CAPÍTULO 4

GLISSANDO: ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE

Tuve que rogarle a Lucía que no comunicase lo ocurrido a mis padres. Sospecho que al final accedió porque se sentía parcialmente responsable de los hechos por haber roto su promesa de pasar la noche en vela. El médico había explicado que mis miedos se habían salido de proporción, apoderándose de mi voluntad y obligándome a recrear el suceso al que más temía: ser atacada por un vampiro. Su teoría era que el encuentro con el murciélago en el callejón había tenido tal impacto en mis emociones que había desarrollado una fantasía conclusiva a través de una agresión real durante el sueño.

—No es inusual que sea el resultado de la confrontación directa de un individuo con su mayor miedo —había dicho.

Confiando en los sedantes que el doctor había prescrito, Lucía juzgó prudente esperar a que la enfermedad nerviosa que me aquejaba desapareciera en vez de arruinarles el viaje a mis padres, quienes sin duda habrían regresado a casa de inmediato. A pesar de haber perdido bastante sangre, el daño físico no fue demasiado grave. Pude levantarme de la cama un par de días después y, curiosamente, las punzadas que me había hecho en el cuello (¡en el mismo lugar que las anteriores!) eran apenas visibles. Aun así, como estuve sedada durante varios días a partir del incidente, no me hallé en condiciones de salir de la habitación. Lucía no se separó de mi lado un instante, retiró todos los objetos punzantes de la habitación y se esmeró en ayudarme a recuperar la calma leyéndome cuentos de hadas e intentando distraer mi mente de cualquier cosa que pudiera siquiera recordarme a un vampiro.

Solo yo sabía lo que había sucedido en verdad. Bueno, Halstead también lo sabía. Había puesto la plumilla en mi mano después de atacarme para que todos, incluyéndome, pensáramos que me había herido por mis propios miedos. Había estado a punto de matarme pero no lo había hecho porque yo no estaba dispuesta a morir. ¿Por qué? ¿Qué habría pasado de no haberme resistido?

Estaba demasiado drogada para pensar con claridad, pero no tenía dudas de que Halstead había estado en mi habitación esa noche. Tal vez, incluso, yo lo había llamado al pensar en él. Vampiro protervo. No pudiendo hacerme daño a través de la muerte, había optado por dejarme vivir con la idea de que estaba trastornada al punto de manifestar impulsos suicidas. Quizá albergaba la esperanza de que todos me creyeran loca. Al menos había logrado que Lucía pusiera en entredicho la sensatez de mis actos.

Era lógico que mi prima no hubiera percibido la crueldad de su interlocutor estando, como lo estaba, obnubilada por su hermosura, pero yo podía sentir su maldad en mis venas: Halstead me había marcado con el estigma de su esencia y no había nada que yo pudiera hacer para no desear pertenecerle. Por eso lo odiaba con furor.

Las espantosas pesadillas en que lo tenía y luego lo perdía no me daban tregua. Lloraba llena de amargura cada segundo de vigilia y Lucía volvía a administrarme el sedante que me hundía irremediablemente en los nebulosos abismos de mis sueños. El médico había recomendado que guardara reposo absoluto al menos por una semana, razón por la cual Lucía no había permitido que Perline me visitara, diciéndoles a ella y a mi tía Inés que con la tormenta del día viernes me había sobrevenido una fiebre debilitante que no daba indicios de ceder.

Lucía fue, pues, mi única compañía en esos días lluviosos durante los que estuve a punto de perder la razón, aunque apenas si la vi, si he de ser sincera, pues solo veía a Halstead. Halstead burlándose de mí en la distancia. Halstead acercándose para desaparecer un segundo después. Halstead pasando por mi lado sin siquiera reconocer mi presencia. ¡Hywel Halstead! ¿Por qué? Una noche soñé que me sostenía contra sí: era el momento más dulce, casi sublime. Desertar fue como entrar en el infierno. Lucía vigilaba mi estado anímico con celo y solo me quedaba fingir que estaba mejor para que no me obligase a beber más jarabe de opio. Después de sonreír cortamente, enterré la cabeza entre los almohadones y simulé seguir durmiendo mientras las lágrimas férvidas corrían por mis mejillas.

Una tarde me entrego una carta. Estaba escrita con letra pequeña que mostraba el esfuerzo del autor por hacerla legible y regular. Algunas tachaduras que habían sido posteriormente convertidas en dibujos de nubes se veían aquí y allí, y tenía un ligero manchón de tinta en la esquina superior de la margen derecha.

Estimada Emilia:

No ha venido al parque en muchos días y (tachón) supe que se puso mal por los rayos de la (tachón) tormenta. ¡Pobrecita señorita Malraux! Espero que se mejore pronto. El vampirrio no ha venido a molestarme más y ya no tengo miedo de dormir solo. Ya no necesito su cruz pero tal vez usted sí. Gracias por prestármela. Se la devuelvo para que se mejore y pueda volver al parque.

Con (tachón) afecto y (tachón) esperanza,

CARLOS

El crucifijo estaba dentro de un sobre. Rompí a llorar de nuevo, más apenada que nunca. ¿Cómo explicarle a Lucía que tenía que devolverle el crucifijo al niño de inmediato?

