio relacionaría al futuro barón de Halkett o a la pianista más talentosa de la ciudad con un cuerpo desangrado? Gemí cuando pensé en el arma que llevaba en el bolsillo: ¿qué podía hacer la pequeña daga de Abélard por mí? No debía haber escuchado a otra víctima del beso de la muerte, un opiómano, ni más ni menos, que Dios se apiadara de él. Mi suerte dependía de que los dos vampiros no tuvieran planeado acabar conmigo esta noche. ¿Y si me ocurría lo mismo que a Vivianne Muse? Me sentí estúpida por no haber contemplado esa posibilidad; era obvio que Carlitos Canteur no podría salvarme ni darme descanso eterno, y él era mi único confidente. ¿Por qué no me había quedado encerrada en casa? Si sobrevivía a aquella noche, suplicaría a mis padres que me permitieran internarme en un convento. Allí estaría a salvo y no solo no me exhortarían a que asistiera a bailes sino que me lo prohibirían. En ese momento no tenía el valor suficiente para pasar cerca de Vivianne y Halstead. Creí por un instante que Vajda se acercaba a ellos y me sentí esperanzada, pero se trataba de Marcello Bianchi, quien seguramente quería bailar con Vivianne. Lo deduje porque ella negó con la cabeza y le enseño la muñeca, rotándola con suma lentitud. Él asintió, sonriendo comprensivamente. Se lo veía algo tímido. Hizo ademán de alejarse pero se detuvo. Miró hacia afuera y frunció el entrecejo, como si hubiese visto algo en el firmamento. Al fin se decidió a salir a la terraza. Suspiré con alivio y una capa de sudor frío me cubrió de pies a cabeza. Me había salvado.
—¿Lo vio también, señorita Malraux? ¿Lo escuchó? —preguntó, evidentemente asombrado.
Marcello era bastante guapo. Tendría unos veintisiete años de edad, como Vivianne. Primero, giró sobre sí mismo con la cabeza doblada hacía atrás, la boca abierta y la vista fija en el cielo, y luego empezó a escudriñar el horizonte, pasándose los dedos por los labios. Me giré hacía atrás pero no vi nada.
—¿Qué busca, señor Bianchi?
—¡Un ave enorme y oscura! No había visto una de tales dimensiones en toda mi vida.
Pensé en que la había visto alejarse sobre los árboles de nuestra casa después del encuentro con el vampiro en el granero y empecé a buscarla también.
—¿Hacia dónde se fue? —pregunté, ansiosa.
—Sobrevoló el jardín un par de veces, después hizo un círculo sobre su cabeza y ascendió. La perdí de vista sin saber cómo, todo fue muy rápido. ¿De veras no se ha dado cuenta? Desde dentro parecía que el ave estuviera haciendo un escándalo. No paraba de aletear.
—¡Dios mío! —murmuré, temblando y llevándome la mano al pecho—. No vi ni escuché nada.
Ambos seguimos buscando, pero solo se oía el rumor del viento.
—No se preocupe —dijo—. No fue nada. Solo un animal muy peculiar. Espero no haberla asustada.
—Estoy bien, descuide —mentí—. Bonita velada, ¿verdad?
Me forcé a sonreír. Debía retenerlo allí hasta que Halstead y Vivianne se movieran de la puerta. Recé para que el otro vampiro que me acechaba no estuviera escondiéndose cerca de nosotros.
—Sin duda —dijo él—. La signora Maggiora es una gran anfitriona.
Nunca antes habíamos intercambiado más que un par de palabras. Sin embargo, Marcello era un hombre afable.
—Creí que la lesión de la señorita Muse no le impediría bailar —comenté.
Marcello palideció un poco y agachó la cabeza.
—Según dice, debe abstenerse de realizar movimientos que puedan dañarla más. Pero, vamos, ¿quién puede culparla? ¡El piano es su vida! Nunca he conocido una mujer más talentosa.
—También es muy hermosa —afirmé, para observar la reacción de mi interlocutor. Algo me decía que Marcello Bianchi sentía algo más que admiración por Vivianne—. Es mi vecina, ¿sabe? Solía verla a diario y también la escuchaba practicar todas las noches.
—¡Ah! ¡Qué suerte tiene! —replicó él, emocionado—. Espere, ¿por qué habla en tiempo pasado? ¿Se mudó, acaso?
—No —dije, aclarándome la garganta. Debía ser astuta y elegir mis palabras con cuidado. Marcello le prestaría atención a lo que yo tuviera que decir acerca de Vivianne—. Hace mucho tiempo que no se sienta en el balcón como acostumbraba hacer todas las tardes. Tampoco ha vuelto a tocar el piano, lo que es comprensible, por supuesto —hice una breve pausa. Detestaba asumir el papel de vecina indiscreta, pero era necesario—. Lo extraño es que…
Marcello entornó los ojos. Se lo veía inquieto.
—¿Qué es extraño, señorita Malraux?
—Señor Bianchi, me da la impresión de que Vivianne ha cambiado. ¿No lo ha notado?
—Un poco, tal vez —tartamudeó—. Frecuentamos a las mismas personas, por lo que la veo a menudo. En realidad, fue así hasta que tuvo el accidente. Hay algo diferente en su actitud ahora. Quizá esté algo perturbada por no poder tocar.
—¿Perturbada? —me pregunté si Vivianne le habría dirigido a Marcello las mismas miradas de odio que a mí—. ¿Cómo se lo ha manifestado a usted? Estoy preocupada por ella, comprenderá.
—Claro, señorita Malraux. A mí también me preocupa, y me alegra poder compartir mis impresiones con usted. Después de todo, ninguno de los dos desea privarse de la música de la señorita Muse.
