CAPÍTULO 34

ENCORE: EL VUELO DEL TÚRUL

Rosendo llevó a Emilia a la iglesia en un coche destapado que Carmen, Lucía y yo adornamos con cintas de seda, margaritas, camelias encarnadas, alhelíes amarillos y violetas silvestres. La novia, a quien Adrien iba a escoltar hasta el altar, tenía puesto un largo vestido de seda cuyo corte imperio resaltaba su figura menuda resaltaba su figura menuda. Este era de color blanco marfil con diminutos bordados de flores rojas y amarillas intercalados con hilos de oro. Tenía, además, hermosos brocados de colores fuertes en el delgado cinto y en el reborde de las mangas amplias y vaporosas. Carmen y yo habíamos encontrado entre los tesoros de mi tía una antigua diadema de plata con pequeñas piedrecillas incrustadas que sujetaba el velo de la cabeza de Emilia, rodeándola a la altura de la frente. No contábamos con la presencia de Lynn para que peinase a Emilia, rodeándola a la altura de la frente. No contábamos con la presencia de Lynn para que peinase a Emilia, pero ella prefirió llevar los cabellos sueltos por debajo del velo.

—Parece una reina medieval —suspiró Carmen antes de subir al otro coche con la ayuda de Giovanni, admirando las hermosas y delicadas zapatillas rojas que el vestido de Emilia había dejado al descubierto en un giro antes de despedirnos. La panza de Carmen había crecido tanto que empecé a sospechar que daría a luz un niño.

—Ni lo sueñes —dijo Giovanni—. Nuestra primogénita será una niña con los rizos desordenados de su madre.

—Y su risa —apunté.

—Y su risa —afirmó él.

Era una soleada mañana de verano. En esta ocasión, por ser un día de semana, la enorme iglesia estaba casi vacía, pero así lo habíamos deseado. El padre Anastasio y el padre Felipe participarían en la ceremonia dirigida por el obispo mientras Giovanni, Rosendo, Félix Lucía, Carmen y yo acompañábamos a los novios en la primera banca con el chiquillo que Emilia y Árpad habían adoptado. Su nombre era Vazul y había resultado ser un niño tan dócil y tierno que se había robado todos nuestros corazones.

Algunos espectadores curiosos se adentraron en la iglesia y otros permanecieron fuera de ella al tanto de Manuelita Canteur derramaba pétalos de flores frente a Emilia, precedida por su hermano, Carlitos Canteur, quien portaba los anillos. Los padres de los niños estaban sentados en la banca opuesta a la nuestra con Vivianne Muse, Lorenzo Rossi y Tomás Bakócz (respectivamente, los tíos de Giovanni y Adrien). Vivianne estaba especialmente bonita con un vestido de muselina color naranja y me pregunté si al fin encontraría un amor humano cuando la vi charlando animadamente con Lorenzo, ávido coleccionista de arte que tampoco se había casado hasta entonces pero quien, además de estar siempre sobre aviso en todo los relacionado con los vampyr, seguía siendo uno de los hombres más interesantes de Italia.

Adrien condujo a Emilia hacia Árpad, quién se había cortado los cabellos rubios y estaba guapo como el Sol, vestido con una sencillísima camisa blanca de pequeños brocados magyar y una chaqueta de terciopelo color tilo. Si antes era muy delgado, con el trabajo de campo y la buena alimentación se había fortalecido en cuestión de un mes y ahora, desde su altura, parecía guardar la iglesia mientras esperaba a Emilia, iluminándolo todo con los ojos verdes.

—Pellízcame, Martina, porque siempre pensé que los reyes regordetes o endebles. Este, en cambio creo que fue esculpido por Michangelo de lo hermoso que está —susurró Carmen en mi oído.

—No me tientes. Te has puesto insoportablemente idílica hoy —contesté, guiñándole un ojo, pero era imposible no dejarse llevar a un mundo mucho más bello en presencia de Árpad y Emilia.

La misa fue sencilla y solo vimos los rostros de los novios de medio perfil en un par de momentos pero, cuando Árpad levantó el velo translúcido de su esposa para besarla, fue evidente que estaba profundamente conmovido, al punto que el mismo Adrien suspiró. Quise echarme a reír pero las campanas repicaron y él se inclinó hacia mi para decir en mi oído:

—Búrlate si quieres, pero hay dos tipos de circunstancias en las que me siento inmensamente privilegiado de ser vampyr. La primera, en presencia del enemigo para protegerte de todo mal y peligro.

—¿Y la segunda? —inquirí, divertida.

—Cuando puedo saber exactamente lo que están pensando dos personas como ellos en un momento tan especial. ¡Vivan los novios! —exclamó con los ojos grises humedecidos, poniéndose de pie y uniéndose a los vítores de nuestros amigos, quienes ya los rodeaban para abrazarlos y felicitarlos.

Todos corrimos tras ellos hasta el atrio donde nos recibió un gran alborozo. Al comienzo, pensé que saludaban a los recién casados, pero noté de inmediato que los transeúntes se habían detenido y señalaban el altísimo techo de la iglesia.

—¡Túrul! —gritaban unos y otros, siguiendo la trayectoria del enorme pájaro plateado que trincaba como un ave del paraíso, alejándose hacia el cielo.