—¡Si una carta de Carlitos Canteur le hace llorar así, está muy lejos de curarse, Emilia! —afirmó Lucía, tomando la botella de jarabe y disolviendo una cucharada en un vaso de agua—. No aceptaré más negativas, bébalo. ¡No me obligue a notificar a sus padres! ¡Por Dios, debería hacerlo! Tal vez lo que hace falta es estar con ellos, no puede continuar así.

—¡No, Lucía! —dije, temiendo que mis padres hicieran llamar a un médico menos benevolente que el doctor Medina—. ¡No les escribas! ¡Los preocuparas tanto! ¡Será muy difícil que papá tenga otra oportunidad de disfrutar sosegadamente otro verano con mamá! ¡Tú lo sabes!

—Sí, es cierto, pero…

—Dame ese vaso, lo beberé todo y sin rechistar. Mira.

Lucía pareció tranquilizarse cuando le devolví el vaso vacío y guardé la carta dentro del sobre para meterla debajo de mi almohada.

—Le tengo mucho cariño a ese pequeño —expliqué, sintiendo que el sueño se adueñaba de mí—. Creo que me haría bien verlo, salir de la habitación. Este encierro me está volviendo loca, Lucía. Llama al doctor Medina, tal vez esté de acuerdo conmigo.

Era una suerte que Lucía no hubiese leído la nota de Carlitos. Me habría acusado de asustar al niño y de poner ideas en su cabeza. Me creía tan perturbada que habría sido capaz de advertir a los padres del pequeño para que estos conocieran la fuente de sus miedos: la funesta imaginación de Emilia Maraux.

—Está bien —escuché que decía Lucía desde el umbral de la puerta de mi habitación—. Haré llamar al médico.

Tuve tan mala suerte que el doctor Medina se había ausentado de la ciudad dejando en su lugar a su hijo, quien apenas había iniciado la práctica de medicina. Jacuto Medina, el joven galeno de tez aceitunada y barbas negras, decidió después de examinarme que el jarabe que su padre me había recetado no era tan potente como para surtir el efecto deseado y me suministró una dosis titánica de un menjunje de hierbas que me sumió en un delirio narcótico por varios días.

Cuatro días estuve deambulando entre féretros que contenían los cuerpos de los seres que más amaba; llegué incluso a verme a mí misma en uno de ellos y grité hasta agotar mis fuerzas porque sabía que había muerto en estado de pecado. Rezar ya no servía de nada, todo mi arrepentimiento era inútil: estaba condenada a existir separada de Dios. La Virgen ya no abriría sus brazos para recibirme en la entrada del Cielo. Estaba aislada por toda la eternidad, lejos de las almas bienaventuradas que ascendían hacia la cálida luz que los acogía, y mi infierno era la soledad absoluta, una soledad errante en que yo no era más que bruma. Sin amor, sin compasión, sin poder redimirme ante Dios, no me quedaba nada más que la tierra consagrada del camposanto para descansar mi espíritu abatido, tierra que nunca saciaría mi anhelo de amparo, tierra que no entrañaba más que los vestigios de la bendición efímera que el sacerdote había pronunciado en el nombre de Cristo a favor de otra alma, la bendición no sería mía jamás.

Cuatro días busqué el amor de Dios sin hallarlo. No lo hallaba porque solo había bruma alrededor, porque Él tampoco podía verme. Mi alma estaba maldita. En ese mundo sombrío nada podía colmarme. Añoraba la misericordia de Dios pero el céfiro se había cerrado sobre mí, había quedado relegada a la penumbra por los siglos de los siglos, sedienta de vida eterna, sedienta de piedad, sedienta de perdón. Atrapada en un mundo de sombras sempiternas que se cernían sobre mí con el peso de mil lápidas, mi corazón se convertía en piedra. Ya nada importaba. El dolor se transformaba en odio y el vacío de mi alma en niebla.

Cuando desperté, las campanas de la iglesia sonaban. El cielo se había vestido de coral y las hojas de los árboles se movían con suavidad, rozando las nubes que se deshacían al pasar. Lucía estaba sentada al pie de la ventana, leyendo.

—Quiero ir a la iglesia —balbucí. Dios me estaba dejando vivir para que pudiera morir en gracia—. Voy a ir. No me importa si les escribes a mis padres o no. Tengo que hacerlo.

Lucía alzó los ojos hacia mí y dejo caer el libro al piso. Se le veía agotada, era evidente que no había dormido en varios días.

—¡Emilia! —lloró—. ¡Creí que el doctor Medina la había matado con sus pócimas! Ha estado delirando por días, decía cosas espantosas. ¡Por un momento pensé que Dios me estaba castigando por ocultar la verdad! ¡Pensé que no despertaría!

Traté de incorporarme y al ver mi rostro reflejado en el espejo del tocador lancé un grito.

—¡Lucía! ¿Qué hicieron esos hombres conmigo? ¡Mírame! ¡Se diría que he muerto!