Yo asentí, instándolo a proseguir. No esperaba que Bianchi fuera timorato al punto de querer ocultar sus sentimientos con tanto ahínco. De todos modos, conmigo no le había dado resultado y tampoco lo habría logrado con otras personas si así lo hubiese deseado. Por suerte para Marcello, Vivianne tenía tantos admiradores que nadie habría reparado en el tipo de afecto que él le profesaba. Bianchi continuó:
—La señorita Muse es dulce con todos. Nunca ha sido un secreto que prefirió no tener un esposo o una familia para dedicarse enteramente a la música. Tampoco es un secreto que sus padres, desde un principio, respetaron su decisión, una que tomó, cabe recalcar, antes de alcanzar la adolescencia. Su inspiración es sublime; nadie en su sano juicio la habría apartado del piano para enseñarle a bordar. Quiero decir, una cosa es un pasatiempo y otra es una cualidad del espíritu.
»Conozco a Vivianne desde la infancia. Mientras los demás nos entreteníamos jugando en el jardín, ella nos contemplaba desde lejos, sonriendo, con la cabecita rubia ligeramente inclinada hacia un lado. Siempre sentí que veía más allá de nosotros, con una curiosidad benevolente que no es propia de los niños. Vivianne Muse, señorita Malraux, nunca ha sido de este mundo.
»Sobra decir que es hermosa pero, puesto que su atractivo no es terrenal, quizá Vivianne haya tenido menos pretendientes que otras mujeres de igual belleza. Hay algo en ella que enaltece el alma. Francamente, no muchos hombres de nuestro tiempo están interesados en cortejar a una mujer que los acerque a la divinidad. Si no la han oído tocar, basta con que ella diga una frase para que comprendan no solo que no deben, sino que no pueden pensar en ella en sus términos.
»Esto, por una parte, suscita la ira de quienes acostumbran a salirse con la suya. Lo he atestiguado algunas veces, y Vivianne jamás ha perdido la serenidad. Por otra parte, las pocas ocasiones en que ha aceptado entablar amistad con algún hombre, él se ha enamorado irremediablemente de ella y ha solicitado ser correspondido. Lo cierto, señorita Malraux, es que ninguno de ellos ha conocido a Vivianne. De haber sido así, jamás habrían buscado forzarla a amar de una forma que no hace parte de ella.
»Cada temporada, algún joven deja la sala de conciertos con el corazón hecho pedazos, derramando lágrimas de furor. Todos estos pretendientes, sin duda, albergaban la esperanza de hacerla su esposa.
»Ninguno comprende que Vivianne encontró el amor aunque nadie pueda verlo. Está con él cuando se sienta al piano, cuando las perlas negras de sus ojos se humedecen de tristeza, cuando guarda silencio. Y, si alguien no conoce al amor de Vivianne, no puede conocerla a ella. Mucho menos amarla.
Entendí que Marcello, más que amar a Vivianne, la veneraba. Su recuento había removido mi propio dolor por la ausencia de su alma.
—¿La hemos perdido, señor Bianchi? —pregunté, tiritando—. Lo he escuchado hablar de ella y tiene que saber, como yo, que lo que le ha ocurrido a Vivianne sobrepasa un cambio de actitud.
Ambos estábamos conscientes de la gravedad de nuestra conversación. Aun si Bianchi desconocía el secreto de la nueva Vivianne, presentía que podría serme útil.
—¿Cuál cree que sea la causa del cambio, señorita Malraux? —balbuceó Marcello, mirándola de reojo.
—Hywel Halstead de Halkett —susurré.
—¿El señor de Halkett? —preguntó, atemorizado—. ¡Pensé que apenas se conocían!
—Eso afirman ambos. Pero algo me dice que mienten.
—¿A qué se refiere, Emilia? Hace unos instantes le expliqué el porqué de la renuencia de Vivianne a aceptar las atenciones de los hombres. Dudo mucho que las riquezas de Hywel Halstead lograsen seducirla, y mucho más aún que el futuro barón de Halkett posea la sensibilidad suficiente para comprender el alma de Vivianne.
—Quizá no sea asunto de sensibilidad o comprensión.
—¿Entonces de qué estamos hablando, Emilia?
Tragué en seco. El peso del espíritu del siglo se cernía sobre mí. Se hablaba de ciencia y de razón, y Dios no era más que un asunto protocolario para los hombres civilizados.
—Creo, señor Bianchi, que Hywel Halstead se robó el alma de Vivianne Muse.
—¿Quiere decir que ha logrado suscitar en ella una especie de rapto amoroso? ¿Un hombre como él? Vamos, señorita Malraux, el señor Halstead, a pesar de su innegable talento, emana frialdad.
—¿Qué lo hace pensar que ella le entregó su alma voluntariamente Marcello?
—¡Ella jamás podría amarlo!
Bianchi estaba indignado en nombre de Vivianne. Pensé en mi propia experiencia con Hywel y me sentí avergonzada. Yo misma había creído amarlo al punto de querer morir. El alma de Vivianne era, por supuesto, mucho más valiosa que la mía y, por ello mismo, era de suponer que había sido tanto más difícil para Halstead adueñarse de ella, pero él era un ladrón tan hábil como voraz.
—No hablo de amor —dije, con la mayor seriedad.
—¿Lujuria? ¡Impensable! —exclamó él, casi encolerizado.
—Escúcheme sin interpretar mis palabras, se lo suplico —insistí. No iba a ser nada fácil explicarle a Marcello Bianchi que no me estaba valiendo de metáforas—: Trato de decirle que el alma de Vivianne ya no habita su cuerpo.
Bianchi me miró de hito en hito. Casi me pareció que esbozaba una sonrisa.
