CAPÍTULO 6

SCHERZO: EL BAILE DE LA SIGNORA MAGGIORA

Perline y yo habíamos sido invitadas a un baile el primer día de octubre y nuestras madres estaban fuera de sí: era el baile de inicio de la temporada y lo ofrecía la signora Maggiora. No tuve que indagar mucho para saber si el señor de Halkett planeaba asistir, era el centro de todas las conversaciones de la ciudad. Por ello, en cuanto se supo que había aceptado la invitación de la signora Maggiora, todas las madres comenzaron a preparar los atuendos de sus hijas como si fueran a llevarlas al baile de Cedrillon ou la petite pantoufle de verre. Yo había aprovechado la oportunidad para decirle a mamá que vería a Halstead allí y también para escribirle al susodicho.

Señor Halstead:

Agradezco el regalo que me envió y la inusitada invitación a cenar. Ha logrado compensarme en grande: el vestido que me obsequió es tan amplio que, en efecto, casi hace las veces de dos de los que hoy en día me veo obligada a llevar. Me halaga, señor de Halkett, que me crea tan saludable. Sospecho, sin embargo, que no tener las carnes suficientes para llenar el mencionado vestido me impide ser digna comensal de su mesa y, so pena de ofenderlo, debo rechazar su gentil oferta. Le suplico que cene sin mí.

Siempre fiel a su recuerdo,

EMILIA MALRAUX

Había ido al parque cinco días seguidos después de recibir la caja adornada y me sentía mucho mejor. Estaba segura de haber recuperado casi todo el peso perdido, mis mejillas habían recobrado su tono natural y mis ojos brillaban. Halstead, por supuesto, no tenía forma de saberlo pues él dormía de día y yo me había guardado de salir de |a casa después de la puesta del Sol. Como temía que Halstead pudiese entrar en mi habitación de noche ahora que mamá y Lucía no se turnaban para dormir en ella, había colocado mi estatuilla de la Virgen, ya reparada, al pie de la ventana que cerraba muy bien cada noche.

Había estado esperando el momento oportuno de regresar al taller de Abélard para adquirir un nuevo crucifijo pero este no se había presentado: cada vez que creía que podría ir a ver a Perline en la mañana y pedirle a Rosendo que me llevara al distrito del arte, mamá se me unía: no podía resistirse a seguir hablando con mi tía Inés del baile de la signora Maggiora.

Perline decía detestarme por haber acaparado la atención de Hywel Halstead haciéndome merecedora de un regalo de su parte, lo cual le daba un toque de humor a la penosa situación en que me había metido. Era gracioso asegurarle una y mil veces que el amor de Halstead era solo suyo al tiempo que rezaba para que mi enemigo no tuviera ningún interés en ella: si yo había sido una víctima tan fácil, ¿qué podía decirse de Perline?

Puesto que Halstead era el heredero de un título nobiliario, difícilmente podía ser suplantado en el corazón de mi prima. De hecho, la fantasía que Hywel Halstead representaba tanto para las chiquillas de la ciudad como para sus madres era demasiado fastuosa para ser olvidada. No solo era noble, era riquísimo. No solo era rico, era joven y guapo. No solo era guapo, era encantador. Demonios, si tan solo le hubiera faltado una de esas características las mujeres habrían estado más a salvo. Extrañamente, las otras víctimas de quienes tenía conocimiento eran un hombre pobre y un niño pequeño. El vampiro no había necesitado hacer uso de sus encantos conmigo, al menos al comienzo. Todo parecía indicar que Hywel Halstead no seguía un patrón específico para escoger su sustento. ¿O sí? Me pregunté qué teníamos en común Abélard, Carlitos y yo, y concluí que nada, con la excepción de un terrible secreto.

Era lunes y Perline me esperaba en su casa para que ensayáramos los peinados que luciríamos en el baile. Íbamos, además, a recoger su vestido en la sastrería y a practicar las lecciones de danza que nos había estado impartiendo mademoiselle Danchel, la maestra que había contratado mi tía Inés. Suponía que mamá vendría conmigo pero, para mi sorpresa, dijo estar demasiado fatigada por la cena que había dado la noche anterior y pidió que Rosendo volviera a buscarla antes de la hora de la merienda. Como la ocasión de ir al distrito del arte se me presentaba de forma tan inesperada, planeé pedirle a Rosendo que me llevara allí primero. Corrí a mi alcoba y tomé todo el dinero de mi pequeño cofre. Deseaba comprar varios crucifijos.

Llegamos a la calle de Abélard a eso de las nueve de la mañana. Rosendo me llevó hasta la puerta del taller, tenía instrucciones de no moverse de allí hasta que yo saliera, no pensaba correr riesgos innecesarios. Soplaba una brisa fresca cuando bajé del coche. Aun si estaba algo atemorizada, deseaba hablar con Abélard hacía mucho tiempo. La anciana que había visto la vez anterior no estaba por ningún lado y me sentí un poco más confiada al golpear la puerta. No pasó mucho tiempo antes de que escuchara el ruido de unas llaves, a esa hora ya habían levantado la tranca, según pude deducir. Me sorprendió ver a Céline cuando la puerta se abrió, parecía una jovencita de mi edad así, con los cabellos recogidos al descuido y el rostro lavado.

