CAPÍTULO 5
ADAGIO: EL ODIO
Mis padres habían regresado. A pesar de estar sumamente mareada, noté que mi padre palidecía en cuanto posó sus ojos sobre mí. Corrió a mi lado y, estrechándome la mano con dedos temblorosos y fríos, murmuró:
—Si Dios no quiso llamarte a su lado mientras estábamos ausentes, no lo hará ahora que estamos a tu lado, hija.
Le sonreí y cerré los ojos mientras mamá me acariciaba la cabeza. Parecía haber enmudecido hasta que masculló algo como que nunca volvería a viajar. Pensé que tal vez ellos necesitaban más de las pócimas calmantes del doctor Medina que yo, pero me quedé dormida sintiéndome segura aun si sabía que no lo estaba. Los días que siguieron no me permitieron hacer otra cosa que no fuera dormir y comer. Mamá y Lucía se turnaban para estar en mi habitación y, para mi sorpresa, comencé a recuperarme. Pensaba que Halstead se había robado toda mi frescura con el último ataque pero, al cabo de dos semanas, no estaba ya muy lejos de ser bonita de nuevo. Los demás no habían notado las mordeduras y tampoco habían mencionado el cambio de expresión de mis ojos. Parecían estar llenos de fuego que yo atribuía a una especie de contagio del furor infernal del alma de Halstead. A eso, o a mi odio por él. Solo cuando me daban la espalda me atrevía a tomar mi espejo de mano y dirigirle una mirada asesina, como si con ello pudiera alcanzar algún pedazo de mi enemigo, como si con ello pudiera herirlo un poco. Maldito, mil veces maldito. Hywel Halstead.
Una mañana soleada escuché unos golpecitos en mi puerta.
—Adelante —dije.
La figura que apareció ante mis ojos me obligó a sentarme sobre el lecho.
—¡Carlitos! —exclamé, abriéndole los brazos—. ¡Pequeño mío!
Estaba radiante de salud y de contento. Corrió hasta mí y, poniendo la cabeza contra mi pecho, solo dijo:
—Emilia.
Nos quedamos así, abrazados, varios minutos. Acaricié su cabeza rubia, sintiendo algo muy parecido a la adoración. Quizá lo quería más que a ninguna otra persona en el mundo. Al fin Carlitos elevó sus ojos brillantes hacia mí y sonrió, pero su sonrisa se desvaneció más pronto de lo esperado y una oleada de preocupación modificó sus facciones. Quise desviar la mirada pero era demasiado tarde. El niño lo había visto y ahora fruncía el ceño. Me entristecí. Carlitos me tomó de la mano.
—Cambiaste —dijo, tuteándome por primera vez—. Ahora…
Esperé a que terminara su frase pero no lo hizo. Eso me puso nerviosa. Aun así, Carlitos no soltaba mi mano ni apartaba sus ojos de los míos.
—¿Sí? —me atreví a preguntar, exhalando con dificultad.
Él inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió, esta vez a de una forma que se me antojó algo maliciosa.
—Ahora eres peligrosa.
Quise llorar. ¿Me habría convertido en vampiro?
—Carlitos —chillé en voz baja—. ¡Yo jamás te haría daño!
—No, Emilia —dijo él, soltando mi mano y dándose la vuelta. Lo vi tomar aire y tensar los brazos—. No eres peligrosa para mí sino para él.
Me tomó un instante procesar sus palabras. ¿Peligrosa para quién?
Él prosiguió, aún sin volverse:
—Peligroso para el vampirrio.
Lo tomé por el hombro y lo giré nuevamente hacia mí. Parecía saber algo que yo no. Estaba serio pero sus ojos sonreían por sus labios.
—¿Qué dices? —tartamudeé.
—Eso no quiere decir que tú no estés en peligro, claro —dijo, como si no me hubiera escuchado. Hablaba como un adulto—. Pero él también lo está.
—¿Cómo lo sabes? —me atreví a preguntar.
Carlitos se encogió de hombros.