—Eso no es posible —dijo—. Si así fuera, Vivianne estaría muerta.
—No necesariamente —repliqué.
—Emilia, disculpe, no quiero ser descortés pero ¿no habrá bebido un poco más de vino del que le permiten tomar en casa?
Me pareció que Bianchi había cambiado de impresión en cuanto a mí y que de repente me veía como a una joven fantasiosa e inexperta.
Solo entonces reparé en el pequeño crucifijo de plata que le servía a Bianchi de broche para la corbata. Di un respingo. ¡Por eso Vivianne no podía bailar con él!
—¿Aceptaría llevar a cabo un pequeño experimento, Marcello? —pregunté.
Bianchi sacudió la cabeza.
—¿Qué clase de experimento?
—Uno en el que acabo de pensar —respondí—. Pero, si comprobara mi teoría, debe prometer que todo esto quedará entre usted y yo.
—Emilia, jamás me atrevería a referirle esta conversación a otra persona. Mi sano juicio quedaría en entredicho.
Me sentí más tranquila aunque pensé que, definitivamente, mi sano juicio ya estaba en entredicho en lo que a Bianchi concernía.
—La muñeca de Vivianne no es lo que le impide bailar, Marcello. No puede bailar con usted por el broche que lleva puesto sobre la corbata.
—El broche me lo regaló ella misma cuando éramos niños, señorita Malraux —dijo él, riendo.
—Con mayor razón, entonces, deberá creerme. Permítame quitárselo por unos instantes. Quiero que insista en bailar con ella, esta vez sin el broche. Si ella acepta, se lo explicaré todo. Si lo rechaza de nuevo, tendré que resignarme a que usted piense que mis ideas no solo son extrañas, sino infundadas.
—No estoy seguro de querer insistir —dijo él—. Vivianne fue bastante clara hace unos momentos.
—Precisamente —dije, y me acerqué a él para quitarle el broche y no darle tiempo de pensarlo—. No tiene nada que perder, Marcello. Pídale que baile con usted una pieza más pausada, una en la que ella no tenga que hacer más esfuerzo que el que se hace naturalmente para levantar una copa. Si no lo intenta, temo que jamás podré explicarle por qué sostengo que el alma de Vivianne fue robada y usted simplemente pensará que su amiga de la infancia cambió súbita e inexplicablemente para siempre.
Bianchi entrecerró los ojos. Supuse que, más que nada, le parecía terriblemente difícil pensar que Vivianne prefería no bailar con él.
—Entraremos juntos. Si Vivianne no accede, seré yo quien baile con usted.
—Está bien —aceptó—. Lo intentaré.
—Magnífico —respondí, y lo tomé del brazo—. Procure hablarle del pasado mientras bailan. Si estoy equivocada, Vivianne recordará todos los detalles que usted le mencione. Pero si tengo la razón Vivianne no podrá siquiera canturrearle una de las melodías que ha compuesto.
Entramos de nuevo al salón y el aire tibio y denso nos recibió. Había olvidado cuánto frío hacía allá fuera. Hywel y Vivianne aún conversaban y Bianchi y yo nos acercamos a ellos.
—Señorita Malraux —dijo Halstead, mirándome con sorna—. No se negará a bailar conmigo esta noche, ¿verdad?
—Eso depende, señor Halstead —repliqué, viendo una magnífica oportunidad presentarse ante mí—. El señor Bianchi y yo nos disponíamos a bailar. Si la señorita Muse quisiera bailar con él, yo no tendría ningún problema en que intercambiásemos parejas.
—Me encantaría bailar con el señor Bianchi —dijo Vivianne, antes de que Hywel pudiese decir nada. Vi la expresión aterrada de mi enemigo al reparar en que el broche de Marcello había desaparecido.
—¿Bailamos? —le pregunté a Hywel, extendiéndole mi mano. Vivianne y Marcello ya se alejaban de nosotros. Bianchi se volvió para dirigirme una mirada atónita y yo asentí, instándolo a seguir adelante con el plan: la melodía que íbamos a bailar requería de movimientos rápidos y ágiles. Los ojos de Hywel brillaron con odio. Se acercó a mí para tomarme de la mano y arrastrarme al centro del salón.
—Tenga cuidado, Halstead, no sea que me lastime —dije, pero él solo me obligó a encararlo, sujetándome con fuerza e iniciando el baile.
—¿Qué trata de hacer, Emilia? —preguntó, furioso—. ¿Por qué le quitó el broche a Bianchi?
—No es justo que se prive de la compañía de la señorita Muse por tan pequeño obstáculo, ¿no cree?
—¿Qué le dijo?
—Qué importa lo que le haya dicho yo a él. Lo que importa, Halstead, es lo que Vivianne ya no puede decirle.
Tembló frente a mí. Le sonreí con satisfacción.
—¿De qué demonios habla, Emilia? ¿Qué cree que puede demostrarle a Bianchi?
—Halstead, Halstead… —suspiré—. No se trata de lo que yo pueda demostrarle a Bianchi, sino de lo que puedo demostrarme a mí misma por medio de él. No es que quiera parecerme a usted, pero no he podido dejar de aprender algunas cosas en los últimos tiempos.
—¡Si piensa que puede detenerme haciendo que toda la ciudad se ponga crucifijos o se los quite, se equivoca! —dijo por lo bajo.
—Si usted va a ser nuestra ruina, Halstead, nada va a impedir que me divierta atormentándolo hasta que llegue el final inevitable —respondí. Quería toda su atención centrada en mí para que no pudiese interferir en el comportamiento de Vivianne mientras ella bailaba con Marcello—. Mi odio por usted no tiene límites.