—¡Usted! —dijo al verme. Estaba más sorprendida que yo.

—Sí, soy yo —dije, sonriendo—. Vine a ver a su hermano de nuevo. ¿Se encuentra aquí?

Céline entrecerró los ojos:

—Esta vez vino a la hora indicada —afirmó, y se hizo a un lado para dejarme pasar—. ¡Eh, Abélard! ¡A que no adivinas quién está aquí!

El pesado aroma de opio (que ya conocía tan bien gracias a los bebedizos del doctor Medina) era opacado por el de un montón de flores de ajo que obstaculizaba mi paso por el corredor. Pasé de lado con cuidado, tratando de no pisar ninguna de las flores.

Si ver a Céline tan fresca me había desconcertado, no sabía con lo que me encontraría en el interior del taller: Abélard estaba inclinado sobre su mesa de trabajo y la luz que entraba por la ventana le daba en pleno rostro.

—Buenos días —dije, esperando a que levantara la mirada del objeto que estaba moldeando.

—Señorita Malraux —repuso—. He estado esperándola.

La viveza de los ojos de Abélard me hizo estremecer. Recordaba un rostro enfermo de expresión perdida cuya tristeza se acentuaba cada vez que el artista intentaba sonreír. ¿Cómo había logrado recuperarse así? Casi habría podido considerárselo guapo.

—¡Abélard! —no puede dejar de exclamar—. Se ve…

—Tengo algo para usted —me interrumpió, tomando un envoltorio de lienzo amarillento dentro del cual se escondía algo que parecía ser justo lo que yo había ido a comprar—. ¿Por qué tardó tanto?

—Estuve muy enferma —respondí.

—La ha aquejado una dolencia muy similar a la mía, ¿no es así?

Me quede viéndolo. Era cierto. Si algo, mi enfermedad había sido peor que la suya.

—Abélard: ¿Cómo es posible que su enfermedad persistiera tanto tiempo estando su taller lleno, como lo está, de crucifijos?

Abélard miró a su hermana. Céline se encogió de hombros. Pasaron unos instantes antes de que Abélard se dedicara a hablar:

—¿Sabe que es el beso de la muerte, señorita Malraux?

Sentí que mi corazón dejaba de latir. Me quedé muy quieta, consciente de que palidecía. Después de todo, había besado a Halstead.

—¡Demonios! —gritó Abélard, descargando un puño contra la mesa. Supe que lo había leído en mis ojos—. ¿Usted también?

Sacudí la cabeza, tratando de aclarar mis pensamientos. ¿También? ¿Qué quería decir con ello?

—¿Usted…? —fue todo lo que pude balbucir.

—Una de ellos me besó —masculló él, haciendo crujir sus nudillos y desviando la mirada.

—¿Una? ¿Ellos? —pregunté—. ¿Cuántos son?

Abélard volvió a mirarme, esta vez lleno de asombro. Segundos después dejó escapar una risa grave, inspirada por pensamientos compasivos o condescendientes.

—¡Ah, Señorita Malraux! ¿De veras pensó que solo había un vampiro en esta ciudad?

Creí que iba a desmayarme. Con suma torpeza me acerqué al taburete que estaba al pie de Abélard y me senté como pude, hundiendo el rostro entre las manos.

—¡Abélard, esta chica no sabe nada! —dijo Céline, aproximándose a nosotros.

—Como siempre, los más privilegiados tienen mejor suerte —sentenció él—. Habríamos estado a salvo en otro lugar.

—Se equivoca —dije—. Yo estuve a punto de morir y mi pequeño vecino está vivo solo gracias a su crucifijo.

—¿Dos víctimas? Señorita Malraux, ¿tiene idea de cuántas personas han muerto ya en el distrito del arte en el último mes?

Negué con la cabeza. No quería escuchar la respuesta.

—He contado ya 52 muertos… y debe de haber al menos igual número de enfermos e infectados —murmuró Céline.

—¿Infectados? —pregunté.

—Como usted y yo, señorita Malraux —dijo Abélard.

—Oh, Dios —dije, sintiendo que me faltaba el aire.

—Respire profundo —dijo Céline—. No tengo sales aromáticas aquí.

—Flores de ajo —dijo Abélard.

—No, gracias, estoy bien —respondí, tratando de recobrar la compostura.

—Las flores de ajo han evitado que entren aquí. También han evitado que salga cuando vienen para llevarme —prosiguió él.

—¿Llevarlo? ¿A dónde? —inquirí, aterrada.

—A donde quiera demonios sea que viven ellos, Emilia, no lo sé. Solo sé que me llaman desde fuera, arañan las puertas y gimen tras las rendijas. ¿Por qué cree que tengo que fumar opio hasta no reconocer mí entorno cuando cae la noche? Es entonces cuando vienen por mí y siento que las fuerzas me fallan, que necesito ir con ellos. Solo el narcótico me adormece bastante para resistir la tentación. Casi maté a Céline en un par de ocasiones cuando ella intentaba detenerme. De no haber descubierto un aliado tan poderoso en el opio, quién sabe qué habría sido de ella y de mí. ¿No la llaman a usted? Puedo sentir el opio en su sangre.