Ella sonrió y se aproximó a mi lecho de enferma, secándose los ojos encharcados:

—Ya escribí a sus padres, mi niña, pronto estarán a su lado. ¿Tiene apetito? ¡Voy a traerle algo de beber! ¿Qué tal un vaso de leche con galletas de mantequilla? ¿Cómo se siente? ¡Ah, la fiebre ha bajado! ¡Ay, mi niña! ¡Mi Emilia! ¡Por fin!

Lucía me estrujaba en sus brazos rechonchos como cuando era pequeña y no paraba de alabar la misericordia divina.

—Lucía, escúchame —pedí—, hablo enserio. Necesito que me acompañes a la iglesia y tiene que ser ahora. Ayúdame a vestirme, por favor.

—Pero Emilia, usted no está en condiciones de levantarse. ¡Haremos llamar al cura!

—Has debido hacerlo antes. Si no salgo de este cuarto ahora, moriré —sentencié—. Ya no llueve, no me obligues a arrastrarme hasta la iglesia vistiendo solo mi bata. Entiende, por Dios, entiende que si he de morir, tengo que hacerlo en paz con Él.

—¡No lo diga! ¡No ahora que acaba de despertar!

—Con mayor razón lo digo, Lucía. Quiero entrar a la iglesia antes de morir. Ten compasión. ¿Podrías perdonártelo, acaso, si pasara? ¿Me negarías mi última voluntad?

—Está bien —dijo, apartando su mirada acuosa—, le diré a Rosendo que prepare el coche y subiré para ayudarla a vestirse.

Mi buena Lucía no me habría negado una petición tan seria en ese momento. En cuanto salió de la habitación, palpé la nota de Carlitos que aún estaba debajo de mi almohada y extraje el crucifijo del sobre. Temblorosa, lo sostuve en mi mano unos instantes y lo até alrededor de mi cuello: iría a casa de los Canteur después de confesar mis pecados; tenía que encontrar una manera de entregárselo al niño. Apoyé los pies en el suelo y me obligué a incorporarme. La cabeza me daba vueltas y sentí que iba a caer, pero nada iba a impedir que realizara un verdadero acto de contrición aquella tarde. Caminé hasta el tocador y, tras instalarme frente al espejo, apreté los labios para sentirlos. Parecía que acabara de salir de la tumba: tenía ojeras gruesas, profundas y negras que abarcaban la totalidad del contorno de mis ojos. Mi tez lucía amarillenta y húmeda. Mis mejillas estaban hundidas, mis labios secos y agrietados y mis ojos vidriosos. Si antes había sido delgada, ahora estaba en los huesos: mis clavículas, hombros, frente y pómulos sobresalían. Estaba hecha un espanto. No entendía cómo no había matado a Lucía del susto al abrir los ojos.

Ella me llevó un platón de cerámica con agua y una esponjita para que me lavara. Aun así, los estragos que la enfermedad había dejado en mi apariencia no podrían haber desaparecido con el agua: no tenía sentido que tratase de disfrazar mi fealdad. Mi amable guardiana quiso peinarme un poco pero solo logró que su bonita creación resaltara aún más el aspecto marchito de mi rostro y tuve que pedirle que parara. Cuando llegó el momento de elegir un vestido estuve tentada de envolverme en las sabanas de mi cama, no para ahuyentar a los niños del vecindario sino por seguir un instinto de humilde honestidad. Al fin colgué de mis hombros un vestido de raso negro que antaño había sido ajustado, y me puse un sombrero negro de ala ancha.

Rosendo me ayudó a subir al coche procurando no mirarme a la cara, era obvio que no quería que alguna expresión de horror lo delatara. No me molesté en cerrar las cortinas del compartimiento: no me escondería de las miradas de los vecinos como alimaña. Al fin y al cabo, mi apariencia solo me atañía a mí y pensé que, si a mí no me molestaba, tampoco tenía por qué perturbar a los demás.

Cuando llegamos a la iglesia, la misa había terminado. El padre Felipe se mostró encantado de confesarme y, ora porque logré hacer una confesión sincera de mis pecados, ora porque el cura sintió lastima de mi al verme tan cruelmente deteriorada, obtuve la anhelada absolución. Me sentí en la gloria cuando el padre Felipe abrió el sagrario y me dio de su mano el cuerpo de Cristo. No podía creer que la delgada hostia estuviera disolviéndose bajo mi paladar. Recé con toda mi alma para que Dios se apiadara de mí y se hiciese uno conmigo, y antes de salir de la capilla me arrodillé ante la estatua de la Virgen santa para pedirle que jamás me abandonase. Lloré calladamente frente a la madre del Señor hasta que el cura anunció que tenía que cerrar la iglesia. Lucía y Rosendo me esperaban en el atrio y no dijeron nada acerca de mi tardanza cuando salí de la capilla con ayuda del padre Felipe.

—Quiero ver a Carlos Canteur —anuncié, cuando estuve instalada en el coche.

—Es tarde, Emilia, no está en el parque —dijo Lucía con ademán condescendiente.

—No —dije, intentando sonreír, aunque mis labios no cedían y los músculos de mis mejillas escurrían—. Quiero ir a su casa.