—Mejor. De ese modo, cuando sea mía, su corazón humano estará preparado para no volver a sentir nada más que eso por toda la eternidad. ¿Aún va a besarme después del baile? Me lo prometió.
—Le prometí que iría a su casa, no que lo besaría. Siempre manipula la verdad.
—Al menos no miento —dijo, arqueando las cejas.
—No es necesario que lo haga con palabras, Hywel. Usted mismo es una mentira. Es como si hubiera hallado el modo de convertirse en cada pecado sin tener que consumarlo. Lo felicito.
No dijo nada. Noté que estaba increíblemente tenso.
—Quizá, incluso —proseguí— no se haya convertido en pecado. Yo creo, señor de Halkett, que es su esencia original, lo cual le quita todo mérito. En los juegos imaginarios que sostiene con Dios, sigue siendo un triste perdedor.
—Cállese —dijo, contrayendo los labios en un extraño rictus—. No sabe lo que dice.
—Sé mucho más de lo que usted quiere que sepa y, por más que tenga presente cuán pequeña es mi existencia humana, eso no hace que la suya no me lo parezca aún más. Nos envidia a mí y a todos los que tenemos derecho a una bendición.
Él río.
—Ah. Emilia, qué suposición más ridícula. Yo soy inmortal.
—Su cuerpo lo es. Pero dentro de él solo hay varío y podredumbre.
—No solo eso, querida. ¿No le parece curioso que Dios permita que me adueñe de esas bendiciones que reparte de modo tan desigual entre usted y sus semejantes?
—Yo no soy su querida, Halstead. Y, sí, se me antoja extraño que usted posea algún tipo de poder sobre nosotros… pero algo tenía que tener, ¿no? Sin embargo, nunca igualará a Dios en grandeza o poderío, empezando, precisamente, por el hecho de que usted no puede dar nada.
—Ay, eso dolió —dijo, con un gesto socarrón—. ¿Ha estado leyendo textos de teología?
—Ningún daño me haría.
—Yo puedo enseñarle más acerca de Dios que ningún texto religioso.
—Eso lo dudo. Desde que apareció en mi vida no he sentido más que desolación.
—Dios la abandonó por sus pecados, Emilia.
—No se atreva a juzgarme.
—¿Por qué no? Dios lo hará en el Juicio Final. La preparo para lo que le espera.
—Solo el diablo acusa, Hywel.
—No diga que no valió la pena, ningún humano podría despertar sus pasiones de esta forma. Yo la hago sentirse viva.
Fue mi turno de reír:
—Si llevarme al límite de la muerte es su modo de hacerme apreciar todo lo que tengo, tal vez sea cierto que antes de usted no estaba viviendo de verdad.
—¡Vaya! —dijo, mirando hacia el techo—. ¡Le di un propósito para vivir! ¿Qué va a hacer, Emilia? ¿Intentará matarme en agradecimiento por todo lo que he hecho por usted? ¿O admitirá de una vez que siempre ha sido tan mezquina como yo? No olvide que la conozco mejor que nadie: su sangre hace parte de mí.
—Sé que trata de engañarme, Halstead —dije, obligándome a sonreír y a la vez temiendo que fuera cierto. Al menos no había previsto la sorpresa que le tenía aquella noche.
—Pensaba que solamente iba a bailar con Nicolás Issarty esta noche —dijo, mirándome con seriedad—. Está demasiado bella como para que solo ese mequetrefe se acercara a usted.
—También bailé con el señor Vajda —dije, irguiéndome con dignidad.
—¿Quién?
—El señor Vajda —respondí, buscándolo con la mirada entre los invitados—. El forastero.
No lo veía por ningún lado.
—¿Forastero? Está imaginando cosas, Emilia.
—Por supuesto que no. Me refiero al hombre rubio que estaba a mi lado durante la cena.
—Sus acompañantes durante la cena fueron Nicolás Issarty y Vivianne Muse.
Me pregunté por qué fingía ignorar de quién le hablaba.
—No estará celoso, Halstead —dije.
—¿Celoso? ¿De un producto de su fantasía? —rio—. Emilia, esperaba más de usted. No demasiado, pero sí un truco menos infantil. Podría, por ejemplo, decirme que le agrada Bianchi. Entonces tal vez sentiría celos y lo mataría. Ahora que lo pienso, quizá lo mate de todos modos, pero por otros motivos: mi comida estuvo fatal y no me refiero a lo que nuestra anfitriona puso sobre la mesa esta noche. Le recuerdo que he estado aquí todo el tiempo, de modo que sé exactamente quienes han entrado a esta casa o salido de ella, y no hay tal príncipe.
—Yo no lo he llamado príncipe.
—Vajda.
—¿Qué hay con ello?
—Vamos, ¿no le parece un poco ridículo inventar que un hombre llamado príncipe estuvo aquí, cenando y bailando con usted?
—¿Vajda significa príncipe?
Hywel resopló:
—¡Como si usted no lo supiera!
Aunque me estaba irritando, sus burlas parecían sinceras. La pieza había acabado, por lo que le dije:
—Venga conmigo.
Nuestra anfitriona hablaba con tío Henri y mi padre. Hywel me siguió con aire divertido:
—Signora Maggiora —le pregunté, sin molestarme en ofrecer disculpas por la interrupción. Cualquier cosa que hiciese en nombre de Hywel estaría más que justificada, según había comprendido—: El señor Halstead aún no ha tenido el gusto de conocer al señor Vajda, y nos preguntábamos si ya se retiró a su habitación o si tendremos la oportunidad de despedirnos de él.
—El señor Vajda ya no se encuentra aquí, cara —dijo, mirándonos con extrañeza a uno y otro.
El desconcierto de Hywel me proporcionó gran placer. Sin embargo, me sentí apesadumbrada. ¡Vajda se había marchado sin decir adiós!