—Cielos, no —dije, tragando en seco—. El único vampiro que conozco no ha vuelto a acercarse a mí. Se lo atribuía a la estatuilla de la Virgen que puse junto a mí ventana.

Céline y Abélard se miraron.

—No lo comprendo —dijo ella, al fin—. A Abélard no le han servido de nada los crucifijos desde que esa… criatura demoníaca lo besó. ¿No habrá ajos plantados en su jardín, Emilia?

—Absolutamente no —dije—. No hay flores de ajo dentro ni fuera de nuestra casa. Pero estos crucifijos no han sido bendecidos, ¿verdad?

—No —dijo Céline—. Nosotros no vamos a la iglesia y un cura no vendría aquí por iniciativa propia.

—¿El vampiro que la besó es el único que la ha acechado? —preguntó Abélard de repente.

Yo asentí, sonrojándome. Hywel no me había besado a mí sino al contrario.

—Quizá no deseen llevársela aún —dijo Céline.

—O quizá no me consideran digna de ser una de ellos —me atreví a decir, pensando en el obvio desprecio que Halstead había demostrado sentir por mí. Bueno, al menos antes de que yo deseara matarlo.

—¡Qué Cándida es, señorita Malraux! Sí que tienen planes con usted y, de no ser el caso, usted debería tener planes con ellos.

Fruncí el entrecejo.

—Lo vi en un sueño. Por eso sabía que se presentaría aquí de nuevo —prosiguió él, palpando el envoltorio de lienzo que yo ya había olvidado—. Ábralo.

Temblé un poco antes de atreverme a tomarlo de la mesa.

—Tiene que matarlo, señorita Malraux —dijo Abélard mientras comenzaba a descorrer los pliegues ajados de la tela. ¿Era un crucifijo?—. Tiene que matar al vampiro que la besó.

—¡Es una daga! —exclamé. Era igual a la cruz que había visto en mi sueño, solo que mucho más pequeña. La filosa punta inferior del crucifijo brillaba bajo el estrecho rayo de luz que, para ese entonces ya se había desplazado hasta donde yo estaba.

—Debe hacerla bendecir —dijo Abélard, siguiendo con la mirada los reflejos verdes que despedía el objeto con que debía matar a Hywel Halstead.

—¿Y usted, Abélard? —pregunté—. ¿Matará a quien le dio el beso de la muerte?

—SÍ puedo encontrarla —dijo por entre los dientes.

—¿Lo dejarán en paz los otros?

—Quizá —respondió él, incorporándose—. No sé bien lo que hago, señorita Malraux, solo sigo mis sueños.

Me pregunté si yo también debía seguir los sueños de Abélard, o si debía seguir los míos: en ellos, no era yo quien mataba a Hywel Halstead.

Llevé ocho crucifijos conmigo además de la daga. La visita al taller de Abélard había durado casi una hora pero al menos tendría obsequios para darles a mi tía Inés y a Perline como excusa por mi tardanza. Había elegido uno pequeño para papá y uno muy elegante para mamá. Los de Lucía y Rosendo eran sobrios. El octavo crucifijo era para Manuelita Canteur, prefería ser precavida después de lo ocurrido con su hermano.

Había pensado en decirles a todos que deseaba que los llevaran como muestra de agradecimiento con Dios por haberme permitido seguir viviendo después de tan complicada enfermedad. Dudaba que alguno de ellos se negara a complacerme. Puesto que, con la excepción de Rosendo, no podía contarle a nadie que había estado en el distrito del arte, diría que le había comprado los crucifijos a un vendedor callejero que se nos había cruzado en el camino. No era del todo falso, pensé: el distrito del arte quedaba en el camino y Abélard vivía, después de todo, en una calle.

Antes de despedirnos, Abélard me contó que él tampoco llevaba consigo un crucifijo cuando su atacante lo había besado. ¿Qué habría ocurrido de no haberle dado yo el mío a Carlitos aquella noche en que fui a casa de Hywel? Me pregunté si podría haber bebido mi sangre siquiera. ¿No era el contacto con la estatuilla de la Virgen lo que había detenido el primer ataque?

Me até, como la vez anterior, un crucifijo alrededor del cuello con un cordón de seda. El nuevo era, si se puede, aún más bello que el anterior: sus cuatro puntas convexas llevaban aplicaciones de esmalte penado que recordaban una concha partida en piezas diminutas y, en el centro, un círculo coralino parecía contener la sangre del mar. Aún si estaba muy nerviosa por todo lo que acababa de escuchar de labios de Céline y Abélard, me sentí más firme en mi propósito de acabar con Halstead que en muchos días. Lo que los hermanos del distrito del arte (mellizos, según habían dicho ser) me habían referido era mucho más de lo que podría haber averiguado en los vecindarios que se me permitía visitar. De mis conocidos inmediatos, solo Carlitos Canteur y yo sabíamos de la existencia de los vampiros. Deseaba indagar más acerca del beso de la muerte pero habría sido imposible prolongar mi estadía en el taller de Abélard. Él me había prometido, sin embargo, enseñarme con calma el pasaje donde había hallado la referencia. Había sido escrito con pluma y tintero en un pequeño cuaderno de cuero que Céline había señalado con el dedo. Estaba sobre el suelo, al lado del colchón.