—No creo que sea prudente, debe estar durmiendo ya —objetó Lucía.

—Quiero intentarlo —dije.

—Es posible que los señores Canteur se molesten si usted se presenta en su casa sin previo aviso.

—Pueden negarse a recibirme si así lo desean. Quiero ir de todas formas.

—Emilia, me duele decírselo pero creo que será mejor que espere un par de días a… a… recuperarse un poco —balbuceó ella.

—He esperado lo suficiente, Lucía. Si temes que los Canteur se aspavienten con mi aspecto, puedes estar tranquila: ya me vi en el espejo y no me ofenderán.

Lucía suspiró, preocupada.

—No es eso, niña, es que… Ay Dios, perdóname si estoy cometiendo un error. Carlos Canteur está gravemente enfermo.

Mi corazón se detuvo.

—¿Qué dices? ¡Con mayor razón debo verlo de inmediato! ¡Rosendo! ¡Llévame a la casa de los Canteur ahora mismo! ¡No pierdas un segundo!

Él miró a Lucía a través de la ventana que comunicaba el compartimiento con el asiento del cochero como para que ella lo autorizara a actuar.

—¡Rosendo! —exclamé—. ¡Mírame! ¡Soy yo quién decide…! —iba a terminar la frase, pero me interrumpí: nunca le había hablado a Rosendo como había estado a punto de hacerlo. Tragué en seco y me aclaré la garganta—. Por favor, Rosendo, te lo suplico, no esperes más. Es de suma importancia para mí. Hazme caso, llévame a casa de Carlitos Canteur. Sé que necesita verme para ponerse bien.

Me pareció que Rosendo ahogaba una exclamación de discrepancia al respecto de la última de mis afirmaciones y que bajaba la mirada a tiempo para no echarse a reír o llorar.

—Rosendo.

—Como usted diga, señorita.

El señor Canteur me guio hasta la habitación en donde su mujer estaba postrada al pie de la cama del niño. La madre de Carlitos estaba demasiado alterada a causa de la enfermedad del pequeño como para reparar en mi aspecto.

—Cada noche está más delicado —explicó el señor Canteur en voz baja—. No sabemos que le ocurre, el doctor no comprende a dónde va a parar toda la sangre que desaparece. ¡Mírelo! ¡Parece que estuviera muerto! Hace solo cuatro días estaba bien y ahora lo perdemos, señorita Malraux, lo perdemos.

—Emilia —dijo Chloé, la madre de Carlitos, en un susurro. Apenas si podía sostener la cabeza en alto—. Qué amable de su parte haber venido durante su convalecencia.

Estreché los dedos fríos de la señora Canteur y me acurruqué a su lado para ver al niño.

—Chloé, yo… quiero tanto a Carlitos —mascullé, con la voz entrecortada—. Vine en cuanto supe que estaba enfermo, el niño más dulce que he conocido.

No pode evitar que las lágrimas corrieran por mi rostro: Carlitos estaba al borde de la muerte. Tal vez fuese, incluso, demasiado tarde para poner el crucifijo alrededor de su cuello. No tenía color en la piel, todas las venas se apreciaban por debajo de la fina capa de pellejo que las recubría. El cuerpo estaba casi reducido a nada: la prominente caja torácica ascendía y descendía con dificultad al ritmo de la respiración tortuosa. Un silbido escapaba de su boca, como emitido por un violín resquebrajado que fuera tocado por última vez. Aun si sus ojos permanecían cerrados, las cuencas que los albergaban se habían ensanchado de tal forma que abarcaban un tercio de la superficie de su rostro, más ahuecado que el mío como consecuencia de la veloz pérdida de sangre.

—He venido a hacerle un regalo a mi niño querido —dije, haciendo acopio de valor. Sabía que de mi proceder dependía que Carlitos viviera un día más, y el peso del miedo que se asentaba sobre mí era tan grande que me sentía desfallecer—. Es un pequeño tesoro personal. Carlos lo había admirado en el parque y creo que lo reconfortaría saber, de algún modo, que pienso en él.

—¡Carlitos la adora a usted! —sollozó la madre—. La echó muchísimo de menos la semana pasada y ha repetido su nombre varias veces hoy. ¡Estoy segura de que puede sentir su presencia en la habitación!

—Entonces no le importa que ate este presente alrededor de su cuello, ¿verdad? —lloré, enseñándoles el crucifijo a los padres del niño.

—¡Por supuesto que no! —respondió la madre, abrazándome—. ¡Qué gesto más dulce, mi niña! ¡Ay, mi hijo! ¡Mi hijo amado!

Todos llorábamos frente al lecho de muerte del pequeño. La posibilidad de que no volviera a abrir sus ojos era demasiado dolorosa.

—Gracias, Emilia —dijo el señor Canteur con un gesto de tierna compunción—. A nosotros no se nos habría ocurrido.

Bajé la mirada, rogándole a Dios para no estar acrecentando inútilmente el sufrimiento de aquellos bondadosos padres.

—¿Puedo? —pregunté, con un hilo de voz.

El señor Canteur asintió con gravedad, ocultando el rostro entre las manos.

