CAPÍTULO 35

CODA: SANCTE MICHAEL INTERCEDE PRO NOBIS

Una noche en que trabajábamos hasta muy tarde en el orfanato nos sorprendieron unos golpes en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Emilia, acercándose al portón.

—¿La señorita Emilia Malraux? —preguntó la voz de una anciana en francés.

—Así es —respondió ella, aunque se suponía que siempre debía usar el nombre de familia de Árpad, el cual había adoptado a partir de su boda.

—¡Emilia! —susurré—, ¡debes tener más cuidado!

—Lo sé, pero tengo un presentimiento. Necesito saber quién me busca —murmuró, nerviosa.

—¡Soy Felicia! —gritó su interlocutora desde fuera, golpeando la puerta repetidamente con los puños—. ¿Es cierto que usted sabe dónde está mi hijo?

No bien había terminado de hablar, Emilia estaba abriendo la puerta y estrechándola en sus brazos acompañada de nuestros gritos de júbilo.

Todos salimos a verla y la hicimos pasar de inmediato.

—¡Felicia! —exclamó Emilia, llorando y riendo a la vez—. ¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo?

—Es lo más extraño —respondió la mujer, quien llevaba puesto un vestido pobrísimo pero cuyos ojos irradiaban la luz del amor maternal esperanzado—. Estaba en la estación de trenes de París cuando un hermoso muchacho de cabellos negros y tez morena me llamó por mi nombre.

»Me acerqué, entonces, y dijo conocer a mi hijo Félix. ¡Bendito sea Dios! ¡Por poco muero de dicha allí, en esa estación! El chico me dio una gran suma de dinero y me dijo que viajara de inmediato a Hungría porque el vurculac había muerto y Félix era libre al fin.

»En ningún momento dudé de su palabra. El muchacho me instruyó muy bien para que no olvidase nada y, después de ayudarme a comprar el billete de tren, me dijo que en cuanto llegara a Hungría debía venir al orfelinato de Pest y preguntar por Emilia Malraux. ¡Él me aseguró que usted misma me había enviado el dinero! ¿No es cierto? ¿Dónde está mi Félix?

—Está aquí, Felicia —dijo Emilia, quien a duras penas si podía hablar a causa de sus propios sollozos—. Su hijo es el cochero del orfelinato.

—¡Madre! —irrumpió el desgarrador alarido de Félix quien, escuchando el bullicio, había saltado de su cama al reconocer la voz que había buscado durante años y ya corría gradas abajo. En cuestión de segundos, madre e hijo se fundieron en un abrazo tan emotivo que nos hizo llorar a todos, incluida Lucía.

A partir de aquella noche, Félix y Felicia ya nunca más volvieron a separarse.

—Olvidaba decirle algo —dijo la madre de Félix a Emilia cuando, algo más tarde y sentados alrededor de la mesa, tomábamos tazones de leche caliente y nos enterábamos, anonadados, de que Felicia había estado tan cerca de su hijo todo el tiempo sin saberlo—. Ese hermoso muchacho de la estación dijo que no debe preocuparse por él, pues él siempre vence. También dijo que, si usted lo necesita, sabe cómo llamarlo. Y por último dijo… ¡Ah, sí! Cuando nos despedimos agregó que, aunque usted no lo sepa, él siempre la está cuidando. ¿Sabe de quién le hablo? Su nombre es Michel.

Sánete Michael Archangele,

Defende nos in proelio.

Contra nequitiam et insidias diaboli esto presidium.

Imperet illi Deus, supplices deprecamur.

Tuque princeps militiae coelestis,

Satanam aliosque spiritus malignos,

Qui ad perditionem animarum pervagantur in mundo

Divina virtute in infernum detrude.

Amen.

CÆSURA

FIN