—Abélard lo lee y lo relee —había dicho su melliza—. Yo lo haría también, pero no sé leer. Nuestra madre solo educó a mi hermano antes de morir y yo nunca he hecho un esfuerzo por aprender lo que él ha tratado de enseñarme. No somos tan parecidos, después de todo.

Tuve que admitir para mis adentros que no se parecían en lo absoluto: Céline era una mujer voluptuosa, sanguínea y algo menos pulida de lo que se habría esperado de una bailarina. Quizá habría podido pasar por franca, pero era obvio que su mente era demasiado rústica para permitirle otra cosa que hablar con muy pocas palabras. Abélard, en cambio, revelaba un temperamento nervioso y sagaz aun si su contextura física era un poco más voluminosa en huesos y en fibra que la del común. Bastaba, además, con darle una ojeada a una de sus creaciones para darse cuenta de la increíble destreza que poseía. Su hermana era algo torpe, costaba imaginársela bailando sobre un tablado. La balanza se había inclinado, sin duda, hacia Abélard. Tendría que volver a verlos pronto, me dije, mientras Rosendo me llevaba a casa de mi prima. Esperaba poder hacerlo antes del baile de la signora Maggiora. ¿Dónde habría conocido Abélard a su atacante? ¿Habría creído amarla en algún momento como yo a Hywel Halstead? ¿Vendrían los vampiros a buscarme para llevarme con ellos?

—¡Rosendo! —exclamé, de repente—. ¡Necesito que me consigas un bulto de flores de ajo cuanto antes!

—¿Debo traerlo a casa de la señorita Perline? —grito él desde su puesto.

—¡No! —respondí—. ¡Debes esconderlo en el cobertizo cuando vayas a buscar a mamá!

Rosendo tiró de las riendas y nos detuvimos frente a la casa de mis tíos. Noté que me miraba con aire divertido cuando me ayudó a bajar del coche.

—Crees que estoy pasándome de excéntrica, ¿verdad? —le pregunté aceptando la mano que me ofrecía.

—Sí, señorita —dijo él, sonriendo y bajando la mirada.

—Pues bien, mi estimado cómplice, este es solo el comienzo de una serie de locuras que tendrás que soportar a partir de hoy —dije, abriendo la bolsa en que había metido los crucifijos y atándole uno alrededor del cuello—. Te mando no quitártelo, en especial después del ocaso.

Rosendo tembló.

—¿Por qué, señorita? —tartamudeó. Más que una pregunta, parecía una súplica.

Su reacción me puso sobre aviso. ¿Sabría algo que yo no? En ese instante, mi tía Inés apareció en el pórtico.

—¡Emilia! ¡Cuánto te tardaste en llegar! Perline ya comenzó a practicar sola.

Le dirigí una mirada a Rosendo que dejaba en claro que nuestra conversación no había terminado aun si habíamos de interrumpirla en el momento.

—No se te ocurra desobedecerme —le dije, y corrí hacia mi tía Inés—. ¡Traje regalos! —anuncié.

Con el rabillo del ojo, vi a Rosendo alejarse mientras mi tía se deshacía en mimos conmigo.

—Qué dulce eres —dijo, obligándome a entrar—. ¡Perline! ¡No vas a creer las maravillas que Emilia halló!

Nos reunimos con Perline en el salón. Mi tía había hecho despejar el área central de modo que Perline y yo tuviéramos más espacio para bailar mientras ella tocaba el piano. Mi prima tenía puesto un vestido amarillo que no había tenido la ocasión de usar la temporada anterior.

—¿Crees que este color me favorece más que el que elegí para mi vestido nuevo? —fueron sus primeras palabras.

—Todos los colores te van bien, prima querida —le dije, llevándola hasta el espejo y haciendo que se parase frente a él. Tomé el crucifijo que había elegido para ella y, poniéndoselo sobre el pecho, esperé su reacción.

—¡Oh, Emilia! —exclamó, arrobada—. ¡Es la joya más hermosa que he visto!

Aquella era una cruz de colores rosa pálidos e intensos. Abélard había logrado hacer que pareciera hecha de brillantes pétalos de flores.

―Lucirá estupendo con tu vestido de baile ―dije, complacida.

De algún modo, el crucifijo hacía que Perline se viera más bella.

―No me lo quitaré nunca ―murmuró, sin poder dejar de verse en el espejo.

―Gracias, Dios mío ―suspiré en voz baja.

En cuanto supe que mi tardanza había sido no solo perdonada sino olvidada, pude relajarme: bailaríamos un poco, iríamos por el vestido de Perline y regresaríamos a la hora de comer.