—Solo lo sé. Ahora voy a jugar en el parque —dijo, y de nuevo se transformó en un chiquillo despreocupado—. ¿Cuándo vas a volver?
—Pronto, espero —dije, tratando de sonreír—. Carlitos, ¿llevas tu crucifijo contigo?
—¡Siempre! —respondió, contento—. Mamá no deja que me lo quite, dice que me salvó la vida. Pero yo sé que fuiste tú.
—¿Yo? —pregunté, tragando en seco. ¿Sabría acaso que había ido a buscar a Halstead? Imposible.
—Sí. En mi sueño, tú me salvabas. Matabas al vampirrio, clavándole una cruz en el pecho. Una cruz hermosa y brillante como la que me regalaste, pero afilada. Y el vampirrio nunca volvía a molestarme. Nunca regresaba. Emilia.
—¡Pero, Carlitos, yo no he matado al vampiro! —susurré.
—Ya lo harás —dijo, sonriendo y enseñándome todos los dientes—. Debo irme, Emilia. ¡Te espero pronto!
Después de estamparme un beso en la mejilla, corrió hacia la puerta y desapareció tras ella, dejándome a la vez confundida y esperanzada. ¿Tendría yo, Emilia Malraux, las fuerzas para enfrentarme de nuevo con Hywel Halstead? Un escalofrío me recorrió al recordarlo. No estaba lista para verlo otra vez, aún no. Pero ¿y si mi odio moría lentamente? ¿Perdería entonces mi poder? No, me dije. Mi odio por Halstead no moriría jamás. Por los siglos de los siglos.
Mi madre interrumpió mis pensamientos entrando a mi habitación como un huracán. Tenía las mejillas coloradas y sus ojos oscuros brillaban.
—¡Emilia! —dijo, entre riendo y gritando—. ¡Has recibido un regalo!
Sostenía en brazos una gran caja tapizada de seda verde, adornada con flores y cintos blancos.
—¿Es acaso el día de mi santo? —repliqué, preguntándome si habría perdido la noción del tiempo, pero aún no era diciembre.
—¡Vamos, tesoro, ábrela! —dijo, depositando la caja a mi lado y sentándose a su vez sobre la cama.
—¿Por qué estás tan agitada? —pregunté, extrañada de verla así. Mi madre era una persona muy alegre pero no solía entusiasmarse tanto con asuntos triviales, menos con un simple regalo.
—¡Ay, solo ábrelo!
Supuse que mi tía me había enviado un bonito presente con motivo de mi recuperación y, enternecida, deshice la cinta que sujetaba la tapa. Mi madre se asomó primero que yo e hizo ademán de alcanzar el contenido de la caja pero se detuvo antes de hacerlo y me dirigió una mirada culpable. ¿Qué le ocurría a mamá? Miré en el interior de la caja y atisbé una hermosa tela carmesí. Era suavísima al tacto, tanto más que mis mejores vestidos, y mamá solo elegía telas de óptima calidad. Intrigada, sustraje lo que parecía ser el más esplendido traje de baile. Mamá me arrebató la prenda de las manos y se puso de pie, extendiéndola cuan larga era. No me había equivocado: era un vestido más precioso, tan bello que mamá estaba más deslumbrada que yo.
—No puede ser —susurró.
—Sí, es realmente hermoso. ¡Qué dulce es mi tía Inés!
Mi madre me miró de soslayo y sonrió, poniendo el vestido sobre mi regazo.
—¿Inés? Ay, tesoro, ¿qué tal si lees la nota?
—¿Qué nota?
—La que está en el fondo de la caja, por supuesto.
Mamá no se había equivocado. Tomé el sobre en mis manos pero, antes de abrirlo, pregunté:
—¿Cómo supiste que había una nota balo el vestido? ¡Ah! El regalo es de parte de papá, ¿verdad?
—No, querida, no es de parte de tu padre. Vi la nota hace unos segundos, cuando sacaste el vestido.
