CAPÍTULO 7
FIATO: UN LADRÓN DE TALENTOS
E1 primer día del mes de octubre algunos árboles del parque ostentaban un precioso follaje rojo y los niños recolectaban hojas de diversas formas y colores para secarlas y guardarlas entre las páginas de sus libros.
—¡No, Carlos, yo la vi antes que tú! —dijo Manuelita Canteur a su hermano menor, quien, resignado, siguió buscando entre la hierba una hoja igual a la que ella ya echaba en su delantal de otoño.
—Toma esta —le dije, ofreciéndole una de tonos naranja. Los ojos de Carlitos se iluminaron al encontrarse con los míos.
—¡Emilia! —exclamó, abrazándome las rodillas—, ¡creí que no vendrías esta semana!
—No podría pasar tanto tiempo sin verte, pequeño —le dije, acariciándole la cabeza—. Ven acá, siéntate conmigo junto a la haya.
Carlitos se sentó con las piernas extendidas y puso sobre ellas el libro en que estaba metiendo las hojas para no perderlas.
—Hay más vampiros, Carlitos. Muchos más —dije, mirándolo con seriedad—. Vivianne Muse es una de ellos.
Carlitos miró hacia la casa de nuestra vecina.
—Ya no toca el piano como antes —dijo, tragando en seco—. Así como yo ya no puedo tocar el violín.
—¿De qué hablas?
—De la última vez que me visitó el vampirrio, antes de que me devolvieras el crucifijo. Cuando me permitieron levantarme de la cama, había olvidado todas las piezas que sabía. Ahora, cuando toco el violín, lo hago con torpeza. Mi maestro no entiende cómo es que perdí mi… ¿cómo se llama lo que Dios da solo a algunos?
—¿Talento? —pregunté, aterrada.
—¡Sí! —dijo él, sonriendo. No parecía importarle—. Estoy contento no me obligan a tomar clases de música. No me gustaba ese talento.
—Carlitos, ¿qué piensas de lo anterior?
El niño sonrió con astucia.
—¡Pienso que soy muy afortunado! En cambio Vivianne debe estar muy triste, porque a ella sí que le gustaba tocar el piano. Pero es un vampirria, así que no es grave, ¿verdad?
—Bueno, Vivianne no fue siempre un vampiro, creo yo —respondí—. Pienso que la transformaron en uno y que, de algún modo, los ataques acabaron con su talento, así como te ocurrió a ti.
—¿Y tú qué talento perdiste, Emilia?
La pregunta de Carlitos me obligó a reflexionar.
—No tenía ninguno para empezar —dije, un poco avergonzada. Yo era una de esas personas que no tenían nada que perder, solo sangre.
—¿Y Vivianne ya no puede volver a ser nuestra vecina de antes?
—No, pequeño. Procura no acercarte a su casa —le dije, y ambos nos quedamos mirando su balcón en silencio hasta que tuve que despedirme. Debía prepararme para el baile de la signora Maggiora. Esa noche, si Dios me lo permitía, mataría al vampiro.
Había tenido mi plática con Rosendo más temprano en la mañana. Según dijo, Halstead les tenía prohibido a sus criados que llevaran consigo crucifijos u objetos religiosos.
—Lo más extraño es que, según Félix, todas las propiedades de su amo cuentan con capillas subterráneas que los sirvientes no pueden pisar.
Me rehusaba a creer que Hywel Halstead fuera secretamente piadoso como yo se lo había hecho creer a los demás. Las capillas debían estar, simplemente, clausuradas. No había podido volver donde Abélard, por lo que aún no había saciado mi curiosidad en lo que concernía al beso de la muerte. Abélard había dicho que él y yo estábamos infectados pero yo me sentía bien. La aparición de Vivianne Muse y el otro vampiro en nuestra propiedad eran los únicos indicios de contagio que tenía, y las flores de ajo parecían haber funcionado porque nada extraño había ocurrido en el perímetro de nuestra casa desde aquel día. Aun así, Vivianne no había vuelto a salir al balcón, lo cual me inquietaba. ¿Se habría mudado al camposanto? Tenía miedo de verla pero cada vez que estaba en mi habitación me asomaba por entre las cortinas esperando descubrir algún indicio de movimiento en su casa. El piano ya no sonaba. Casi prefería escuchar la espantosa serenata antes de la madrugada que aquel silencio de muerte. A la criada no se la había vuelto a ver en público, Lucía había llamado a la puerta varias veces sin hallar respuesta. ¿Dónde estaba Vivianne?
—Se habrá ido de viaje, naturalmente —dijo mamá, y nadie puso en entredicho la lógica de su razonamiento. Solo yo.
Esa tarde tomé un baño caliente con esencia de azahar para calmar mis nervios. Se suponía que debía matar a Halstead en el baile de la signora Maggiora y esa idea me preocupaba menos que la posibilidad de que no me encontrara hermosa. Quise pellizcarme por mi vanidad. Hywel Halstead era un monstruo, un asesino, un demonio, y yo seguía deseando que me amara. Por otra parte, pensé que quizá sería más fácil darle muerte si podía atraerlo con mi encanto.
Lucía sujetó mis cabellos con un broche de perlas sobre la nuca de modo que cayeran a lo largo mi espalda y mi rostro y hombros permanecieran despejados. Me puse zapatillas de seda color marfil que harían juego con la capa, que no por su grosor dejaba de ser delicada. Decidí, al mirarme al espejo, que era una visión de belleza: si Hywel no era lo suficientemente frívolo como para debilitarse un poco ante mi aspecto, al menos los demás lo considerarían un verdadero idiota si no intentaba bailar una pieza conmigo. Papá y mamá tenían trajes a la moda y hasta Rosendo había adecuado su uniforme para la ocasión. Nos despedimos de Lucía y subimos al coche para dejar atrás el parque a las ocho. Ya había estado en casa de la signora Maggiora, pero nunca después del atardecer. La signora Maggiora, riquísima viuda que ofrecía los mejores bailes de la ciudad, jamás escatimaba en gastos y, como ninguna anfitriona podía igualarla, se empeñaba en superar su propia magnanimidad año tras año. Cuando la temporada llegaba a su fin, pasaba nueve meses planeando cada detalle de los bailes que daría el otoño siguiente. Sus jardines y salones eran siempre los más bellos, la comida que servía era elogiada hasta bien entrado diciembre y, como seleccionaba personalmente a los músicos más virtuosos y las piezas que debían interpretar, sus invitados jamás se quedaban sentados. Nada de esto lo había comprobado yo personalmente, claro está, pues solo se me había permitido asistir a la divertida celebración de poisson d’Avril que, si bien se enfocaba en los niños y jovenzuelos, terminaba antes de que cayera la noche. En otras circunstancias habría tenido gran interés en deleitarme con la atmósfera nocturna y bailar sin descanso pero, en cuanto Rosendo me ayudó a bajar del coche, los nervios se apoderaron de mí.