A eso de las tres de la tarde, mamá se reunió con nosotras. Yo ya había explicado varias veces que había adquirido los crucifijos de manos de un vendedor ambulante y todas deseaban hacer una excursión especial para buscarlo. Ansiaban descubrir qué otras curiosidades tendría para la venta el mercader en cuestión. Pensé que intentaría coordinar un encuentro con Abélard en algún lugar del trayecto entre mi casa y la de mi tía en los días venideros; aquella prometía ser una gran oportunidad de negocios para él. Si las damas privilegiadas de la ciudad empezaban a prestarles atención a sus creaciones, tal vez Abélard podría poner su propia tienda y mudarse fuera del distrito del arte que tanto aborrecía.

Mamá y tía Inés estaban invitadas a pasar la tarde en casa de Renilde Frimas. Yo había pensado en escabullirme para terminar mi conversación con Rosendo en casa, pero mis excusas de cansancio no fueron aceptadas: Perline y yo tendríamos que acompañarlas. Me preparé para una monótona visita de cortesía con un bostezo y un chal azul que me prestó mi prima. Detestaba a las hijas de Renilde, eran tan feas como displicentes y no cesaban de comentar cada minucia con sus voces chillonas. Sylvie y Coco Frimas jamás escuchaban a nadie y se interrumpían constantemente la una a la otra, peleándose por la atención de los demás.

—Vamos, cariño, deja de protestar —dijo mamá una vez estuvimos dentro del coche—. Quiero que Renilde y sus hijas vean lo bonita que te has puesto. Estaban todas muy alarmadas por las secuelas que la enfermedad prolongada había dejado en ti.

—¡Ellas se encargaron de divulgar la noticia de que estaba horrenda, mamá!

—Con mayor razón, Emilia querida, deseo que estés frente a ellas unas cuantas horas. Estoy harta de escuchar que el señor de Halkett siente predilección por las jovencitas enfermizas.

A pesar de saber la verdad acerca de Halstead, no pude dejar de sentirme herida en mi vanidad.

—¿Eso dicen? —pregunté, elevando el mentón y parpadeando con lentitud.

—Te lo advertí, Emilia —dijo mi prima—. No deberías haber salido de casa antes de haber recobrado tu apariencia habitual.

—Jamás me habría recuperado si no hubiese salido de la casa, Perline —repliqué, queriendo dar por terminada la conversación. Me indisponía desear que Halstead me encontrara guapa. Perline me miró de soslayo:

—Al menos el señor de Halkett piensa que eres hermosa —dijo, adivinando mis pensamientos.

—Tampoco yo voy a casarme con él, Perline, eso puedo asegurártelo —respondí, adivinando los de ella.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Perline, haciendo un puchero—. Eres la única a quien hace regalos. ¡Quizá en poco tiempo pida tu mano! Aún si la idea me parecía ridícula, temblé al imaginar la situación. La criada de los Frimas atendió la puerta y la seguimos hasta el saloncito de té donde nos esperaban Renilde y sus hijas. Las tres estaban sentadas de espaldas a la única ventana de la habitación. Pensé que eran tan gruesas que bloqueaban el paso de la luz.

—Renilde, qué gusto verte —dijo mi madre, acercándose a nuestra anfitriona mientras esta intentaba incorporarse de su silla sin éxito.

—Igualmente, Naomie, querida —dijo Renilde Frimas, dándole a mi madre un beso en cada mejilla. Me pareció que titubeaba al responder. ¿Me estaba mirando a mí? Noté que no había podido sacar sus caderas de la silla y, como resultado, esta se había elevado del suelo con ella. Tuve que reprimir una sonrisa malévola.

Perline ya saludaba a Sylvie y yo me acerqué a Coco, la mayor de las dos hermanas. Tenía al menos una veintena de cintas repartidas por el cabello negro erizado, las abultadas mangas del vestido azul pálido la hacían ver aún más corpulenta. Era obvio que las Frimas no habían sido víctimas de ningún vampiro.

—¿Qué tal, Emilia? —preguntó Coco con una mueca postiza, recorriéndome de arriba abajo con la mirada—. Veo que recobraste la salud.

—Así es —dije, dándole los dos besos obligados. Coco Frimas tenía el mismo olor rancio de siempre.

—¿Dónde compraste tu crucifijo? —preguntó Sylvie sin preámbulos cuando llegó mi turno de saludarla.

—Fue un regalo —mentí, ante las miradas inquisitivas de mis acompañantes. Las Frimas no merecían llevar ninguna creación de Abélard.

—¿Puede saberse quién te lo dio? —preguntó Renilde con una sonrisa tensa.

—Eh… el señor de Halkett, por supuesto —respondí, y una idea comenzó a forjarse en mi mente.

Las tres Frimas se apresuraron a escudriñarlo, manoseándolo con sus dedos rechonchos y húmedos.

―El hijo del barón adora los crucifijos ―proseguí ignorando las expresiones atónitas de mi madre, mi tía Inés y Perline, que no se atrevían a contradecirme.