Me incliné sobre la ebúrnea criatura y, dejando que el crucifijo descansara sobre su pecho excavado, até la cinta de seda alrededor de su garganta: allí, plasmadas sobre la piel templada, estaban las insidiosas marcas de Halstead.

Ahogué un gemido de ira y lloré.

—Les suplico que no se lo quiten —dije, arrodillada junto a Chloé—. Creo que puede salvarle la vida.

—Le juro que ese crucifijo irá con mi hijo a dónde quiera que él vaya —balbució en señor Canteur.

Me costó separarme del niño. Un momento entreabrió los ojos y nuestras miradas se encontraron en esa fosa descolorida que solo conocen los amigos que comparten un secreto mortal. Si me fui de su lado fue solo porque no podía dejar de hacer todo lo que estaba en mis manos para impedir que fuéramos testigos de la inminencia de su muerte.

‡ ‡ ‡

Fue fácil burlar la vigilancia de Lucía. Era la primera noche que ella podía dormir en casi una semana y estaba tan cansada que ni siquiera escuchó que me tambaleaba hacia la puerta de la habitación en la oscuridad. Estaba lloviendo de nuevo y mi marcha se fundió con el redoble de los pesados goterones sobre los adoquines. En otras circunstancias las fuerzas no me habrían bastado para alcanzar los escalones exteriores de la casa y, sin embargo, el brío de la tormenta avivaba el espíritu de mi determinación. Varios rayos cayeron muy cerca de mí conforme avanzaba hacia la propiedad de Halstead, pero no les temía sino que más bien me infundían una cualidad eléctrica que me sostenía, permitiéndome caminar erguida sobre los charcos. Tardé pocos minutos en llegar. El dragón, la insignia de mi odiado y amado Halstead, daba la impresión de escupir fuego hacia mí. Habría jurado que se movía sobre el atrio, clavando las garras en el arco que le servía de soporte, los ojos rojos brillantes de cólera.

—¡Halstead! ¡Sal de tu escondite, maldito cobarde! —grité, sintiendo que me desgajaba por dentro.

El viento soplaba, haciendo que mi voz se perdiera en su ulular.

—¡Hywel Halstead! ¿Cómo es que el príncipe de las tinieblas no se atreve a enfrentarse a los restos de su presa? ¡Tirano de sepulcros profanados! ¡Hazle frente a la víctima que reclama más dolor! ¡Mátame, Halstead! ¿A quién le temes? ¿A Dios? ¿Al demonio? ¡Ambos te abandonaron! ¡Reinas sobre tus muertos en soledad!

Un rayo sacudió la tierra sobre la que se erguía la casa, extendiendo su rugido por toda la cuadra e iluminado el perímetro de la propiedad. Me tomó un segundo percatarme de que Halstead estaba detrás de la reja, frente a mí, empapado y mirándome con un odio del que sólo Satanás habría sido capaz. Sus ropas se confundían con la oscura fachada de piedra que estaba tras él y su cuerpo inmóvil revelaba, por virtud de no inmutarse, aún más ira. Con los puños crispados y la cabeza inclinada hacia delante, era una visión tan bella y aterradora que bien podría haber sido la estatua de su propio mausoleo.

—¿Por qué no me matas, Halstead? ¡Ya me arrastraste a tu mundo de miseria! ¿Qué más te da? ¡Te entrego mi vida a cambio de la de él, lo más preciado que tengo te lo ofrendo aquí mismo: mi cuerpo para tu legión de vasallos! ¿No es la inmolación lo que los dioses como tú codician? ¡He aquí mi sacrificio!

La reja se abrió entonces y una corriente de aire me empujó hasta el jardín donde Halstead se hallaba, cerrándose con ruido estridente a mis espaldas mientras la puerta principal de la casa del dragón se abría sola.

—¡Entre! —gritó Halstead.

—¡No! —grité por encima del fragor de la tempestad.

Él se apoderó de mis muñecas y tiró de mis cabellos con violencia en un solo movimiento, obligándome a mirarlo. Su rostro iracundo estaba a un palmo del mío: el negro terciopelo de sus cejas horizontales goteaba sobre los pómulos ya mojados, los ojos centelleaban como azurita infernal, las aletas de la nariz aspiraban con avidez, la boca, altiva y sedienta, permanecía cerrada. Solo el lado izquierdo de su rostro parecía tensarse a la altura de la sien, indicando la magnitud de la ferocidad contenida.

—No me agradan los vasallos —rugió entre dientes, sin aliviar la presión del control físico que ejercía sobre mí.

—Disfruta con su dolor —dije.

—No voy a negarlo —replicó, endureciéndose su mirada—, pero prefiero la guerra.

—Entremos —accedí, temblando y entrecerrando los ojos.

Halstead me arrastró dentro de la casa y la ventisca aulló detrás de nosotros, azotando la puerta. Él me soltó, lanzándome hacia un rincón de la estancia. Tiritaba de pies a cabeza. Estaba chorreando agua sobre la alfombra y sentía que mi corazón iba a saltar de en medio del pecho.

