CAPÍTULO 33

FLORITURA: EL ORFANATO DE PEST

Quienes pensaban que Emilia y Árpad tendrían que esperar largo tiempo antes de ocupar la propiedad que la providencia había apartado para ellos junto al Danubio en la antigua Panonia de Árpad se equivocaban pues, en tanto que Félix, Rosendo y Lucía la adecuaban con el más cariñosos esfuerzo, los días pasaban volando. Árpad trabajaba arduamente con Adrien y Tomás y, por nuestra parte, Carmen y yo lo disponíamos todo para que Emilia tuviera una ceremonia irrepetible.

Carmen había concebido el día de mi boda y yo cuatro meses después, y nos divertíamos asegurando a nuestros esposos que daríamos a luz a dos niñas tan traviesas como lo habíamos sido ella y yo, sino que estas, a diferencia de nosotras, crecerían en sus hogares. Teníamos gratos recuerdos de Sainte-Marie-des-bois pero no por ello pensábamos someter a nuestros hijos al aburrimiento y a la soledad de un internado.

La idea de hacernos cargo del orfelinato de Pest se le ocurrió a Emilia el mismo día en que solicitamos a monseñor Dohnányi que llevase a cabo la boda en la iglesia de Matías que está en Buda. Era una lluviosa tarde de primavera cuando vimos salir de la iglesia a un niño tan flaco y tristón que Emilia se echó a correr tras él, halándome del brazo y rogándome que le hiciese las veces de traductora. El chiquillo cojeaba, tenía grandes ojeras y cardenales y, por más que se esforzaba, no podía sonreír: era evidente que le habían partido el alma. Al saber que era huérfano de ambos padres Emilia anunció que se lo llevaría a casa ese mismo día a pesar de las amables amonestaciones del obispo, quien insistía en que debía consultarlo antes con su futuro marido. Ella, sin embargo, no habría reparado en su opinión así hubiese comprendido más de tres palabras de húngaro: estaba tan embelesada con el niño que nos dio la espalda y se lo llevó a pasear de la mano por los corredores de la iglesia. Una vez obtuvimos la aprobación del obispo para la boda, íbamos camino al palacete en el coche guiado por mi buen Szigmond cuando el muchachito le sonrió a Emilia por primera vez, como hablándole con los ojos. En ese momento pasábamos frete al orfelinato y el niño lo apuntó con el dedo, como si lo conociese:

—¡Es el lugar de la tristeza! —murmuró, y sus palabra se perdieron en el rumor de la lluvia.

Recordé que mi tía Verónica había sido gran contribuyente de aquel orfanato hasta la muerte del antiguo director y, de repente, gracias a la afirmación del niño, caí en la cuenta de que todo ese hermoso sueño se había desmoronado. Se lo comenté a Emilia con el corazón abrumado de pena y ella me dijo, sin vacilación:

—Si quieres hacerme feliz, debes comprarlo. Yo me haré cargo de todo. Sé que será difícil pero Árpad me ayudará. Por favor, no digas que no. Es lo único que realmente deseo. No podré volver a dormir mientras sepa que esos chiquillos están viviendo lo que este sin duda ha vivido.

—¡No hace falta que lo digas! —reí, entusiasmada—. ¡Es la mejor sugerencia que me han hecho en muchos años!

—¿De veras? —preguntó Emilia, sin soltar la mano del niño.

—Te doy mi palabra. No te molestes en pedirle ayuda a Árpad: yo trabajaré contigo. ¡Por fin entiendo por qué heredé semejante fortuna de mi tía Verónika! ¡Ahora sí que menguarán nuestros ingresos! —exclamé, feliz de poder dar algo de lo que jamás había sentido que me pertenecía.

Aun si nuestro ejemplo atrajo a muchos otros benefactores con el tiempo y, en contra de todo pronóstico, nuestra fortuna se multiplicó con el trabajo de Árpad y Adrien, esto ayudó a que todos los pequeños crecieran en un ambiente próspero y lleno de amor. Tres meses después, los documentos del orfanato descansaban en la biblioteca del palacete de Pest. Tras una exhaustiva investigación, Emilia y yo habíamos despedido a todos los encargados del cuidado de los chiquillos y ahora teníamos un personal selecto, encabezado por Emilia y por mí y compuesto de doce chicas de buen ánimo que, en vez de trabajar como maestras privadas o criadas en algún palacio de Buda, tendrían mejores salarios y pasarían menos penurias pudiendo al mismo tiempo ayudar a sus familias. Lucía resultó fundamental en la dirección de los asuntos internos: había cuidado tanto tiempo de una casa lujosa que le resultó muy fácil dirigir una sencilla, que no por ello dejaba de ser grande y cómoda.

—Ahora soy la dueña de la casa —bromeaba, pero era cierto: nadie lo habría hecho mejor que ella.

Nos enteramos por Lucía, quien había mantenido contacto con su antigua patrona, que los padres de Emilia se habían mudado a París. Habían vendido su casa y los tíos de Emilia los siguieron pronto. Supimos que querían estar más unidos a la secta y a la gran logia de París, que les ofrecía allegados más importantes. Ninguno de ellos sabía que Lucía, Félix y Rosendo vivían con Emilia en Budapest y jamás se enterarían de ello: la secta seguía buscando el cadáver de la novia aunque el vampyr Domán hubiese desaparecido, así que Emilia decidió que usaría el nombre de familia de Árpad a partir del día de su boda. Por fortuna, Hungría es considerado un lugar agreste y remoto en el cual los habitantes de Europa occidental tienen poco o ningún interés.

Vivianne Muse había estado muy perturbada, pero las víctimas de los vampyr que se recuperan son pocas. Sin embargo, cuando fuimos a verla en Alemania ya era obvio que había recobrado sus consciencia y su alma. Aun si jamás nos habló de sus actos, confesó que había estado a punto de perder la cordura al comprender lo que el demonio había hecho con su cuerpo. No pudo regresar a la ciudad que le traía recuerdos tan horribles y temía tanto a los miembros de la secta que tampoco quiso dar recitales públicos de nuevo. Aun así, volvió a componer en privado: se instaló con su criada en Alemania para estar cerca de su familia y, como estaba lo bastante cerca de Hungría, nos visitaba en Budapest con relativa frecuencia. Siempre estaba melancólica pero Emilia aseguraba que ese era su temperamento, el que la caracterizaba en la salud o al menos el que la había convertido en una compositora tan excepcional. Al fin, sintiendo que solo estaba segura cerca de nosotros, se decidió a dejar Alemania y compró un apartamento en Budapest.

Vivianne era silenciosa pero sus ojos oscuros y su música hablaban por ella: una tarde tocó para mí una nueva pieza en el pequeño piano que había puesto en el salón del palacete y comprendí quién era Vivianne Muse en realidad, llegando a conocer en un instante lo que no habría conocido en toda una vida de amistad.

—Gracias —dijo, mirándome con emoción—. Gracias por saber quién soy.