—¿De veras? —preguntó Sylvie, entre extrañada y molesta. No le hacía ninguna gracia que Halstead me hubiese regalado una joya tan estupenda.

Sí —repliqué—. Cuando el señor de Halkett me entregó este hermoso crucifijo confesó sentir gran admiración por la devoción religiosa. Él es un hombre muy piadoso y yo comparto su inclinación, por supuesto. Por ello mismo, precisamente hoy les obsequié crucifijos a mamá, a tía Inés y a Perline.

Las Frimas no se molestaron siquiera en observar las cruces de las demás. Aun si mamá no comprendía la razón de mi pequeño engaño, las líneas de su rostro evidenciaban la satisfacción que acababa de darle. Supe que Perline y mi tía Inés habían creído que mi historia era cierta: la primera había vuelto a hacer pucheros y la segunda me miraba con expresión idílica. Como los crucifijos de Abélard eran tan diferentes entre sí, nadie tenía por qué sospechar que los nuestros habían sido obra del mismo artista.

—Es extraño, nunca he visto al señor de Halkett en la iglesia —dijo Coco, soltando mi crucifijo y secándose las manos sudorosas en el vestido. Me dije que lavaría mi crucifijo con agua bendita.

—El señor Halstead frecuenta una pequeña capilla a las afueras de la ciudad que le agrada especialmente por su discreta fachada y humilde interior. Es un verdadero cristiano —dije, con postura dignificada. Si mi plan surtía efecto, sería una gran victoria contra Hywel Halstead—. Tanto así que haberme visto caminando por el parque con mi estatuilla de la Virgen lo inspiró a hacerme este precioso regalo.

—¡No es justo! —dijo Perline, con ojos lacrimosos—. ¡Yo te regalé esa estatuilla!

—¡Tesoro! No debes hablar así, la buena fortuna de Emilia es motivo de alegría para todas nosotras —la reprendió mi tía con doble intención. Las Frimas desviaron sus miradas culpables hacia el servicio de té que nos esperaba sobre la mesa.

—¿Por qué no nos sentamos? —sugirió Renilde, encaminándose de nuevo a su lugar—. La leche puede enfriarse.

Para que el tema de conversación no corriese el mismo riesgo que la leche caliente, puse mi mano sobre el crucifijo y esbocé una sonrisa coqueta:

―El señor de Halkett está buscando una esposa que sepa representarlo con dignidad. Es muy conservador. Desea, por encima de todo, una mujer llena de virtudes morales. La futura baronesa de Halkett debe ser una mujer de espíritu noble.

—¡Qué hermoso! —dijo mi tía Inés con verdadera admiración. Mi madre me miraba de modo peculiar, quizá preguntándose por qué había decidido referirles todos esos detalles a las Frimas, quienes a su vez, los divulgarían. Supe que, creyendo que todo lo que yo decía era cierto, mi madre habría preferido que me los reservara para no correr el riesgo de que otra chica compitiera por el corazón de Hywel, pero yo sabía de qué estaba hecho ese corazón.

El resto de la tarde solo se habló del baile de la signora Maggiora. Yo sentía que cada minuto que pasaba era un minuto de vida que perdía. Las Frimas me observaban con atención, seguramente tomando nota de cada uno de mis ademanes para imitarme más adelante y ganar el favor de Halstead. Intenté ser lo menos natural posible, contrayendo todos los músculos de mi rostro cada vez que sonreía y procurando que mi postura se viera artificiosa. Era un juego extraño, si Hywel no me amaba, no iba a amar a nadie más. Por otra parte, deseaba proteger hasta a mis enemigos de su maldad.

Comí hasta hartarme. Deseaba que las Frimas no se moderaran hasta el día del baile. Perline también me imitaba, lo que me irritaba bastante, pero tenía cosas más importantes en qué pensar. Hywel Halstead me había infectado con el beso de la muerte. En realidad, yo me había infectado al besarlo. ¿Por qué había sido tan insensata? ¿Qué hacía a Hywel Halstead irresistible?

Como llegamos tarde a casa y papá nos esperaba para cenar, no pude ir al cobertizo a buscar las flores de ajo ni terminar mi conversación con Rosendo. Le di a papá su crucifijo, explicándole que deseaba que lo llevara puesto siempre en agradecimiento a Dios. A mi padre le pareció una linda idea, pero después de la conversación en casa de las Frimas era lógico que mamá dudara de mis motivos. Entró en mi habitación cuando yo ya estaba bajo las cobijas:

—Emilia, hay algo que quiero preguntarte —dijo, y se sentó a mi lado.

—Lo que quieras, mamá.

—¿Nos obsequiaste los crucifijos con el propósito de afianzar la admiración que el señor Halstead te profesa? La pregunta casi me hizo reír.

—No, mamá. Lo hice porque en verdad creo que Dios puede protegemos si los usamos.

—¿Protegernos de qué, cariño?

—De enfermedades como la que padecí, madre.

Mi madre pareció conmovida pero desilusionada.

―No debes contarles a las Frimas cosas que puedan… ya sabes, poner en peligro un futuro junto al hombre que amas. Si el señor Halstead se prendó de tu piedad, no es conveniente que de repente se tope con una treintena de chicas piadosas como tú. ¿Comprendes?