—Yo sé lo que sé —balbucí—. No comprendo la totalidad de la situación, pero estoy consciente de lo que nos ha hecho a mí y a Carlitos Canteur. No podría pelear contra usted.

Él soltó una carcajada siniestra.

—¿Usted? ¿Quién ha hablado de pelear con usted? —preguntó su voz desde el otro lado de la habitación—. ¡Se sobreestima a unos niveles francamente ridículos! ¿Cómo puede siquiera pensar que yo podría considerarla mi adversaria?

Preferí guardar silencio. Ignoraba si planeaba acecharme en la oscuridad para atacarme de modo subrepticio, cono aquella noche en el callejón.

—Déjeme hacer a mí las preguntas, señorita Malraux. ¿Por qué viene hasta mi casa a provocarme de forma deliberada cuando es tan obvio que me teme?

—Tengo la esperanza de que acepte tomar mi vida en vez de la del niño —respondí con dificultad.

—¡Ah! ¡Un fin altruista, por supuesto! Debí imaginarlo. Le advierto que mi paciencia es muy limitada con quienes carecen del valor suficiente para hablar con la verdad. ¿No es lo mínimo que se puede pedir de un cristiano? Ya sabe, señorita Malraux, que el demonio es el padre de la mentira, así que no me diga que viene de parte de Dios al tanto que baraja las cartas del diablo.

—No entiendo a qué se refiere —dije, creyendo hablar con sinceridad.

—No quiere entender porque no hay honestidad en su alma. No sería tan despreciable si fuese consciente de sus propias carencias, pero se cree buena e insiste en hacérselo creer a los demás.

—¡Yo no me creo buena! —exclamé—. ¡Todo lo contrario! ¡Me creo bastante mala como para estar en desgracia con Dios cada segundo del día!

—Supongo que se siente orgullosa de ello.

—Ya no —murmuré.

—Su problema, señorita Malraux, no es que sea buena, o mala, o una patética mezcla de ambas. Lo que la hace tan insulsa, tan inapetente a pesar de la sed que, hipotéticamente hablando, pudiera embargarme, es que sea capaz de mentirse a sí misma a tales extremos. ¿Sinceramente pensó que caminaba en medio de la tormenta movida por su amor por otro ser? ¿Creyó que estaba ofreciéndole su vida a un déspota para salvar la de una criatura inocente?

Los carbones de la chimenea brillaron y me permitieron entrever la silueta de Halstead, que los azuzaba con un espetón.

—Así es —afirmé.

—¿Quiere decirme que ha logrado vendarse los ojos con tal obstinación que desconoce por completo el sentimiento que la trajo hasta aquí?

Conque eso era: Halstead era tan cruel que quería escucharme decir que lo amaba antes de matarme.

—No me es ajeno ese sentimiento —dije—, pero si la vida de ese niño no estuviera en juego no habría venido a buscarlo jamás.

—¿De qué sentimiento habla, señorita Malraux? —preguntó, fingiendo ignorar la respuesta.

Unas llamitas ardieron en la chimenea, iluminando su delgada figura. Halstead permanecía muy serio, esperando.

—Amor —mascullé.

Un trueno resonó, opacando mis palabras.

—Emilia… —dijo él—. Me perturba no saber a quién desea engañar con más ahínco, si a usted misma o a mí. Sería más digno que mintiese a propósito, pero ni siquiera sabe que miente. ¡Su caso es deplorable! ¿Qué tan poco puede un ser humano conocerse a sí mismo?

—Si tan bien me conoce, señor Halstead, ¿por qué no me revela el nombre del sentimiento que me trajo hasta aquí?

—Por supuesto. Libre de mí permitir que usted se haga aun cuando sea un superficial examen de conciencia. No quiero ser yo quien mancille tan perfecto estado de desconocimiento del propio ser.

Dio unos pasos hacia mí, mirándome con sorna.

—El nombre de ese sentimiento es deseo. En su caso, el más envilecido de todos —dijo—. Intenta revestirlo con el manto del altruismo, disfrazándolo de caridad o amor. Y usted, Emilia, créame, es incapaz de amar.

—No sabe nada de mí.

Halstead rio:

—Se equivoca. Una simple observación de sus actos y respuestas bastan para que yo sepa mucho acerca de usted. Podría ayudarla pero, por suerte para mí y por desgracia para usted, no soy precisamente dadivoso.

—¡No quiero morir! —lloré—. Tampoco quiero una vida de angustia y miedo. Prefiero morir rápidamente que de manera continua y, desde mi perspectiva, usted ya me condenó a muerte.

—Y, sin embargo, aún vive. Extraño, ¿no es así?

—Mucho, si no fuera obvio que su crueldad rebasa su inteligencia. Si me ha dejado vivir, ha sido para torturarme, señor Halstead.

—Le agradezco los amables cumplidos, Emilia. Puedo decir, a mi vez, que usted no es perfectamente estúpida.

—Y yo puedo asegurarle que, aún si he creído amarlo, también he sentido que lo odio.

—¿Podría ser de otra forma? ¡Está encaprichada conmigo!

No me molesté en contradecirlo.

—Usted empezó —dije.