—¿De veras partió? —me atreví a preguntar. Estaba inmensamente triste—. ¿A qué hora?
Miré el gran reloj que estaba en la esquina del salón: era casi la una de la mañana.
—Ayer en la tarde —respondió, parpadeando de prisa—. No comprendo bien, ¿cómo lo conoce?
Sentí que las piernas me temblaban. No sabía qué estaba ocurriendo pero tuve la corazonada de que no debía hablar de más así mi orgullo sufriera las consecuencias.
—Habría podido jurar que estuvo aquí esta noche —balbucí.
—¿Esta noche? No, cara, seguramente le han hablado de él y usted lo confundió con otra persona.
¿Con quién habría podido confundirlo? ¡Era el más notorio de todos los invitados!
Hywel rio:
—¡La señorita Malraux creyó haber conocido un príncipe esta noche!
—Está claro que lo más cercano a un príncipe en esta ciudad es usted, milord —dijo ella, con gentileza tan exagerada que sentí que la comida ascendía por mi esófago—. El señor Vajda vino a cerrar un negocio conmigo, es todo. No se ha perdido de conocer a nadie de importancia —recalcó.
No entendía lo que ocurría. Si la memoria de la signora Maggiora estaba fallando al punto de haber olvidado que ella misma lo había acomodado en la mesa, si papá y tío Henri no decían nada por contradecirla o si todos estaban siendo víctimas de algún macabro embrujo de Halstead.
—Es demasiado amable conmigo, signora, no lo merezco —dijo Hywel, satisfecho.
De repente, los eventos que había decidido dejar pasar de largo en el curso de la velada empezaron a regresar a mi mente: el paseo por el jardín con Vajda (en el cual Hywel no había reparado a pesar de estar de pie frente a la balaustrada), la forma extraña en que Robert D’Alleste y Crisóforo Bianchi habían reaccionado al decirles que no caminaba sola alrededor de la fuente, el hecho de que Perline no supiera de quién le hablaba cuando le pregunté por el hombre con quien conversaba en un comienzo… ¿Era posible que ninguno de ellos lo hubiese visto? ¡Habíamos cenado y conversado con él! Nicolás Issarty había notado mi predilección por el forastero. Tenía que hablar con Nicolás.
—Bien, señorita Malraux —dijo Hywel con una sonrisa diabólica cuando nos alejamos de nuestros interlocutores—. Finalmente comprendí que cree que soy perfectamente estúpido pero sé exactamente lo que quería lograr con esta tonta jugarreta.
—Ah, ¿de veras? —tartamudeé.
—Quería distraerme para que Bianchi pudiera hablar con Vivianne. Sin embargo, compruébelo usted misma, Vivianne partió.
Era cierto. Vivianne se había marchado. Dejé a Halstead esperando una respuesta y, en vez de abordar inmediatamente a Marcello, quien me miraba con insistencia, fui en busca de Nicolás.
—¿Sí? —preguntó, frotándose el borde inferior de la oreja—. Viene a atormentarme por haber bailado con las señoritas Frimas, ¿no es así?
—Solo si usted insiste en sacar a colación mi preferencia por el forastero —dije, esperando aclarar mis dudas por medio de su respuesta.
—Todas las mujeres de la ciudad querrían estar en su lugar, es apenas lógico que corresponda al señor de Halkett… pero no debería referirse a él como forastero. Podría ofenderlo y su única oportunidad de convertirse en baronesa se iría al traste. Tómelo como un consejo.
Solo atiné a asentir. Nicolás tampoco parecía recordar a Vajda.
—Nicolás, ¿conoce usted al hombre que vino a comprar una de las propiedades de la signora Maggiora en Turín?
—¿La signora Maggiora está vendiendo sus propiedades?
La curiosidad de Nicolás era genuina. Él tampoco me estaba engañando. Nadie que hubiese sido invitado al baile parecía conocer a Vajda, excepto nuestra anfitriona y yo. El asunto era tan descabellado que tuve que entrevistar a cada uno de los comensales con la mayor sutileza para confirmar, una y otra vez, que yo era la única persona que recordaba al hombre de los ojos balcánicos. Aun así, tenía la certeza de no haberlo imaginado. Si no era un engaño de Hywel (y no creía que lo fuese), ¿qué era?
Mis padres anunciaron que debíamos partir, lo que no me dio tiempo de hablar con Bianchi. Estaba conmocionado. Solo pudo decirme con voz temblorosa:
—Tiene razón, Emilia. Debe contármelo todo.
Le devolví el broche, haciéndole prometer que no se lo quitaría ni siquiera para dormir, y me aseguró que iría a verme la tarde siguiente. Una de las criadas de la signora Maggiora me devolvió mi capa y, en cuanto subí al coche, noté que había algo en el bolsillo. Era una nota. La abrí rápidamente, aprovechando que mamá y papá habían caído presos de un denso sopor, en parte por la comida y la bebida, en parte por los movimientos repetitivos del coche que Rosendo guiaba con cuidado. La luz de los faroles era tenue y acerqué la nota a la ventana del coche para ver mejor. Leí:
No olvide que me vio.
VAJDA.