―¡Oh! No lo había pensado así ―mentí―. Confío en que Hywel Halstead sepa distinguir entre la fe falsa y la que es verdadera. De todos modos, no creo que a nadie le haga mal llevar la insignia de Cristo, así sea para conquistar al señor de Halkett.

—Hija mía, cómo has cambiado —dijo mi madre con cierta preocupación.

Parpadeé y sonreí. Claro que había cambiado, solo que mi madre no sabía en qué circunstancias se había operado el cambio.

Esa noche tuve una espantosa pesadilla. Vivianne Muse flotaba fuera de mi ventana con ojos rojos y colmillos afilados. Hacía rechinar el vidrio con las uñas y me decía que muy pronto sería como ella. Desperté antes del amanecer bañada en sudor frío. Tirité al salir de las cobijas y quise volver a dormir pero recordé que debía ir al cobertizo, así que me puse una gruesa bata de otoño y salí por la puerta trasera de la casa con cuidado de no despertar a Lucía.

El aire estaba húmedo y el cielo aún estaba oscuro. Recorrí el patio de nuestra casa rezando para no toparme con alguna malvada criatura. Si Halstead dormía durante el día, quizá los otros vampiros hacían lo mismo, y eso podía significar que nadie estaba a salvo antes de la salida del sol. Miré hacia arriba y un par de gotas de lluvia golpearon mi frente. El recuerdo de la pesadilla que había tenido me obligó a detenerme. ¿Y si no había sido un sueño? ¿Y si Vivianne Muse era uno de ellos? Nunca había soñado con ella y recordé que no la había visto en mucho tiempo. Presa del pánico, corrí a esconderme tras uno de los árboles que sombreaban el cominillo que llevaba al cobertizo. ¿Estaría mi vecina acechándome? Escuché un ruido cerca de la casa y me sobresalté. Cuando me atreví a mirar hacia el lugar de donde provenía, tuve que ahogar un grito: la delgada silueta de Vivianne se separaba de las sombras que cubrían el muro lateral de nuestra casa y ahora se dirigía a la suya. Agazapada entre los arbustos y con el viejo roble sirviéndome de escudo, esperé a que mi vecina se perdiera de vista. Vivianne Muse había venido para llevarme. La idea hizo que la sangre se me helara en las venas. De algún modo, Halstead no me inspiraba tanto miedo como Vivianne transformada en vampiro. ¿Habría entrado en nuestra casa? ¿Habría observado a mis padres mientras dormían? Quise correr a asegurarme de que estaban bien pero me obligué a ir en dirección contraria: debía poner flores de ajo por toda la casa antes de que mis padres o Lucía despertaran.

Entré al cobertizo con el corazón en vilo. Los caballos estaban inquietos, susurré sus nombres para que se calmaran pero no sirvió de nada. ¿Dónde habría puesto Rosendo mi encomienda? Busqué a tientas alrededor del montón de heno y cerca de los bultos de grano. Los olores familiares del cobertizo impregnaban el aire impidiéndome distinguir el aroma de las flores de ajo. ¿Estaría algún vampiro escondiéndose allí? Tropecé con un rastrillo y caí al suelo sobre uno de los charcos que las goteras sin reparar había formado. Me quejé por entre los dientes: no me había hecho daño pero había producido un estruendo. Además, mi bata estaba emparamada.

Una carcajada procedente del mezzanine me paralizó en mi lugar. A pesar de que mis ojos aún no se habían acostumbrado a la penumbra, no quería averiguar quién estaba mirándome desde arriba. Intenté cubrirme la cabeza con ambos brazos como si eso pudiera protegerme y entonces quien había reído de mi torpeza apareció ante mí. Bueno, en realidad cayó de pie justo frente a mis narices: había saltado esa distancia sin matarse, casi como si hubiese volado, aterrizando con gran agilidad.

—¡Santa María, madre de Dios! —balbucí.

—Me confunde, sin duda —dijo con tono burlón el vampiro que estaba allí, porque tenía que ser un vampiro. Supe que no se trataba de Hywel por su voz, que era mucho más profunda que la de mi odiado adversario.

Apenas si pude hacerme una idea de su apariencia. Era muy alto, quizá más que Hywel, y tenía cabello largo.

—¿Qué quiere de mí? —pregunté, temblando de miedo.

—Aconsejarla.

¿No estaba allí para llevarme? Debía ser algún tipo de engaño. Me incorporé como pude y le di un puntapié, echándome a correr hacía la puerta del cobertizo. Antes de alcanzarla, él ya estaba bloqueando la salida.

—Rayos, ¿qué hace? ¿Cree que va a herirme con métodos tan infantiles?

Debía estar seguro de su triunfo sobre mi debilidad humana.

Podía distinguir las líneas de su rostro en la penumbra: sus facciones eran regulares y tenía algo de barba. Corrí hacia la pared donde estaba la pesada ventana de madera que siempre permanecía cerrada y, haciendo uso de todas mis fuerzas, levanté la tranca.