Halstead guardó silencio y yo suspiré, mirando al suelo. No podía pensar. Sólo sabía que Halstead me llevaba mucha ventaja. Ni siquiera tenía claro qué deseaba; tal vez sólo quería que Halstead llenara el vacío de mi vida o acabara con él.

—Tiene razón en todo lo que ha dicho —declaré—. Soy egoísta, siempre lo he sido. He procurado hacerme creer a mí misma tanto en las cuestiones más importantes como en las más triviales que soy generosa cuando únicamente actúo en beneficio propio. Me gusta sentir que otros son felices gracias a mí.

»No dejo de tener en cuenta cada cosa buena que hago y solo alguien muy malo puede llegar a tales extremos. No tengo nada que ofrecerle, ni siquiera mi ser: es vacuo —dije, con la esperanza de que perdiera el interés en mi sangre—. Comprendo que no represente para usted ninguna satisfacción tomar una vida que carece de vida.

»Supongo —continué— que vine aquí movida por el deseo de verlo. Imagino también que una parte de mí ha sabido que la vida de Carlos Canteur es más valiosa que la mía y que, guiada por algún sentido práctico decidí que tendría más sentido que muriese yo. Tal vez pensé que la única forma de acercarme a usted sería muriendo. Después de todo, no hay nada más personal que la muerte.

—En eso estamos de acuerdo —dijo Halstead, frunciendo el entrecejo.

No sabía en qué punto exactamente estaba de acuerdo conmigo, pero no importaba. Asumí que en todos.

—¿Por qué Carlitos? —pregunté, temerosa—. ¿No puede elegir víctimas menos inocentes?

—Ya es incómodo que intervenga en mis asuntos como para que yo me sienta obligado a justificarme ante usted. Soy cruel, ¿recuerda?

—No puedo creer que sea tan ruin —dije.

—Lo que no quiere creer es que usted misma sea capaz de aspirar a caer en las garras de alguien tan perverso como yo.

—Es difícil pensar que lo que me hace querer ir a usted sea la oscuridad de su alma.

—¿Me desearía de la misma forma si mi naturaleza fuera bondadosa? Vamos, no se engañe. La moralidad de mis actos no altera en lo absoluto mi naturaleza. Si me dedicara a hacer obras de caridad, ello no cambiaría el hecho de que soy, y seguiré siendo, verdaderamente malvado.

—Al menos no es hipócrita —murmuré.

Halstead se cruzó de brazos.

—Curiosa observación —dijo—. No trate de buscar cualidades morales en mí, Emilia, porque no va a hallarlas.

—¿Qué puedo hacer para que Carlitos Canteur viva? —pregunté.

—Eso le daría sentido a su existencia, ¿no es así? Sería algo así como obtener un papel secundario en la gran obra de la vida del pequeño. No, señorita Malraux, no hay nada que usted pueda hacer para que el niño viva. Que eso suceda depende únicamente de uno.

—Usted —dije.

Halstead rio.

—¿Yo? Yo puedo arrebatarle la vida, no dársela.

—Ah —dije, comprendiendo a lo que se refería.

Halstead removió los leños.

—Usted quiere destruirse, señorita Malraux, pero le hace falta el coraje para hacerlo, así que pretende que yo realice el trabajo por usted, cosa que le resultaría muy conveniente, por supuesto: no solo no tendría ninguna culpa sino que sería una mártir. El martirio es el medio por el cual el cobarde deja la impresión de ser valiente. ¡Demonios, cuánto detesto a los mártires!

—Y ellos lo detestan a usted.

Halstead me miró con expresión divertida.

—No es tan desagradable cuando no se empeña en convencerse de que es otra persona —dijo.

—A propósito de eso: si me encuentra tan insufrible, ¿por qué yo?

—Las personas suelen ser ellas mismas cuando duermen, también cuando sienten miedo. En ambas situaciones, la persona está a merced de sus instintos… y de los míos —sonrió con crueldad—. Si no encuentro lo que deseo, siempre puedo contentarme con algo más.

—¡Así que he sido algo así como un tentempié!

—Emilia, por favor, aún no he cenado.

Me pegué a la pared y Halstead esbozó una sonrisa maligna.

—Se ve extrañamente bella así, enfermiza y aterrada como está. Casi me hace querer sofocarla —dijo, y se situó frente a mí.

Temblé recordando el dolor del primer ataque.

—Ya no se siente tan estoica, ¿verdad? —preguntó, acercándose aún más.

Negué con la cabeza, haciendo lo posible por controlar los espasmos de mis músculos.

—Se ha puesto tan deliciosamente flacuchenta… Un ataque más y morirá. ¿Quiere morir, Emilia?

—No. Por favor, no —balbucí.

—¿En vez de Carlitos Canteur?

—Solo Dios puede salvarlo.

Halstead profirió una risotada y me estrujó contra la pared.

—Al igual que a usted —murmuró.