Todo eso era muy raro. Mi madre no solía prestar tanta atención a los detalles ocultos.
—Madre, ¿qué te traes entre manos? ¿Quién envió este regalo?
—Lo trajo Félix, el primo de Rosendo —dijo por toda explicación, sonrojándose hasta las orejas. Entonces mi rostro también comenzó a teñirse del color del vestido.
—¿El cochero de…?
Mi madre asintió. Yo me estremecí.
—¿Quieres que te deje a solas para que puedas leer la nota con tranquilidad? —preguntó con obvias intenciones de quedarse.
—Por favor —tartamudeé—. Solo unos minutos.
—Está bien, pero quiero saberlo todo. ¿Dónde te ha visto lord Halkett? Sé que vino a tomar el lugar de su padre en algunos negocios, así que tuvo que haber sido él quien envió el regalo. Dime, querida, ¿cómo se enamoró de ti?
—Mamá, por Dios, a duras penas si lo he visto en el parque —mentí—. ¿Podrías…?
—Claro, tesoro, claro que sí. Ahora regreso. ¡Qué suceso extraordinario! ¡Mi hija y el futuro barón de Halkett!
Sus palabras me hicieron temblar aunque aún hacía calor. Salió de la estancia con esfuerzo y, sin embargo, tarareaba una melodía feliz. Yo, en cambio, estaba indignada. Mi primer impulso fue romper la prenda en jirones y saltar sobre la caja hasta destrozarla. Aun así, me contenté con sujetar la nota en mi mano temblorosa.
¿Por qué me enviaba regalos? Sentí rabia, desconfianza y, por encima de todo, miedo. Nada bueno podía estar sucediendo. Por fin me armé de valor y rompí el sello de Hywel Halstead, una doble H enmarcada en el diseño de una escuadra y un compás grabados en cera marrón. ¿Sería sangre seca? Mi corazón palpitaba con tanta fuerza mientras abría la carta que tuve que detenerme un par de veces. Hywel era capaz de dañarme hasta con un pedazo de papel. Su aroma se había esparcido por toda mi habitación. ¿Cómo demonios lo hacía?
Apreciada señorita Malraux:
He visto la luna cambiar de cara un par de veces y aún no aparece en público. ¿Dónde se ha metido? Podría decirse que se esfumó.
Espero que no me guarde rencor por el pequeño encuentro que tuvimos la última vez que vino por mi calle, así como también espero que no haya echado en falta los dos vestidos que arruiné sin quiere (su vestido de raso negro y aquel otro, el de muselina blanca). No culparía a un hombre por las inevitables distracciones que una belleza como la suya ha causado en él, ¿verdad? Créame, Emilia, no suelo tener tan malos modales pero ¿qué puedo hacer cuando ha logrado perturbar mi ecuanimidad sin siquiera proponérselo?
Por favor, acepte mis sinceras disculpas junto con el vestido que le envié. Quizá pueda compensarla por la pérdida de los otros dos. ¿Es demasiado pedir que acepte una invitación a cenar en mi casa? Tal vez lo sea, pero no pierdo nada intentándolo. Le ruego considere mi ofrecimiento. Esta sombría calle no es igual sin usted.
Estaré aguardando su repuesta. No tarde demasiado, no podré dormir hasta no tener una contestación de su parte. Solo pienso en usted. Hasta he perdido el apetito.
Su servidor,
HYWEL HALSTEAD
Permanecí inmóvil. ¿De veras había leído apreciada? De no haber sido por la conmoción, me habría echado a reír. Halstead decía haber enviado el vestido rojo en reposición por el vestido negro que él mismo había desgarrado, y osaba llamar la noche que había pasado en su casa un pequeño encuentro, todo al tiempo que se disculpaba por sus modales.
Comprendí que la carta de Halstead era la confesión porfiada de su cruel proceder para conmigo, uno que deseaba sacar a colación solo con el propósito de provocarme. Quizá extrañaba insultarme. Por si fuera poco, me había invitado a alimentarlo. Su descaro no tenía límites. ¿Pensaba que podía convencerme de regresar a él con un par de elogios y una fina prenda? Arrugué la carta en mi mano, estrujándola con fuerza.