—Ni siquiera lo intente —dijo él.

Tomé la tranca en mis brazos y la arrojé contra él, pero él simplemente la desvió en el aire con un golpe del antebrazo.

―¡Por Dios, déjeme ir, se lo suplico! ―grité al tiempo que intentaba abrir la ventana, que estaba atascada.

Él avanzó hacia mí y puso una mano contra la grieta que separaba las dos contraventanas de madera, haciendo inútiles todos mis intentos de desatorarlas: era obvio que su fuerza era no solo muy superior a la mía sino a la de cualquier hombre que hubiera conocido.

—Me está enojando —dijo él—. ¡No voy a hacerle daño, solo quédese tranquila unos instantes! Quiero hablarle de Halstead.

Vestía una túnica negra que se arrastraba hasta el suelo y no podía ver sus ojos, lo cual me asustaba aún más. Por otra parte, no tenía otra opción que escucharlo. Dejé escapar una exhalación entrecortada y asentí para que prosiguiera. Sin embargo, detecté una pala que estaba muy cerca de mí, sobre el piso. Tenía que hacer como que no la había visto y apoderarme de ella en cuanto él bajara la guardia.

—No vaya al baile, por favor —dijo—. Por su propio bien.

—No pensaba asistir —respondí. No iba a revelarle mis planes a un aliado de Halstead mientras viviera.

—¡Miente! —respondió él, dándole un golpe a la madera—. Si va, todo será peor para usted y los suyos. Eso se lo juro.

—¿Por qué querría ayudarme? —pregunté, midiendo la distancia que había entre mí y la pala con el rabillo del ojo.

—Halstead y yo no somos amigos. No busco ayudar a nadie más que a mí mismo. Eso no quiere decir que, en este caso, lo que favorece a Halstead no empeore las cosas tanto para usted como para mí.

No tenía tiempo de pensar. Salté hacia delante y agarré la pala con firmeza. Me lancé contra él para golpearlo pero retrocedió antes de que pudiese tocarlo y, al no tener una mejor alternativa, la emprendí contra la porción izquierda de la ventana que estaba atascada. La golpeé varias veces con la pala y la portilla cedió un poco. Incrusté la pala en la ranura y, haciendo contrapeso, la abrí.

La poca luz del amanecer que se avecinaba iluminó el rostro de mi adversario y una exclamación de sorpresa se me escapó de los labios: jamás habría imaginado que ese poderoso vampiro fuera tan joven. Su expresión de alarma me distrajo unos instantes de lo que había creído leer en el fondo de sus ojos: desesperación.

—¡No! —gritó, y se cubrió la cabeza con la capucha de la túnica antes de que yo pudiera parpadear.

No sabía qué le había ocurrido pero pensé que me mataría. La ventana estaba abierta y yo podía tratar de escapar por ella pero él estaba demasiado cerca, así que mi única elección era atacarlo de nuevo. Le pedí a Dios que me diera valor y tomé impulso. Gritando, corrí hacia él. El vampiro me esquivó con tanta velocidad que tropecé con mis propios pies y perdí el equilibrio. Caí de rodillas de nuevo, esta vez lastimándome de forma considerable.

—¡Olvide que me vio! —dijo él a mis espaldas. Adolorida, me puse de pie apoyándome en la pala que había tenido que soltar temporalmente para no caer sobre los nudillos. Para cuando me di la vuelta, él había desaparecido. Me apresuré a asomarme por la ventana: no había nada en el jardín trasero de nuestra propiedad salvo un ave que se alejaba volando sobre los árboles. Pocos segundos después, los primeros rayos solares empezaron a filtrarse por entre las nubes grises. ¿Dónde se había metido? Parecía imposible que un vampiro hubiera huido de mí. ¿Sería la claridad del día lo que los obligaba a alejarse de los mortales? De cualquier modo, me había librado de uno de ellos de forma milagrosa. Cojeando, me acerqué al bulto que divisé a un par de metros de la ventana: allí estaban las flores de ajo que le había pedido a Rosendo. Elevé una plegaria de agradecimiento a Dios por haberme salvado una vez más del enemigo y, con los ojos húmedos a causa de las emociones, salí del cobertizo.

Esconder las flores de ajo cerca de las entradas de la casa para que los vampiros no pudieran entrar (y sin que Lucía las descubriera) no fue tarea fácil. Tuve que subir a un taburete e introducirlas en los resquicios que había entre los marcos de las puertas y las paredes. Ensarté varias en las bisagras de las ventanas y metí otras en las ranuras del piso de madera bajo las alfombras. Supuse que debería renovarlas con cierta frecuencia, así que guardé las flores restantes en uno de mis baúles para tenerlas a mano sin que su aroma me delatara. Me despojé de la bata sucia y volví a meterme en la cama antes de que papá y mamá se levantaran. Cerré los ojos y me concentré en los sucesos que había vivido antes del amanecer. Había descubierto dos vampiros más. Una era mi vecina y al otro no lo había visto antes. Cuando intenté evocar el rostro del segundo, me encontré con que lo había olvidado por completo.