No pude contenerme. Estaba demasiado cerca, era hermoso y sombrío. Lo besé con una terrible mezcla de miedo y vehemencia, el primero dándole paso a la segunda rápidamente, tan alucinante era descubrir que Halstead reaccionaba no solo como agresor sino como ser humano. Clavó sus dedos en los huesos de mis hombros y sentí sus colmillos, ahora afiliados, contra mis labios. Segundos después me derribó, desgarrando el cuello de mi vestido con violencia y raspándome las clavículas. La brusquedad de sus movimientos no importaba, mi único temor era que se transformara en bruma y desapareciera de repente. Halstead olía a lluvia y a tierra, a brea y hojas secas, a la humedad del verano que eleva consigo el aroma de las raíces de los árboles, y su sabor, el de algún licor amargo con un dejo metálico, enardecía la cualidad salvaje de su beso. Me oprimía contra el mullido piso de la alfombra haciendo que mis huesos crujieran bajo los suyos como la última vez que lo había visto en sueños, robándome el aire y sumergiéndome en la embriaguez de su maldad. Sin embargo, Halstead estaba disfrutando el primer beso de mi vida tanto como yo, o al menos así lo parecía. No imaginaba que existieran sensaciones tan contradictorias como las que estaba experimentando dentro de la casa del dragón, ese infierno personal de Halstead. Cuando clavó sus dientes en mi carne no pude hacer otra cosa que abrazarme a él con más fuerza y me sentí desvanecer pocos segundos después sin sentir dolor. Debería haber sabido que no había nada fortuito en su proceder.

‡ ‡ ‡

Lucía dormía profundamente aún, convencida de que la abultada colcha de mi cama era el cuerpo de la enferma que velaba. La escuché respirar, se dio la vuelta sobre el diván y dejó escapar un gruñido de cansancio. Afuera llovía, tronaba y relampagueaba. La tormenta no había amainado. Creo haberme puesto el camisón yo misma, aunque cada movimiento que realizaba parecía obedecer una orden de Hywel Halstead y ya no podía distinguir entre sus designios y mi voluntad. Me metí entre las sábanas, la habitación llena de bruma, y cerré mis desgastados párpados (si es que no estaban cerrados ya) para meterme en ese mundo de penumbras que era su mundo, el de la añoranza eterna.

Sabía bien lo que había ocurrido y, aun así, parecía una pesadilla difusa y entrecortada. De no haber sido por las hendiduras de los colmillos de Halstead en mi cuello y el extraño sabor en mi boca, habría hecho el intento de obligarme a creer que los recuerdos de la noche anterior eran falsos. Con la luz del día, lo que hacía varias horas había percibido como maravilloso se había tornado confuso y tenebroso.

Lloré un rato entre las sábanas, procurando que Lucía no me viera o escuchara. No sabía qué estaba más enfermo, si mi cuerpo débil o mi corazón atormentado. Me sentía muy extraña, mucho más que después del primer ataque. ¿Por qué había besado a Halstead? ¿Cómo olvidar que había intentado matarme? No solo lo había besado, ¡lo había alimentado a voluntad! ¿Había perdido la razón? Me sentí abandonada por Dios e impotente ante el tiempo, que hubiera querido devolver con todas mis fuerzas. Me embargaban unas náuseas espantosas e hice un enorme esfuerzo por calmar los espasmos que estaba sintiendo. Halstead me odiaba y solo era capaz de dañarme. Había llegado a la ciudad como una maldición para acabar conmigo. ¿Lo amaba? ¿O, como había dicho él, lo deseaba? ¡Tenía que odiarlo! ¿Cómo podían sentimientos tan discordantes habitar el mismo corazón? Maldije a Halstead por lo bajo una decena de veces, apretando los puños y dientes, queriendo dar golpes a los cojines pero guardándome de hacerlo al prever el incremento de mi ira ante un desahogo tan insignificante. Halstead me había quitado la poca dignidad que me quedaba, y haberle ofrendado mi sangre lo empeoraba todo. Si Halstead me hubiese forzado a alimentarlo como antaño, al menos habría podido consolarme con fantasías de justicia divina o algún tipo de resarcimiento. No era el caso. Aun así, el odio que Halstead despertaba en mí aquella mañana era tan intenso que en parte me reconciliaba con mi propio error: haber perdido la batalla me permitía apreciar, precisamente, la ingenuidad de los pensamientos que me habían llevado a él. Hywel Halstead era un demonio que movía las piezas con maestría, tanta que aparentaba estar casi libre de culpa, pero ello no impedía que yo pudiera discernir la deplorable cobardía de su proceder. Lo que él llamaba ausencia de moralidad no era más que su forma personal de absolución. Me pregunté si tendría algún sentido de la responsabilidad y supe que, donde no hay repercusiones, no suele haber arrepentimiento, aún menos en un corazón árido como el suyo. Pensé que Dios no me compensaría y que, si de mis oraciones dependía, no habría enmiendas. ¿Quién era yo para pelear contra Lucifer? ¿Me asistiría algún santo a mí, a una simple mortal que no podía retractarse de su propio deseo ni de aquel de destruir la fuente del deseo mismo?

Lucía había salido de la estancia. Dejé escapar un hondo gemido de desesperación y mis lágrimas corrieron con libertad. ¿Qué sería de nosotros a merced de un monstruo como Halstead?