Mi primer impulso fue llevarme la nota al corazón y retenerla allí dentro de mi puño. No sabía quién era Vajda ni qué había sucedido, pero ese pedazo de papel decía mucho más de lo que las palabras escritas en él expresaban: ¡Era él! ¡En el granero, era él, era Vajda! Olvide que me vio, había ordenado, y su rostro se había borrado de mi mente. Por imposible que pareciera, no lo había reconocido en el baile. No solo había manipulado mis recuerdos sino que había hecho lo mismo con todos los invitados de la signora Maggiora, incluso, al parecer, Halstead. La difusa imagen que había aparecido entre las sombras esa mañana de septiembre regresó a mí, oh, ironía, con absoluta claridad. Estaba realmente angustiado y quería decirme algo de suma importancia. ¿Por qué me había pedido que no fuera al baile? Después de hablar con él, me costaba creer que solo deseara tenderme una trampa. De todos modos, había ido al baile y no había ocurrido nada. Eso no quería decir, por supuesto, que Halstead y Vivianne no hubiesen podido matarme, pero debía haber otra razón. ¿Sería Vajda un vampiro como ellos? ¿El rival de Halstead, con quien contendía por las presas? Sentí terror ante la idea. La proximidad de Vajda durante la velada había despertado en mí emociones que, según creía, provenían del beso de la muerte. Abrí la ventana para recibir un poco de aire fresco y concluí que, definitivamente, no deseaba morir y menos aún transformarme en vampiro. Si lo que Céline y Abélard decían era cierto, la ciudad estaba infestada, y los poderes de Vajda revelaban su naturaleza: no podía tratarse de un simple mortal. Que pudiese dominar la mente de Halstead significaba que era mucho más peligroso que él.
Habíamos llegado a casa y Hywel me esperaba en la suya. ¿Qué hacer? Si lograba darle muerte usándome a mí misma como carnada no se acabarían los vampiros pero sí nos dejaría en paz a Carlitos y a mí. Mi guerra con Hywel era personal y no podía menos que preguntarme si esperar un poco y aliarme con Vajda sería una buena idea.
—Querida —dijo mi madre cuando me disponía a subir a mi habitación—. El señor de Halkett va a venir a cenar mañana. No duermas demasiado, debemos asegurarnos de que todo esté en perfecto orden para la ocasión. Ay, mi pequeña, creo que tu sueño está a punto de hacerse realidad.
—¿Mi sueño? ¿De qué sueño estamos hablando, exactamente? —pregunté, con los nervios de punta. ¡Halstead no podía entrar a mi casa!
—Creo, hija mía —respondió mi madre con coquetería—, que Hywel Halstead viene a pedir tu mano. ¡Ven acá! ¡Dame un abrazo!
—¡Madre! —exclamé, recibiendo su abrazo a regañadientes—. ¡No puedo casarme con el señor Halstead! Al menos no todavía, apenas si lo conozco —mentí.
¡Diablos! ¿Para qué querría que lo visitara en su casa si ya planeaba venir al día siguiente? ¿Y por qué motivo iba a ir a cenar? Temblé. Tal vez Halstead quería atacarme esa noche para asegurarse de poder entrar a la mía y matar a mis padres y a Lucía. Mi madre rio.
—Qué tonterías dices, Emilia, ¿qué tanto más tendrías que conocer al señor de Halkett? ¡Es perfecto para ti! ¡Nadie podría darte una vida mejor! Lo dije cuando recibiste el hermoso vestido que luces esta noche: este es un cuento de hadas hecho realidad. Ve a descansar, mañana tendremos tiempo de celebrar.
Asentí, pensando que mi madre había perdido la razón. No veía más allá de la aparente perfección de Hywel y no tenía ningún interés en hacerlo. Ascendí los peldaños que llevaban a mi habitación y me dejé caer sobre el sillón, exhausta. Estaba segura de que la idea de la cena había sido de Halstead y que mi madre había accedido dichosa, como si él nos estuviera haciendo un favor. Halstead tenía que saber que ningún vampiro podía entrar a nuestra casa; él y Vivianne debían haberlo intentado ya en varias ocasiones. ¿Y Vajda? Suspiré. Habría deseado saber más de él. No creía que me hubiese mentido y, si mi intuición era certera, el motivo principal de su rivalidad con Hywel era una mujer, la esposa que le había sido robada. Quise pellizcarme por sentir celos de nuevo pero no tenía sentido ocultármelo a mí misma. Sobre todo, no podía negar que lo habría besado sin pensarlo dos veces si hubiésemos estado a solas. ¿Dónde estaba la esposa que Hywel había convertido en vampiro? ¿Habría transformado a Vajda también? Me habría gustado que Vajda no fuera una criatura infernal como Halstead y Vivianne pues jamás había conocido a alguien como él. Pero, aun si tuviera que beber sangre para sobrevivir y por ello buscara vengarse de Halstead, ¿no había sido yo de su agrado? ¿No me había dado inmerecidas muestras de confianza? ¿No me había dejado la nota para dejarme saber que no lo había imaginado, para que lo recordara solo yo?
Encendí la lámpara y me miré al espejo. Estaba guapa esa noche, él mismo lo había dicho. Esperaba que no fueran solo lisonjas para ganar mi favor sobre Hywel. Ay. Si los hombres mortales fueran la mitad de atrayentes que los vampiros, jamás me habría metido en ese lío… Aunque el amor que había sentido por Halstead había sido una vil manipulación de su parte, debía admitir que prefería discutir con él que tolerar la conversación de Nicolás Issarty. ¿Ir o no ir al encuentro de mi enemigo? Si no lo mataba yo, ¿lo haría Vajda?
No, Hywel Halstead. No puedo arriesgarme a estar a tu merced sin un buen plan, pensé. Necesitaba al menos saber que alguien me daría descanso eterno en caso de ser transformada, y para ello contaba con pocos aliados: Carlitos Canteur era muy pequeño, Céline y Abélard no tenían acceso a mi círculo social y nadie les permitiría entrar a mi cripta… pero quizá Marcello Bianchi fuera una buena opción si llegaba a convencerlo. Me sorprendió mi propio cinismo en cuanto a la posibilidad de tan terrible suceso. Tomé la nota de Vajda que aún estaba en el bolsillo de mi capa y la puse sobre el tocador, con el puñal de Abélard haciendo las veces de pisapapeles. Me quité el vestido, busqué una bata de seda y me tendí en la cama cuan larga era. No supe en qué momento me quedé dormida.
