CAPÍTULO 32
CHORALE: CAMPANAS DE VALAIS
Todos nuestros amigos estaban en Valais en diciembre: Marie y Juanito ya vivían allí con sus hijos, que eran rubios y de todos los tamaños. Carmen y Giovanni habían llegado la semana anterior y la fiebre por el casanova de Sainte-Marie había vuelto a desatarse, dándole así un respiro a Adrien.
János y Vivéka habían viajado desde el campamento gitano con su precioso niño, a quien habían llamado Gyula: tenía la tez morena de su padre, los ojos más negros que había visto y la dulce sonrisa de su madre. Sus cabellos castaños tenían dejos cobrizos reminiscentes de los de Vivéka, y había adquirido la precoz naturaleza del campo que se juntaba con su herencia Czardas, pronto se hizo amigo de Árpad, quien le enseñó a imitar el canto del túrul. Gyula, a su vez, quiso compartir con Árpad su talento con la quiromancia y demandó ver la palma de su mano para interpretar las líneas que le surcaban. Los demás estábamos distraídos conversando cuando el gitanillo exclamó, profundamente consternado:
—¡Pero si aquí dice que tú eres un rey!
Los señores Locke habían viajado desde París con Lynn, su hija adolescente, quien era mi peinadora designada para la boda. Lynn se había convertido en una jovencita guapa y sagaz que nos llevó a manera de regalo y envuelto en seda amarilla un relato corto que recién había terminado de escribir.
—¡Vaya! —le dijo Giovanni, riendo—: Ya decía yo que Martina había trazado tu camino desde la infancia, Lynn, querida. ¿No es esta una novela rosa?
Lynn procedió a despeinarlo, persiguiéndolo por la cabaña de Marie y Juanito, donde nos habíamos reunido. Habíamos alquilado además, un caserón aledaño donde pasé la noche previa a la boda con mi comitiva, la cual estaba compuesta por Carmen, Vivéka, Emilia, Lynn y sus padres, Stuart y Mariana Locke, que eran como mis padres.
Para que estuviéramos cómodos, János y el pequeño Gyula fueron invitados especiales de Marie y Juanito. Por su parte, Adrien, Árpad y Giovanni pasaron la noche en la parroquia del padre Anastasio.
—Por última vez, Martina —me dijo Carmen, mi amiga de la infancia, con ojos suplicantes—: ¿Estás segura que no quieres hacerles una broma a los chicos esta noche mientras duermen en la parroquia? ¡Mira nada más! —rio—. ¡Tengo una copia de la llave! Podemos disfrazarnos de vampyr y darles un tirón de pies en la mitad de la noche. ¡Me retuerzo de gozo de solo pensarlo!
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no acceder: nadie tenía tanto aliciente sobre mí como Carmen y, la verdad, era una idea maravillosa.
—Si no estuviera segura de que podríamos morir en el intento, ya estaría embadurnándome el rostro con rouge derretido —dije, riendo—. Sin embargo, no quiero llegar al altar con la cruz patriarcal surcándome de un lado a otro. No olvides que Adrien y Giovanni están durmiendo con ya-sabes-quien.
—Vamos, Árpad no es tan salvaje —se quejó Emilia, quien entre tanto alistaba mi vestido.
—No me refiero a Árpad, si no al padre Anastasio —reí—, ha estado preparando esta boda hace tanto tiempo que lleva tres días sin dormir y, si conozco a alguien realmente feroz cuando está nervioso, es él.
Había escuchado recuentos de magnificas ceremonias de invierno, pero la mañana de la boda Valais parecía sacado de un cuento de hadas escandinavo: la nieve resplandecía bajo el sol del amanecer y los árboles desnudos arrojaban destellos de mil colores producidos por la escarcha. Carmen insertó una nota doblaba en la manga de mi vestido y dijo, abrazándome:
—Especialmente para ti en el día de tu boda, algo robado. Esta vez no es la clave secreta del cofre de un vampyr, es la receta del chocolate fundido de Adélaide, para que no olvides los años en los que fuimos las ovejas negras de Sainte-Marie.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Solo Carmen habría hecho algo así por mí.
—Tú siempre serás mi oveja negra —dije, sollozando entre risas. Me había puesto muy sentimental.
Carmen estaba más hermosa que nunca, con los cabellos sueltos adornados con flores de seda color oro y vestido brocado de igual color.
—Algo nuevo —dijo Marie, poniéndome el precioso velo que se había tardado seis meses en confeccionar con la ayuda de su hermana Natalie: era de hilo blanco inmaculado y tenía finísimos bordados de plata intercalados.
Caían cuan largo era sobre el vestido, igualmente blanco, cuyas faldas de seda translucida envolvían delicadamente una capa de lana tan suave que me parecía estar viendo la corola de un lirio en el espejo. Emilia había insistido en diseñar el vestido para mí y vaya si no me arrepentía: el grueso corpiño ajustado ostentaba grandes flores plateadas de Kalocsa, dejando sin ornamento las mangas y el busto, que eran de muselina blanca y suelta.
—Algo prestado —dijo Marie Locke, poniéndome un grueso brazalete de perlas y plata, y besándome en ambas mejillas—. Estás bellísima.
—… Y algo azul —dijo Vivéka, completando mi tocado con un crucifijo de plata y azurita.
—Esta boda se ha puesto muy victoriana —rio Emilia.
—Mi marido es inglés —dijo Mariana, sonriendo y encogiéndose de hombros. Él insistió en que siguiésemos toda esta superstición.
Quienes me conocen se han cansado de escuchar cuán guapo es Adrien hace años y es mi culpa porque no puedo parar de decirlo. Pensé que con el tiempo llegaría a acostumbrarme pero lo cierto es que, aun tantos años después de conocerlo, su presencia hace que cientos de mariposas revoloteen en mi pecho. Aun así, hay una ocasión en que la mirada de un hombre no puede compararse con ninguna otra, y es el día de su boda. No me refiero al arribo de la novia, cuando entra a una iglesia llena de velas y acompañada de un coro seráfico, sino al momento en que ambos están de pie frente al altar. Si mi vida había cambiado desde que lo vi a los ojos por primera vez, cambió de nuevo y para siempre cuando, tomando mi mano, Adrien deslizó en mi dedo el anillo de su madre al tanto que pronunciaba, con sentida franqueza, las palabras más bellas del mundo. En ese instante me adentré en su mirada profunda, tan cálida y sublime como el más dulce de los himnos, y supe que veía más allá de mí y que me entregaba su amor, su alma y su vida. De no haber sido porque todos nuestros amigos estaban allí, el momento en que el padre Anastasio nos declaró al fin marido y mujer me habría pasado desapercibido: justo antes de que nos bendijera, los convidados dejaron escapar al unísono un suspiro de dicha anticipatoria que me obligo a girar la cabeza y me encontré con los ojos encharcados de Carmen que me decían lo que yo ya sabía: mientras estuviera con Adrien, el resto de mi vida estaría muy cerca del paraíso. Volví a mirar a Adrien entonces y, al tanto que la carísima voz del padre Anastasio complementaba la señal de la cruz, tuve la certeza de que un centenar de ángeles había descendido del Cielo aquel día para acompañarnos porque sentí que el aire se desplazaba y asentaba pesadamente sobre nosotros como si, en vez de la menuda mano de nuestro amado sacerdote, nos bendijese la misma mano de Dios.