—¿Y bien, tesoro? —dijo mi madre, entrando de nuevo—. ¿Cuándo te pondrás el vestido nuevo?
¿Qué hacer? ¿Cómo disimular mi ira? Pensé que, por el momento, mi mejor opción era continuar con la comedia que había iniciado en casa de mi tía Inés.
—No lo sé, madre —titubeé, intentado parecer soñadora—. Quizá una de estas noches el señor de Halkett me invite al teatro.
—¡Ay, Emilia, ese hombre es tan apuesto!
—Vaya, si lo es.
—Es encantador, ¿verdad?
—Si te lo dijera, no me lo creerías.
—¿No piensas contarme dónde lo conociste?
—Ya te lo dije, apenas si he hablado con él un par de veces en el parque.
—¡Ah, el idilio perfecto! Tú, fina y delicada con tu blanco vestido de verano. Él, espléndido con su traje… ¿negro?
—Eso creo —dije, fingiendo no recordar cada detalle.
—¡Emilia! ¡Arrugaste la nota!
—¡Ni me había dado cuenta! —balbucí—. Fue tal mi sorpresa…
—Claro, claro que sí, tesoro —dijo mi madre, elevando la mirada—. ¡Eres la chica más afortunada de la ciudad!
—¡Ay, madre querida! ¡Cómo ha cambiado mi fortuna desde que lo conocí!
—¿Lo amas ya?
—Y de qué forma —repuse, pensando en enterrar en su pecho esa cruz afilada que Carlitos había mencionado y que yo también había visto en un sueño no mucho tiempo atrás.
—¿Cómo no ibas de prendarte del hijo del barón de Halkett? ¡Es casi un cuento de hadas!
—De hadas, de elfos, de vampiros… —creí que sobresaltaría a mi madre, pero ella estaba perdida en su ensoñación—. Parece un cuento, en todo caso.
—Sí, Emilia, un cuento. Imagino que querrás responderle de inmediato.
—Aún no, Madre. Quiero pensar lo que he de escribirle, tú comprenderás.
—Es muy sabio de tu parte no apresurarte, aunque tampoco debes tardar demasiado, por supuesto. Después de todo, el hijo del barón de Halkett es uno de los solteros más apetecidos de la ciudad.
Mamá debería haber dicho apetentes.
—No lo pongo en duda. Descuida, recibirá una nota de mi parte muy pronto.
—Oh, Emilia, esto es tan romántico. Creo que voy a encargar vestidos nuevos para ti. El hijo del barón debe verte como la preciosa muchacha que solías ser.
Fruncí el entrecejo y mamá se corrigió:
—La preciosa muchacha que aún eres, quiero decir.
Si supiera que estaba desmejorada por culpa de Halstead, no se mostraría tan contenta.
—Sé que no luzco como antes, madre. ¡Necesito darme un baño! Necesito lavarme, perfumarme, recibir aire fresco. Es por falta de actividad que no me he recuperado. ¿Me permitirías reanudar el curso normal de mi vida? Estoy segura de que con un poco de luz y ejercicio recobraría la salud.
—¡Bañarte! ¡Perfumarte! —exclamó. Por unos instantes, pensé que me lo prohibiría—. ¡De inmediato! ¡Es posible que el hijo del barón desee visitarte!
Mamá salió de la estancia, gritando:
—¡Lucía! ¡Haz el favor de preparar el baño de Emilia ahora mismo! ¡Con esencia de loto!
Meneé la cabeza de lado a lado. Mamá no cambiaría nunca y yo no habría querido que cambiara, tampoco. Mi madre querida, siempre tan romántica. De no haber sido por Halstead quizá yo habría sido igual a ella. Por desgracia, era demasiado tarde: mi vida jamás volvería a ser ligera y mucho menos color de rosa.