Una corriente de aire frío me despertó antes del amanecer y caí en la cuenta de que mi ventana estaba entreabierta. No era cosa buena: por muchas flores de ajo que pusiera en los marcos, mis vecinos seguían siendo voraces vampiros que me detestaban. Me puse de pie y me dispuse a cerrarla pero cuando estaba a punto de alcanzar la bisagra el helado viento otoñal empujó el vidrio, abriendo la ventana de par en par y obligándome a retroceder hasta mi cama, tiritando de pies a cabeza. Tomé una manta y me la puse por encima de los hombros. No recordaba haber apagado mi lámpara, a duras penas si podía distinguir los objetos de mi habitación.
—Emilia.
Habría gritado pero el miedo no me lo permitió. Una silueta oscura se asomaba por mi ventana. ¿Dónde había puesto mi crucifijo? Si me acercaba al tocador para tomar el puñal me pondría al alcance de quien quiera estuviese allí.
—¡En nombre de Dios, márchese! —ordené, temblando.
—Soy Vajda.
Me quedé quieta unos instantes, haciendo un esfuerzo por reconocer la voz o el rostro de quien me hablaba. El viento revolvía las cortinas y mis cabellos.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
Estaba aterrada y no sabía qué responder. Salté sobre la cama y cubriéndome con las mantas, me escurrí hasta la mesita donde estaba mi crucifijo. Creí escucharlo reír. Con la pequeña cruz entre los dedos me atreví a mirar hacia la ventana de nuevo. No estaba imaginándolo, alguien estaba allí.
—Déjeme verlo —balbucí.
La silueta se movió sobre el estrecho balcón y reconocí la figura encapuchada que había visto en el granero.
—Descúbrase la cabeza —dije, con un hilo de voz.
La luz exterior iluminó los cabellos rubios de Vajda.
—¿Así está mejor? —susurró.
Asentí, aun temblando.
—¿Qué hace aquí a esta hora? ¡Por poco me mata del susto! —exclamé por lo bajo.
—Es más fácil visitarla entre las sombras que hacer que todos los testigos me olviden. ¿Puedo pasar? —insistió.
—No, definitivamente no —dije, saliendo de la cama, enredándome en las cobijas y dando saltos torpes hacia el tocador. Deduje que, por algún motivo, Vajda no podía o no quería entrar a mi habitación sin mi permiso explícito, y yo no iba a concedérselo, al menos no antes de tener el puñal como protección. Vajda introdujo su mano blanca y delgada por la ventana y tomó la daga antes que yo.
—Tome —dijo, extendiéndomela.
Me quedé viéndolo, arrobada. Era demasiado hermoso, tanto que el hecho de que pudiera sostener un crucifijo perdió importancia. Vajda sonrió.
—¿No quiere su arma? Es muy bonita.
Extendí el brazo hacia él y recibí el puñal en forma de cruz.
—Gracias —tartamudeé. Me pregunté si estaría soñando.
—No necesito de su permiso para entrar, Emilia —dijo, pasando por el borde de la ventana y metiéndose a mi habitación con agilidad—. Quería ser cortés, pero no puedo quedarme en su balcón. Alguien podría verme.
Dicho esto, cerró la ventana y las cortinas. El viento seguía recorriendo mi habitación. Vajda se dio la vuelta y asentó las manos en un gesto deliberado. El viento pareció salir de la estancia por entre las rendijas, quedando aislado fuera del vidrio.
—Podría haberme pedido que lo viera en algún lugar. Habría acudido, ¿sabe? —dije, mirando el contorno de sus hombros.
—Sí —respondió, encarándome—. Pero decidió no hacerme caso y, por ello, no hay tiempo. Si no hubiera ido al baile quizá habría evitado lo que va a ocurrir mañana. Prefirió creer en su miedo y desconfiar de mí.
—¿Qué es lo que va a ocurrir mañana?
—Halstead va a pedir su mano.
—Tal vez, pero mi padre no me obligará a aceptarlo.
—Los planes de Halstead no dejan nada a la casualidad. Cada paso que ha dado hacia usted ha sido deliberado. El primer ataque, Carlitos Canteur, Vivianne Muse —suspiró—. Logró enfermarla de los nervios sin matarla, Emilia. ¿Por qué cree que no la convirtió?
Sentí pánico.
—¡No lo sé! —lloré.
—Por supuesto que no lo sabe —murmuró como para sí, paseándose por la ventana.
—Vajda —dije, poniéndome frente a él y elevando el rostro para verlo a los ojos—: ¿Quién es usted?
—¿Tan pronto me olvidó? —preguntó.
—¡Por supuesto que no! Si lo olvidé en algún momento fue porque usted me robó el recuerdo —argüí. Me sentía culpable sin conocer la razón.
—Emilia —dijo, acercándose a mí—. Solo usted puede recordarme u olvidarme.
—No es cierto —dije, sintiendo que hablaba de más—. Si por mí fuera, llevaría su imagen siempre conmigo.
—No lo creo —dijo—. Pero quisiera ayudarle a hacerlo ahora.
—¿Ayudarme a hacer qué? —pregunté, al tiempo que Vajda me quitaba las mantas, que cayeron sobre el suelo. Estaba muy nerviosa.
—A recordar.
Me rodeó con ambos brazos y acortó la distancia entre los dos. Su rostro estaba muy cerca del mío y podía ver sus labios curvarse en la penumbra.
—¿Cómo? —pregunté. Deseaba que me besara más que nada en el mundo. Sus ojos rasgados brillaban.
—Del modo que usted desea que lo haga —sentí su respiración sobre mí, fría como el viento—. No soy un vampiro, Emilia. Sin embargo, si sigo mis instintos ahora perderá todo su calor.
—¿Quién es usted, Vajda? —pregunté, tocando su mejilla con mi mano e intentando ver dentro de sus pupilas, como si pudieran revelarme más que su voz.
De repente, su boca se cerró sobre la mía y un remolino de viento nos envolvió al tanto que Vajda dejaba escapar todo el frío de su cuerpo a través de sus labios. Debía adentrarme en él, en su alma, y verlo con los ojos cerrados. Recuérdame, decía sin palabras. Creí empezar a soñar: un ave magnífica había aparecido en el firmamento. Sobrevolaba a una mujer cuyo vientre redondeado se inclinaba sobre un arroyo. La mujer recogía agua con las manos y miraba hacia arriba, murmurando: túrul. El ave desplegó las alas y se acercó a ella, dejando caer una pluma sobre su regazo: Árpad, hijo de Almos, trinó. Casi de inmediato, el túrul empezó a alejarse en círculos cada vez más amplios hasta perderse de vista. La respiración de Vajda se había hecho más tibia y su beso más dulce y lento. Recuérdame, parecía repetir. Estaba con él sobre un gran prado. Frente a nosotros se elevaba una fortaleza de piedra en lo alto de un monte escarpado. Pronto vivirás aquí conmigo, me decía. Miraba a la más alta torre. Nuestra habitación. Conmigo reinarás hasta que la muerte nos separe. Ahora estaba en la torre y me veía reflejada en un espejo. Tenía los cabellos largos, adornados con trenzas, joyas y flores silvestres. Vajda estaba a mis espaldas. Su mirada era sombría. ¡Árpad!, me escuchaba a mí misma gritar, y él desaparecía. Abrí los ojos y me encontré con Vajda, quien me retenía en su abrazo.
—Árpad, hijo de Almos —murmuré. Mi corazón palpitaba a toda prisa.
—Estoy muerto —dijo él en mi oído.
—¡No! —lloré, apretando los puños contra su espalda y escondiendo el rostro entre los pliegues de su túnica.
—Mi alma está cautiva —dijo.
No quería escucharlo. Solo podía llorar.
—Debo partir y tú debes huir —prosiguió—. Tienes que liberar mi alma.
—¿Cómo se supone que lo haga? ¿Adónde debo ir?
Vajda me obligó a mirarlo. El cabello rubio le cayó sobre los pómulos altos, cubriéndolos parcialmente. Estaba amaneciendo.
—Turín —dijo, con expresión grave—. Estaré esperándote.
—¡No te vayas! —rogué—. ¡No me dejes sola, aún no entiendo nada!
—Lo sé —dijo—. Si estuviera vivo como tú, podría quedarme y explicártelo, pero solo una parte de mí lo está: mi alma.
—¡Te siento ahora, puedo tocarte! —exclamé. No quería creer lo que decía.
—Solo tú puedes hacerlo, y no siempre. De lo contrario viviría contigo —dijo con una sonrisa triste.
Sus últimas palabras me arrancaron un sollozo.
—Halstead guarda un cofre con algunas cosas que me pertenecen. Recupéralas. Nunca, por ningún motivo, debes volver a besarlo —dijo, y sus pupilas se contrajeron—. Ahora tienes poder sobre él. Si lo besas de nuevo, lo perderás.
—¿Cómo es posible? —pregunté. Sentí algo de vergüenza ante el hecho de que Vajda supiera que había besado a su enemigo.
—Bebió tu sangre después de que recibiste la comunión —respondió con un tono que era una mezcla de triunfo y amargura—. Él no lo sabe, Emilia. Tu sangre lo está matando lentamente: cree estar enamorado de ti y lo cierto es que no puede alimentarse de nadie más. Sus planes son, aun así, mucho más crueles de lo que nadie sospecha.
—¿Entonces no estoy infectada con el beso de la muerte?
—Es más complicado que eso. A causa del incidente, Halstead puede sentirte y saber dónde vas. Los vampiros te reclaman como una de los suyos y te acechan para arrastrarte a las tinieblas. Por otra parte, el mismo Halstead no comprende por qué solo desea tu sangre y sus fuerzas menguan. Ha intentado alimentarse de otras víctimas pero su cuerpo rechaza la sangre que no te pertenece a ti. No quiere decir que no pueda conservarlas largo tiempo pero ocurre que, con el paso de los días, su influjo sobre ti y las otras víctimas se debilita.
—¿No lo mataría, entonces, beber mi sangre otra vez? —pregunté.
—No. Además, si lo hace, no tomará solo un poco. Te matará. Debe sacrificarte a su dueño en la noche de bodas para cerrar un ciclo.
—¿Su dueño?
Vajda asintió. Me sentí invadida de terror.
—Tengo pocas concesiones en el mundo de los vivos, Emilia, pero te veré de nuevo. Ahora debo regresar a Turín, donde mora mi alma.
—¿Qué voy a hacer? —pregunté, intentando sujetarlo mientras él se apartaba. Sus dedos escaparon de los míos.
—Sigue mis indicaciones. No estarás sola. Eso te lo prometo —dijo, y se inclinó sobre mí para besar mi mejilla—. Adiós.
Vajda ocultó su cabeza bajo la pesada capucha negra y abrió la ventana. Se volvió una vez más para mirarme, los ojos verdes fulgurantes. Saltó por el balcón y una muda exclamación salió de mi garganta. Pocos segundos después, volví a ver un ave alejándose en la distancia. Era él.